Capítulo 4

ANITA está harta de Ámsterdam: harta de los semáforos en rojo, de la tapicería gastada de su Renault, de que los hombres la sopesen como un trozo de carne en un escaparate.

Lleva meses diciéndose que debe cambiar de vida, como el fumador que acaba siempre encendiendo otro cigarrillo. Prostituyéndose gana una media de trescientos euros por noche: cinco mil euros al mes, libres de impuestos. Aunque el dinero es una buena recompensa, lo que de verdad le atrae de su trabajo es la impresión de libertad, de vivir a sus anchas. Al menos, así era cuando empezó. Después la sensación de vacío se fue apoderando de ella, haciéndole sentir asco del sexo, de los hombres. Y de sí misma.

Su cuerpo ofrecía un irresistible reclamo, como un bote de mermelada a la salida de un hormiguero. En los parques, en el supermercado o en los cafés muchos hombres se acercaban a ella. Anita, sin embargo, era incapaz de sentir ninguna atracción. Se comportaba con sus pretendientes de forma desabrida, como un molusco en las inmediaciones de un depredador. Lo único que deseaban era acostarse con ella; la veían como un trofeo a conquistar, y se cansaban tan pronto como lo obtenían.

El rostro de Anita sugería peligro aunque, al igual que un faro, también desvalimiento. Tras su apariencia cautivadora se ocultaba una persona frágil, una niña que ansiaba una mano que le ayudara a cruzar la calle, a soportar los embates de la vida.

Un par de años atrás, Anita había interrumpido sus estudios de comadrona por falta de dinero. A diferencia de políticos y banqueros, quien estudiaba para ayudar a nacer a alguien lo hacía por vocación. Siempre le habían gustado los niños, y traerlos al mundo proporcionaba una vertiginosa sensación de poder, aún más intensa que pasearse por una tienda de Cartier con una visa platino.

El primer préstamo, solicitado para financiar sus estudios, había hipotecado su sueldo de partera durante diez años, y Anita no podía recurrir a su familia. Para pagar el alquiler se había dejado retratar desnuda, y descubrió que le gustaba posar frente a la mirada cruda de la cámara. A partir de ahí fue imposible detener la bola de nieve. El dinero, la ropa cara, los amigos de los amigos. La impresión de ser alguien especial, y no una estudiante anodina que ambicionaba traer niños al mundo. Y el deseo de herir a su padre, de demostrarle que no lo necesitaba. Se había traicionado a sí misma, pero había sido fiel a su determinación de no pedirle ayuda a su padre, aunque se estuviese muriendo. Saldría adelante sola, como lo había hecho siempre.

Anita aparca el automóvil junto a un canal y se observa en el espejo. Si juega bien sus cartas esa noche, si es capaz de controlar sus nervios, podrá empezar su vida de nuevo, lejos de Ámsterdam.

Esta vez no se trata de un vano propósito de enmienda, como las veces anteriores. Lo que tiene entre manos es grande, realmente grande: una oportunidad entre un millón.

Retoca su maquillaje, esa máscara que la protege de sí misma, y sale del vehículo para encontrarse con el último cliente de la noche. Esta vez va a sonreírle la suerte.