Capítulo 2

LA inspectora Cristina Molen recupera la conciencia lentamente. Primero siente el picor de sus calcetines de lana; después, el tacto áspero del antifaz; finalmente, el ruido del teléfono, aunque tal vez sea del televisor, que muchas noches se olvida de apagar.

La persistencia del ruido hace que acabe de despertarse. Extiende su brazo hacia la mesilla y descuelga el teléfono. Es una llamada de la comisaría. Un agente de la brigada de homicidios le informa, con voz neutra, del descubrimiento de un cadáver en una barcaza fondeada en Prinsengracht. Todo parece indicar que se trata de un suicidio.

Cristina apunta la dirección en una nota adhesiva, pero hace un ovillo con ella. La enfermedad de su padre le ha hecho muy sensible a la pérdida de memoria, por lo que intenta ejercitarla siempre que puede, recordando números y direcciones. A sus cuarenta años, se cansa con más facilidad al subir las escaleras y hace peor las digestiones, pero la cabeza le funciona perfectamente.

El alzheimer había amenazado a su padre durante años, antes de que un médico le diagnosticase la enfermedad. Había empezado por olvidarse de las fechas, los nombres y las direcciones; se dejaba las llaves dentro de la nevera o se ponía zapatos distintos en cada pie. Había sido como una gotera en un tejado, imperceptible al principio, pero que acabó destrozando el edificio hasta sus cimientos.

Cristina observa su silueta en el espejo de la habitación. Tiene la piel muy pálida, el rostro moteado de pecas y un cuello largo, marfileño. En los últimos años ha engordado varios kilos, pero su aspecto sigue recordando un poco a Kim Novak en la película Vértigo. A pesar del dinero que se gasta en cremas hidratantes y potingues antiarrugas, alrededor de sus ojos empiezan a perfilarse unos surcos profundos. Su pelo rubio, que había sido la envidia de sus amigas en la adolescencia, empieza a adquirir una tonalidad pajiza, como la de una prenda desteñida. Sin embargo, esos vestigios de la edad son sólo visibles desde distancias cortas, y le permitía a poca gente que se acercase tanto. Para una mirada normal el cuerpo de Cristina ofrece un aspecto saludable y voluptuoso, el de una mujer que disfruta de la comida y no se ha dejado malograr por la cirugía estética.

Se viste una chaqueta de cuero, coge su pistola reglamentaria, una Walther P5 de nueve milímetros, y se arrodilla junto a la cesta de Stitch, el golden retriever que le regaló un antiguo novio que creía que así la ataba a él. Al final, Cristina se había quedado con el perro y despedido al novio.

Stitch levanta la cabeza con un gesto inteligente. Se tumba a los pies de Cristina para que pueda acariciarlo, pero en esta ocasión su dueña pasa de largo. El perro se incorpora con rapidez y la sigue hacia la puerta.

Esa noche no puede llevar a Stitch con ella. Cristina no tiene coche, y si no está diluviando va a todos los sitios en bicicleta. A veces, cuando no hay mucho tráfico, lleva a Stitch atado del manillar. La bicicleta es el mejor medio para mantenerse en forma y perder los kilos que le sobran.

Si los hombres fuesen como Stitch, a Cristina no le importaría vivir con uno, incluso casarse. A diferencia de los perros, los hombres siempre piden más: más compromiso, más sexo, más tiempo. Son como niños, aunque éstos se van de casa cuando crecen y los hombres no hacen sino deteriorarse con los años. Y siempre intentan quedarse.

En la comisaría Cristina tiene fama de hosca e independiente. Es una reputación que tardó años en labrarse, y se siente orgullosa de ella. El commissaris Van Sisk suele asignarle los casos más difíciles, y como nadie es capaz de trabajar con ella, puede llevar las investigaciones a su manera. Años atrás descubrió que trabajaba mejor en solitario. Para consejos y opiniones, le bastan los de su perro. Stitch sabe escuchar, y eso es lo único que Cristina necesita: alguien que no le interrumpa mientras expone en voz alta sus teorías y llega por sí misma a las conclusiones.

Stitch ladra dos veces y saca la lengua, para indicarle a su dueña que tiene hambre. El veterinario había prescrito una sola comida al día, y Cristina se mantiene inflexible. Los golden retrievers que hacen poco ejercicio, como es el caso de Stitch, tienden a engordar si no se cuida su alimentación.

Cristina acaricia el lomo del perro y comprueba que tiene suficiente agua en su escudilla. Pone un disco compacto con la sinfonía Heroica en modo de repetición. Stitch se había acostumbrado de cachorro a la música clásica, y por muy aburrido o hambriento que esté nunca ladra cuando suena Beethoven.

Consciente de que no saldrá a pasear esa noche, Stitch se tumba en su cesta de mimbre. Se hace un ovillo para mostrarle a Cristina su despecho. De poco le sirve que haya puesto su versión favorita de la Heroica, con Simon Rattle dirigiendo la Filarmónica de Berlín.

La bicicleta de Cristina está apoyada bajo las escaleras del portal. La noche está despejada y las avenidas, desiertas. Algunas estrellas apuntan en el cielo otoñal, emborronado por las luces de la ciudad. Pedalea por la avenida que bordea el río Amstel, siguiendo sus meandros en dirección al centro.

Hace dos semanas que no va a ver a su padre a la residencia. El alzheimer está haciendo estragos en su cerebro, y muchas veces no reconoce a Cristina o la confunde con su madre. Irá a visitarlo el sábado, y si hace buen tiempo lo llevará a la iglesia. Su padre siempre ha sido un hombre muy religioso; aún ahora, parece encontrar consuelo en las iglesias. Después le acompañará a comer oliebollen, sus dulces favoritos; aunque esos buñuelos suelen tomarse principalmente la noche de fin de año, es fácil convencer a un enfermo de alzheimer de que cada sábado es nochevieja.

Su padre constituye su única familia. Cristina no tiene hermanos, y sus abuelos han fallecido. Su único tío, el hermano de su padre, reside en la localidad costera de Harlingen, al norte del país. Por algún motivo que ignora, los dos hermanos habían discutido cuando Cristina era niña, y desde entonces no había vuelto a ver a su tío Marco ni a su prima Danielle. Es algo de lo que su padre no quiere hablar, a pesar de que ha intentado sonsacarlo en muchas ocasiones. Cristina se ha propuesto ir a Harlingen para preguntarle a su tío por el motivo de aquella abrupta separación, pero nunca ha encontrado el tiempo o el valor para hacerlo.

De niña apenas veía a su padre. Llegaba siempre muy tarde a casa. Al principio descargaba barcos en el puerto, cuando todavía eran necesarios hombres para esa tarea. La caída de un saco le había roto dos vértebras, obligándole a cambiar el oficio de estibador por el de encargado de una chatarrería. Ese trabajo, sin embargo, no podía explicar por qué su padre se marchaba todos los días al amanecer y regresaba cumplida la medianoche.

Cristina estaba tan intrigada por las ausencias de su padre que una noche, a la edad de diez años, había luchado con el sueño para esperarlo. Cuando su padre llegó, lo siguió de puntillas hasta el cuarto de baño y observó que tenía las manos manchadas de sangre. Cristina se había asustado tanto que, sin decirle nada a su padre, regresó a su habitación. Su imaginación infantil conjeturó que la sangre pertenecía a un perro atropellado, o a una persona a la que su padre había conducido al hospital; quizá fuese un héroe secreto, como Spiderman. Tres décadas después, Cristina todavía se pregunta a quién pertenecía la sangre que había visto aquella noche.

Al llegar a la calle Raadhuis enfila el canal de Herengracht, hasta desembocar en Prinsengracht. Frente al número 18 se encuentra estacionado un coche de la policía, cuyas luces parpadean sin hacer ruido.

Deja la bicicleta apoyada en una farola, sujeta con el candado. Tiene las manos heladas, a pesar de los guantes. Las fachadas de Prinsengracht, coronadas por gabletes y hastiales, ofrecen un aspecto desolado en la madrugada. La persona fallecida debía de tener una situación económica holgada: una casa flotante con derecho a amarre en Prinsengracht costaba una fortuna, y el bloqueo de permisos para el establecimiento de nuevas gabarras ha disparado el precio de las tres mil barcazas fondeadas en Ámsterdam.

Cristina se acerca a uno de los policías y le muestra su tarjeta de identificación. Junto a la barcaza, pintada de rojo y negro, un segundo agente conversa con una pareja de jóvenes.

—Soy la inspectora Molen. ¿Dónde está el cadáver?

—Dentro de la barcaza. No hemos tocado nada, para que no se quejen los de la policía científica.

—¿Han identificado el cadáver?

—Sólo sabemos que es una mujer. Estábamos esperando a que llegase usted.

—¿Quién descubrió a la muerta?

—Esos chicos. Fueron quienes llamaron a la policía.

Un teléfono móvil suena en el interior de la barcaza, con la obertura de Guillermo Tell de Rossini. Lo hace varias veces y después se detiene con brusquedad, a mitad de la melodía.

Cristina salta a la barcaza y baja los escalones hacia el salón. La mujer cuelga de una viga, con una cuerda atada al cuello. Tiene el rostro pálido e inexpresivo de todos los ahorcados, y su cuerpo se balancea con movimientos circulares, impulsado por el suave oleaje que mece la barcaza.

Se acerca al cadáver, tratando de no dejar marcas que compliquen la búsqueda posterior de huellas. La piel del cuello está enrojecida alrededor del lugar en el que la cuerda se ha hundido en la piel.

El color y la rigidez del cadáver sugieren que la mujer lleva muerta varias horas. Cristina está tentada de cortar la soga, pero decide esperar a que los miembros de la policía científica hayan revisado el lugar a fondo.

Da una vuelta por la barcaza. Sobre la encimera de la cocina hay una pistola. Cristina la coge con un pañuelo, para no borrar huellas dactilares. No parece haber sido disparada recientemente. Se trata de una Beretta 92, de 9 milímetros de calibre, un arma que había sido utilizada por la policía y los ejércitos de varios países. No será fácil identificar a su propietario: esa pistola es una de las más habituales en el mercado ilegal de armas que controlan los traficantes de Europa del este.

Deja la pistola sobre la encimera y sale de la barcaza para hablar con los jóvenes que han descubierto el cadáver. La muchacha tirita de frío, a pesar de estar arropada en una manta.

—¿Qué hacíais en la barcaza?

—Queríamos resguardarnos del frío.

La voz del joven es decidida, como si hubiese anticipado esa pregunta.

—¿No sabéis que es ilegal entrar en una propiedad privada?

—No pretendíamos hacer nada malo.

—¿A qué hora descubristeis el cadáver?

—A las cuatro de la mañana. Llamamos a la policía de inmediato.

—¿Había alguien más en la barcaza cuando llegasteis?

—No vimos a nadie… Bueno, por la calle nos cruzamos con un hombre que paseaba un perro.

—¿Qué tipo de perro?

—Pequeño, de color negro. Las orejas le colgaban hasta el suelo.

—¿Visteis algo más que os llamara la atención?

—No.

—Está bien. Dadle al agente vuestros nombres y números de teléfono, por si necesitamos contactar con vosotros en los próximos días.

Un vehículo se detiene junto al cordón policial. De él desciende un hombre alto, enfundado en un abrigo. Se queda quieto frente a la barcaza, expectante.

—¿Busca a alguien? —le pregunta Cristina.

—Soy el doctor De Vries. He venido a ver a una paciente.

—¿Reside su paciente en esta barcaza?

—Sí. ¿Ha pasado algo?

—Hemos encontrado a una mujer ahorcada; quizás pueda ayudarnos a identificarla. Sígame, por favor.

Cristina guía al médico hacia el interior de la barcaza. El doctor De Vries se acerca para observar el cadáver.

—¿Es su paciente? —le pregunta la inspectora Molen.

El médico asiente. Se limpia las comisuras de los labios con un pañuelo que lleva bordadas sus iniciales.

—Su nombre es Agnes Grijn —precisa el doctor.

—En su opinión, ¿cuánto tiempo lleva muerta?

—No más de tres horas. El forense podrá darle una opinión más informada.

—¿Suele visitar a sus pacientes a estas horas?

—Agnes Grijn me llamó pasadas las once. Me pidió que viniese a verla.

—¿Le explicó el motivo?

—Es secreto médico. No puedo darle esa información.

—Su paciente está muerta. ¿No cree que es un poco tarde para eso?

—Confío en que será discreta…

—Tanto como me sea posible.

—Agnes Grijn sufría de anorexia… Desde que a su padre le diagnosticaron cáncer, padecía también episodios depresivos y crisis de ansiedad, acompañadas de insomnio y palpitaciones.

—¿Estaba en tratamiento?

—Tomaba citalopram, un antidepresivo, y fenobarbital, un sedante.

—¿Es usted psiquiatra?

—Soy médico generalista.

—Si me permite la pregunta, ¿por qué no la envió a un especialista?

—Le recomendé que acudiera a un psiquiatra, pero ella no quiso hacerlo. Hubiera sido como reconocer que estaba enferma.

—Durante su conversación telefónica, ¿qué le dijo Agnes Grijn exactamente?

—Había discutido con su marido y estaba pasando un mal momento.

—¿Cómo de malo?

—Estaba muy nerviosa, aunque parecía capaz de razonar.

—¿Por qué no vino usted antes?

—Tenía turno de guardia en el hospital y no podía salir. Le recomendé que se tomara un sedante. He venido lo antes posible.

El teléfono de Cristina empieza a sonar. La inspectora le pide al doctor De Vries que salga con ella de la barcaza. Una vez en el exterior, se separa unos metros del médico y responde al teléfono.

—Soy Tamara. ¿Te he despertado?

Eran casi las cinco de la mañana. ¿Qué hacía Tamara llamándola a esas horas? En el instituto eran amigas íntimas. Mientras fumaban a escondidas en el lavabo se contaban todas las cosas que habían hecho, o soñaban hacer con sus novios. Después sus vidas habían seguido cursos distintos. Tamara estudió periodismo y se casó. Había tenido una hija y fundado una revista que la catapultó al mundillo del relumbrón. Mientras Tamara se codeaba con famosos, o gentes que ambicionaban serlo, Cristina ingresó en la Academia de Policía. Su amiga nunca había comprendido cómo una mujer con el cuerpo y la inteligencia de Cristina podía pasarse el día persiguiendo a criminales, rodeada de hombres que olían a tabaco y sudor. Ni tampoco por qué nunca se había casado, aunque le hubiesen sobrado pretendientes.

—Tamara, ¿sabes qué hora es?

—Siento llamarte tan tarde. No lo haría si no fuese importante.

—¿Qué ocurre?

—Estoy muy preocupada por una amiga. Vino a pasar unos días en mi casa. Esta noche, sin decirme nada, me cogió las llaves del coche y desapareció.

—¿Había bebido?

—No.

—Entonces no te preocupes. Seguro que regresa en un par de horas.

—Tengo miedo de que haga alguna locura.

—¿Por qué iba a hacerla?

—Había discutido con su marido. Estaba muy nerviosa.

Cristina exhala el aire con lentitud, empañando el cristal invisible de la noche.

—¿Cómo se llama tu amiga?

—Agnes Grijn.

La inspectora Molen se muerde el labio inferior. Lo que menos le gusta de su trabajo es tener que dar malas noticias.