UN ejército de barcas semihundidas, protegidas del naufragio por sus amarres, parpadean en la oscuridad del canal de Brouwersgracht. Dos jóvenes salen abrazados del Bruin Café Papeneiland, uno de los más antiguos de Ámsterdam. A pesar del frío intenso, se detienen para besarse junto a la cicatriz del canal. Cerca de ellos, el viento hace temblar las bicicletas encadenadas al puente Papiermolensluis.
—¿Vamos a tu casa? —pregunta él.
—Mis compañeras de piso organizan una fiesta esta noche. No estaríamos tranquilos.
—Pues a mi casa tampoco podemos ir. La novia de Bart ha venido a visitarlo y le prometí que no aparecería en toda la noche.
—Da igual —dice ella—. Me apetece dar un paseo.
Caminan abrazados, esquivando los coches aparcados junto al agua. Se cruzan con un hombre que pasea un perro y que, sin prestarles atención, se aleja bajo el paraguas de árboles.
En el canal de Prinsengracht chapotea una barcaza, pintada de rojo y negro. Es una de las muchas casas flotantes que desafían la humedad y el frío de Ámsterdam. Tiene una fila de ojos de buey sobre la línea de flotación y una pequeña terraza con un banco y tiestos de lavanda. Una de sus ventanas chirría, empujada por el viento.
—¿Estás pensando lo mismo que yo? —pregunta él.
—¿Y si viene el dueño y nos descubre?
—No vendrá nadie a estas horas. Debe de ser un hotel para turistas… si aparece alguien, podemos decir que estábamos limpiando el barco.
—¿Y piensas que nos van a creer?
El joven acaricia los cabellos de la muchacha y le besa la nuca, para vencer su resistencia. Tras comprobar que nadie los mira, saltan a la gabarra y permanecen inmóviles hasta que la barcaza deja de zarandearse.
—Esto no me gusta nada —dice ella—. Mejor que nos vayamos.
Su novio no le hace caso. Asoma la cabeza por la ventana y pregunta si hay alguien en el interior. A continuación se sube al banco clavado en la terraza y entra por el ventanuco. Se oye un ruido seco, e instantes después la puerta se abre.
La joven insiste en que se vayan, pero él la arrastra hacia el interior. Descienden los escalones y exploran la gabarra, sin encender las luces. A pesar del techo relativamente bajo, el salón es amplio y tiene un gran sofá en forma de L. Sobre una estantería hay un televisor de pantalla plana y varias estatuillas de marfil.
El joven la sujeta por la cintura y empieza a besarla. Introduce una mano debajo de su blusa para desabrocharle el sujetador, pero detiene su avance al darse cuenta de que está temblando.
—¿Qué te pasa?
Ella señala con una mano hacia el extremo del salón. Colgada de una viga, una mujer balancea sus pies en el aire.