Richard Matheson & Robert Bloch
1983
El sol de la tarde comenzaba a desvanecerse cuando el señor Bloom franqueó la puerta.
La señorita Cox levantó la mirada desde su asiento, tras el escritorio de recepción, con un gesto lleno de vigor.
—¡Con que ya estamos aquí! —Se adelantó con una sonrisa de bienvenida, tan falsa como su dentadura—. Lo estuve esperando toda la tarde, señor Bloom.
—Lamento haberme demorado tanto —dijo Bloom—. Pero ¿cómo supo quién era yo?
Mientras terminaba la frase adivinó la respuesta. Después de todo, había dado su nombre por teléfono, al solicitar la admisión, diciéndole que lo esperara el sábado por la tarde. Si un hombre de su edad entraba con una valija, bastaba con sumar dos más dos. O uno más uno. El señor Bloom no estaba muy fuerte en matemáticas. Además, no importaba.
La respuesta de la mujer tampoco, pero él escuchó cortésmente de todos modos.
—Me formé una imagen mental cuando hablamos por teléfono, el otro día —dijo ella—. He descubierto que mis intuiciones rara vez fallan en ese aspecto. —Lo miró intrigada, entornando los ojos grises, pálidos, tras los anteojos sin marco—. Usted es de Piscis, ¿verdad?
Bloom no era de Piscis, pero meneó la cabeza maravillado.
—Qué notable —murmuró—. ¡Absolutamente notable!
Las mejillas cetrinas de la señorita Cox se encendieron de orgullo.
—No es nada —declaró—. Sólo cuestión de práctica y observación. Al trabajar en un hogar de ancianos como éste, se ve ir y venir a mucha gente…
Se cortó en seco, al cobrar súbita conciencia de las desafortunadas connotaciones de su comentario. Bloom fingió no haberse dado cuenta.
—Bueno, basta —estaba diciendo la mujer—. ¡Bienvenido a Sunneyvale!
Levantó la muñeca izquierda y echó una mirada al reloj.
—¡Cielos, se está haciendo tarde! Será mejor que se instale antes de que sea hora de comer.
Echó a andar por el pasillo, acompañada por el señor Bloom. Cualquier observador habría decidido que formaban una pareja curiosa: una mujer alta y huesuda, con uniforme de enfermera, junto al viejecito frágil que caminaba a su lado. El viejecito frágil seguía llevando su valija, puesto que la señorita Cox no se había ofrecido a aliviarlo de su carga.
Mientras avanzaban por el pasillo, el señor Bloom echó una mirada curiosa a la puerta de la izquierda, que no estaba cerrada.
Era una habitación grande, lo bastante amplia como para contener seis camas. Sobre cada una había un pequeño estante. Contra la pared opuesta, seis armarios de madera, idénticos, aparentemente usados para guardar la ropa y los objetos personales. Junto a cada cama habían puesto una sola silla. Sólo dos de ellas estaban ocupadas.
—Ése es el dormitorio de las señoras —le dijo la señorita Cox—. Como verá, en estos momentos no tenemos la casa completa. Hasta la semana pasada eran cuatro, pero la señora Schanfarber se nos fue, pobrecita. Y la señora Tomkins está en la enfermería, pobre mujer. El doctor Ryan la visitó anoche y dice que tiene neumonía virósica. Entre nosotros, temo que no salga bien.
Bloom observó a las dos damas sentadas, que estaban comiendo la cena puesta en bandejas sobre pequeñas sillas plegadizas.
Una vestía una complicada bata, sobrecargada de cintas y encajes; era el tipo de prenda que podía elegir una muchacha veinteañera después de decirle a su visitante especial que iba a ponerse algo más cómodo. Pero esa dama había dejado atrás la juventud, cuanto menos cincuenta años antes, aunque lucía una reciente permanente casera en el pelo blanco y se había puesto mucho maquillaje en las mejillas. Bloom calculó que tenía más de setenta y cinco años.
—Ésa es la señora Dempsey —le informó la enfermera—. Es viuda. —Su sonrisa tomó la acritud de la desaprobación al señalar un gato blanco, de pelo largo, que permanecía enroscado en el regazo de la anciana—. Y ése es Mickey. Siempre le digo que no le dé de comer en la mesa, pero ella no me hace ningún caso.
Bloom asintió, fijando la vista en la otra ocupante del dormitorio: una mujer regordeta, pulcramente vestida, de pelo oscuro y expresión alegre. Obviamente, el pelo era una peluca, pero la sonrisa debía de ser auténtica.
La señorita Cox siguió la dirección de su mirada.
—Ésa es la señora Weinstein. Aunque no lo crea, tiene más de ochenta años y todavía se mantiene en forma. El esposo también está con nosotros. Claro que en el dormitorio de los caballeros. Pasan mucho tiempo juntos, pero como no tenemos comedor, preferimos que nuestros internos tomen sus comidas por separado. Ya sabe usted cómo son las cosas. Si comieran todos juntos la confusión sería terrible. Además, algunos siguen dietas especiales. —Una leve arruga le cruzó la frente—. Los Weinstein, por ejemplo, sólo comen según las normas judías. No se imagina los problemas que eso causa en la cocina.
Bloom volvió a asentir, pero los comentarios de la señorita sobre los internos lo habían puesto un poco incómodo. Se sentía como un visitante del zoológico, llevado en recorrida por el jefe de cuidadores.
Siguieron caminando por el pasillo hasta otra puerta, que se abría a la derecha. Al cruzar el umbral, detrás de la mujer, se encontró en un cuarto casi idéntico al de las mujeres.
—Éste es el dormitorio de los hombres —anunció la señorita Cox—. Le he asignado la primera cama, que está más cerca de la puerta. A Weinstein le gusta la que está junto a la ventana; hace años que la ocupa. Derechos de la antigüedad, ¿no? —Echó un vistazo a la hilera de camas vacías—. Agee está junto a Weinstein; después viene Conroy. Y Mute está en la cama vecina a la suya.
Bloom contempló aquellos lechos desiertos.
—¿Los hombres no comen aquí?
—Por lo común, sí. Pero como hoy es sábado, Weinstein y Agee están cenando con Mute en la sala de recreo. Les gusta mirar el partido por televisión. Y Conroy está en la sala de visitas, con el hijo y la nuera.
Bloom notó que ella no había otorgado a los hombres el título de «señor». Obviamente, era una ardiente defensora de la liberación femenina.
—Deje la valija sobre la cama —le indicó—. En el ropero hallará lugar para sus cosas. En cuanto haya guardado todo, haré que José le traiga una bandeja con la cena.
Bloom sacudió la cabeza.
—No es necesario, gracias. Almorcé muy tarde. Si no le molesta, preferiría descansar un ratito.
—Como guste. —La señorita Cox se volvió hacia la puerta. Allí se detuvo para mirar hacia atrás—. Espero que se sienta a gusto aquí. Si quiere lavarse, hay una toalla en el estante del armario. El baño de los caballeros está al final del pasillo. Ahora será mejor que vuelva a mi escritorio. Sí necesita cualquier cosa, no deje de avisarme.
Antes de que él pudiera contestar, la mujer se retiró prontamente, dejándolo a solas en la habitación. El señor Bloom la inspeccionó con una sonrisa melancólica. Bienvenido a Sunneyvale.
Su mirada viajó por las camas estrechas, cada una cubierta por una frazada gris, descolorida. Los bordes de las sábanas y la almohada, que estaban a la vista, eran blancos, pero también tenían un tinte grisáceo, producto de excesivos lavados y poca exposición al sol. La luz vespertina entraba por las ventanas del extremo, pero sus rayos no eran lo bastante fuertes para dispersar las sombras que borroneaban el contorno de los estantes puestos sobre las camas, las sillas de madera y los roperos, al otro lado.
Todo allí parecía gris, incluidos los internos.
«Los huéspedes», se corrigió el señor Bloom. Todos los internos eran huéspedes que pagaban, por cortesía del seguro social, los servicios médicos, las pensiones y los ahorros. Mientras pagaran, allí seguirían, en los dormitorios grises, hasta que una oscuridad más profunda descendiera sobre ellos: la oscuridad de la muerte. Sunneyvale no era distinto de los otros hogares de ancianos que él había visto. Sólo otro depósito para los ciudadanos mayores que esperaban la graduación en la nada.
Bloom se encogió de hombros, levantó su valija y la llevó, sin abrir, hasta el ropero. La depositó dentro e irguió la espalda. Era hora de ponerse en marcha.
El sol comenzaba a desaparecer sobre el horizonte, ante las grandes ventanas panorámicas, cuando Bloom entró en la sala de recreo.
Al parecer, tanto el partido de fútbol como la cena habían terminado, pues la señora Dempsey y la señora Weinstein estaban sentadas allí, con los tres hombres, en varias sillas y un diván puestos ante el televisor. En la pantalla, un anciano caballero de pelo rizado, que parecía copos de algodón, sonreía ante su público invisible.
—Permítanme repetir eso. —Su vibrante voz resonó por el cuarto—. Vitamina A para el cuero cabelludo, la vista y los dientes. Vitamina B para el pelo y las membranas mucosas. Vitamina C para los dientes y el sistema circulatorio. Recuerden que la C evitará las arrugas en los labios.
Bloom echó una mirada a los hombres. Uno era alto y delgado: usaba eruditos anteojos de carey y una bata nada intelectual. Bloom, en rápida conjetura, decidió que era el señor Mute[1], tal vez por la forma en que mantenía la boca apretada al mirar, con estóico escepticismo, la pantalla de televisión.
El que estaba sentado en el diván, junto a la señora Weinstein, debía de ser su marido, de modo que el caballero de la silla vecina a la señora Dempsey tenía que ser el señor Agee. A primera vista parecía buen mozo y bien conservado para su edad; por lo visto, había tomado buenas dosis de todas las vitaminas, en orden alfabético.
El señor Weinstein, en cambio, parecía haber descuidado el abecedario. Era un hombrecito calvo, que ya pasaba los ochenta años, de rostro arrugado y labios fruncidos en una permanente desaprobación de cuanto olía con su larga nariz o investigaba con sus ojos melancólicos.
Esos ojos se levantaron hacia el recién llegado. Los labios se abrieron y el señor Weinstein se levantó, saludando con la cabeza.
—Usted debe de ser el señor Bloom, ¿no?
Bloom asintió.
—¿Y el señor es…?
—Weinstein. —La cabeza señaló a la compañera—. Le presento a mi esposa, la señora Winston.
—¿Cómo Winston?
Bloom lanzó una mirada desconcertada a la mujer regordeta de peluca oscura, que se levantó alargándole la mano.
—Weinstein —corrigió—. Sadie Weinstein. No preste atención a ese marido mío, señor Bloom. Murray, nuestro hijo, se cambió el apellido por Winston y mi esposo no está de acuerdo.
—¿Cómo voy a estar de acuerdo? —exclamó el esposo, sacudiendo la cabeza—. Sólo porque se mete en política cree que puede cambiarse el apellido para salir adelante.
—¿Y por qué no? —lo desafió su mujer—. ¿Crees que habría muchos votos en Inglaterra para alguien que se llamara Weinstein Churchill?
—No le preste atención. —El hombrecito palmeó el brazo regordete de su esposa—. Esta mujer es una goy disimulada.
Los otros miembros del grupo se habían levantado y se fueron presentando, uno a uno.
—Bienvenido a bordo —dijo el señor Agee, con un firme apretón de manos.
—Me alegro de tenerlo con nosotros. —La señora Dempsey se abanicó la cara con un revoloteo de pestañas postizas—. Espero que le guste estar aquí.
—Encantado de conocerlo, señor Bloom —una mirada interrogativa se encendió tras los anteojos de carey del señor Mute—. Por casualidad, su primer nombre no será Leopold, ¿no?
Bloom sonrió.
—Temo que no puedo reclamar tal honor —dijo—. No he tenido el privilegio de conocer al escritor James Joyce y no he nacido en Dublin, como el personaje de su Ulises.
—Usted es de Minneapolis, ¿verdad? —comentó la señora Weinstein—. Oí a la señorita Cox cuando hablaba por teléfono con usted, el otro día.
—Estás siempre con la oreja parada —le reprochó el marido—. Y la señorita Cox es una bocona. —Se volvió hacia Bloom—. Siéntese, póngase cómodo.
—Gracias. —Bloom, sonriendo, miró hacia las grandes ventanas—. En un momento me reúno con ustedes. Si no les molesta, por ahora preferiría contemplar el crepúsculo en vez de mirar televisión.
—Como guste —dijo el señor Mute—. Personalmente, preferiría acostarme con un buen libro… o una mala mujer. Por desgracia, ambas cosas escasean en este lugar.
Mientras él se acomodaba en su asiento, los otros lo imitaron; todas las miradas volvieron automáticamente a la pantalla. El hombre de melena blanca seguía ofreciendo al mundo su sabiduría.
—Y no olvidemos a la E, la vitamina de los milagros. Si se ha disfrutado de una saludable vida sexual, no hay motivos para no seguir disfrutándola hasta bien entrados en los años de oro, gracias a un diario consumo de vitamina E.
«Años de oro…» Bloom se acercó a la ventana más próxima para contemplar el crepúsculo. También él era de oro, pero su brillo se estaba perdiendo en una penumbra gris.
En la calle, más allá, un grupo de niños jugaba a patear la lata, riendo y gritando en la oscuridad, cada vez más acentuada. Bloom sonrió apreciativamente ante el espectáculo. Los años de la infancia: ésos eran los verdaderos años de oro.
Su atención pasó al camino que llevaba a la casa de reposo. Allí, otro grupo conversaba ante un automóvil estacionado: un hombre corpulento, de barba, que aparentaba unos treinta y cinco años, y una rubia de la misma edad; tras ellos, un caballero anciano que tenía una valija en la mano. Al recordar lo que la señorita Cox le había dicho, Bloom adivinó las identidades de los tres: el señor Conroy, su hijo y su nuera. Aunque no podía oír la conversación, la pantomima y el lenguaje del cuerpo ofrecían una elocuencia propia. «Una imagen vale por mil palabras…»
Todas esas palabras surgían de la boca contraída de Conroy, palabras de súplica, de ruego. La valija contaba su propia historia.
—Llévenme a casa con ustedes —imploraba la boca—. Déjenme ir siquiera por el fin de semana —era el mensaje de la pequeña valija—. Prometo que no voy a molestar…
La arruga que partía la cara barbada y las repetidas sacudidas de los adornados rizos rubios también se traducían fácilmente:
—Lo siento, papá. Esta vez no. Estamos comprometidos para esta noche y mañana vamos a llevar a los niños a la playa. Lo prometimos.
La nuera consultó su reloj y levantó la mirada, con el entrecejo fruncido. No hacía falta leer los labios para saber lo que estaba diciendo:
—¡Mira la hora que es, Joe! Tenemos que irnos en seguida.
El señor Conroy dio un paso atrás, dejando caer los hombros en un gesto de derrota, en tanto su hijo y su nuera se acomodaban en los tapizados asientos del nuevo Cadillac. La puerta se cerró con el ruido clásico de los autos grandes. El joven puso el motor en marcha y apretó un botón para bajar la ventanilla automática. Esbozó una sonrisa de abrumadora calidez y falsedad hacia su padre. Una vez más, Bloom puso palabras en la boca:
—Tal vez la semana que viene, papá. ¿Te parece bien?
El automóvil se deslizó por la entrada, giró a la izquierda y desapareció de la vista. El señor Conroy permaneció inmóvil por un momento, siguiéndolo con la mirada hasta que ya no pudo verlo. Las sombras que caían sobre el camino eran grises; la segunda infancia no tenía años dorados.
—¡Pobre Leo! —Bloom se sobresaltó ante la voz. Al volverse vio al señor Agee a su lado, sacudiendo la cabeza—. Todos los sábados sale con esa valija hasta el auto de su hijo y todos los sábados tiene que volver a desempacar.
—¿Nunca lo llevan de visita?
—Una o dos veces por año, para las fiestas. Viven entre fiestas y recepciones, sobre todo por negocios, ¿sabe? El hijo es agente inmobiliario.
El señor Bloom asintió.
—Me di cuenta al verlo sonreír.
El señor Agee rió entre dientes.
—Tiene mucho sentido del humor, señor Bloom.
El otro no respondió. Aún estaba mirando por la ventana; el anciano de la valija había echado a andar por el camino, hacia la casa. Sus pies, medio a la rastra, encontraron la lata que los niños usaban para su juego. Por algún motivo había quedado en el borde del camino; una pequeña corría a ella, lista para patearla y quedar «libre» según las reglas del juego.
O bien el señor Conroy no la vio venir o bien no le importó un bledo. Al reparar en la lata, la empujó con el pie, enviándola al otro lado del césped. Luego reanudó su lento avance por el camino.
La niñita, junto a él, hizo una mueca de exasperación y volvió a correr hacia la lata, en tanto un niño, obviamente el de la prenda, salía de la calle para seguirla a toda carrera.
Al alcanzar la lata, la niña la pateó con fuerza abriendo la boca en un grito silencioso, que Bloom imitó rápidamente:
—¡Quedo libre, quedo libre!
Todos los ojos abandonaron la pantalla. El señor Bloom saludó aquellas miradas con una sonrisa.
—Disculpen. No era mi intención interrumpir el programa, pero estaba contemplando a los niños que juegan afuera. Creo que me entusiasmé.
—No se disculpe —comentó el señor Weinstein—. Con los programas que dan hoy no vale la pena mirar, créame.
Se produjo otra interrupción, bajo la forma (dos; en realidad) del señor Conroy y la señorita Cox, que entraron juntos y se detuvieron ante la puerta.
Al ver al recién llegado ante la ventana, la enfermera le preguntó:
—¿Se está divirtiendo, señor Bloom? ¿Por qué no se acerca un momento? Quiero presentarle a uno de sus compañeros de cuarto.
Bloom, asintiendo, se acercó a ella, preguntándose cómo podía imaginar esa mujer que se estaba divirtiendo con sólo mirar por la ventana. Tal vez lo tomaba por uno de esos a los que le gusta espiar a la gente en situaciones escabrosas. Por otra parte, le costaba considerar a los otros internos masculinos como compañeros de cuarto. Ese término se aplicaba con más propiedad a los adolescentes pupilos en una escuela. A menos que la señorita Cox readaptara la expresión para la segunda infancia.
Abruptamente apartó los pensamientos para aceptar la presentación.
—Señor Conroy, le presento al señor Bloom, nuestro nuevo huésped.
—Encantado de conocerlo —dijo el señor Conroy.
Su intento de sonrisa no fue muy convincente; tampoco el esfuerzo de estrecharle la mano, pues, al levantar el brazo para hacerlo, notó que aún tenía la valija bien sujeta.
—A ver, permítame. —La señorita Cox se la arrebató—. Se la llevaré al cuarto. Ahora ¿por qué no se queda un rato aquí y entabla relación con nuestro recién llegado? El señor Conroy se llama Leo —informó a Bloom. Hizo una pausa, frunciendo levemente el entrecejo—. Lo siento, pero no recuerdo su nombre de pila.
—No tiene por qué sentirlo. —Bloom le sonrió—. No le he dicho cuál es mi nombre de pila.
—Pero yo debo haber…
La señorita Cox se interrumpió, al sonar el teléfono en el vestíbulo. Con el entrecejo aún fruncido, salió a la carrera, llevándose la valija del señor Conroy.
Bloom se encontró entre caras sonrientes.
—Bien por usted —dijo el señor Weinstein—. Así hay que tratarla.
Los otros asintieron, aprobando. Sólo el señor Conroy parecía inquieto. Su gesto irritado se dirigió a la ventana panorámica que daba a la calle. Avanzó hasta allí para mirar el crepúsculo.
—Malditos mocosos —murmuró—. Se les ha dicho que no jueguen por aquí. Los viejos necesitamos descansar.
La señora Dempsey levantó la voz.
—¡Pero si desde aquí ni siquiera se los oye, señor Conroy! Deje que los niños se diviertan. Ojalá yo pudiera salir a jugar con ellos.
Bloom asintió.
—¿Y por qué no lo hace, señora Dempsey? —preguntó, suavemente.
Ella se echó a reír, pero la respuesta de Leo Conroy, en su nombre, la obligó a interrumpirse:
—Porque es vieja, señor Bloom.
El nuevo huésped sacudió la cabeza.
—Creo que nunca somos demasiado viejos para jugar. El que no se mece se enmohece.
Una esponjosa almohada blanca se desenroscó súbitamente sobre el brazo del sillón que ocupaba la señora Dempsey. Bloom parpadeó, pero acabó por reconocer al gato.
La señora Dempsey lo acunó en los brazos; el animal comenzó a ronronear, mientras su dueña hacía lo mismo.
—¿Qué te pasa, Mickey? ¿No te gusta la televisión?
—¿Cómo le va a gustar? —El señor Weinstein echó una mirada agria a la pantalla, en tanto el sonriente e hiperactivo conductor del programa disparaba una pregunta lela a un participante igualmente lelo—. ¿Por qué no lo apagamos? Con tanto ruido uno no puede pensar. Me gustaría poder entablar conversación con el señor Bloom.
—Buena idea. —La señora Weinstein hizo un gesto la aprobación—. Hace mucho que no tengo la oportunidad de conversar con alguien distinto.
—¡Excelente! —dijo el señor Mute—. En estos espectáculos de concursos nadie pierde, excepto los televidentes.
Se acercó al aparato y lo apagó.
Al quedar la pantalla en blanco, los otros volvieron a sentarse. Bloom siguió al señor Conroy hasta un extremo del semicírculo de sillas y se sentó entre él y la señora Dempsey. Su vecino se volvió a preguntarle:
—¿Es la primera vez que se interna en una casa de reposo para ancianos, Bloom?
El recién llegado sacudió la cabeza, consciente de que todos estaban aguardando una respuesta.
—No. En realidad, señor Conroy, he estado en seis, siete u ocho de ellas.
—¿Seis, siete, ocho? —El señor Conroy arqueó sus cejas pobladas—. Es todo un récord, Bloom. ¿Qué problema tiene? ¿No puede hacerse de amigos?
La viuda Dempsey emitió un resoplido de indignación.
—¡Me parece que el señor Bloom es una persona muy, pero muy amistosa! No se puede decir lo mismo de cierta gente que conozco.
Bloom le sonrió.
—Dígame, señora Dempsey. Si pudiera salir a jugar con esos niños, esta noche, ¿a qué jugaría?
La mujer acarició a su gato.
—A mí me encantaban todos los juegos. Sobre todo la payana. En la escuela primaria era campeona de payana —anunció, orgullosa.
—Qué buenos tiempos, aquéllos —comentó el señor Mute—. Los chicos ya no juegan a la payana. Ahora se les da por otra clase de bolitas.
La señora Dempsey soltó una risita sorprendentemente infantil.
—Pero les diré una cosa: si aún pudiera dominar el cuerpo, me gustaría bailar.
El señor Agee se levantó para acercarse a ella, alargando una mano.
—Me sentiría honrado si me concediera esta pieza, señora Dempsey.
La viuda volvió a reír como una tonta. Iba a levantarse, pero hizo una súbita mueca de dolor y se dejó caer nuevamente en el sillón.
—¿Qué pasa? —inquirió el señor Agee, inclinándose solícitamente hacia ella.
—Oh, fue una punzada. —La señora Dempsey sacudió la cabeza, avergonzada—. Creo que es mi arturitis.
—Artritis —corrigió el señor Weinstein—. ¿Desde cuándo tiene tanta confianza con las enfermedades como para llamarlas por el nombre de pila?
Todo el mundo se echó a reír… salvo el señor Conroy.
—Cuando se tienen tantos dolores y malestares como yo —dijo— uno los conoce personalmente.
—No me haga acordar. —La señora Weinstein echó una mirada a Bloom—. A mí me gustaría volver a correr. Qué no daría por saltar otra vez a la soga…
El señor Agee asintió.
—¡Y yo por volver a la pubertad!
—¡Sexo! —murmuró el señor Conroy—. ¿No saben pensar en otra cosa, todos ustedes?
—¿Y qué tiene de malo pensar? —la señora Weinstein tomó la mano de su marido—. Tal vez sea un juego que ya no está a mi alcance, pero tengo recuerdos hermosos, créanme.
—Basta —indicó el marido, estrechándole la mano—. Has vivido plenamente, queridita; ahora no te pongas pesada conmigo. —Al bajar la mirada notó que los zapatos de su mujer estaban junto al diván. Los señaló—. Póntelos, ¿quieres? Los buenos judíos sólo andan descalzos cuando muere alguien.
La señora Weinstein se encogió de hombros.
—No soy tan ortodoxa.
—Pero yo sí —insistió él, con firmeza—. Póntelos antes de que tomes frío.
Bloom se inclinó hacia adelante para dirigirse a él.
—¿Cómo era usted cuando niño, señor Weinstein?
—¿Yo? —El hombrecillo sonrió—. Me encantaba trepar. Lo que se le ocurra, yo lo trepaba. Como un gato, trepaba.
El señor Agee intervino, moviendo la cabeza.
—Yo quería ser Douglas Fairbanks.
—Y todavía quiere, señor Agee —rió la señora Dempsey.
—¿Sabían que Douglas Fairbanks era medio judío? —comentó el señor Weinstein—. Su verdadero nombre era Ullman.
El señor Agee no le prestó atención, perdido en las profundidades de amables recuerdos.
—Los elásticos de cama que habré roto, de tanto saltar del tocador a la cama, de la cama a la ventana…
Una vez más hubo risas en el grupo. Una vez más, el señor Conroy se abstuvo. Obviamente, no tenía intenciones de acompañarlos en ese paseo por el Bulevar de los Recuerdos.
—Como ustedes quieran —dijo—. Por mi parte me gusta ser viejo. —Clavó en el grupo una mirada desafiante—. Y cuando me muera, mi hijo ha prometido hacerme congelar.
—¡Ya está congelado, cabeza de témpano! —declaró el señor Weinstein.
Se echó a reír, festejando su propio chiste, pero acabó tosiendo. La esposa le asestó unas palmadas en la espalda.
—Cuidado, Harry —gorjeó—. No te olvides de tu enfisema.
—Ella tiene razón —asintió el señor Conroy, sombrío—. Hay que enfrentarse a la realidad. Nos irá mejor si tenemos en cuenta lo que somos ahora y no lo que pasó hace sesenta o setenta años.
Pero la viuda no le prestó atención. Al acabar el ataque de tos, volvió a mirar a Bloom.
—¿Y usted? —preguntó— ¿A qué jugaba?
Bloom sonrió.
—A mí me gustaba patear la lata.
—Eso era, más bien, para los varones —comentó la señora Dempsey—. Mi difunto esposo, Jack Dempsey (no era el boxeador, señor Bloom), Jack Dempsey era el hombre más bueno que haya pisado esta tierra y le encantaba ese juego.
El señor Conroy se agitó en su silla.
—¿Para qué sirve toda esta charla? ¿Por qué desentierra el pasado, Bloom? No es saludable.
Pero la señora Dempsey seguía sin prestarle atención.
—Como le decía, señor Bloom, a él le encantaba ese juego. La madre lo regañaba si lo descubría jugando, porque decía que se arruinaba los zapatos.
—Las bolitas —comentó el señor Weinstein, embarcado en sus propios recuerdos—. ¡Qué lindo juego ése!
—¿Todavía se acuerda de cómo se llamaban aquellas bolitas? —preguntó el señor Agee.
El hombrecito lo interrumpió apresuradamente con un gesto.
—No me lo diga. Ya me voy a acordar. Ágatas, lecheritas… Y japonesas.
La señora Dempsey suspiró.
—Qué lindo era ser pequeña… No había de qué preocuparse, porque la gente siempre se encargaba de una.
—Aquí también se encargan de usted. —El señor Conroy ofreció una sonrisa empapada en vinagre—. La señorita Cox nos cuida mucho, no nos deja hacer nada…
La señora Dempsey no escuchaba.
—Tenía muchísimos amigos y montañas de juguetes.
—¿Juguetes? —se elevó la voz del señor Conroy, insistiendo para lograr su atención—. Aquí tienen juguetes que le durarán por el resto de su vida: tubos de oxígeno, nebulizadores, escupideras… Y todo funciona bien. —El vinagre había descendido a su voz—. ¿Y quieres amigos? Aquí está el señor Bloom, tratando de entablar amistad… tratando de sacudirlos a todos, ¿verdad, Bloom?
El señor Mute, frunciendo el entrecejo, intentó desviar la conversación. Se apresuró a inclinarse hacia el señor Weinstein.
—¿Cómo se llamaban las bolitas de arcilla, Harry?
Por un momento, el señor Weinstein permaneció en silencio. Lo mismo hicieron los otros, heridos por el impacto de las palabras del señor Conroy.
El señor Agee hizo otro intento.
—¿Y, Harry?
El señor Weinstein se encogió de hombros, con un suspiro desolado.
—No sé. Ya no me acuerdo.
Bloom se inclinó hacia ellos.
—¡Cómo no se va a acordar! Eran los aceritos.
—¡Aceritos, eso! —El hombrecito levantó la mirada, agradecido—. Ahora me acuerdo. —Sonrió—. Gracias, Bloom, usted sí que tiene buena memoria.
Bloom echó una mirada pensativa al semicírculo de caras, captando la atención general con sus palabras.
—El día en que dejamos de jugar es el día en que empezamos a envejecer. Empezamos a observar los relojes, viendo pasar rápidamente los días, contando las semanas, los meses y los años como si fueran a durar para siempre. Nunca nos dimos cuenta de que se nos acabaría el tiempo y así fue como cometimos el gran error. —Movió lentamente la cabeza—. Hicimos mal en comenzar a contar, en darnos tanta prisa por crecer. Porque cuando la cuenta se inicia no cesa jamás. El reloj sigue y sigue, matando la vida con cada tictac. Pero mientras jugábamos no nos preocupábamos por el tiempo. Siempre teníamos otra cosa que esperar con ansias: otra oportunidad de escondernos, otro turno en la payana, otro juego de patear la lata…
Se detuvo, estudiando las caras en silencio.
—Bueno, ¿quién juega?
El señor Weinstein parpadeó, sobresaltado.
—¿Qué?
Bloom sonrió.
—¡Vamos a patear la lata! ¿Quién juega?
El señor Conroy sacudió la cabeza.
—¿Hace mucho que no se cae y no puede levantarse, amigo? ¿Cómo se atreve a invitar a esta gente, arriesgando el poquito de vida que le queda?
—Toda la vida es riesgo, señor Conroy. No invito a nadie a hacer lo que yo no esté dispuesto a hacer. Pero tal vez, si jugáramos, podríamos recobrar todo lo que estamos echando de menos: un poco de juventud.
El señor Conroy hizo un gesto despectivo hacia sus compañeros.
—Mírelos —murmuró—. Se les quebrarían los huesos si trataran de correr. Tienen el corazón viejo, los pulmones…
La señora Dempsey levantó la mirada, tímidamente.
—La señorita Cox no nos dejaría nunca salir a jugar, señor Bloom. Va contra las reglas.
—¡Las reglas! —El señor Bloom sacudió la cabeza—. ¿Alguna vez trataron de impedirle jugar a un niño? ¿Van a dejar que las reglas les impidan aprovechar la posibilidad de volver a ser jóvenes?
Al decir eso introdujo la mano en el bolsillo de su chaqueta. Cuando la sacó, sostenía un objeto que arrancó exclamaciones de asombro en el semicírculo de ancianos.
En la palma de su mano tenía una lata.
Sin prestar atención a sus miradas ni a sus murmullos de sorpresa, volvió a meter la mano en el bolsillo y sacó un pañuelo, con el cual empezó a pulir la superficie de aquella lata vacía.
Sólo entonces levantó los ojos, asintiendo.
—En este viejo aún queda un poco de magia. Si ustedes creen, tal vez pueda prometerles que volverán a sentirse como niños.
El señor Conroy se burló:
—Está haciendo promesas que ellos no podrán cumplir, Bloom.
El nuevo huésped no respondió; ya se estaba volviendo hacia los otros.
—Quiero verla bailar, señora Dempsey. Y usted, señor Weinstein, ¿no le gustaría poder trepar otra vez?
El señor Weinstein asintió:
—Yo trepaba como un gato.
Bloom se levantó.
—Vamos a desobedecer las reglas. ¿Qué pueden quitarnos que ya no hayamos perdido?
Su desafío fue recibido por un rápido intercambio de miradas y un silencio expectante.
—Bueno, ¿qué les parece? No perdamos tiempo o el tiempo los perderá a ustedes.
El señor Agee carraspeó.
—¿Cuándo piensa salir a jugar? —preguntó.
Bloom levantó su lata; la superficie lustrada centelleó bajo la luz.
—Esta noche —dijo.
Una vez más se cruzaron las miradas. Una vez más, el silencio expectante.
El señor Weinstein miró hacia la ventana. La calle, más allá, era casi invisible en la oscuridad.
—¿Ahora mismo? —inquirió, sacudiendo tristemente la cabeza—. Si la señorita Cox llega a vemos, Dios no lo permita, nos encerrará a todos y se tragará la llave.
—No es eso lo que tengo pensado —afirmó Bloom—. Lo que sugiero es que vayamos a la cama hasta medianoche. Entonces, una vez que la señorita Cox duerma profundamente, podremos salir en puntas de pie.
—¡Maravilloso! —la señora Weinstein palmoteó.
El señor Mute asentía.
—¡Estoy de acuerdo! Sólo el pensarlo me provoca formicaciones.
—¡Cuide su vocabulario! —regañó el señor Weinstein, sacudiendo el dedo—. No quiero que nadie diga cosas sucias delante de mi esposa.
Los ojos del señor Mute centellearon, divertidos, tras los anteojos de carey.
—No dije «fornicación», sino «formicación». Es la sensación de que se tienen hormigas caminando bajo la piel. —Y rió, feliz—. ¡Esta vez lo embromé, Harry!
El señor Weinstein sacudió la cabeza.
—Recuerde lo que dice el Talmud —murmuró—. Nadie ama a los vivillos.
Y fue a reunirse con su esposa, la viuda y el señor Agee, que se habían agrupado ante Bloom.
En la habitación reinaba un entusiasmo casi palpable. El señor Mute caminó tras él, estirando la mano para tocar la lata con dedos que escocían.
—¿No nos estará metiendo en un embrollo, señor Bloom? —dijo—. ¿Le parece que podemos hacerlo sin que nos atrapen?
—¡Ni por asomo!
La voz del señor Conroy era desdeñosa. Permanecía tozudamente sentado en su silla, sacudiendo la cabeza. Todos se volvieron a mirarlo. Él agregó:
—¡Apuesto cinco dólares a que ninguno de ustedes, viejos caducos, puede mantener los ojos abiertos después de las 22:00!
Bloom sonrió.
—No se preocupe por eso. Yo soy un verdadero buho. —Volvió su atención al grupo—. ¿Por qué no tratan todos de dormir unas cuantas horas? Cuando llegue el momento, yo pasaré a avisarles.
El señor Conroy gruñó:
—A mí no me moleste en despertarme —dijo—. Seré viejo, pero no estoy chocheando para dejar la cama en medio de la noche y ponerme a jugar como un chico.
Por un momento, la decisión del grupo se tambaleó en la balanza. Por fin el señor Mute hizo un gesto afirmativo a Bloom.
—Hasta luego —dijo.
Y convocó a sus compañeros con un ademán, murmurando:
—Vamos. Es hora de que todos descansemos un rato antes del juego, qué embromar.
El señor Conroy permanecía solo en la sala de recreo, viendo el informativo de las 22:00. Siempre miraba el informativo antes de acostarse y no pensaba perdérselo sólo por la tontería de esa noche.
Seguía sin comprender cómo habían caído los otros en semejante estupidez. No sabían actuar como correspondía a su edad. Si los muy idiotas creían, que, con sólo jugar como niños a la medianoche, volverían a sentirse jóvenes, tal vez les conviniera aprender por el camino más duro. Querían la juventud, pero de eso no sacarían sino una cadera fracturada, tal vez un ataque al corazón.
Aquella idea era una locura del principio al fin. Debían de estar todos locos para escuchar a alguien como Bloom. Porque él era el más loco de todos.
Por un momento se preguntó si debía informar a la señorita Cox de que estaba albergando a un lunático bajo su techo, pero descartó la idea con un encogimiento de hombros. ¿Por qué hacerle ningún favor? Que ella también aprendiera por el camino duro. Lo que hicieran los demás era asunto de ellos.
Lo suyo era seguir viendo el informativo para asegurarse una buena noche de descanso. Otros contaban ovejas, pero el señor Conroy había descubierto un método propio. Veía los informativos y llevaba la cuenta de los sucesos del día.
Mientras escuchaba al locutor, hizo una lista mental: tres asesinatos, dos violaciones, seis palizas callejeras, un robo a mano armada, un huracán, una explosión, varias inundaciones y hambrunas, tres incendios (dos de los cuales parecían intencionales) y, como bonificación final, cuatro guerras y un alzamiento revolucionario.
No estaba mal para una sola noche. Con sólo pensar lo que estaba pasando en el mundo exterior, uno se dormía de buena gana.
Satisfecho, el señor Conroy se levantó, apagó el televisor y se fue por el pasillo, arrastrando los pies.
Al llegar al dormitorio lo saludaron los ronquidos de sus compañeros. Se desvistió en la oscuridad, en silencio, para no molestarlos. El único ruido que se oyó por sobre los parejos ronquidos fue el leve «plop» que hizo su dentadura al dejarla caer en un vaso de agua, en su estante. Después se acurrucó bajo las frazadas y a los pocos segundos unió sus ronquidos a los otros.
Para el señor Weinstein no había sido fácil conciliar el sueño. Por lo común se apagaba como una vela en cuanto ponía la cabeza en la almohada, pero esa noche era diferente. Había pasado muchas cosas. Tenía demasiado en qué pensar.
Ese Bloom era un loco, por supuesto, pero eso no importaba. El señor Weinstein no había creído ni por un minuto que alguien pudiera volver a sentirse joven con sólo salir de una cama abrigada para jugar a patear la lata en plena noche. Para la gente de su edad, la Fuente de Juvencia se había agotado hacía mucho tiempo. Pero al menos estaba dispuesto a seguirle la corriente, siquiera para quebrar la monotonía. Aunque Bloom fuera un delirante, por lo menos les llevaba un poco de acción, algo nuevo en que pensar. Era como abrir las ventanas y dejar entrar un poco de aire fresco.
¿Qué importaba, entonces, que Bloom no pudiera devolverles la juventud? Tal vez con sólo hacer algo diferente se sentirían menos viejos por un rato, menos aburridos.
Eso era lo peor de la ancianidad, decidió el señor Weinstein. Uno se acostumbraba al aburrimiento. Se habituaba a pasar todo el día sentado, aunque el mundo cambiara. Al tiempo ya no notaba los cambios. Y de pronto, cuando miraba a su alrededor, todo era diferente. En la actualidad todos los varones se llamaban David y todas las niñas, Jennifer; cuestión de modas.
Pero una cosa no cambiaba. Los niños seguían gozando de juventud, de fuerza, de salud. Y el señor Weinstein se las envidiaba. Por su parte, no tenía más que un corazón algo flojo… y la pobre Sadie, siempre quejándose de que le dolía la espalda. Qué extraño, que a todo el mundo le doliera la espalda y a nadie la parte delantera. «Vaya uno a saber por qué». El señor Weinstein aún estaba tratando de resolver ese dilema cuando se quedó dormido.
En el dormitorio de las señoras, la viuda Dempsey ya dormía, con Mickey acurrucado junto a su almohada. En su sueño, el gato blanco se convirtió bruscamente en su esposo Jack y la señora Dempsey no perdió tiempo: empezaron a hacer el amor. En algún momento, Jack Dempsey se transformó en Clark Gable, pero a la señora Dempsey no le importó. Siguió, no más, haciendo el amor.
El señor Agee no estaba soñando con estrellas de cine. Él mismo era la estrella. Un apuesto y deslumbrante Douglas Fairbanks, que trazaba la Z del Zorro en la cara de un villano, cruzaba espadas con los tres Mosqueteros, volaba en una alfombra mágica sobre Bagdad y recorría los bosques de Sherwood, con toda la gracia de Robin Hood.
La señora Weinstein se movió, inquieta. Si al menos la señorita Cox le asignara un cuarto propio, donde ella pudiera dormir con Harry en una misma cama, tal vez las cosas serían diferentes. No porque fueran a hacer locuras. A su edad ya no se hacían esas cosas, por muchas vitaminas que se tomaran. Pero al menos podrían estar juntos, tal como lo habían estado antes durante tantos años.
No, suponiendo que Harry estuviera con ella en ese momento, ¿en qué serían diferentes las cosas? Probablemente ni siquiera se molestarían en conversar. Tal como se sentía, sólo quería dormir. Con el rostro endurecido y los miembros rígidos, la señora Weinstein durmió como un tronco.
El señor Mute se quedó dormido pensando en los topos.
Hacía poco había leído o visto por televisión, en algún documental, una referencia a esas curiosas criaturas. Y en ese momento, cosa extraña, invadían sus pensamientos, excavando en su cerebro tal como excavaban las sabanas de África. Allí, en la cálida oscuridad, hacían sus nidos enredados, aventurandose sólo para llevar comida a los negrísimos confines donde pasaban toda su existencia, hambrientos y medio ciegos. Allí se acoplaban, en una masa reptante; lavaban a los recién nacidos con su orina, se alimentaban de sus propios excrementos y volvían a digerirlos, pasaban toda la vida en una triste suciedad, lejos del sol y del mundo exterior.
Miserables bestias, que llevaban una vida miserable. Pero ¿hasta qué punto difería de su propia vida en Sunneyvale? Amontonado con otros en los confines de la llamada «sala de recreo», sentado ante la pantalla del televisor, medio cegado por ella, digiriendo una y otra vez recuerdos del pasado, lejos del mundo…
El señor Mute seguía estudiando la cuestión cuando, como un topo, excavó en la oscuridad del sueño profundo.
La señorita Cox también dormía.
Bloom la observó por un instante, abriendo suavemente la puerta del dormitorio, situado en un extremo del pasillo. El velador todavía estaba encendido; seguramente se había dormido mientras leía, pues a su lado tenía una novela romántica en edición barata; la llamativa cubierta mostraba la habitual heroína asustada, que huía de la acostumbrada mansión gótica, con el ya inevitable héroe de pelo negro y bigotes que la seguía con la vista.
«De esa materia se hacen los sueños». Bloom sonrió y cerró la puerta, para echar a andar suavemente por el pasillo.
Era la medianoche, exactamente, cuando entró en el dormitorio de los hombres y avanzó, en la penumbra, hasta la cama del señor Mute. Se inclinó hacia él para sacudirlo un poco por el hombro.
—Es la hora, señor Mute —susurró.
El caballero abrió los ojos y se incorporó, arrojando la frazada a un costado. Estaba completamente vestido; la bata descansaba en la silla, a un lado.
Bloom le echó una mirada de aprobación.
—Veo que está vestido de acuerdo con la ocasión —murmuró—. ¿Y los otros?
El señor Mute asintió.
—Por sugerencia mía, todos se acostaron vestidos. —Miró hacia las siluetas dormidas en las camas vecinas—. Menos Conroy. Debe de haber entrado más tarde, pero veo que tiene el pijama puesto.
—Trate de no molestarlo —aconsejó Bloom—. Ahora, si usted se encarga de despertar a los otros, yo iré a ver si las señoras están listas. Nos encontraremos fuera, en el jardín trasero. He estado buscando un buen lugar y ése parece el más seguro.
—Excelente. —El señor Mute tomó sus anteojos del estante—. Nos veremos dentro de algunos minutos.
Cuando Bloom salió al jardín del patio trasero descubrió que los otros ya estaban esperándolo. Con la lata en la mano, se adelantó hasta el centro del prado, indicando a los otros, por señas, que lo siguieran.
—¿Todo listo? —preguntó.
—Listo.
El señor Agee hizo un guiño a la señora Dempsey. Ella asintió, acunando al gato contra su hombro. El señor Weinstein se encogió de hombros.
—Me siento como un infeliz —murmuró—, pero ¿qué puedo perder?
—Eso es —asintió Bloom—. Aquí va.
Y arrojó la lata al aire.
Mientras el recipiente caía, en una espiral centelleante, los ancianos corrieron en busca de escondrijo, ocultándose tras el seto y los arbustos que bordeaban el prado por tres flancos.
Bloom miró fijamente la lata en su descenso; luego, en voz baja, contó lentamente hasta diez.
Después se volvió. Tras avanzar hasta el seto de la derecha, inició la búsqueda de los otros jugadores.
A sus espaldas ya estaban saliendo subrepticiamente, uno a uno, emergiendo de sus diversos escondites para patear la lata.
Cuando Bloom miró hacia el centro del prado, lo saludó entonces un concierto de risitas y carcajadas.
—¡Esta vez lo embromamos! —gritó la señora Dempsey.
—Así parece —asintió él—. Bueno, me toca a mí otra vez.
Arrojó la lata, mientras los viejos corrían. Bloom contó. Por encima de él, la luna llena convirtió la noche en plata.
El señor Conroy, en el dormitorio, se agitaba y revolvía, inquieto. En medio de su profundo sueño le llegaban débilmente las voces de los viejos. Pero al continuar el juego, los gritos y las risas empezaron a cambiar. Ahora los tonos agudos resonaban como voces infantiles:
—¡Piedra libre! —gritó alguien.
—Malditos niños…
El señor Conroy, murmurando en sueños, sepultó la cabeza bajo la almohada.
En el jardín, bajo la luna llena, un pequeño de pelo rojo brincaba alegremente, haciendo flamear las mangas y los pantalones del traje del señor Mute.
—¡Chiquillos! —gritó.
Y chiquillos eran, todos y cada uno de ellos. Niños que reían, vestidos con las prendas desproporcionadas de Harry y Sadie Weinstein, el señor Agee y la señora Dempsey. La viuda aún tenía en brazos a su gato, pero convertida en una cría.
El señor Weinstein echó un vistazo a la linda niñita que tenía a su lado.
—¿Sadie?
Ella asintió, encantada.
—¿Eres tú, Harry? —Estiró la mano para pellizcarle la mejilla—. ¡Qué lindo muchachito!
El joven señor Mute palmeteaba, exuberante.
—¡Chiquillos! —volvió a gritar— ¡Fíjense! Era cierto.
Un infantil señor Agee, enrollándose las botamangas de los pantalones, miró a Bloom, que estaba sentado en un banco, cerca de la puerta trasera.
—Señor Bloom, ¿se siente bien?
—Por supuesto.
La pequeña señora Dempsey se volvió a mirarlo.
—¡Pero todavía está viejo!
—¿Sí? No se me había ocurrido. —Hizo un gesto—. Pero no se preocupen por mí. Sigan divirtiéndose.
El señor Weinstein miró hacia abajo y sacudió la cabeza.
—¡Qué bajito estoy!
—No se preocupe —le dijo Bloom—. Usted quería jugar, tiene que seguir jugando.
Y siguieron jugando, satisfaciendo las fantasías de juventud bajo la luna llena.
La señora Weinstein y la viuda Dempsey bailaban juntas como dos muñecas que giraran a la luz de la luna.
El señor Agee inició un duelo de espadas con un imaginario enemigo. Mientras lo obligaba a retroceder, franqueó de un salto el banco en donde Bloom permanecía sentado, dándole el tiempo apenas suficiente para levantarse antes de que el mueble cayera. Cayó de pie, con la gracia de Douglas Fairbanks y continuó con su duelo hasta llegar hasta donde bailaban las niñas. Allí interrumpió su duelo para dedicar un guiño a la señora Dempsey.
—¡Baila conmigo! —le gritó.
La señora Dempsey pasó inmediatamente a sus brazos. Él la estrechó contra sí y trató de besarla.
Ella se liberó, forcejeando, y sacudió la cabeza.
—¡Oh, no, señor Agee, manténgase lejos de mí!
—Está bien.
El señor Agee, sonriendo, alargó la mano hacia la señora Weinstein, que también sacudió la cabeza.
—¡No, viejo sucio!
—¡Ya no!
El señor Agee volvió a alargar el brazo. Ella, sin dejar de resistirse, llamó por sobre el hombro:
—¡Harry! ¿Dónde estás?
El señor Weinstein se descolgó de una rama alta, balanceándose de un brazo.
—¡Agee! —gritó—. ¡Suelte a mi mujer!
Al soltarla el señor Agee, la señora Weinstein giró ansiosamente hacia Harry, su marido.
—Harry, tu corazón…
El señor Weinstein se echó a reír.
—¿Qué corazón? ¿Estás bromeando?
Se balanceó en la rama, lanzando un grito a lo Tarzán.
El pequeño señor Mute, entre un flamear de ropas, dio una vuelta de carnero en el césped y aterrizó ante los pies de Bloom. En ese mismo instante, el señor Agee brincó hasta allí y se detuvo.
—Mire —dijo—, no quiero ser desagradecido, pero ¿por qué no juega con nosotros?
Bloom se encogió de hombros.
—Yo prefiero tener la edad que tengo y, en cambio, tratar de seguir siendo joven mentalmente. —Su gesto incluyó a los otros, que se aproximaban—. Pero ustedes han visto su deseo hecho realidad. Son nuevamente niños. Tienen toda la vida por delante.
Una arruga muy poco infantil cruzó la frente del señor Mute.
—Mi vida fue tan dura… —murmuró.
—Yo viví muy bien —dijo el señor Agee—. Podría pasar otros sesenta años puesto de cabeza.
—¿Y quién quiere vivir cabeza abajo? —sonrió el señor Weinstein—. Yo apenas empezaba a esperar la edad senil.
Su esposa se estremeció ante la brisa que se levantaba, más allá del seto.
—Tengo frío. ¿Dónde vamos a pasar la noche? ¿Adónde podemos ir? ¿Quién cuidará de nosotros?
El señor Weinstein la rodeó con sus brazos.
—No hay problema —dijo—. Llamaremos a la puerta de nuestro hijo y le diremos: «Déjanos entrar, Murray, somos tus padres». No te preocupes, ya sabes que le encantan los niños.
La señora Weinstein suspiró.
—Te amo, Harry, pero no quiero volver atrás y hacerlo todo otra vez.
—Esperen un momento —dijo el señor Agee—. Pensémoslo bien. Hay muchas cosas que esperar con ansias. Me refiero al sexo…
La señora Dempsey quedó horrorizada.
—Jack Dempsey no está aquí. No voy a conocerlo jamás… —Mientras hablaba bajó la vista a su mano y gritó—: ¡Mi anillo! ¡Se me ha caído la alianza!
Y se lanzó al suelo, de rodillas, para iniciar la búsqueda por el césped. Los otros acudieron en su ayuda.
Después de hurgar desesperadamente entre la hierba, la viuda sacudió la cabeza.
—En realidad, ya no podía volver a ser joven. Sólo quería bailar. Puedo bailar siendo vieja.
El señor Mute, a su lado, asintió.
—Yo no pienso volver a la escuela.
—La escuela es fácil —dijo el señor Weinstein—, pero trabajar otros cuarenta años… ¡Ni pensarlo! —de pronto notó que su esposa estaba otra vez descalza. Señalando los enormes zapatos que yacían junto al banco, dio la orden—: Póntelos. ¡Aquí no ha muerto nadie!
La señora Weinstein obedeció, pero la mención de la muerte entristeció su cara infantil.
—No quiero volver a perder a todos los que amaba, uno a uno. Recuerdo el día en que murió mi padre. Se lo llevaron y nos enviaron a jugar afuera. Vimos el cometa Halley.
—Yo era demasiado pequeña como para verlo —dijo la señora Dempsey—. Iba a verlo cuando cumpliera los ochenta.
El señor Bloom habló suavemente.
—Para eso sólo le faltan otros dos cumpleaños, señora Dempsey. ¿Quiere verlo a los ocho o a los ochenta?
La señora Dempsey se inclinó para levantar a su gatito.
—A los ochenta —murmuró.
Bloom hizo un gesto de asentimiento. De pronto alargó la mano.
—Mire. Parece que encontré su anillo.
La señora Dempsey, con una sonrisa agradecida, deslizó la gran sortija en un dedo pequeño.
—Todavía tengo esto —dijo— y todos los recuerdos que lo acompañan.
—Yo también —dijo la señora Weinstein—. A pesar de todo, estoy satisfecha con mi vida tal como fue. Deberíamos vivir un día a la vez.
—Estoy de acuerdo —dijo el esposo—. Lo que debemos hacer es tratar de que esos días sean un poco mejores.
Bloom sonrió.
—En ese caso volvamos todos a la cama. Tal vez, al despertar, tengan otra vez los cuerpos de antes, pero con mentes frescas y jóvenes.
Después de levantar la lata, avanzó hacia la puerta trasera seguido por el grupo: los niños que seguían al Flautista de Hamelín.
Sólo el señor Agee parecía reacio.
—¿No podemos pensarlo mejor? ¡Yo todavía no me he cansado!
—No puede seguir así para siempre —dijo el señor Weinstein—. Por un rato es divertido, pero ¿quién quiere pasarse la vida pateando latas?
Bloom abrió la puerta e hizo un ademán.
—Adentro todos —susurró—. Y recuerden: nada de ruidos.
Todos pasaron a su lado, uno a uno, en puntas de pie. El señor Mute cerraba la marcha. Al llegar a la puerta se detuvo a echar un vistazo a la lata que Bloom tenía en la mano.
—Una pregunta —murmuró—: aún no entiendo cómo lo hizo. ¿Esa lata tiene propiedades mágicas?
—En realidad, no. —Bloom arrojó la lata, que navegó en el claro de luna hasta aterrizar entre las sombras. Sonrió—. La magia está en ustedes mismos.
El señor Conroy aún dormía cuando sus compañeros entraron en el dormitorio. Fue sólo el murmullo en el corredor lo que le hizo despertar.
—Pero no estoy dispuesto a volver. Quiero seguir así.
Conroy no identificó la voz infantil del señor Agee, pero sí la de Bloom, que respondía:
—Eso depende de usted. ¿Está bien seguro…?
—Sin duda alguna.
—Sea, entonces —dijo Bloom—. Pero será mejor que vuelva a la cama antes de que alguien lo vea aquí.
Fue entonces cuando el señor Conroy abrió los ojos, justo a tiempo para ver la entrada de Bloom, seguido por el pequeño señor Agee. La visión del niño con sus prendas enormes fue suficiente para que el señor Conroy se incorporara bruscamente contra el respaldo de su cama. De inmediato echó una mirada a lo largo de las camas. Las diminutas cabezas del señor Mute y el señor Weinstein ya estaban en las almohadas.
—¡Por todos los santos del cielo! —exclamó.
Haciendo caso omiso al ademán con que Bloom intentaba detenerlo, saltó de la cama y corrió por el pasillo.
La puerta del dormitorio de hombres estaba cerrada cuando el señor Conroy volvió con la señorita Cox, que vestía una bata llena de voladitos.
—¡No fue un sueño! ¡Los vi! —la voz del señor Conroy retumbó por el pasillo—. ¡Niños, había niños en las camas!
La señorita Cox sacudió la cabeza, incrédula, hasta que le tintinearon los ruleros. Con un suspiro, abrió la puerta y miró hacia el interior.
El señor Mute, Weinstein y Bloom estaban profundamente dormidos, con las caras arrugadas y familiares apretadas a la almohada. La cama del señor Agee también estaba ocupada, aunque se había cubierto la cabeza con la frazada.
El señor Conroy gimió bajo la mirada acusadora de la señorita Cox.
—¡De verdad que eran niños! —tartamudeó.
—Fue una pesadilla. —La voz de la señorita Cox se suavizó, convertida en cansada resignación, en tanto tomaba al viejo por un brazo—. Venga, vamos a su cama.
Mientras conducía al señor Conroy por el cuarto, la cama del señor Agee entró en erupción.
Con un torbellino de frazadas y sábanas, el joven señor Agee brincó hacia arriba. Utilizando la cama como trampolín, tomó impulso con un par de saltos y salió disparado hacia el antepecho de la ventana, de un modo que hubiera enorgullecido a Douglas Fairbanks. Abrió la ventana y se volvió para saludar con la cabeza a la señorita Cox.
—¡Bienvenida a los bosques de Sherwood, Milady! —Y dedicó una amplia sonrisa al señor Conroy.
—¿Cómo es esto, Sir Guy? ¿No me saludaréis?
El señor Conroy lo miraba fijamente, atónito, pero la furia de la enfermera halló expresión.
—¿Qué estás haciendo aquí dentro, pequeño bandido? ¿Cómo te atreves…?
—¡Descansad tranquila, que Robin Hood no tiene sino las más pacíficas intenciones! —gritó Agee.
Los otros estaban sentados en las camas. Vieron al señor Conroy avanzar tambaleándose hacia el niño colgado de la ventana. No había en él sorpresa ni escepticismo: sólo un amargo anhelo.
—Yo también —susurró, ásperamente—. Lléveme con usted.
El señor Agee fijó en Bloom una mirada indefensa, pero éste, con una sonrisa triste, sacudió la cabeza. Entonces el señor Agee miró al anciano.
—Es demasiado tarde, Leo. Tendrá que vivir consigo mismo.
La señorita Cox caminó hacia la ventana, con la furia pintada en el rostro. En el momento en que alargaba la mano hacia la pequeña figura agazapada allí, el señor Agee giró en redondo y se aferró de una rama, que se balanceaba junto a la abertura.
—¡Aquí voy! —gritó.
Y entonces, con un balanceo, se perdió en la noche.
Bloom sonrió. Lo mismo hicieron todos los otros, hasta el señor Conroy.
Todos los otros, salvo la señorita Cox.
Se había desmayado.
El sol brillaba otra vez en Sunneyvale, iluminando el césped del frente, donde estaban reunidos todos los internos.
Varios jóvenes descargaban plantas y rosales de un camión detenido en el camino e iban plantándolos a lo largo de los bordes removidos, a cada lado.
El señor Mute hizo un gesto de aprobación ante sus compañeros.
—Detrás pondremos la huerta —dijo—. Plantemos tomates a lo largo de la cerca. Algunas calabazas, tal vez, y esas flores rojas que se abren por las mañanas.
La señora Dempsey cruzaba el prado en dirección al grupo, con un cesto para picnics.
—Preparé un almuerzo para todos —anunció—. Podemos tomar un taxi hasta el lago. —Miró al gato, que se revolcaba a sus pies—. Hace años que le tengo prometido un paseo al lago a Mickey.
La señora Weinstein sonrió.
—Vamos a invitar al señor Conroy. Puede traer a su nieto. A los niños les encanta el agua.
Por la puerta de entrada, a espaldas del grupo, una voz preguntó:
—¿Señor Agee? ¿Señor Agee? ¿Alguien ha visto al señor Agee?
Weinstein se encogió de hombros.
—¡Apostaría a que está jugando al fútbol!
—O en el cine —sugirió la señora Weinstein.
La viuda Dempsey asintió.
—En el cine, seguro. Probablemente viendo una de esas películas de kung-fu.
Los ancianos rieron. Sus voces se elevaban altas y claras en el sol de la tarde.
Bloom, al oírlas, asintió. Estaba de pie en el dormitorio de los hombres, terminando de preparar su maltratada valija. Por fin la levantó para llevarla por el pasillo hasta la salida trasera. Al salir al patio vio al señor Conroy, que jugaba pateando una vieja lata en el pasto, demasiado absorto como para reparar en él; Bloom pasó rápidamente hacia el callejón.
Sólo al oír la voz de la señorita Cox en el interior de la residencia el señor Conroy levantó la mirada.
—Señor Agee, señor Agee, ¿dónde está?
El señor Conroy sonrió para sus adentros.
—No importa donde esté, usted no podrá encontrarlo.
Bloom se volvió y echó a andar por el callejón, sin que nadie lo viera. Lo último que oyó fue el ruido que hacía el señor Conroy al jugar alegremente, pateando la lata.
El señor Bloom caminaba calle abajo, con la valija en la mano.
Llevaba mucho tiempo andando, pues el sol ya descendía hacia el horizonte, pero en ese momento alcanzó su meta. Se detuvo ante un portón de hierro, que se abría en una alta pared de piedras, y espió por entre los barrotes. Ante el extenso edificio se veía un cartel de madera: «Hogar de Convalecientes Driftwood».
Abrió el portón, que crujió a sus espaldas, y caminó hacia una mujer que esperaba ante la puerta, con uniforme de enfermera.
—¿El señor Bloom? —preguntó.
Él hizo un gesto afirmativo.
—Qué bien, lo estábamos esperando.
Giró en redondo y entró en la casa, conduciendo a Bloom por el vestíbulo, hasta una gran habitación que se abría a su lado. Al detenerse ante la puerta señaló a Bloom con la cabeza, elevando la voz en medio de un sombrío silencio.
—Disculpen, señoras y señores, pero acaba de llegar nuestro nuevo huésped.
Bloom miró fijamente aquella multitud de ancianos aburridos, sentados en las sombras. Mientras todos levantaban los ojos, él miró más allá, hacia la ventana panorámica que se abría detrás. Entonces sonrió y dio un paso adelante.
El sol ya se ocultaba en el horizonte.