Jerome Bixby & Richard Matheson & Robert Bloch
1983
Las luces débiles no permitían una visión clara del salón, pero a mamá no le importaba. La música estaba un poco baja para quien fuera duro de oído, pero a mamá tampoco le importaba eso. A casi todo el mundo le disgusta que los desconocidos lo miren fijamente, pero eso no molestaba a mamá en absoluto.
Porqué mamá había muerto.
Mamá había muerto y nada en el mundo volvería a preocuparla. No le molestaba la torpeza con que el encargado de la funeraria le había arreglado el pelo ni la excesiva aplicación de maquillaje sobre sus mejillas hundidas, que, en realidad, ya no estaban hundidas; se las habían rellenado cuidadosamente con algodón metido dentro de la boca. Dos pequeños alambres en las comisuras de los labios, por dentro, los estiraban en una sonrisa eternamente apacible.
A mamá no le molestaba el perfume penetrante de los arreglos florales que ya se marchitaban en el calor de esa cerrada Sala de Reposo. No se preocupaba por el precio de ese costoso cajón en donde descansaba ni por el modo en que se pagaría.
Los problemas de mamá habían terminado y Helen, por un momento, estuvo a punto de envidiarla.
No más problemas, no más lágrimas. Todo eso era para los vivos. De pie ante el ataúd abierto, Hellen Foley miró a su hermana Vivian.
Era Vivian quien derramaba las lágrimas. Y a Helen, como siempre, le tocaba enfrentarse con los problemas.
Siempre había sido así, desde que Helen tenía memoria. Vivian era la belleza de la familia, la pequeña hechicera; cuando su linda carita se mojaba de lágrimas, mamá hacía cuanto estaba en sus manos para consolar a la pobre querida, para que volviera a sentirse feliz. Helen no era fea, en realidad, pero carecía del encanto de su hermana.
—La belleza no lo es todo —solía decir mamá—. Tal vez no seas una gran belleza, pero tienes un buen cerebro. Úsalo y todo saldrá bien. Ya verás.
Vivian sonreía y se abría paso en la vida con mohines. Escasa de habilidades, confiaba en sus largas pestañas y en su amplio seno para conseguir una seguridad permanente: un esposo amante y leal, dos niños adorables, una buena casa y un círculo de amigos que la admiraban.
Helen se tomó a pecho el consejo de mamá. Usó su cerebro y estudió mucho. Si Vivian había sido la reina de su promoción, fue Helen quien se graduó con las mejores notas y prosiguió con el profesorado.
Y allí estaba ella, diez años más tarde. Con un poco de suerte, seguiría en la cátedra hasta el día en que le tocara reunirse para siempre con mamá, en el rincón familiar del cementerio de Rose Hill. A eso la habían llevado su cerebro y los consejos de mamá.
Por un momento, Helen contempló la cara de su madre, sintiendo que el antiguo enojo se elevaba en su interior. Por fin suspiró suavemente.
No serviría de nada resentirse por las palabras de su madre. A ella le correspondía la culpa por haberlas creído. Y ya era demasiado tarde para cambiar las cosas. Vivian continuaría llorando para que la consolaran, pobrecita. Helen seguiría entendiéndose con todo, enfrentándose con cada problema a medida que surgieran y resolviéndolos todos, salvo los propios.
La semana anterior, al morir mamá, después de la operación, Vivian se había puesto histérica; se metió en la cama, rodeada por su familia y consolada por la preocupación de todos. Fue Helen quien debió acudir al rescate y pasar por la horrible tarea de llenar los formularios, disponerlo todo para el funeral, encargarse de los detalles y de los anticipos. Después de todo, ¿para qué otra cosa sirve el cerebro?
Helen volvió a suspirar. Mamá no podía ayudarla, pero tampoco la autocompasión. No serviría de nada lamentarse por lo pasado. Era hora de pensar en el futuro. Y ya estaba decidida.
Vivian alzó los ojos. Sus sollozos se apagaron.
—Supongo que te irás —dijo.
Helen asintió.
—Después del entierro. Ahora que mamá no está no tengo motivos para quedarme.
—Lo dices en serio, ¿no? —Vivian parecía más perpleja que preocupada—. ¿Y tu trabajo?
—No importa. Ni siquiera me quedan ganas de enseñar. No me queda nada de valor que dar a esos niños.
Helen respondió sin premeditación, pero al hablar se dio cuenta de la verdad que encerraban sus palabras.
—Estoy vacía, Viv. Tengo que romper con todo ahora. Me quedé en la ciudad mientras mamá me necesitó, pero no puedo seguir para siempre en esta vieja huella. Por dentro me siento desgastada.
—Comprendo lo que quieres decir —dijo Vivian. Sin embargo, por el modo en que se le fruncía la boca, Helen adivinó que eso no era cierto—. Pero pareces no darte cuenta de que dejarás toda una vida detrás.
Helen asintió.
—Claro que me doy cuenta. —Hizo una pausa—. Y ése es, exactamente, el motivo por el cual me voy.
Vivian la miró fijamente, preocupada. Se preocupaba por sí misma, por supuesto; no sabía hacer otra cosa.
—Pero si te vas, ¿qué será de mí?
—Tienes tu propia vida. Tienes a Jim y a los niños. Eso no es lo que yo creía necesitar, ¿recuerdas?
—Recuerdo. —Vivian se secó los ojos con un pañuelo—. ¿Y qué crees necesitar ahora?
—Ojalá lo supiera.
Helen vaciló por un momento, escuchando los suaves acordes del órgano, esa melodía familiar que parecía asolar a todas las casas de pompas fúnebres. Ella y Vivian debían de haberla oído cien veces, y el modo en que cada una la identificaba definía, probablemente, la diferencia entre ambas. Vivian conocía a ese fragmento simplemente como una canción llamada Yendo a casa. Helen la reconocía como el Largo de la sinfonía El nuevo mundo, de Dvorak. Para ser más exacta, la Novena Sinfonía en Sol, opus 95. Sí, ésa era la verdadera diferencia entre las dos. Todos los años de aprendizaje habían dejado a Helen un solo legado: un cerebro lleno de datos sin importancia, que a nadie le interesaban, incluidos los desganados estudiantes. Mientras tanto, la frívola Vivian tenía todo lo que siempre había deseado, todo lo que necesitaba para una buena vida, tal como se la entendía en los suburbios.
—Lo siento, Viv —dijo—. Creo que ni yo misma estoy segura de lo que quiero. Pero sé que no está aquí, en Homewood. Esto no es para mí.
—Bueno, si estás decidida… —Vivian se encogió de hombros y suavizó la voz—. Pensaba que podría disuadirte.
—Esta vez no —le aseguró su hermana, sacudiendo la cabeza.
—Sólo espero que sepas adonde vas —Vivian suspiró otra vez; de pronto se le iluminó el rostro.
—Escucha lo que están tocando. Siempre me ha gustado esa pieza. ¿Cómo se llama? —Sonrió.
—Oh, ya recuerdo: Yendo a casa.
Y eso fue todo.
Una vez concluido el entierro, todo el mundo se iba a casa. Vivian con su familia; mamá, al cielo, si tal lugar existía. Y Helen estaba sola. Sólo ella y Thomas Wolfe parecían comprender que no se puede volver a casa.
Conducía su automóvil bajo el sol de la tarde y dejó que la música de la radio la aturdiera. Punk rock, claro; en la actualidad, Dvorak era sólo para las empresas de pompas fúnebres. «Salas de reposo»: ¡cómo detestaba ese eufemismo hipócrita! Pero tal vez era la designación correcta para uno de los pocos rincones de este mundo en donde todavía era posible refugiarse en el tranquilizador consuelo del sueño, sin que lo perturbase el incesante clamor de los ruidos salvajes. ¿Qué tipo de música sacra tocarían cuando los niños de hoy fueran puestos en la tumba? ¿Punk rock de los siglos?
Helen se inclinó hacia adelante para apagar la radio. Sólo le evocaba un desagradable recuerdo de la vida de la que estaba huyendo, recuerdos de aulas colmadas de jóvenes rebeldes, que se movían al compás de un ritmo diferente, el resonar de las guitarras, el chirrido de las voces elevadas en disonante desafío.
Hoy en día todos eran parecidos: los niños desprotegidos de familias deshechas, que les daban demasiado poco, y los niños privilegiados de familias deshechas, que les daban demasiado. Pero todos, como ella, parecían no tener hogar donde ir. Y por eso caían, tropezaban, enloquecían, huyendo hacia una existencia artificial de sensaciones químicamente inducidas, rodeándose con una barrera protectora de sonido estereofónico.
Helen sacudió melancólicamente la cabeza. No tenía sentido dejarse llevar por sus ideas; lo menos que podía hacer era atenerse a la verdad. No todos los jóvenes eran adictos a las drogas, no todos desafiaban la autoridad. Pero hasta los conformistas parecían funcionar a base de sonido, abusar de los decibeles. Buscaban el ruido por doquier; se inyectaban los tímpanos con una diaria dosis de rock, se alimentaban con los chillidos y gruñidos de las películas musicales, con la cacofonía de las órdenes propagandísticas emanadas del televisor y el estruendo de los juegos de vídeo. No era de extrañar que las voces de padres y maestros se perdieran por igual en la algarabía. Enseñar era un arte y, como todas las artes, dependía de la comunicación ¿Y cómo va una a comunicarse con alguien en medio de tanto ruido?
Tal vez huía de eso. Del ruido que negaba todos los esfuerzos por lograr la vida que había escogido. ¿De qué servía tratar de enseñar si nadie escuchaba?
Helen sacudió la cabeza. ¡Gran cosa! Era bastante fácil divisar los problemas. Lo difícil era encontrar las soluciones debidas. Ella conocía todas las preguntas, por cierto, pero las respuestas no. Y cuando una no tiene respuestas, ¿qué le resta por enseñar?
Ésa era la cuestión de fondo. No estaba huyendo del ruido ni de las protestas juveniles ni de los disturbios sociales. Huía, huía asustada, del hecho de reconocerse ignorante.
«Ya no quiero enseñar», se dijo. «Quiero aprender».
De pronto vio un letrero a la derecha del camino. Decía: CLIFFORDSVILLE 7.
¿Cliffordsville? Helen consultó rápidamente su reloj. Eran casi las 17:00. A la velocidad que llevaba, tendría que haber llegado a Willoughby media hora antes, cuanto menos. ¿Qué estaba haciendo a siete kilómetros de una ciudad que ni siquiera había visto en el mapa? ¿Y por qué no había tenido la sensata idea de llevar un mapa de carreteras en el coche?
Sacudió la cabeza. Tanto preocuparse por los niños que no prestaban atención ¿y qué conseguía? Perderse, eso conseguía. «Si de veras quiero aprender, será mejor que comience ahora mismo».
Al espiar por el parabrisas, contra los rayos inclinados del sol, Helen distinguió el contorno de un pequeño edificio, algo apartado de la autopista, hacia la izquierda.
Al acercarse vio la sugerencia escrita en el letrero que coronaba su techo plano: COMA.
Helen tenía sus reservas personales con respecto a la prudencia de obedecer semejante orden; sus experiencias anteriores con los cafés de la ruta, en zonas rurales perdidas de la mano de Dios, no habían sido muy agradables. De cualquier modo, giró a la izquierda y entró en la zona de estacionamiento, delante de la estructura maltratada por el clima. Había sólo dos automóviles estacionados junto a la entrada. Ella se detuvo a poca distancia y cruzó la grava hasta llegar a la puerta.
Al abrirla, una oleada de aire caliente le acarició la cara, llevando consigo la pestilencia demasiado familiar de las minutas en su versión más grasa: un repugnante compuesto de papas fritas, hamburguesas y pizza congelada, todo sometido a la prueba del fuego.
Gracias a Dios, había desayunado tarde, antes de salir, y podría arreglárselas con una taza de café. Probablemente, sería lo único que se podía pedir con la seguridad de que no era frito. En realidad, lo que buscaba era un mapa, por supuesto.
La suerte la acompañaba. Después de sentarse en un banquillo del mostrador, Helen enfrentó a un hombre de mediana edad y múltiples talentos, que oficiaba de maître, cocinero, camarero y botones.
—¿Qué le sirvo, señorita? —preguntó.
Helen le dijo qué podía servirle. Mientras él se ocupaba de la cafetera, miró hacia el costado del mostrador, hacia los dos hombres que ocupaban una mesa en el rincón. Ambos parecían promediar la treintena; eran demasiado viejos para seguir jugando, mas se habían resignado alegremente a ser espectadores perennes y comentaristas deportivos.
Por sobre los vasos de cerveza, miraban ensimismados la pantalla del televisor, montada sobre el mostrador, en el extremo más alejado del local.
Los Jocks arrojaron una pelota a lo ancho de las diecinueve pulgadas del tubo; de inmediato cayeron en un montículo retorcido en su base, mientras los gritos entusiastas de un relator invisible acompañaban sus minúsculos movimientos.
Más ruido. Helen se encogió de hombros. Fuera una adonde fuese, era imposible escapar de él.
Al mirar en dirección opuesta, descubrió otra fuente de sonidos: las emanaciones electrónicas de un juego de vídeo, entusiastamente operado por un niñito. A primera vista no parecía tener más de diez años. ¿Por qué no estaba en la escuela a esa hora?
Helen frunció el entrecejo ante la idea. «Otra vez jugando a la maestra! ¿No habíamos terminado con todo eso?»
Su frente fruncida se despejó cuando el hombre del mostrador le puso delante un tazón de café.
—¿Alguna otra cosa? —preguntó. Un pulgar regordete señaló la vitrina trasera, pecosa de moscas—. Tenemos un pastel muy rico, recibido hoy.
Helen sacudió la cabeza.
—¿Sabe qué quiero de postre? —sugirió—. Un mapa de carreteras, fresco y tierno.
El hombre arrugó la frente, mientras Helen se apresuraba a hacer un gesto afirmativo.
—De veras. Si tiene uno, le agradecería que me dejara echarle un vistazo.
La cara del hombre se relajó en una sonrisa amistosa.
—Sí, por supuesto. Tengo uno metido por alguna parte… creo que lo guardé debajo de la caja.
Helen sorbió su café, mientras el otro se alejaba. Volvió un momento después, blandiendo en alto el mapa de carreteras, en gesto triunfal.
—Aquí tiene.
Puso su hallazgo sobre el mostrador, delante de ella. Helen lo recogió tímidamente. Era un mapa, sin duda, pero difícilmente se le podría llamar «fresco y tierno». La superficie exterior estaba arrugada y llena de pliegues. Al desplegarlo se encontró ante manchas de grasa, que cubrían casi toda esa zona y los condados vecinos. Helen decidió que el cocinero no había sabido freír bien ese mapa, pero sí se podía adivinar lo que se estaba cocinando…
Estudió el papel por un momento, con los ojos entornados en un esfuerzo por ver a través de las manchas. Por fin abandonó el intento, con un suspiro de exasperación.
—Bueno, renuncio. ¿Dónde estoy?
El hombre del mostrador clavó un índice grasiento en una mancha, enclavada en el centro del mapa.
—Aquí. ¿Usted quiere llegar a la autopista principal?
Helen asintió.
—Creo que sí.
El dedo se movió un poco hacia la izquierda.
—Usted debe de haber perdido la salida en Cliffordsville.
—Oh, comprendo.
El gran anfitrión sonrió, con expresión de conocedor; se sentía en la gloria.
—Vea: unos tres kilómetros hacia atrás hay una estación de servicio. Eso es Cayuga. Doble a la izquierda, siga cuatro cuadras y allí está la autopista, cruzando. Entonces…
Se interrumpió. Unos fuertes golpes se elevaban desde el rincón más alejado.
Helen, al volverse, descubrió el origen de las perturbaciones. Era el niño, que estaba castigando el flanco del juego electrónico; cada golpe provocaba una interferencia en el televisor, para gran fastidio de los dos parroquianos que observaban el partido.
El hombre del mostrador elevó la voz para hacerse oír por sobre los golpes repetidos:
—¡Eh, querido, tranquilo con la máquina!
Los golpes cesaron abruptamente, mientras el niño levantaba la mirada.
—Es que no funciona bien —dijo.
El propietario se encogió de hombros.
—Mira, yo no fabrico esas máquinas; cobro, no más. Pon otra moneda. Tal vez funcione mejor. —Se volvió hacia Helen y su índice volvió al mapa—. Vea, al salir de Cayuga, la autopista se divide…
Una súbita serie de golpes secos retumbó en los confines del café, interrumpiéndolo otra vez. Uno de los hombres sentados a la mesa exclamó, en voz alta:
—¡Eh, Walter! ¡Ese chico está arruinando el televisor!
El hombre del mostrador se encogió de hombros.
—Él pone monedas. El televisor es gratuito.
El otro parroquiano imitó la mueca furiosa de su compañero.
—¡Al diablo con ese ruido! ¡Tengo veinte dólares apostados en ese partido!
El tabernero hizo un gesto hacia el chico de los juegos electrónicos.
—Ya oíste lo que dice el señor —observó—. Quédate quieto.
El niño, sin responder, insertó otra moneda y reanudó el juego, ya sin acompañamiento de golpes.
En ese momento, el único contrapunto a la conversación del hombre provenía de la cháchara constante del relator deportivo.
Mientras Helen observaba todo con atención, su informante comenzó a plegar el mapa con tanto cuidado como si aquella lámina grasienta contuviera las claves para encontrar un tesoro enterrado.
—¿Dijo que iba a Willoughby?
—En efecto —asintió Helen.
—Linda ciudad. ¿Le han dado trabajo allí o qué?
—En realidad, no. Se me ocurrió ir a echar un vistazo.
El hombre del mostrador se guardó el mapa plegado en el bolsillo derecho del pantalón, con amoroso cuidado.
—¿De dónde es usted? —preguntó.
—De Homewood. Queda más al sur.
—La conozco —dijo él, con un gesto afirmativo—. Linda ciudad.
—¿Le parece? —fue el sonriente comentario de la joven.
Por sobre el parloteo constante que surgía del televisor les llegó el timbre de un teléfono, que sonaba en la cocina, detrás del mostrador. El propietario se encaminó hacia allí, dejando que Helen terminara en paz su café.
Pero no por mucho tiempo.
Desde el televisor, la voz del comentarista ascendió en un crescendo, anunciando una culminante crisis en los momentos finales del último tiempo. De pronto, se borró ante el sonido de unos golpes repetidos. Helen giró en su banquillo para observar al jovencito, que azotaba el costado de la máquina con el canto de la mano. Allá arriba, la imagen del televisor se deshizo totalmente.
Uno de los hombres sentados a la mesa lanzó un gruñido. Su compañero se volvió para fulminar con la mirada al causante de esa interrupción.
—¡Acábala con esos malditos golpes! —gritó—. ¿Me oíste?
El niño, sin prestarle atención, se concentró en la pantalla de vídeo que tenía ante sí; luego volvió a golpear el lado de la máquina.
Helen lo miraba todo, intranquila, mientras revolvía su bolso en busca de cambio. Sólo deseaba salir de allí antes de que se iniciaran los problemas.
Pero ya habían comenzado.
Uno de los parroquianos empujó la silla hacia atrás y se levantó apresuradamente. Sólo entonces Helen cobró conciencia de lo grande que era; excedía el metro ochenta de estatura y sus hombros eran muy anchos. Su compañero levantó la mirada.
—Vamos, Charlie, no te pongas así.
Charlie no escuchaba. Se encaminó hacia la máquina de vídeo en medio de una furia fría y sujetó al chico por un hombro, apartándolo rudamente a un lado. Luego se agachó a desenchufar el aparato. El niño perdió el equilibrio.
Casi sin darse cuenta, Helen se levantó de un brinco.
—¡Basta ya! —gritó.
De pronto todo fue silencio. Todas las miradas se centraron en Helen, que se acercaba a ayudar al niño.
Mientras le daba la mano para que se levantara, sus ojos se encontraron por un instante. Helen vio entonces, con sorpresa, que el pequeño sonreía. De pronto el niño giró en redondo y corrió hasta la puerta. Después de abrirla de un tirón, escapó corriendo.
El grandote, abochornado, bajó los ojos y se apartó, para volver a su asiento.
Helen miró hacia el mostrador. El propietario lo miraba todo fijamente y su expresión preocupada revelaba que había llegado a tiempo para presenciar el altercado.
—Lo siento, señorita —murmuró—. Estos tipos… se toman el deporte muy en serio.
Helen asintió.
—Linda ciudad.
Y se dirigió a la puerta, dejando que se cerrara con un golpe a sus espaldas. Sólo entonces pudo relajarse. Paz.
Se acercó a su automóvil sacudiendo la cabeza, en melancólico gesto de autorreproche. ¿Por qué se había permitido perder los estribos de ese modo? Lo que pasara allá no era, en realidad, asunto suyo. Por otra parte, no tenía alternativa. No soportaba que se maltratara así a un niño. Gracias a Dios, no se había lastimado.
Al llegar al auto, Helen deslizó la llave en la cerradura de la puerta, echando una mirada a su alrededor. La zona de estacionamiento estaba desierta y el muchachito había desaparecido.
«Probablemente volvió a su casa corriendo», decidió Helen. Sin embargo, no le había visto cara de asustado.
Entonces recordó el modo en que le había sonreído al levantarse. Había algo extraño en esa sonrisa. ¿Era producto de su imaginación o en ella se expresaba un secreto entendimiento? Qué niño extraño.
Qué Helen extraña… Se deslizó en el asiento, tras el volante, y sacudió la cabeza, recordando su decisión. Era hora de olvidar lo que había pasado, hora de volver a la ruta y llegar a Willoughby antes de que oscureciera.
Al cerrar la puerta miró por la ventanilla lateral, sorprendida al notar que el sol ya se ocultaba. Como para destacar la llegada del crepúsculo, el cartel de neón que anunciaba una marca de cerveza, delante del café, comenzó a parpadear.
Helen hizo girar la llave en el contacto y el motor se puso en marcha. Mientras buscaba con el pie el pedal del acelerador, soltó el freno de mano, puso la marcha atrás e inició la salida, antes de girar hacia la ruta.
Levantó la mirada hacia el espejo retrovisor justo a tiempo para ver un borrón de movimiento detrás del automóvil. En la penumbra del atardecer, divisó un destello del niño, montado en una bicicleta, que cruzaba a toda velocidad el estacionamiento.
Oprimió el freno a fondo, inmediatamente, pero entre el chirriar de las gomas se oyó un súbito golpe seco, horrible.
—¡Oh, Dios mío! —gritó la mujer.
Abrió la puerta bruscamente y se lanzó al exterior, a toda carrera, dando la vuelta al coche. Allí se detuvo, horrorizada.
El niño estaba despatarrado en el asfalto, junto a la bicicleta, con los ojos cerrados; respiraba agitadamente. Al inclinarse a su lado, abrió los ojos.
—¿Estás bien? —preguntó Helen, jadeando.
El chico asintió.
—Creo que sí.
Ella se arrodilló en el pavimento.
—¿Puedes mover los brazos y las piernas?
—Ajá.
Bajo la mirada ansiosa de Helen, el chico empezó a incorporarse.
—Despacio —insistió ella—. Dime dónde te duele.
Él se frotó el hombro izquierdo.
—Sólo aquí. Debo de haberme golpeado cuando caí. —Y sonrió, sacudiendo la cabeza—. No se preocupe, no me quebré nada.
Quiso levantarse, pero Helen le puso una mano en el brazo para contenerlo.
—Despacio —repitió—. A ver si puedes apoyar el peso del cuerpo en los pies.
—Por supuesto. ¿Ve? —El niño se irguió, frotándose el hombro—. Ya no me duele, de veras.
Por primera vez, Helen volvió su atención a la bicicleta. Las ruedas estaban torcidas, apretadas bajo los neumáticos traseros del coche. El niño siguió la dirección de su mirada y se le borró la sonrisa tranquilizadora.
—¡Oh, lo siento muchísimo! —exclamó Helen, rápidamente—. A lo mejor se puede arreglar. Yo lo pago.
—Está bien. —El pequeño volvió a sonreír por un momento, pero se puso serio otra vez, mientras observaba, vacilante, el cielo oscurecido por el crepúsculo—. ¿No podría llevarme a mi casa, antes de que oscurezca?
—Por supuesto —accedió Helen. De inmediato frunció el entrecejo, contemplando el baúl de su automóvil—. Pero creo que no hay lugar para tu bicicleta. Estoy de mudanza y tengo el asiento trasero lleno de cosas. El resto de mis pertenencias está en el baúl.
—Puedo venir mañana a buscarla.
El niño se inclinó para tironear de la bicicleta, liberándola de las ruedas. La llevó a la rastra hasta la pared del café y allí la dejó.
—¿Estás seguro de que no corre peligro si la dejas allí? —preguntó Helen.
—Sí, no se preocupe.
El niño caminó alrededor del coche para ocupar el asiento de la derecha, mientras Helen se deslizaba detrás del volante y quitaba el seguro de esa portezuela para permitirle subir.
En cuanto lo tuvo instalado allí, con la puerta cerrada, soltó el freno y volvió a poner el motor en marcha. El automóvil se adelantó hasta el borde de la ruta. Allí Helen lo detuvo y consultó a su pasajero.
—¿Hacia dónde? —inquirió.
—A la izquierda. Usted también va hacia allá.
Helen parpadeó.
—¿Cómo sabes en qué dirección voy?
—La oí hablar en el café.
—Tienes buen oído, ¿sabías?
El automóvil tomó velocidad, avanzando por la ruta en el crepúsculo cada vez más oscuro. No había tránsito. Cuando Helen encendió los faros delanteros, su resplandor pareció destacar la oscuridad del campo solitario.
Miraba atentamente por el parabrisas, tratando de distinguir la estación de servicio que el hombre del mostrador le había mencionado, pero la mano del niño le tocó el brazo.
—Gire allí —dijo, indicando una ruta lateral que se desviaba entre árboles, a la derecha.
Helen aminoró la marcha, echando una mirada dubitativa a la estrecha senda que revelaban las luces de sus faros. El niño presintió su indecisión.
—No se preocupe —aclaró—. No estamos lejos.
Helen giró hacia la abertura entre los árboles y encendió las luces altas, mientras elegía un curso cauteloso entre las huellas abiertas en la ruta. El niño, a su lado, volvió a levantar la mirada.
—¿Se muda a Willoughby? —preguntó.
Ella le echó una mirada divertida.
—Supongo que también me oíste decir eso.
El asintió.
—¿Por qué se fue de Homewood?
Helen vaciló, su diversión desapareció por un momento. Ese pequeño demonio lo había escuchado todo. Pero eso no le daba derecho a meterse en lo que no le incumbía.
De cualquier modo, ¿qué importaba? Lo mismo daba contestar… siempre que tuviera respuesta. ¿Por qué se había ido de Homewood? Buena pregunta.
Se encogió de hombros, en busca de las palabras correctas.
—No sé. Creo que buscaba algo que no hallé en ese lugar.
El niño asintió.
—¿Y sus padres?
—Se fueron, los dos.
—Oh… —En la vocecita había un dejo de preocupación—. ¿Se murieron?
—Temo que sí.
—¿Y ahora no tiene a nadie?
—Ya no. Estoy completamente sola.
El niño, a su lado, guardó silencio por un instante. De pronto le tendió la mano, sonriendo.
—Me llamo Anthony —dijo—. ¿Y usted?
Helen apartó la mano derecha del volante para estrechar aquella palma pequeña.
—Yo soy Helen —respondió—. Puedes tutearme —agregó.
Anthony se volvió, seriamente.
—Me alegro mucho de conocerte, Helen.
Ella volvió a fijar su atención en la ruta. El coche se bamboleaba entre las negras fronteras de los grandes árboles.
—Vives bastante lejos, ¿eh? —comentó Helen—. Tus padres han de estar preocupados por ti.
—No creo.
—¿No?
Anthony sacudió la cabeza.
—No les interesa a qué hora vuelva a casa. Podría llegar a la medianoche y no se preocuparían.
Helen le sonrió, indulgente.
—¿A medianoche, Anthony?
—Sí. —El chico hizo una pausa antes de continuar—. Hoy es mi cumpleaños y ni siquiera les importó eso.
Lo miró fijamente, sorprendida.
—¡No puede ser! ¿Estás seguro?
Él asintió, decaído. El corazón de Helen se llenó de compasión.
—¡Qué feo día de cumpleaños! —comentó.
No importa. —Anthony levantó la mirada, con una sonrisa optimista—. Ahora tengo una nueva amiga.
El rostro de Helen se iluminó.
—Yo también.
Con bastante brusquedad, el coche emergió de los bosques.
Helen se sorprendió al notar que, hacia adelante, la ruta corría en línea recta entre campos cubiertos por pasto reseco. Obviamente, se trataba de terrenos de cultivo, pero sin plantar; las hierbas eran la única siembra. Bajo el cielo oscurecido y sin luna, el horizonte retrocedía en sombras más profundas, sin la menor señal de viviendas iluminadas. Aquello parecía un desierto.
De pronto, los faros del coche iluminaron una casa blanca, de dos plantas, levantada directamente hacia adelante, en el otro extremo de la ruta.
Al acercarse, Helen notó que la arquitectura era de estilo victoriano; parecía salida de un viejo libro de cuentos; se elevaba entre prados verdes, rodeados por una empalizada blanca. Parecía totalmente fuera de lugar en ese sitio.
Helen estacionó ante el portón y notó que había luces apenas visibles detrás de las persianas cerradas.
—Ya llegamos —dijo Anthony.
Ambos bajaron. Helen fue a reunirse con el niño y ambos cruzaron el portón de la cerca, para avanzar por el camino que dividía en dos aquellos prados limpios y bien cortados.
—¡Qué hermosa casa! —murmuró Helen.
Anthony pareció complacido por su reacción.
—¿Te gusta?
Ella asintió.
—Es apacible. Aquí, tan apartada…
Al acercarse a la puerta de entrada, se sorprendió al ver tres automóviles entre las sombras, ante el lado izquierdo del edificio. No pudo distinguir muchos detalles, pero aquella luz difusa le dio la curiosa impresión de que estaban cubiertos con una buena capa de polvo.
Anthony seguía la dirección de su mirada. Ella comentó.
—Tres automóviles en la familia, ¿eh?
El niño sonrió, pero no dijo nada. Dio un paso adelante y fue a abrir la puerta. Hubo un leve campanilleo contra un fondo de mala música, que surgía desde algún lugar en el interior de la casa.
—Pasa —dijo.
Helen cruzó el umbral, seguida por el niño, que cerró la puerta a sus espaldas. Se encontraron en un vestíbulo, iluminado por anticuadas lámparas de pared. Una escalera llevaba al piso alto.
Al cerrarse la puerta de calle, el ritmo de la música se tornó más audible. Parecía provenir de un cuarto, a la izquierda.
Anthony tomó a Helen de la mano y echó a andar hacia allí, pero se detuvo en la entrada el tiempo suficiente para que Helen echara un vistazo a aquella habitación.
Fue allí donde descubrió la fuente de la música, provenía del televisor, puesto contra la pared más alejada; unas siluetas animadas andaban a brincos por la pantalla parpadeante.
Tanto las imágenes como el aparato en sí parecían extraños e incongruentes en ese sitio. La sala oscurecida parecía una reproducción de alguna lámina de Currier e Ives: gruesa alfombra de felpa roja, muebles pesados y un hogar contra la pared, a la derecha, coronado por una enorme repisa de mármol.
En ese momento, un hombre de cierta edad y una muchacha joven se levantaron de las sillas de respaldo alto, puestas delante del televisor, y volvieron hacia la puerta una mirada de sobresalto. Por un momento, Helen tuvo la curiosa impresión de que aquella súbita invasión no les gustaba mucho, pero casi de inmediato las caras se abrieron en grandes sonrisas, llenas de dientes. Los dos se adelantaron corriendo.
—¡Hola, Anthony! —dijeron simultáneamente.
De inmediato quedaron en silencio, fija la atención en Helen.
Una vez más, la mujer percibió una momentánea intranquilidad en sus miradas, que se evaporó rápidamente al volver las sonrisas.
El niñito moreno, junto a ella, saludó con la cabeza, fijando en sus parientes los ojos pardos.
—Les presento a Helen —dijo.
El hombre arrugó las facciones en una sonrisa simpática.
—¡Helen! ¡Encantado de conocerla! Los amigos de Anthony…
—¡Hola!
La voz de la muchacha se elevó sobre la otra, saludando a la visitante.
—Mi tío Walt y Ethel, mi hermana —presentó Anthony.
—Mucho gusto —saludó Helen, sonriendo.
En el momento siguiente tuvo oportunidad de ordenar sus impresiones. Tío Walt debía de tener sesenta años, aunque lucía una camisa deportiva a cuadros y pantalones vaqueros; ese juvenil atuendo no podía disimular los hombros encorvados y la flacura de sus miembros. Ethel, en contraste, era bastante regordeta; parecía tener dieciséis años; el cuerpo, abultado bajo la blusa y la falda, denunciaba los resultados de un abuso de dulces y grasas. Su rostro, enmarcado por largos mechones de pelo rubio, opacado, presentaba un aspecto bovino.
La rápida inspección de Helen se interrumpió ante unas voces provenientes del vestíbulo.
—Entró Anthony, ¿no?
La pregunta, pronunciada en voz aguda, recibió una respuesta resonante y más grave.
—¡Sí, por cierto! ¡Allí está!
Helen se apartó un paso. Otra pareja acababa de entrar en la habitación. Ambos parecían tener cuarenta y tantos años. La mujer vestía una blusa y pantalones sucios; su compañero, prendas similares a las de tío Walt.
Anthony los señaló con la cabeza.
—Mis padres.
Helen disimuló su sorpresa con apresurada sonrisa. Parecían algo viejos para tener un hijo de la edad de Anthony.
—Encantada de conocerlos —dijo.
—Les presento a Helen —agregó el niño.
La madre sonrió con toda la cara.
—¡Helen! ¡Encantada!
El hombre sonrió, estirando una mano para sacudir la de ella en una cálida bienvenida.
—Es un placer, señorita.
—Me trajo a casa en coche —anunció Anthony.
La respuesta fue abrumadora, proveniente de todos lados.
—¿De veeeras?
—¡Qué bien!
—¡Magnífico!
—¡Qué amable de su parte tomarse tantas molestias!
Helen, azorada, contempló el círculo de caras alegres que la rodeaba.
—Temo que tuvimos un pequeño accidente —murmuró.
—¿Qué accidente? —inquirió la madre de Anthony, sin dejar de sonreír, aunque su voz tenía un dejo de incertidumbre.
Todos la miraban fijamente. Ella percibió una curiosa preocupación bajo esas sonrisas simpáticas. Intimidada por tanto escrutinio, se explicó apresuradamente y con voz insegura:
—Hice… hice caer a Anthony, que iba en bicicleta.
—¿Ah, sí?
La madre de Anthony seguía sonriendo, pero su voz volvió a traicionarla. La agitación de Ethel fue más evidente.
—¿Lo golpeó con el coche?
El padre le echó una rápida mirada y se apresuró a intervenir.
—¡Bueno! Parece que no le ha pasado nada.
—¡No, señor! —aseguró el tío Walt, vigorosamente—, ¡Anthony parece estar muy bien!
—Eso espero —murmuró Helen.
El padre hizo un gesto al niño, con los ojos centelleantes.
—¡Oh, sí, yo lo veo muy bien!
El niño se volvió hacia la madre.
—¿Podemos invitar a Helen a cenar?
—¡Oh, no! —exclamó ella, sacudiendo la cabeza—. ¡Ni pensar en obligarlos a…!
—¿Cómo obligarnos? —dijo la madre—. Nada de eso. ¡Me parece una excelente idea!
—¡Maravillosa! —agregó el esposo, en aprobación—. ¡Por supuesto que podemos!
Helen sonrió, cortésmente. Por un momento se sintió tentada de negarse, pero la ansiosa expectativa pintada en los ojos de Anthony acabó por conquistarla; no tenía corazón para desairarlo.
—Bueno, gracias —dijo.
—¡Bien! —El padre parecía aliviado—. Entonces, todo arreglado.
Anthony levantó la mirada hacia su madre.
—¿Podemos comer ahora mismo?
—Caramba, claro.
Helen se volvió hacia ella.
—Si no le molesta, antes quisiera lavarme.
—Por supuesto —dijo Anthony, mientras señalaba la puerta, anhelante—. Yo te acompaño.
—Gracias.
Helen salió de la habitación, siguiéndolo. La voz de la madre los hizo apurar el paso.
—¡Hasta dentro de un ratito!
Anthony condujo a Helen por el pasillo y comenzó a subir las escaleras, indicando:
—Por aquí.
Desde abajo les seguía llegando el chirrido de aquella ingenua diversión musical. Helen, sobresaltada, notó que los dibujos animados no habían cesado mientras ella estuvo en la sala. En ese momento, al llegar ella y Anthony al piso alto, los sonidos dieron paso al silencio.
El niño echó a andar por el pasillo hacia la derecha. Helen se puso a su lado.
—Tus padres son simpáticos, Anthony —comentó.
—¿De veras? —inquirió el niño, con voz indiferente, sin comprometerse.
—Por supuesto. —Ella sonrió a aquel rostro serio—. ¿Cómo puedes decir que no se preocupan por ti? ¡Vamos!
Anthony levantó la mirada, con el entrecejo fruncido.
Helen se encogió de hombros.
—Bueno, nunca en toda mi vida, mi familia me recibió con tanta alegría como ellos a ti.
—Pero no son así, Helen. En realidad, no son así.
Al llegar al extremo del pasillo volvió a girar hacia la derecha, por otro corredor. Helen, sorprendida, reparó en que no había puertas allí. Al darse cuenta de ello recordó que tampoco las había visto en el pasillo anterior. Frunció el entrecejo, desconcertada.
—Anthony, ¿adónde vamos?
Un rumor grave, como el gruñido de un animal, atravesó la pared izquierda. Helen se detuvo.
También el ruido.
Ella miró a su alrededor, confusa.
—¿Qué cuernos fue eso?
—¿Qué? —preguntó Anthony, al parecer impertérrito.
—¿No oíste ese ruido?
El niño torció la cabeza, escuchando.
—No oigo nada. —Y la tomó de la mano—. Ven.
Al seguir caminando, Helen notó que a la derecha se abría una puerta. Después de todo, había habitaciones allí. Al pasar por la entrada abierta, echó una mirada hacia el interior.
El dormitorio estaba a oscuras, exceptuando la luz proveniente del televisor, en un rincón. Helen divisó brevemente a una adolescente, sentada en una silla de ruedas, de espaldas a la puerta. Inmóvil, ajena a toda presencia, miraba atentamente los dibujos animados que aparecían en la pantalla. Al renovarse los ladridos y gruñidos, Helen comprendió de dónde habían salido los que la sobresaltaron.
La mano de Anthony tironeó de la suya, obligándola a seguir.
—Ésa es Sara —dijo—, mi otra hermana.
—Me pareció que estaba en silla de ruedas —comentó Helen.
—Sí. Tuvo un accidente. —Y el niño indicó una puerta en el extremo del pasillo—. Allí está el baño.
Pasaron cinco minutos antes de que Helen concluyera con un mínimo indispensable de arreglos en su maquillaje y en su peinado. Anthony la esperaba ante la puerta. Al recorrer nuevamente el pasillo, notó que la puerta del cuarto de Sara estaba cerrada; el niño debía de haberle hecho una visita mientras ella estaba en el baño.
Helen iba a preguntarle por el accidente de la jovencita, pero Anthony le aferró la mano con fuerza; parecía ansioso por bajar cuanto antes.
Sorpresivamente, encontraron a la familia aún reunida en la sala, frente al aparato de televisión, que entretejía otra serie de interminables dibujos animados.
Un gato gigantesco, que llevaba un anticuado disfraz de ladrón, caminaba en puntas de pie por un tejado, para meterse por una chimenea, con intenciones de invadir la vivienda. Dentro de la casa, dos ratones vestidos como niños estaban muy ocupados en encender un gran fuego en el hogar. El gato cayó por el tubo de la chimenea y fue a dar con sus posaderas en el fuego. Un estallido de música burlona indicó lo gracioso que era ver a un animal en peligro de incineración. Un poderoso «¡Miau!» acentuó los aspectos regocijantes de la escena, en tanto el gato salía disparado por la chimenea, en rebote. Para coronar la broma, emergió de la chimenea a tal velocidad que no hubo modo de frenar el impulso. Al volar por sobre el tejado, bajo el chirriante acompañamiento de violines desafinados, chocó contra un cable, con el inevitable «¡Boing!». Unas dentadas vetas de electricidad brotaron de su silueta peluda. Estalló en llamas y flameó hasta el suelo, aterrizando en un camino de cemento, con el obligatorio «¡Pum!», seguido por el «¡Crack!» de la piedra y, presumiblemente de su cráneo.
Helen apartó la atención de la pantalla para estudiar al público. A pesar de la alta comedia ofrecida por los sufrimientos del gato ladrón, la familia de Anthony no parecía divertirse. A la débil luz de la pantalla, sus caras se veían sumidas y ojerosas.
Pero era sólo un efecto de la luz. Al entrar Anthony al cuarto se volvieron instantáneamente hacia él, con sonrisas de bienvenida.
—Ya estamos listos para comer —anunció.
Por sobre el sonido de los dibujos, se elevó un coro de acuerdo entusiasta.
—¡Bien!
—¡Magnífico!
—¡Estupendo!
—¡Por supuesto!
Mientras escuchaba aquellas voces distintas, Helen recordó un cuento de hadas de su infancia, se llamaba «Los tres osos»: Papá, mamá y bebé Oso, que preguntaban: «¿Quién ha dormido en mi cama?»
Una ocurrencia estúpida, por supuesto. Allí había cuatro. Y no eran osos. Y ella no había dormido en ninguna de sus camas.
Tal vez eran los dibujos animados los que le hacían pensar en cuentos de hadas. De todos modos, su atención cambió de rumbo al reunirse la familia en torno de Anthony, como un pelotón de soldados que esperaran la orden del jefe.
«¡Lo adoran!», se dijo. Helen nunca había visto tanta devoción, tanta ansiedad por complacer a un jovencito. Hasta la hermana le daba los gustos. Era obvio que allí no existía rivalidad entre hermanos. Pero tantas atenciones podían llevar a desagradables consecuencias. Anthony bien podía terminar siendo un niño malcriado.
Helen deseó que no fuera así. Al mirarlo sentía la sacudida de la respuesta emotiva, el inexplicable deseo de protegerlo. Pero ¿de qué? Parecía totalmente tranquilo. Cuando se volvió a mirarla, con la sobria carita quebrada en una cálida sonrisa, todas las aprensiones se derritieron.
—Comamos aquí —dijo—. Así no nos perderemos los dibujos animados.
Tío Walt asintió.
—¡Qué gran idea! ¿Cómo no se nos ocurrió?
—A mí me parece bien —asintió el padre—. Voy a traer la mesa para jugar a las cartas. La pondremos aquí mismo.
—Será mejor que te apures —rió tío Walt—. ¡Apuesto a que Anthony se muere de hambre!
Salió de la sala. Regresó apenas segundos después, trayendo la mesa a cuestas. La madre de Anthony dedicó a Helen una gran sonrisa.
—Es una gran alegría que se quede a cenar con nosotros. Anthony es muy considerado en ese sentido.
Mientras la madre hablaba así, Helen notó que la banda de sonido de los dibujos se había apagado. La voz de Anthony era perfectamente audible.
—¿Quieres sentarte a mi lado, Helen?
Al volverse, ella notó, sorprendida, que el niño estaba sentado en un pequeño sofá, frente a la pantalla. Era llamativo no haber visto antes ese sofá. Al encontrarse con la mirada expectante del pequeño, vaciló.
—Bueno, tal vez tu madre quiera ocupar ese sitio…
—No, no, vaya usted —dijo la señora—. Yo tengo que traer la cena.
El padre había terminado de desplegar las patas de la mesa. La instaló a un costado, distribuyendo las sillas alrededor.
—Así estaremos cómodos —dijo—. Los demás podemos comer aquí. Usted siéntese junto a Anthony.
Helen se instaló junto al niño, que le sonrió rápidamente antes de volver su atención a la pantalla.
Un conejo, de pie en el borde de un precipicio, empujaba un inmenso canto rodado para hacerlo caer al abismo, y lo veía caer, muy sonriente, en la cabeza de un desprevenido oso. Un fuerte estruendo indicó que el volumen de la banda de sonido había vuelto a subir. Helen frunció el entrecejo, intrigada. Tal vez los mandos del aparato andaban mal. En eso vio aparecer a la madre de Anthony, que se inclinó hacia el niño.
—Querido…
Él levantó la mirada, fastidiado por esa interrupción, y se encontró con una sonrisa nerviosa.
—No quería interrumpirte, querido, pero…
—¿Pero qué?
La sonrisa nerviosa tembló ante su mirada de irritación.
—Bueno, es que… Por casualidad, ¿recuerdas dónde está la cena?
Helen la miró con fijeza, atónita. ¿Qué clase de pregunta era ésa? Pero Anthony había arrugado la frente.
—Tú sabes dónde está.
La sonrisa de la madre había desaparecido por completo.
—¿Yo?
El niño asintió.
—Está en el horno, ¿verdad, mamá?
—Oh, por supuesto. —Volvió la sonrisa materna, acompañada por una risa que expresaba, a un tiempo, alivio y azoramiento—. ¡Qué tonta soy!
El padre rió entre dientes, detrás de ella.
Lo mismo hizo tío Walt.
—Siempre se olvida —dijo a Helen, guiñando el ojo, mientras meneaba la cabeza.
La madre salió del cuarto, acompañada por el marido.
—Te ayudaré a preparar las cosas —dijo.
Ethel, la hermana, también salió con ellos.
—¡Y yo! ¡Quiero ver qué vamos a comer esta noche!
Helen los vio salir y se volvió hacia su pequeño amigo, con una mirada interrogante. Él se encogió de hombros y sonrió, vacilando.
—Es un juego —dijo.
Consciente del escepticismo que revelaba la mirada fija de la visitante, tragó saliva con fuerza y continuó:
—¡Está simulando! Ella sabe dónde está la cena. Sólo pregunta para ver si yo adivino.
Tío Walt se ubicó junto al sobrino, asintiendo alegremente.
—¡Eso, un simple juego!
Helen iba a formular otra pregunta, pero antes de que pudiera hablar la distrajo un súbito ruido en el televisor.
En la pantalla, un lobo preocupado, sentado en la cabina abierta de un pequeño avión, presa del pánico, miraba las alas del aparato y el motor, que caían en espiral. El avión inició una picada entre las nubes y estalló en llamas. Por fin el lobo salió zigzagueando, entre un infierno de humo, con la piel chamuscada y humeante.
Anthony, junto a ella, lanzó una carcajada de aprobación.
—Este dibujo es bueno.
—Ajá —asintió Helen, con una sonrisa forzada—. Pero ¿no hay otros programas que te gusten?
Anthony sacudió la cabeza.
—Lo mejor son los dibujos.
Señaló la pantalla, donde la silueta humeante del lobo se fundía súbitamente en la forma de un ángel fantasmal, con un halo de la cabeza y un arpa entre las patas. Por fin desplegó sus alas celestiales y se alejó flotando.
—¿Ves? —exclamó Anthony, feliz—. En los dibujos puede pasar cualquier cosa. Por eso me gustan. ¿Y a ti?
Los ojos pardos la miraban, serios y llenos de expectativa. Helen presintió que por alguna razón, asignaba mucha importancia a su respuesta. Se agitó en el asiento, extrañamente desconcertada.
—Bueno…, creo que a todo el mundo le gustan los dibujos.
—A todos no.
Anthony había lanzado una mirada desaprobatoria a su tío. Walt rió entre dientes, de inmediato.
—¡Oh, claro que sí! ¡A todos nos gustan los dibujos! En ellos puede pasar cualquier cosa, como dice Anthony. ¡Yo no quisiera ver otra cosa, no señor!
Unos pasos resonaron en el vestíbulo.
—¡Aquí estamos! —dijo una voz, alegremente.
Helen se volvió para mirar por sobre el respaldo del sofá. Los padres de Anthony habían aparecido, seguidos por Ethel; cada uno llevaba dos platos de cartón.
—¡Rica comida para todo el mundo! —exclamó el padre, con una sonrisa feliz, mientras dejaba su carga sobre la mesa.
Ethel siguió su ejemplo; luego acercó una mesita ratona para ponerla ante el sofá, donde la madre esperaba.
—Aquí tienes, querido.
Mamá le puso un plato delante y otro frente a la invitada.
—Gracias —murmuró Helen.
En cuanto la madre le volvió la espalda para reunirse con los otros, sentados a la mesa, Anthony dedicó su atención a la comida.
Helen contempló su plato, llena de dudas. ¿Qué clase de comida era ésa? Una hamburguesa delgada y una rosquilla con jalea, junto a un chupetín y una bolsa de papas fritas. ¿Eso era lo que en esa familia pasaba por buena comida? Al parecer, sí, pues de la mesa se elevaban voces extáticas:
—¡Hum! ¡Qué lindo aspecto tiene esto!
—¡Caramba, qué rico!
—¿Verdad que es una delicia?
—¡Ya lo creo!
Anthony echó una mirada de reojo a su compañera de asiento.
—¿Te gusta?
Helen asintió, cortésmente. Al recoger el panecillo con la hamburguesa tuvo conciencia de que, desde la otra mesa, la miraban con precaución. Se llevó la sorpresa de descubrir que la albóndiga de carne estaba untada con manteca de maní.
El niño le dirigió una sonrisa radiante.
—Me gustan mucho las hamburguesas con manteca de maní. Así son más ricas.
Ella logró sonreír, mientras volvía a cerrar el panecillo y probaba un mordisquito. La silenciosa tensión de los vecinos se quebró en ruidos entusiastas; los mismos chasquidos de labios y murmullos entusiasmados con que se come en los avisos publicitarios de televisión.
Unos pensamientos dispersos se entrometieron en el cerebro de Helen, al oírlos. Ningún aviso publicitario había interrumpido los dibujos animados, esa noche. Eso era extraño. Pero más extraño aún era el ver a la familia de Anthony, que devoraba esa extraña comida como si fuera una cena de gourmets.
Helen se obligó a dar otro mordisquito. Sí, todo era muy extraño. Y se le ocurrió otra idea. Mirando a Anthony, formuló otra pregunta.
—Tu hermana Sara, ¿no va a comer con nosotros?
Anthony pareció desconcertado.
—Este… no. Sara no come.
Un alegre asentimiento se elevó del cuarteto sentado a la mesa.
—¡Es cierto!
—¡Sara no come, no hay caso!
—¡Eso sí que es divertido, Anthony!
—¡Cada vez que lo dice me da una risa…!
Anthony frunció el entrecejo. De inmediato, todos quedaron en silencio. Un momento después, se reanudaron los murmullos festivos, pero Helen cobró conciencia de un tono cauteloso; eso también planteaba una pregunta. Y ya estaba cansada de preguntas. Lo que necesitaba era unas cuantas respuestas francas.
Se volvió hacia el niño.
—¿Siempre comen así?
Anthony no respondió. Helen notó agudamente el súbito silencio en la mesa vecina. Todos la miraban fijamente.
La madre fue la primera en hablar. La aprensión de su voz desmentía su flaca sonrisa.
—Anthony puede comer lo que quiera.
El padre se apresuró a asentir.
—¡Lo que quiera, claro!
Tío Walt se obligó a una risita nada convincente.
—¡Por supuesto que puede!
Helen no les prestó atención. Esperaba a que hablara el niño. Él hizo un gesto como para pedir disculpas.
—¿No te gusta?
Helen vaciló. La cortesía ordenaba una respuesta afirmativa; pero estaba harta de cortesía, de falsas aprobaciones, de esa extraña atmósfera sobreprotectora y de preguntas sin respuesta. ¿Cómo era posible que esa familia no se diera cuenta del daño que causaba a la criatura el malcriarla así? ¿No comprendían las consecuencias de satisfacer todos sus caprichos? Tal vez no fuera asunto de ella, tal vez estuviera volviendo a su papel de maestra, pero ya era tiempo de que alguien hablara claramente.
—Supongo que es rico, una vez cada tanto —le dijo—. Pero tú eres muy joven y necesitas una alimentación adecuada. —Clavó en la familia una mirada de desaprobación pedagógica—. ¡No puedes comer siempre este tipo de cosas!
Anthony, aturdido, meneó la cabeza.
—No había pensado en eso. Pero tienes razón, Helen. No es rico si se lo come siempre.
Una vez más, se elevó el coro de la mesa vecina.
—¡Cierto! ¡Anthony está creciendo!
—¡Por supuesto! Necesita una buena alimentación.
—¡Cuánta razón tienes, Anthony!
El niño giró hacia ellos, acallándolos con una mirada acusadora.
—¡Pero ustedes nunca me lo dijeron! —gritó.
Las sonrisas fueron enfermizas. Nadie habló. A Helen le correspondería quebrar la pausa.
—Oh, bueno —murmuró—, hago mal en criticar, ¿verdad? —Y sonrió al jovencito—. Después de todo, ésta es tu cena de cumpleaños.
Una vez más se hizo un terrible silencio. Por fin se elevó la voz de Ethel, casi desesperada.
—¿Otro cumpleaños?
La sonrisa de tío Walt había desaparecido.
—¿Con regalos?
Anthony sacudió la cabeza, enojado.
—¡No, no es mi cumpleaños! Yo no dije eso…
Ante el ademán con que el niño los señalaba, el grupo de la mesa retrocedió, conteniendo el aliento. Ethel, al retirarse, golpeó su plato con un codo y echó al suelo su contenido.
Anthony la fulminó con la mirada.
—¡Basta! —gritó—. ¡No estoy haciendo nada! —De pronto se contuvo, mirando a Helen con una sonrisa forzada—. Se están haciendo los tontos.
Helen se enfrentó a él, suavemente.
—Anthony, tú me dijiste que era tu cumpleaños.
La voz de la madre se elevó en una horrible parodia de alegría.
—¡Claro que es!
—¡Sí! —asintió Ethel, de inmediato.
Lo mismo hizo tío Walt.
—¡Por supuesto! Todos sabemos que es el cumpleaños de Anthony, ¿verdad?
Surgió su valeroso intento de risita, pero sonó, antes bien, como un asustado murmullo de pánico, que se interrumpió bruscamente ante un grito de Anthony:
—¡No es mi cumpleaños! Les digo que no, ¿entienden?
Helen quedó asombradísima ante aquellas caras asustadas. ¿Qué pasaba con esa familia? ¿Qué acababa de provocar? No conocía la respuesta, pero cualquiera fuese ya no importaba. De pronto, sólo quería huir de allí.
Empezó a levantarse del sofá.
—Creo que me voy a ir, Anthony. Será mejor.
El niño la miró apresuradamente, implorante.
—¡No!
El apasionamiento de su voz hizo que ella se quedara rígida. Él se levantó también, con una mirada conquistadora.
—Por favor, todo está okey, todo está okey.
Echó una mirada a la pantalla de televisión, donde un conejo de dibujos animados brotaba de un sombrero de mago.
—Tienes que quedarte —insistió—. Tío Walt nos va a hacer unos números de magia.
—Lo siento, Anthony. —Helen sacudió la cabeza—. La verdad es que ya debo irme.
—Pero tío Walt va a hacer un número de magia… ¡sólo para ti! Por favor, siéntate.
—¡Por supuesto!
Tío Walt asintió, pero Helen, sin prestarle atención, dio un paso hacia la puerta. Anthony le puso una mano en el brazo.
—Tardará sólo un minuto. Ya verás… —Al detenerse ella, el niño reclamó, rápidamente:— ¡Haz el truco del sombrero, tío Walt!
—¡El truco del sombrero!
—¡Por supuesto!
Tío Walt se levantó, pero sólo para echar una mirada inexpresiva por toda la habitación. Su voz resonante vaciló.
—¿Dónde… dónde está el sombrero?
—Por allí. —Anthony soltó el brazo de Helen para hacer un gesto impulsivo—. Sobre el televisor.
La mirada de Helen, automáticamente, siguió la dirección de su índice. Sobre el televisor había un sombrero de copa.
Se quedó mirándolo fijamente, sorprendida. Pero mientras lo observaba cobró conciencia de otra sensación que surgía en ella, más perturbadora: algo parecido al pánico.
Anthony le sonrió, tranquilizador.
—Te va a gustar.
Ella aspiró profundamente.
—Anthony…
El niño no le prestó atención.
—Adelante, tío Walt —dijo.
—¡Sí, señor!
Ante la mirada de Helen, tío Walt avanzó lentamente por la habitación y estiró la mano hacia el sombrero de copa. Lo tomó con un ademán vacilante, con el gesto de quien se ve obligado a levantar una brasa del fuego.
Pero el muchachito asentía, alegremente.
—Te va a gustar, Helen. Es bueno. —Antes de que ella pudiera dar otro paso, la tomó de la mano y se la apretó con fuerza—. ¡Hazlo, tío Walt! ¡Hazlo ahora mismo!
La intensidad de su voz se correspondía con la de sus dedos. Helen permaneció inmóvil, observando.
Todo el mundo miraba a tío Walt, que se volvió con el sombrero en la mano. Su intento de sonrisa era espantoso, pero los ojos de Anthony seguían fijos en él, en un mandato inexorable.
Lentamente, tío Walt introdujo la mano en el sombrero. Un momento más tarde volvió a sacarla, con un conejo blanco.
Helen percibió su contenido estremecimiento de alivio, en tanto enfrentaba a la familia con una horrible sonrisa.
—¡Abracadabra! —murmuró, tembloroso.
La respuesta de aplausos y risas no resultó más convincente que su sonrisa, pero Anthony miró a Helen.
—¿Verdad que es divertido? Siempre lo hacemos. Te gustaría estar aquí, Helen, de veras.
Helen lo miró fijamente. Su pánico iba en aumento. A sus espaldas, el resto de la familia dejó escapar una demencial cháchara de acuerdo.
—¡Le encantaría, de veras!
Helen los miró con súbito miedo. Por fin liberó su mano de un sacudón. Tenía que salir, tenía que…
Anthony, presintiendo sus intenciones, gritó a tío Walt.
—¡Hazlo otra vez! ¡Pero bien!
Antes de que Helen pudiera volverse, la mano de tío Walt descendió al interior del sombrero. De pronto la retiró, ahogando un grito. Con los ojos frenéticos de miedo, vio salir una enorme silueta, que se elevó por sobre el televisor.
Era un conejo, pero no de los que suelen conjurar los magos profesionales. Sólo un hechicero hubiera podido crear semejante cosa. Era una monstruosidad multicolor, una enorme criatura deforme, con garras de tigre. Grandes ojos amarillos se abultaban por sobre un hocico hendido, plenamente abierto, que revelaba una lengua larga, viperina, entre curvos colmillos de tigre. El monstruo se sentó en el televisor y extendió sus garras.
Helen lanzó un grito, levantando una mano como para escudarse de la aparición. En ese momento Anthony hizo un rápido gesto.
—¡No tengas miedo! —gritó.
Hizo otro gesto, esa vez en dirección al televisor. Helen bajó el brazo justo a tiempo para ver que la criatura se desvanecía en una espiral descendente, dentro del sombrero. Un instante después, el sombrero mismo había desaparecido.
Ciegamente, sin prestar atención a la reacción de la familia, atenta sólo a su frenética huida, Helen giró en redondo y tomó su bolso, que estaba en la mesita del rincón, cerca de la puerta. Para su horror, el cierre se abrió y la cartera se deslizó entre sus dedos estremecidos, volcando su contenido en el suelo.
Se arrodilló rápidamente, tratando de recoger las cosas esparcidas por la alfombra. Anthony se acuclilló a su lado, sacudiendo la cabeza en un gesto de angustia.
—¡Yo no quería hacer eso! ¡De veras, no quería…! ¡Pero a veces me enojo y no puedo evitar lo que pasa!
Helen no respondió; la expresión de su rostro era respuesta suficiente. El niño comenzó a ayudarla a recoger los objetos para ponerlos nuevamente en la cartera. Su voz suave, intensa, no dejaba de resonar en el silencio.
—¡Por favor, Helen, no te vayas! Yo puedo hacer que lo pases muy bien aquí. Puedo hacer la comida como tú dijiste que debía ser. Hasta puedo cambiar la casa, si quieres. No tienes más que decirlo y yo haré lo que pidas, pero no te…
De pronto se interrumpió, observando de cerca un trozo de papel que había recogido del suelo. El rostro suplicante se convirtió en una máscara de cólera.
Helen lo miraba fijamente, sobresaltada. En cuanto Anthony se levantó, toda la familia se acurrucó contra la pared, acobardada. El niño se volvió hacia la visitante, echando chispas por los ojos, mostrando el fragmento de papel.
—¿Ves cómo son? ¡Yo te lo dije!
Helen contempló aquel trozo de papel arrugado. Parecía haber sido arrancado del margen superior de un periódico. En él se leían las siguientes palabras, apresuradamente garabateadas en lápiz.
«¡Ayúdenos! ¡Anthony es un Monstruo!»
Ella levantó la mirada y lo vio asentir.
—¡Me odian! Quieren enviarme a algún lugar feo, tal como querían mis verdaderos padres.
Unas voces tartamudearon desde el otro extremo de la habitación.
—Eso no es cierto, Anthony…
—Claro que no…
—Tú sabes que nosotros…
Las tres respuestas fueron simultáneas. Anthony las cortó con un solo ademán y se volvió hacia Helen.
—Me tienen miedo —dijo, hablando aceleradamente—. Todo el mundo me tiene miedo. Por eso actúan así. ¡Y yo hago de todo por ellos! Pueden pasarse todo el día mirando televisión, sin necesidad de hacer nada. Me porto muy bien, siempre.
La voz de tío Walt expresó un apresurado acuerdo.
—Eso es cierto. Anthony es un buen niño. ¡Lo adoramos!
El chico estiró la mano para arrancar el trozo de papel de entre los dedos temblorosos de su invitada. Al levantarse avanzó hacia las cuatro siluetas acurrucadas contra la pared, aterrorizadas por la amenaza de sus ojos.
—En ese caso, quisiera saber quién escribió esta nota. —La amenaza llegó a su voz—. Quisiera saber quién me trató de monstruo.
De inmediato se inició el balbuceo:
—¡Fue él!
—¡No, yo no!
—¡Tú sabes que yo no fui! ¡Fue Ethel!
—¡Sí, Ethel, fue ella!
La madre, el padre y tío Walt, al unísono, señalaron a la muchachita horrorizada. Ella agitó la cabeza, con los ojos muy grandes y la boca torcida de miedo.
Helen se levantó. No sabía lo que Anthony iba a hacer, pero sí que era preciso impedirlo.
Anthony miraba a la muchacha.
—¿Ah, sí? No lo sabía. ¡Qué sorpresa! ¿Eh, Ethel?
Ethel sacudió frenéticamente la cabeza. Su voz también temblaba.
—¡Está bien! Anda, hazlo. Hazlo.
El niño sonrió. Su murmullo fue casi gentil.
—¿Que haga qué, Ethel?
De algún modo, su burla contenía una amenaza aun peor que su cólera. Ethel, con un esfuerzo convulso, apartó los ojos de su mirada acusadora y señaló a Helen. Sus palabras salieron precipitadas, con un apuro hijo de la histeria.
—¡Se da cuenta de que jamás podrá salir de aquí! —gritó—. ¡Usted cree que fue por accidente que llegó! ¡Él hizo que ocurriera! La trajo tal como nos trajo a nosotros. Y aquí nos tiene, como la retendrá a usted.
Movió afirmativamente la cabeza, pero su voz seguía brotando.
—O tal vez se enoje algún día con usted, como se enojó con su verdadera hermana. Entonces la dejará inválida y le quitará la boca, para que no pueda gritarle. O tal vez le haga lo que hizo con sus verdaderos padres…
Por un instante, Anthony cerró los ojos en una mueca de dolor. Cuando volvió a abrirlos, los clavó en la muchacha y dijo, muy suavemente:
—Es hora de que te vayas, Ethel.
Helen dio un paso adelante.
—Anthony, no vayas a…
Pero el niño no le prestó atención. Miraba a Ethel con su sonrisa secreta.
—Es una sorpresa especial. Acabo de fabricarla.
Ethel gimió, sacudiendo la cabeza. Anthony elevó la voz.
—¡Te envío a Dibujolandia!
Ethel desapareció.
No fue en una bocanada de humo ni en un destello cegador. Simplemente desapareció.
Helen quedó petrificada. Sentía los miembros entumecidos por el frío. Pero no era una sensación física de frío la que le provocaba esos temblores. No era la primera vez que veía desaparecer a alguien ante sus mismos ojos. Había visto números de magia en el escenario, donde el prestidigitador agitaba la varita mágica y una hermosa ayudante parecía desaparecer tras un paño negro o en los confines de un armario cerrado. Y en las películas fantásticas, los hechiceros solían murmurar encantamientos que hacían desaparecer a otro personaje de la pantalla. Pero esa prosaica sala no era un escenario, ni el niñito de pie ante ella era un mago. No había agitado una varita ni pronunciado hechizo alguno. Ethel no se había evaporado por causa de algún efecto especial cinematográfico.
Eso era la realidad. La sala era auténtica. La gente que estaba en ella, incluida Ethel, en verdad existía.
O había existido. Porque Ethel ya no estaba. Un niñito había pronunciado una simple frase y Ethel era una no-entidad.
Era la fría realidad lo que desataba escalofríos por la espalda de Helen.
Y ahora el niñito le estaba sonriendo.
—Te dije que los dibujos animados eran lindos —comentó—. ¡En ellos puede ocurrir cualquier cosa!
Giró hacia la pantalla, señalando.
Helen siguió la dirección de su mirada. En el televisor, unas figuras animadas de duendes y brujas perseguían a su víctima. El objeto de la persecución miró hacia atrás. Helen quedó aterrada ante aquella cara familiar.
¡En el dibujo estaba Ethel!
Por un momento, sus facciones distorsionadas por el pánico llenaron la pantalla. Su boca se abrió en un chillido, que se elevó contra el aturdidor fondo de música alegre.
En eso la mano de Anthony se elevó en un gesto envolvente, igual al que hacían los alumnos de Helen al borrar el pizarrón.
La pantalla quedó en blanco.
Y Anthony, en una horrible parodia de Bugs Bunny, tartamudeó:
—¡E-e-e-eso es todo, Ethel!
Helen, ahogando un grito, giró en redondo y corrió hacia la puerta. Detrás de ella se oyeron los gritos de la familia y una áspera orden del niño. Pero no miró hacia atrás.
Cruzó el vestíbulo, a la carrera; llegó a la puerta principal y tironeó del picaporte. Por un horrible momento pensó que estaba con llave. De pronto, cediendo ante su fuerza, se abrió de par en par.
Helen reinició la carrera, sólo para retroceder a tropezones. Una fortísima ráfaga rugía por la puerta, desde la oscuridad. Trató de avanzar otra vez, serpenteando, pero en ese momento algo rodó desde la oscuridad y fue a cerrarle el paso.
Ante ella, cubriendo todo el umbral, había un ojo gigantesco que la miraba fijamente.
Helen cerró la puerta de un golpe y se volvió, sollozando.
Medio cegada por las lágrimas, donde se mezclaban la frustración y el miedo frenético, vio avanzar a Anthony hacia ella. Su rostro había perdido el enojo. Su expresión era de arrepentimiento y aflicción.
—No lo puedo evitar, Helen —dijo—. No quiero lastimar a nadie. Si tú volvieras…
La tomó de la mano. Casi sin darse cuenta, Helen se encontró caminando con él por el vestíbulo.
Entre sollozos, oyó la voz del niño. Sonaba quejosa.
—No comprendes. Nadie comprende. Basta con que yo desee algo para que ocurra.
Estaban en la sala, una vez más. Helen, parpadeando para alejar las lágrimas, levantó la mirada y vio a la familia, aún acurrucada e inmóvil contra la padres, todos paralizados por el susto. Anthony, junto a ella, seguía hablando.
—¡Por favor, Helen, tienes que creerme! ¡Puedo hacer cualquier cosa! ¡Cualquier cosa!
Como para demostrárselo, se volvió hacia el televisor silencioso. El grupo de personas, apretadas contra la pared, lo miraba con agónica expectativa. Helen hacía otro tanto, a pesar de sí misma.
Y de pronto el televisor comenzó a vibrar. De la pantalla volaron chispas. El gabinete se puso incandescente, con una energía interior que lo envolvía en una llama parpadeante. La parte superior del aparato se desprendió, con un chirrido espantoso, estallando ante una fuerza que hervía desde dentro.
La abertura se ensanchó, partiendo el televisor en dos. Una forma arremolinada, feroz, surgió hacia afuera, brotando hacia la habitación. Se agrandaba a medida que emergía. La inquieta figura correspondía a un dragón de dibujos animados, pero al crecer se convirtió en algo mucho más horripilante: una cosa tridimensional, una realidad viviente y palpitante. Sus ojos eran globos gigantescos, flamígeros, y su aliento, un chorro de fuego.
Helen se tambaleó hacia atrás, cerrando los ojos.
—¡Haz que se vaya, Anthony! —jadeó— ¡Haz que se vaya!
Se elevó un ruido líquido. Helen se obligó a abrir los ojos, en tanto la enorme silueta se empequeñecía con cegadora velocidad, para caer finalmente en la bostezante fisura del televisor. Acabó por perderse en un centelleo, junto con los restos ruinosos del aparato en sí.
Por un momento, el silencio fue absoluto.
Helen contemplaba a la familia, apretada contra la pared. Y al niño, que seguía a su lado. Él también estaba estudiando el cuarto. Por fin, cuando se volvió hacia ella, su rostro era una máscara de angustia.
—Detesto esta casa —murmuró—. Detesto todo lo que hay aquí. —Su voz se elevó, llena de una nueva finalidad—: ¡Quiero que todo esto desaparezca!
Helen, sucumbiendo a un horrible impulso, giró hacia las personas acurrucadas contra la pared. Una vez más, no hubo hechizos ni varitas mágicas. Pero bajo su mirada desaparecieron todos: uno a uno.
La madre, el padre, tío Walt, todos se desvanecieron en la…
Nada.
El cuarto mismo había desaparecido. Helen se volvió, escrutando en la oscuridad, sin hallar sino la noche que la rodeaba por todos lados. Sólo la noche… y Anthony, de pie junto a ella en el espacio vacío.
—¿Dónde… dónde estamos? —tartamudeó.
Anthony la miró tristemente.
—En ninguna parte.
La voz de Helen retumbó en el vacío.
—¿Y dónde están los otros?
—Los envié adonde querían ir. —La voz de Anthony temblaba—. Lejos de mí.
Helen miró al muchacho. Súbitamente, en medio de la oscuridad, parecía indefenso por completo, absolutamente perdido. No había nada monstruoso en él; sólo quedaba un niñito solitario y desamparado. Tomando coraje, le apoyó una mano en el hombro y se inclinó para mirarlo a los ojos.
—Anthony —susurró—, llévanos de regreso.
La mirada del niño vaciló.
—¿Para que tú también puedas irte?
Ella percibió la acusación oculta en su voz, pero sus ojos sólo mostraban desamparo y su rostro tenía la blancura del miedo.
Helen vaciló; luego aspiró profundamente.
—Yo no te dejaré —le prometió—. Vamos, Anthony. Volvamos, para que tú y yo podamos intentarlo de nuevo.
El niño la miró sin decir nada. En sus ojos brillaba una súbita esperanza. Pero se apagó entre dudas y desesperación.
Helen sacudió la cabeza.
—No te estoy mintiendo, Anthony. —Las palabras surgieron sin buscarlas, desde algún sitio muy profundo en su interior—. Necesitas que alguien te enseñe. Que alguien te ayude a comprender el don que tienes. Un don terrible y maravilloso. Debes aprender a dorminarlo. Debemos aprender el modo de usarlo para bien. —Volvió a aspirar hondo—. Los dos aprenderemos juntos.
Anthony levantó la mirada, ansioso.
—¿Te quedarás conmigo?
—Sí.
—¿Para siempre?
Helen asintió; no había modo de echarse atrás.
—Para siempre.
Anthony sonrió.
—Okey —dijo.
Y la tomó de la mano. Por un momento permanecieron juntos, de pie en la oscuridad. Luego se produjo un parpadeo de luz y el vacío que los rodeaba se colmó con una realidad reconocible, una vez más.
La negrura total se convirtió en las sombras comunes de una luz normal. Al mirar a su alrededor, Helen vio que ella y Anthony estaban de pie en el mismo terreno anteriormente ocupado por la casa. La edificación había desaparecido, pero la rodeaban los terrenos estériles que había cruzado con su automóvil. A la distancia se veía la ruta que serpenteaba por entre los árboles.
Con una sonrisa de alivio, esperó a que Anthony hablara. Él asintió rápidamente.
—Vamos.
Helen se detuvo, con gesto preocupado.
Aunque la casa había desaparecido, el camino de entrada seguía intacto. Intacto y desierto: el coche no estaba a la vista.
Por un momento, la mujer vaciló, recordando sus propias palabras. Aquello era un nuevo comienzo: debían aprender juntos a dominar el poder de Anthony, utilizándolo únicamente para cumplir un propósito correcto. Ella debía tener la precaución de no alentar nuevas demostraciones, mientras ambos no estuvieran seguros de cuáles podrían ser la consecuencias. Por otra parte, necesitaban un vehículo para abandonar ese sitio de un modo normal.
Tomó una decisión. Sus labios formularon la pregunta:
—¿Y mi automóvil?
Anthony sonrió. De inmediato hizo un pequeño gesto con la mano. Al instante, el auto apareció en el camino, estacionado frente a ellos.
—¿Okey? —preguntó el niño, sonriendo—. ¿Ahora nos podemos ir?
Helen asintió. Juntos avanzaron hacia el automóvil. Ella abrió la puerta y esperó a que el niño se deslizara hasta el sitio del pasajero. Luego se instaló tras el volante y cerró la portezuela.
De pronto frunció el entrecejo. El niño levantó los ojos, interrogándola:
—¿Qué pasa?
Ella sacudió la cabeza.
—Me olvidé. —Señaló la cerradura de contacto—. No tengo la llave. Estaba en mi carrera.
Pero mientras hablaba algo centelleó entre sus dedos. Tenía la llave en la palma de la mano. En ese instante sintió el peso de la cartera en el regazo.
Anthony sonreía.
Helen, suspirando, sacudió la cabeza con una mezcla de alivio y reproche.
—Tratemos de no abusar de estas cosas a partir de ahora —murmuró.
—Okey —consintió su compañero.
Ella puso en marcha el motor y condujo el automóvil por la ruta que llevaba hacia los árboles. Mientras manejaba se descubrió tomando notas mentales. Lo primero que haría sería mejorar un poco el vocabulario de Anthony. Había dicho «okey» tres veces en cinco minutos. Le enseñaría algo sobre el arreglo personal; su pelo parecía peleado con el peine y el equipo sucio que llevaba era un horror.
Por algún motivo, la perspectiva no le fastidió. Por el contrario, volver a enseñar la llenaba de una expectativa jubilosa.
Cuánto que aprender, cuánto que enseñar…
Helen echó una mirada a su pasajero. Él sonrió, radiante, con una felicidad tan grande que parecía incapaz de contenerla. Iluminándola con su sonrisa, hizo un pequeño ademán con ambas manos.
De pronto, el cielo se encendió con la luz del sol matinal. Helen, con los ojos dilatados, vio que los terrenos estériles, a ambos lados de la ruta, florecían en relucientes canteros de flores.
Sacudió la cabeza en un gesto reprobatorio.
—¡Anthony!
Pero al hablar sonreía.
Anthony sonrió con ella. El mundo entero era una sonrisa, en tanto el coche corría por los campos florecidos, hacia la penumbra de los árboles.