VALENTINE

George Clayton Johnson & Josh Rogan & Richard Matheson & Robert Bloch
1983

El avión se hundía en la penumbra del crepúsculo.

Desde su asiento junto a la ventanilla, justo delante del ala derecha, el señor Valentine parpadeó, mirando el cielo oscurecido. Con el entrecejo fruncido, consultó su reloj de pulsera.

Eran las 15:00. Demasiado temprano para que estuviera oscureciendo. Sin embargo, las nubes que rodeaban el avión eran violáceas, casi purpúreas. Al mirar hacia adelante, Valentine notó que la oscuridad se acentuaba a la distancia; la arruga de su frente también se acentuó.

¿Nubes de tormenta?

Oh, no, eso no. No era posible. Él había revisado los pronósticos meteorológicos de todos los periódicos, por la mañana. Cielo despejado a lo largo de todo el trayecto: era lo que indicaban los mapas. Apenas quince minutos antes, la voz del capitán había crepitado en un optimista saludo por el intercomunicador, anunciando un vuelo tranquilo a una altitud de diez mil quinientos metros.

Lo siento, capitán. Pero no me gusta su altitud. Y su pronóstico es solamente para los pajarones.

Como si hubiera pájaros a esa altura. Pero los pájaros eran demasiado inteligentes como para correr el riesgo. Solamente los idiotas se ponían en ese peligro. Y sólo el idiota más consumado podía depositar su confianza en el mentiroso consuelo de un piloto, a quien se le pagaba por decir tales cosas ante un público forzado.

Sin duda, el capitán había visto los bancos de nubes, allá adelante. A menos que fuera ciego, por supuesto. Y en ese caso no tenía nada que hacer en un avión.

«Yo tampoco», se dijo Valentine.

Pero ya no tenía remedio. La conferencia se inauguraría al día siguiente, por la mañana, y ni en automóvil ni en tren podía cruzar el continente en dieciocho horas. Había pedido una semana de licencia anticipada, con la idea de ir en automóvil o de tomar el tren, pero su supervisor había vetado la ocurrencia con rapidez.

—Lo siento, pero no se puede. Ya estamos escasos de personal y usted tiene que terminar ese asunto de Carver antes de irse. ¿Por qué perder tanto tiempo, si puede subir a un avión el jueves por la tarde y descansar toda la noche antes de que se inicien las actividades del viernes? ¿Qué problema tiene?

«Que me muero de miedo, ése es el problema». Sólo que Valentine no podía decir semejante cosa. «Dios mío, hace ochenta años que los hermanos Wright despegaron en Kitty Hawk y ya nadie tiene miedo de volar.»

Una mirada alrededor de la cabina confirmó las ideas de Valentine. Había dos azafatas adelante, cerca de la cocina; una era bastante joven; la otra andaba por la treintena. Ambas conversaban tranquilamente, sonriendo, como si no tuvieran la menor preocupación en la vida. Pero tenían que actuar con calma, por supuesto. Aunque no estuvieran tranquilas, tenían que parecerlo; era parte del trabajo.

También los pasajeros parecían tranquilos. En realidad, la mayoría había apagado las lámparas de lectura para dormitar. En uno de los asientos de adelante, un hombre enorme estaba en posición fetal, como un bebé gordo, con la cabeza apoyada en la ventanilla. Más cerca, una pareja joven se reclinaba en un estrecho abrazo. Un matrimonio de ancianos, al otro lado del pasillo, dormía sin tocarse, con la indiferencia nacida de la larga relación. Delante del asiento de Valentine estaban una madre y su niñita; la impasibilidad de la mujer formaba un agudo contraste con la actitud inquieta de la hija. A nadie parecía preocuparle el leve movimiento del avión ni la presencia de las nubes purpúreas que se reunían ante la ventanilla.

Entonces, ¿por qué se sentía tan inquieto? Valentine frunció el entrecejo. Obviamente, no tenía sentido tratar de relajarse. Dado su estado de ánimo dormir era imposible. Pero tal vez el trabajo fuera su salvación. Alargó la mano para encender su lámpara de lectura y bajó la mesa plegadiza. Buscó a tientas en el portafolio, que estaba abierto sobre el asiento libre, a su lado, y sacó las herramientas de su profesión: un anotador, una calculadora de bolsillo y un libro de texto. Abrió el volumen en la página indicada por el señalador y se concentró en el despliegue de ecuaciones que allí figuraban. Después de sacar un bolígrafo del bolsillo, desenroscó la tapa y apoyó la punta sobre el anotador en blanco. Por un momento miró fijamente las letras y las cifras del texto, sólo para descubrir que tenía la vista nublada.

Valentine parpadeó, pero no logró despejar su visión. Tampoco sus pensamientos. ¿Cómo concentrarse en las matemáticas, en la teoría abstracta, en medio de una realidad amenazadora? Y la realidad lo rodeaba por doquier: la realidad de un movimiento estremecido, de unas henchidas nubes de tormenta justo ahí, detrás del vidrio.

Dejó la lapicera y cerró el libro, pero no pudo descartar sus pensamientos. Tal vez era hora de enfrentarse con la verdad. ¿Qué tenían los aviones para preocuparlo tanto? ¿De dónde provenía su exagerada aversión a los vuelos?

Tal vez se debiera a la publicidad. Aun sentado en la seguridad de su propia casa, sin cinturones de seguridad que lo sujetaran al sillón, siempre había experimentado una vaga irritación al enfrentarse con los himnos de alabanza al vuelo que emanaban de la pantalla del televisor. Tantas imágenes de paisajes grandiosos y aviones de chorro navegando serenamente por cielos azules, sobre mares deslumbrantes; tantos coros invisibles que cantaban las ventajas de la gran aventura y los bajos precios… ¡Cuántas tonterías! En general, los aviones que había tomado en su vida no ofrecían ningún paisaje grandioso; por las ventanillas solía verse una combinación de nubes y hollín. Y el precio de los pasajes siempre era fuente de irritaciones. Al parecer, las tarifas reducidas sólo eran para los grupos familiares que viajaban a cualquier hora de la noche a una u otra de las pocas ciudades importantes que figuraban en la lista. En cuanto uno se embarcaba a una hora razonable, viajando solo, las tarifas ascendían a una cantidad astronómica. ¿Por qué costaba noventa y nueve dólares viajar cuatro mil quinientos kilómetros, contra los cuatrocientos o quinientos que cobraban por la tercera parte de ese trayecto? Por vocingleras que fuesen las alabanzas del coro o las vanaglorias anunciadas por el locutor en off sobre las tarifas (justas o injustas), Valentine siempre parecía terminar atrapado en una situación como aquélla.

Atrapado.

Ésa parecía ser la palabra operativa. Todo el viaje era una trampa. Así comenzaba: atrapado en una maraña de tránsito, al aproximarse al aeropuerto. Atrapado en un laberinto de estacionamientos atestados. Atrapado en una tambaleante carrera, a tropezones, del estacionamiento a la terminal, cargando el bulto del equipaje. Atrapado en la fila que esperaba ante el mostrador de pasajeros. Atrapado en la ansiedad, cuando se llegaba a él: ¿estarían en orden los pasajes? ¿El avión saldría a tiempo? ¿Hasta qué punto se podía estar seguro de que el equipaje sería despachado al destino correcto?

Y entonces, claro, había que pasar por el control de seguridad. El ojo de rayos X que escrutaba el contenido del bolso de mano ya era feo, pero la mirada fija y suspicaz de los guardias resultaba aún peor. Sería una idiotez, pero Valentine siempre se sometía al procedimiento con la sensación de ser un traidor; todo aquello le recordaba vívidamente las maniobras policiales. Casi esperaba que alguno de los guardias uniformados lo tomara por el cuello con una orden seca: «Contra la pared, con las manos en la nuca. Cumplo en advertirle que tiene derecho a permanecer callado; cualquier cosa que diga puede ser utilizada como prueba…»

Por fin, la larga caminata hasta las puertas de embarque, el interminable avance por el corredor de paredes blancas, bajo el áspero resplandor de la iluminación. El ascenso al cadalso.

Sólo que peor. Al menos, el prisionero condenado a la pena capital podía llegar a su destino y cruzar la puertecita verde sin interrupciones. Pero el procedimiento de los aeropuertos era distinto. Una vez ante las puertas, uno volvía a formar cola y esperaba que las abrieran. Desde lo alto llegaba la cacofonía en lata de las grabaciones, puntuada abruptamente por un locutor que mascullaba una cháchara borroneada por la estática, que atraía, involuntariamente, la atención nerviosísima de los presentes. ¿Era uno el que debía presentarse sin demora en el teléfono más cercano? ¿Acaso iban a demorar una hora la partida del vuelo?

Esperar ante la puerta de embarque era siempre una tortura; aun si uno podía pasar por alto lo que decían los altavoces, no era posible ignorar la presencia de los camaradas prisioneros… es decir, de los camaradas de vuelo. De cualquier modo, Valentine siempre deseaba con fervor verlos en prisión. Tal vez era demasiado fastidioso, pero prefería considerarse como una persona individual, carente de la cuota normal de espíritu gregario. Como quiera que fuese, le disgustaba la estrecha proximidad de esas madres jóvenes con bebés llorones, de los viejos gordos que parecían obligados a volar a Filadelfia con sombreros de vaqueros sombreando las caras llenas y los anteojos.

Por otra parte, al condenado se le permite el privilegio de ocupar a solas la silla eléctrica. No se lo obliga a soportar la indignidad de un bebé chillón a su lado ni de un seudovaquero dispuesto a matarlo a fuerza de conversaciones en el viaje a la nada. Era preferible enfrentarse al breve dolor de la electrocución que a la interminable agonía de la elocución.

Valentine suspiró suavemente. Sabía que estaba exagerando, buscándole cinco patas al gato. No hacía sino postergar la realidad última: el miedo que se apoderaba de él tras la espera en el aeropuerto: la enfermedad incurable, que terminaba cuando subía, por fin, al avión.

Una vez más, la situación contrastaba desfavorablemente con la de los condenados. Cuando a uno se lo sienta en la silla eléctrica, al menos se tiene el consuelo de saber que no se ha pagado una suma exorbitante (para no hablar de los exorbitantes impuestos) por ese asiento. Y en ningún caso se espera que el prisionero se ajuste voluntariamente las correas de la silla. No tiene que esperar, padeciendo con anticipación por lo que sobrevendrá, ni escuchar el ruido de los motores al calentarse, preguntándose si funcionan bien o no. No se lo obliga a soportar ese largo, lento, bamboleante y estremecido avance, mientras el avión se coloca en posición para el despegue, en una pista lejana. Ni se enfrenta a la repetición del rugir de motores, seguido por el empuje de la aceleración, cuando el aparato se lanza súbitamente hacia adelante, con un sonido chillón, buscando elevarse.

Y cuando finalmente se eleva, cuando uno tiene, al fin, conciencia de estar en el aire, siempre existe el clamor de una voz interior: ¿podrá eludir esos malditos cables eléctricos que están más allá del aeropuerto? ¿Logrará elevarse por sobre las alturas urbanas, las montañas que rodean el desierto… o las aguas rugientes de un despegue oceánico? ¿Y esa peligrosa inclinación de alas que se produce cuando el aparato gira, inevitablemente, antes de tomar su rumbo?

Naturalmente, tales preguntas nunca se formulan en voz alta (ni hablar de recibir respuesta) en el pequeño recitado que alguna aburrida azafata repite apresuradamente antes del despegue: «… abrochar los cinturones… enderezar los respaldos… apagar los cigarrillos… bla bla bla máscaras de oxígeno sobre la cabeza… bla bla bla salidas de emergencia…»

Valentine sabía aquellos consuelos en serie casi de memoria, pero no tenían sentido.

¿Cuántas veces se había repetido ese discurso antes de un despegue en el que el avión no pudo franquear los cables o los edificios o las cumbres de las montañas o la superficie del mar? ¿Cuántas veces se había pronunciado ese consuelo mecánico antes de que el aparato iniciara la espiral de un descenso mortífero? Una vez que se chocaba contra los cables o el obstáculo, importaba poco que las máscaras de oxígeno descendieran a tiempo o no y las salidas de emergencia no brindaban escapatoria a la brutal explosión.

Valentine se agitó en el asiento. ¿Qué sentido tema perder tiempo con morbosidades? Ya había recorrido todo el camino: se había librado del tránsito y del aeropuerto, soportado el miedo de la espera y sobrevivido a los peligros, reales e imaginarios, de la partida. Entonces ¿por qué seguía tenso?

En ese momento lo comprendió. No era el miedo al peligro lo que provocaba esas palpitaciones de cuerpo y mente. El verdadero terror provenía de la conciencia de estar indefenso.

Allí estaba él, navegando serenamente a una altitud de diez mil quinientos metros. Los letreros de «abrochar los cinturones» se habían apagado y los adictos a la nicotina estaban en libertad de arriesgarse nuevamente al cáncer de pulmón. Las azafatas entrarían pronto en la cocina para cargar el carrito de los refrescos. Adelante, tras la puerta cerrada que separaba la proa del avión, el piloto y su tripulación se inclinaban sobre los tableros del instrumental.

¿O no? Por lo que Valentine sabía, bien podían estar analizando el partido de fútbol de esa tarde o sus aventuras nocturnas en la ciudad. Valentine había leído, en alguna parte, que se aconsejaba a la tripulación de los vuelos no beber alcohol ni permitirse excesos de ningún tipo en las veinticuatro horas previas a un viaje. Pero ¿qué seguridad había de que cumplieran esas instrucciones? Las declaraciones de Relaciones Públicas también tranquilizaban al pasajero asegurando que todo el personal debía someterse regularmente a exámenes físicos. También en ese caso cabía el factor de lo impredecible.

Súbitamente, Valentine recordó un episodio de su propia historia familiar. Tío Joe había ido a someterse a su examen anual. Salió del consultorio con su certificado de salud perfecta y cayó muerto de un ataque cardíaco en el ascensor que lo llevaba a la calle. El bueno del tío Joe, con sus escasos cuarenta y ocho años y su cutis rosado y saludable. Era el mejor jugador de tenis en el torneo anual del club. Un hombre que no fumaba, no bebía, no se drogaba ni andaba con mujeres, sin previo aviso, cayó muerto. Y si a tío Joe había podido pasarle algo así en un ascensor, bien podía ocurrirle a otro tío que ascendiera en un avión. La diferencia consistía en que el ascensor no se había estrellado al sufrir el tío Joe su ataque cardíaco.

«Por el amor de Dios», se dijo Valentine, «¡basta de actuar como un niño! Trata de pensar en otra cosa».

Y así lo hizo. Pensó en pozos de aire, en las inesperadas corrientes que podían envolver súbitamente al avión y arrojarlo a su destrucción contra el suelo. Pensó en las tijeras eólicas que destrozaban las alas y convertían a cualquier aparato en un insecto indefenso, imposibilitado de soportar los golpes de la tormenta.

Valentine parpadeó y se incorporó de un salto, ante un destello verde que fustigaba el cielo, más allá de la ventana.

Relámpagos.

Había tenido razón al pensar que había una tormenta adelante. Sólo que ya no estaba adelante, sino sobre ellos. El cielo, detrás de las ventanillas, estaba casi negro. Grandes gotas de lluvia se estrellaron contra el vidrio.

El avión rebotó en una sacudida desquiciante y lo mismo hizo el estómago de Valentine.

Al mirar hacia abajo notó que tenía las manos crispadas contra los bordes del apoyabrazos.

Nudillos blancos. Detestaba esa expresión, pero era cierto: tenía los nudillos blancos y estaba completamente seguro de estar poniéndose verde.

Sería mejor averiguarlo. El avión y su estómago volvían a dar un vuelco, Valentine soltó el apoyabrazos y recogió los objetos de la mesita para depositarlos en el portafolio. Después de asegurar la bandeja plegadiza en el respaldo del asiento delantero, se levantó para recorrer el pasillo, en dirección al baño. Las dos azafatas estaban en la cocina: una muchacha joven bastante atractiva y su compañera, algo mayor. Ninguna de las dos lo vio entrar en el lavatorio de la izquierda.

Era un cubículo pequeño y oscuro, como un ataúd puesto de punta, pero la fluorescencia se encendió en cuanto la puerta quedó cerrada. Valentine se encontró frente al espejo del lavatorio, que confirmó sus temores. Su rostro tenía, efectivamente, un tono verdoso. Miró fijamente su imagen, y notó el revelador pánico de las pupilas. Frente a frente consigo mismo, descubrió el miedo final. El hecho de estar indefenso no era el horror definitivo; tampoco el miedo de volar. Lo que realmente lo aplastaba era el miedo de caer.

Sólo Dios sabía dónde se había iniciado o cuándo. Probablemente durante la infancia. Hasta donde llegaba la memoria, tenía conciencia de esa fobia particular, tanto durante la vigilia como en sus sueños, demasiado vívidos. Era en esos sueños, que habían sobrevivido en la edad adulta, donde se descubría súbitamente cayendo en la oscuridad, una oscuridad muy profunda, como la de esas nubes tormentosas que rodeaban el avión. No había ventanas en el baño, por eso no pudo ver el cielo desde allí. Pero sí sentía la fuerza de la tormenta que envolvía al aparato. Las sacudidas se tornaron más rápidas, acelerando un ritmo regular. Una lucecita se encendió tras el cartel que decía: «Por favor regrese a su asiento».

Valentine no le prestó atención. Pero no podía pasar por alto el pánico creciente.

Una vez más, se enfrentó al espejo, tratando de ignorar el miedo, demasiado brillante, que reflejaban los ojos. «Mírate bien. Eres un hombre grande, un analista de computación muy bueno. Tú, más que nadie, deberías sentirte a gusto entre elementos de tecnología avanzada. Bueno, esas personas que ocupan la proa de este avión también son profesionales. Son expertas en lo suyo. Cientos de aviones enfrentan tormentas y turbulencias, todos los días, sin que tengan problemas. ¿Qué hay de diferente en este vuelo?»

Pero aún se enfrentaba a la misma pregunta: «¿por qué tenía tanto miedo de caer? ¿Estaba loco? ¿Era todo resultado de algún trauma relegado al inconsciente? Tal vez su madre lo hubiera dejado caer accidentalmente, cuando era un bebé».

«En ese caso te habrá dejado caer de cabeza», se regañó Valentine.

El avión dio otro tumbo, haciendo que el estómago del técnico respondiera solidariamente. Pero esa solidaridad no lo ayudaría en ese momento. Tampoco el modo en que respiraba. Por primera vez identificó el sonido que había estado percibiendo por sobre el zumbar de los motores: emanaba de su propia boca. No se limitaba a respirar con fuerza: estaba jadeando, hiperventilando sus pulmones. La experiencia no era nueva y él sabía cómo actuar. Sacó una bolsita de la ranura abierta junto al lavatorio, se sentó en el inodoro y comenzó a respirar dentro del receptáculo. De pronto, un ruido seco lo hizo levantar la mirada, la luz del letrero había vuelto a encenderse: «Por favor, regrese a su asiento».

Otro ruido seco y, luego, la voz en el intercomunicador.

—Les habla el capitán Deveraux. Señores pasajeros, quiero pedirles que se arrellanen cómodamente en los asientos, abrochen sus cinturones de seguridad y apaguen cigarrillos y pipas. Tenemos un poco de mal tiempo por delante y es posible que demos algunos tumbos.

«Y ahora nos dice…» Valentine hizo una mueca agria y metió nuevamente la nariz en la bolsita de papel.

Lo interrumpió otro chasquido. En esa oportunidad era la voz de una azafata.

—Vamos a suspender el servicio de a bordo por algunos minutos. Pedimos a quienes están esperando refrescos que tengan paciencia. Distribuiremos los pedidos en cuanto hayamos dejado atrás la turbulencia.

«Al diablo con los refrescos». Valentine levantó una vez más la bolsita, sólo para detenerse ante un golpecito que sonaba contra la puerta del baño. Le llegó la voz sofocada de una azafata, apenas audible:

—Por favor, sírvase volver a su asiento en cuanto pueda.

Valentine abrió la boca para responder, pero sólo emitió un jadeo áspero.

El avión dio un vuelco violento. El codo derecho de Valentine golpeó bruscamente contra el borde del lavatorio, pero el golpe dado en la puerta, por fuera, fue aun más potente.

Una vez más oyó la voz de la azafata:

—¿Señor? ¿Puede oírme? ¡Señor!

Valentine, sin prestarle atención, sepultó la cara entre los pliegues de la bolsa, concentrado en regular su respiración. En esos momentos de misericordioso silencio al otro lado de la puerta, logró dominar y regular el aliento.

En eso se reanudaron los golpes, en una serie de fuertes toques staccato. La voz que los acompañaba tenía un dejo de estridente urgencia:

—Señor Valentine, ¿puedo ayudarlo en algo? ¡Señor Valentine!

En esa oportunidad, el pasajero logró dar una respuesta.

—Un momento. En seguida salgo.

Se levantó, tambaleándose frente al espejo. Ya tenía mejor semblante; el tinte verdoso había desaparecido, pero aún se sentía mareado. Abrió la canilla y, sin dejar de sujetar el pomo con fuerza, para mantener el desganado flujo de agua, se mojó la cara con la mano libre. La voz de la azafata volvió a sonar al otro lado de la puerta.

—Lo ayudaré a llegar hasta su asiento.

—Un momento —dijo Valentine—. Un momento, por favor.

«Momento de decisión», se dijo. De mala gana, hundió la mano en el bolsillo izquierdo de la chaqueta y sacó un pequeño pastillero de plástico. Después de luchar con el cierre dejó caer el contenido en su palma: dos Valium azules y un Dramamine. Mientras miraba aquellas píldoras se afirmó en su resolución. Sabía qué le esperaba si tragaba las tres cápsulas a un tiempo, pero qué diablos… Mejor ser un zombie ambulante que la víctima inerte de un ataque al corazón. Aspiró profundamente y tragó las píldoras.

Sacó un vaso de papel del aparato colgado en la pared y lo llenó de agua. Mientras bebía volvió a mirarse en el espejo. Bajo sus pies, el suelo del avión se inclinó enfermizamente. La imagen reflejada se distorsionó, acompañando su propia mueca. Cerró los ojos con un gruñido y buscó a tientas la cerradura de la puerta.

La puerta se abrió junto con sus ojos. El semblante que presentó a la azafata guardaba una calma perfecta.

Sin embargo, a juzgar por la expresión de la mujer, ella no se tragaba el cuento. Valentine reconoció su sonrisa; decía: «Yo conozco eso».

—Ya sé cómo se siente, señor Valentine. —Su voz sonaba suave por sobre el torturado palpitar de los motores—. Son muchos los que se ponen nerviosos cuando el tiempo empeora un poquito. Trate de recordar que, estadísticamente, está más seguro aquí que en su propio baño.

«No me venga con humor cochino». Pero Valentine se obligó a sonreír tanto como ella.

—Me siento bien —le aseguró—. Estoy perfectamente.

El avión volvió a dar un tumbo. Súbitamente Valentine perdió el equilibrio y fue a chocar contra la azafata. Al hacer contacto con la redondeada forma de sus pechos, se puso rígido y se apartó con prontitud. La azafata más joven estaba de pie tras su compañera. En ese momento delató su presencia con una carcajada.

—¡Epa! —exclamó, mientras le sujetaba el brazo izquierdo—. Vamos a llevarlo hasta su asiento.

La mayor de las azafatas lo tomó por el otro brazo. Entre las dos, comenzaron a conducirlo por el pasillo.

Valentine sofocó un gruñido, pero no la idea que lo había provocado. «¡Por Dios! Me tratan como a un inválido. Cualquiera diría que soy un viejo de noventa años. Pero si esas malditas píldoras empiezan a surtir efecto, estoy seguro de que me sentiré como si tuviera ochenta años, ni un día más».

Mientras avanzaba por el pasillo notó que sus compañeros de viaje ya no dormían. Las sacudidas de la tormenta habían despertado bruscamente al gordo, a la pareja mayor y a los jóvenes enamorados. Sólo aquella mujer, que debía de ser la madre de la niñita inquieta, seguía descansando con los ojos cerrados.

Valentine rogó que los otros, más adelante, no se hubieran despertado. El modo en que esos idiotas lo veían caminar le redoblaba la timidez; pensarían que era un chiflado, bajo la custodia de dos enfermeras uniformadas.

Se acomodó en su asiento, consciente, para su intranquilidad, de que las azafatas seguían revoloteando junto a él. La mayor lo miraba, como si buscara reveladores síntomas de tensión, pero la más joven centró su atención en el asiento vacío, a su lado, donde estaba el portafolio. Al seguir su mirada, Valentine descubrió que las sacudidas lo habían hecho caer de costado, el contenido, anotador, calculadora y texto, cubría todo el asiento.

La joven azafata frunció los ojos para leer el título de la página en que el libro estaba abierto: «Lógica de microunidades - La liberación del cerebro izquierdo».

Ella le sonrió.

—Conque es fanático de la ciencia ficción.

—Es un libro de texto —le dijo Valentine—. Sobre computadoras.

La joven le clavó una mirada interrogante.

—¿De veras? ¿Usted lee estas cosas?

—Yo lo escribí —murmuró Valentine.

La muchacha volvió a mirar el título.

—Vaya, así que lo escribió usted. —Y sonrió a su compañera—. ¿Qué te parece?

La mayor, sin prestarle atención, se dirigió a Valentine.

—Estupendo. Pero ahora, ¿por qué no lo guardamos y tratamos de dormir un poco?

Otra vez resonó el gruñido interior del pasajero. «¿Qué está pasando? Primero actúan como si yo fuera un anciano; ahora me están tratando como a una criatura».

No expresó su pensamiento, pero en el momento en que la azafata más joven estiraba la mano para apagar la lámpara de lectura, recobró el uso de su voz.

—No, por favor. Prefiero tener la luz encendida.

La muchacha se encogió de hombros y, dejando la luz encendida, echó a andar por el pasillo. La mayor permaneció junto al asiento de Valentine, espiándolo. Por un momento le estudió la cara. Por fin pareció tomar una decisión. Se inclinó para hablarle en un murmullo apenas audible por sobre el gemir de las máquinas.

—Señor Valentine, no es muy correcto que hagamos esto, pero tengo unos sedantes… —Introdujo la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó un frasquito pequeño, cautelosamente oculto en la palma de la mano—. Tal vez lo ayuden a descansar un poco.

Valentine se apresuró a sacudir la cabeza.

—No, gracias.

—Son muy suaves —insistió la mujer.

El pasajero esbozó una forzada sonrisa tranquilizadora.

—Estoy bien, de veras.

Pero parpadeó, sobresaltado por el súbito relámpago que había visto sobre el asiento de adelante.

Una cabeza diminuta asomó por encima del respaldo. Valentine reconoció la cara de la niñita. Le sonreía, aferrándose al asiento con una mano; en la otra blandía una instantánea en proceso de revelado.

Valentine comprendió que la chiquilla le había tomado una fotografía con su máquina Polaroid.

La pequeña agitó la instantánea ante ellos, ensanchando su sonrisa:

—Esto les costará cuatro dólares —dijo.

—¿Qué? —exclamó la azafata, perpleja.

—Estaba bromeando —aseguró la niña, riendo.

—Ven aquí. —La mujer la tomó del brazo—. Basta de fotografías. Debes estar en el asiento, con tu mamá, con el cinturán abrochado.

Valentine la vio llevar a la rebelde pequeña hasta su asiento, al otro lado del pasillo, donde la madre dormitaba. La niña abrochó su cmturón, de mala gana, bajo la vigilancia de la azafata, que por fin volvió junto a él.

—Me llamo Susan St. John. Si necesita cualquier cosa, no deje de llamarme.

Valentine sacudió la cabeza, forzando otra sonrisa.

—Gracias, otra vez. Pero no se preocupe. Le aseguro que ya estoy perfectamente.

La azafata hizo un gesto afirmativo y se volvió. Al retirarse dejó el pasillo vacío, descubriendo el rostro de la niñita, justo frente a él. Ya no sonreía, sino que lo miraba fijamente. ¿Y qué era lo que le mostraba? Un muñeco vestido con una chaqueta a rayas y un sombrero de paja. Tenía la cara de W. C. Fields. Valentine parpadeó. No, no era un muñeco; se parecía al títere de los ventrílocuos.

La niñita permanecía impasible, pero el muñeco lo miraba con una sonrisa fea y torcida.

¡Cielos! No bastaba con que toda esa gente lo mirara. Además, debía soportar a ese títere. Y esa maldita sonrisa era demasiado…

Valentine apartó la cara; su respiración le lanzó una advertencia. Si se ponía nervioso volvería a jadear. Revolviendo en el bolsillo derecho, sacó un cigarrillo de su atado y se lo puso entre los labios. Su mano volvió a cumplir diligencias dentro del bolsillo, esta vez para sacar una caja de fósforos.

Encendió uno y protegió la llama con las palmas curvadas, inclinado hacia adelante… pero levantó bruscamente la cabeza al oír un silbido agudo.

Se volvió para mirar a la niñita, al otro lado del pasillo. Seguía impávida, pero W. C. Fields levantó súbitamente un brazo hacia el letrero encendido en lo alto. Una voz pretendidamente adulta, chirriante, pareció brotar de la boca distorsionada por la sonrisa.

—Ya sabe lo que dijo el capitán. ¡Nada de fumar!

La expresión de la niñita no había cambiado. Por un momento, Valentine pensó que era el muñeco quien hablaba.

La voz volvió a dejarse oír, esta vez más potente, más enfática.

—¡Ene - o! ¡No fumar!

En ese momento, el hombre gordo que ocupaba el asiento delante del de la niñita se volvió para fulminar a Valentine con una mirada. Desde los asientos de atrás, ocupados por la pareja de ancianos, la señora levantó una voz chillona.

—¡Debería respetar un poco más su propio cuerpo!

Valentine apagó la llama parpadeante y dejó caer el fósforo en el cenicero, seguido por el cigarrillo.

Al otro lado del corredor, la niñita cerró los ojos con una sonrisa de satisfacción y se recostó hacia atrás, abrazada al muñeco, como preparándose para dormir. El hombre gordo apartó la vista. En el asiento de atrás remaba el silencio.

Valentine respiró con más lentitud. Gracias a Dios, había pasado. Todo estaba en calma, exceptuando el persistente rugir de los motores. Tal vez, si lo dejaban en paz, él también pudiera dormir un poco. Esas píldoras ya debían de estar surtiendo efecto. Se dejó caer contra el respaldo y cerró los ojos.

El zumbar de los motores se hizo más grave; también se acentuó la oscuridad, tras sus párpados cerrados. Pero esa oscuridad no estaba vacía. A la distancia centelleó una leve chispa de luz. Se descubrió siguiendo sus movimientos, en tanto la veía revolotear erráticamente, como una caprichosa luciérnaga. Y como en el caso de una luciérnaga, su resplandor se hacía más potente al acercarse.

Sólo entonces comprendió Valentine que lo que pendía ante él no era una luz ni un insecto: era la cara del muñeco.

La boca abierta se movió, articulando una áspera orden:

—¡Por favor, regrese a su tumba! ¡Apague su vida! Aquí les chilla el capitán…

Valentine abrió la boca, pero no hubo ningún chillido en respuesta. Sólo se oyó el susurro seco de su propia garganta, el repiqueteo de la muerte.

Levantó la mirada hacia la cara reluciente que flotaba ante él. Bajo su mirada, el cuerpo comenzó a emerger de la oscuridad. Valentine notó, sorprendido, que el muñeco sujetaba una cámara Polaroid. Se la llevó a los ojos para enfocar la lente en el rostro de Valentine.

Fue entonces cuando, por fin, pudo volver a hablar:

—¡No dispare! —gimió— ¡Por favor, no dispare!

Pero la luz estalló ante los ojos de Valentine.

Se incorporó parpadeando y recobró súbitamente la conciencia.

El interior de la cabina ofrecía su aspecto habitual: una mezcla de blanco y sombra. No había muro de oscuridad que lo rodeara ni imagen incandescente que flotara sobre él ni cámara apuntada hacia su rostro.

«Sólo un sueño», se dijo. «Pero podría jurar que fue la luz lo que me despertó».

Entonces, de pronto, volvió a ver esa luz, tan vívida y lívida como la recordaba. Y en ese momento comprendió su origen.

Relámpagos. Allí, junto a la ventanilla.

El avión comenzó a mecerse con violencia. Valentine se aferró al apoyabrazos. No cabían dudas: la tormenta estaba empeorando.

Miró sus manos apretadas y notó la blancura de los nudillos. «De nuevo como al principio».

Al diablo con todo. Tal vez las píldoras estuvieran surtiendo efecto. Tal vez se tratara sólo de que comenzaba a adquirir un poco de sentido común. Cualquiera fuese el motivo, no se dejaría trastornar nuevamente por esa tormenta. Retiró los dedos del apoyabrazos y sacó un ejemplar de la revista publicada por la aerolínea del bolsillo cosido al respaldo del asiento delantero. Después de encender la lámpara de lectura, comenzó a hojearla.

Lo primero con que se encontró fue una propaganda de cigarrillos que le hizo fruncir el entrecejo. De poco lo ayudaría eso. Consciente de que necesitaba nicotina, deslizó la punta de la lengua por el seco labio superior y se apresuró a volver la página.

El artículo siguiente mostraba un título muy audaz: «Usted y el seguro de vida».

Claro, justo lo que el médico le había recetado. ¿De qué diablos le servían los cigarrillos si no podía fumarlos? Y si ese maldito montón de chatarra voladora se estrellaba, no habría póliza en el mundo que pudiera amortiguar su caída.

Volvió rápidamente la hoja, sólo para encontrarse ante un aviso de la compañía de teléfonos: «¿Necesita ayuda? Utilice las páginas amarillas».

Valentine arrugó la frente. El consejo era bueno, pero no le ofrecía una solución para el problema actual. No estaba en condiciones de tomar un teléfono y, aun si hubiera podido hacerlo, había límites para la ayuda que podía recibir. Ninguna operadora lo auxiliaría para resolver su problema, que consistía, simplemente en buscar el modo de salir con vida de ese avión.

Otro vuelco desquiciante sacudió al aparato, haciendo repiquetear las puertas de los compartimientos altos. La revista se deslizó de su regazo al suelo. Al inclinarse para recogerla percibió un rugir de truenos por sobre el ruido de los motores. Valentine renunció; dejaría que su atención se fijara en la ventanilla.

Entrecerró los ojos para mirar a través de su propia imagen reflejada en el vidrio, contempló la amplia superficie que se abría detrás de su asiento. La lluvia caía copiosa en la oscuridad; cada gota era un diamante cegador entre el destello intermitente del reflector encendido en el ala. La misma serie de relámpagos le permitió entrever los dos grandes motores, suspendidos en vainas bajo el ala.

Un trueno resonó en el momento en que Valentine volvía la espalda a la ventanilla. No tenía sentido contemplar una tormenta. Ya estaba harto de ella y no necesitaba que le recordaran la presencia ni el peligro que representaba. Pero en eso, por el rabillo del ojo, captó algo que no había notado hasta entonces. Había un objeto extraño, una masa oscura adherida al motor más alejado, apenas visible en el parpadeo de los reflectores.

Acercó la cara al vidrio, poniendo la mano a manera de pantalla para mirar a través de su propio reflejo, hacia la nublada oscuridad y la intensa lluvia. Y vio…

Absolutamente nada. Debía de haber sido pura imaginación, alguna ilusión óptica momentánea. No era para sorprenderse, considerando sus temores y la cantidad de píldoras que había tomado para combatirlos. A menos que estuviera teniendo alucinaciones, claro.

Desde los lejanos rincones de su mente surgió la letra de una canción popular que no oía desde la infancia: «Estoy volando alto, pero tengo la sensación de estar cayendo…»

Valentine arrugó la frente mientras el viejo miedo de su infancia volvía a crecer en él. Se frotó los ojos y volvió a mirar por la ventanilla, buscando una seguridad definitiva.

Y allí estaba otra vez: ¡aquella oscura distorsión aferrada a la vaina del motor!

Dobló el cuello para mirar por la ventanilla de atrás, esforzándose por lograr una visión más clara.

Como para ayudarlo, un vivido relámpago cruzó el cielo y su momentáneo resplandor le ofreció la imagen que buscaba.

¿Qué buscaba?

Aquello era peor, mucho peor.

En el momentáneo fulgor de aquel relámpago verdoso lo vio con toda claridad: la silueta desnuda y simiesca de un hombre, a horcajadas sobre el motor del avión.

La visión desapareció en la oscuridad de la tormenta. Retumbaron los truenos.

Y una vez más, una veta mellada de luz verde iluminó el cielo. Valentine vio su fuente. ¡El rayo surgía de los brazos extendidos de aquella bestia!

En ese instante el avión se sacudió erráticamente. Ese movimiento hizo que Valentine se golpeara la cabeza contra el costado de la ventanilla. Por una fracción de segundo, involuntariamente, cerró los ojos, respondiendo al impacto. Al obligarse a abrirlos volvió a mirar hacia afuera. Una llamarada de corriente eléctrica corría por el ala. A horcajadas sobre el motor, la grotesca silueta se volvió hacia Valentine, con el rostro de plata contorsionado en una gran sonrisa.

—¡Oh, Dios mío! —Valentine se echó hacia atrás. Su grito resonó en todos los rincones del aparato—. ¡Hay algo allí afuera! ¡Acabo de verlo!

Si lo que buscaba era llamar la atención, su alarido provocó resultados inmediatos.

En tanto los compañeros de viaje espiaban, perplejos, asomando la cabeza al pasillo, la mayor de las azafatas acudió corriendo por el pasillo y se detuvo a su lado, con una mirada solícita.

—¿Algún problema?

—¿Problema? —Valentine forzó la salida de las palabras entre los dientes, que le castañeteaban—. ¡Por todos los santos, hay un hombre allá fuera, en el ala!

Las caras que lo miraban desde los asientos delanteros registraron diversas reacciones de asombro, desconcierto e incredulidad. La azafata intentó tranquilizarlo con una sonrisa. Pero desde el asiento posterior surgió el estridente cacareo de la anciana.

—¡Sí, lo veo, todo verde y baboso! —Volvió a parlotear—. ¡Es mi primer marido!

El anciano sentado junto a ella resopló con fingido disgusto.

—Si es él, tú lo obligaste.

La azafata pasó apresuradamente a la hilera de atrás. Estaba fuera del campo visual de Valentine, pero él oyó claramente su voz, que preguntaba:

—¿De veras vio algo allá fuera?

Y la voz de la anciana.

—Por supuesto que no. Un hombre en el ala. ¡Qué locura!

Ante la ventanilla de Valentine estalló otra veta de luz verdosa. Él apretó la cara contra el vidrio rápidamente, un momento antes de que el relámpago se borrara en la oscuridad, a tiempo para ver, en el destello final, la superficie del ala y los motores gemelos montados en su extremo. La silueta había desaparecido.

Valentine, con la vista fija en las sombras, parpadeó al unísono con las luces de los reflectores. Por un momento los observó en silencio, desconcertado. Por fin se volvió. La mayor de las azafatas lo miraba una vez más, con una pregunta en los ojos.

Valentine abrió la boca. Las palabras surgieron en torrentes.

—Había relámpagos. Al principio me pareció un animal: un perro o un gato. Entonces me di cuenta de que era un hombre. Tal vez sea un técnico que quedó atrapado allí en el momento del despegue. —Sacudió la cabeza—. Dios mío, ¿cómo pudo sobrevivir? El oxígeno es demasiado escaso. Y las ráfagas de viento… tan frías. Además, está desnudo. —Volvió a sacudir la cabeza, con un leve suspiro—. Ya sé que es imposible.

La azafata asintió, en un gesto de solidaridad. Por un momento, Valentine pensó que la mujer le estaba siguiendo la corriente. De cualquier modo, en ese momento aceptaba cualquier expresión de interés. De pronto apareció la azafata más joven y le tendió un vaso de papel.

—Aquí tiene —dijo.

Valentine tomó el vaso y contempló, suspicaz, su turbio contenido.

—¿Qué es esto?

La muchacha sonrió.

—Sólo un poco de leche caliente.

—¿Seguro que no le puso nada?

Ella sacudió la cabeza, pero su compañera volvió a sacar el pastillero plástico del bolsillo. En esa oportunidad no pidió permiso: después de desenroscar la tapa, echó dos cápsulas en la palma de la mano y se las tendió.

—Creo que le hacen falta. Lo van a tranquilizar.

Valentine vaciló, consciente de que ambas mujeres lo miraban, llenas de expectativa. Consciente, también, de que los pasajeros de otros asientos lo observaban, esperando. Comprendió qué pensaban. «Vean a ese chiflado de allá atrás. ¿Qué se le ocurrirá ahora?»

Hacía frío en la cabina, pero Valentine sintió la súbita calidez del rubor, y la brusca humedad de las lágrimas que le llenaban los ojos. De algún modo se las compuso para sonreír.

—Por favor, disculpen —murmuró—. Qué idiotez, la que hice…

Sin palabras con las que cubrir su bochorno, tragó las píldoras con un sorbo de leche. No podía esperar efectos instantáneos, naturalmente, pero el solo hecho de tomarlas pareció aliviar su tensión. Levantó la mirada hacia sus ángeles de la guarda, y sacudió la cabeza con una risa sofocada, entre dientes.

—Por todos los santos, para alucinaciones no hay como las mías, ¿eh? Un hombre desnudo arrastrándose por el ala de un 707, en una tormenta, de diez mil metros de altura. ¿Qué les parece?

La mayor de las azafatas, con una sonrisa de alivio, se estiró para abrir el compartimiento situado por sobre su asiento y bajó una frazada. Después de desplegarla apresuradamente, la envolvió a la cintura de Valentine, mientras él tomaba otro sorbo de leche.

—No tenga vergüenza —le indicó—. Trate de relajarse y de dormir un poco. Pronto saldremos de esta tormenta.

—Gracias. —Valentine se acomodó contra el respaldo y le tendió el vaso vacío. Mientras ella lo tomaba, volvió a sonreír—. Curioso, ¿no?, las triquiñuelas que puede jugar la mente. Eso de ver cosas que no existen.

Pero mientras hablaba vio algo que, obviamente, existía. La azafata más joven estaba de pie en un extremo del pasillo, ante la puerta de la cabina, enfrascada en una conversación con un hombre de uniforme, probablemente el copiloto. Por un momento, el hombre dirigió una mirada hacia él; por fin asintió y volvió a la cabina. Al cerrarse la puerta tras él, la azafata desapareció en la cocina.

Valentine centró la mirada en el rostro de la mujer que lo atendía.

—No hace falta que se quede —le dijo—. Seguramente deberá atender a otros pasajeros.

La azafata sacudió la cabeza.

—Será un placer hacerle compañía hasta que se duerma.

«El instinto maternal». Vaíentine transformó su irritación en otra sonrisa.

—Por favor, me será más fácil si usted no se queda.

—¿Seguro?

—Sin duda. Ya tengo sueño…

Con los ojos cerrados, dejó caer la cabeza sobre el pecho como si se adormeciera. Por el rabillo del ojo la vio sonreír ante la pequeña broma. Se estaba alejando cuando la llamó suavemente:

—Señorita St. John…

—¿Sí? —inquirió ella, deteniéndose.

Vaíentine la había llamado sin tener idea de lo que pensaba decir, pero de pronto comprendió su propósito. Había hecho una escena allí atrás, pero eso ya había terminado; lo importante era poner término a esa relación madre-hijo y reafirmar su condición de adulto tranquilo, maduro y razonable. Una vez comprendido el papel, las palabras surgieron con facilidad.

—Seguramente usted sabe que, si se estrellara el avión, las posibilidades de supervivencia son mucho mayores en la parte de atrás.

La mujer asintió.

—El avión no se va a estrellar, señor Valentine, pero usted es muy amable al pensar en mi bienestar.

—Está bien —dijo él—. Sólo quería asegurarme de que usted lo supiera. Buenas noches.

—Que duerma bien.

«No seré yo quien duerma», se dijo Valentine. Definitivamente no, en semejante estado. En ese momento recordó una cita familiar: «Dormir, tal vez soñar, sí, ése es el dilema».

Hamlet, ¿no? Algo de Shakespeare que él conocía. Gran poeta. Pobre tipo; él también debía de haber tenido sus buenos problemas, para escribir semejante verso. Pero no se había enfrentado a nada como lo suyo, sin duda. Cualesquiera hubieran sido sus problemas, había tenido más suerte.

Shakespeare nunca viajó en avión. Nunca se encontró atrapado en una tormenta de locos. Ni se vio sepultado en el vientre de un monstruo mecánico. Nunca tuvo que pender, indefenso, a diez mil metros de altura en medio del aire, preguntándose si llegaría a salvo al término de su viaje, en vez de estrellarse en una brutal explosión.

«Ser o no ser: ésa es la pregunta». La pregunta de Hamlet, la pregunta de Shakespeare, la pregunta de Valentine. Pero Hamlet hablaba retóricamente y Shakespeare jugaba con una idea. Sólo Valentine se enfrentaba a una situación demasiado real. Hamlet recitaba sus versos y abandonaba el escenario, mientras que Valentine debía quedarse a estudiar el problema con sus peligrosas posibilidades. Solo, rodeado por un cielo de tormenta, solo con sus miedos.

El sueño era la única vía de escape. Se acomodó contra la almohada. Tal vez le conviniera descansar un rato, dar a los medicamentos la oportunidad de obrar. ¿Cuántas cápsulas había tomado? No lograba recordarlo; sólo sabía que eran muchas. Si tratara de caminar con todas esas píldoras en el cuerpo, probablemente repiquetearía como un sonajero.

Pero no caminaría, Pensándolo bien, tampoco iba a dormir, si eso representaba el peligro de soñar. Era preferible descansar, relajarse, dejar pasar la tormenta. Sin sueños, sin nuevas alucinaciones.

Cerró los ojos; trató de cerrar también la mente, pero la idea seguía filtrándose en él. Alucinaciones. ¿Cómo estar absolutamente seguro de que ésa era la respuesta?

Según el mensaje transmitido por el capitán al comienzo del vuelo, el cielo estaba despejado. Pero la tormenta había venido y era real. Aun en su estado actual, drogado y medio dormido, Valentine tenía vaga conciencia de que el avión seguía sacudiéndose; un rumor de truenos continuaba resonando débilmente en los oídos.

Sí, la tormenta era real. Y en ese caso, ¿cómo podía estar absolutamente seguro de que lo visto fuera, en el ala, era sólo producto de su imaginación, una quimera provocada por el miedo?

Valentine buscó en su memoria la definición del diccionario. Quimera: aquello que uno imagina como posible y verdadero, no siéndolo. Pero ¿cómo era posible que una mente capaz de retener la definición de un diccionario conjurara también una creación imaginaria tan horrenda? Un monstruo desnudo y antropomorfo, montado sobre el motor de un avión en una noche tormentosa, como una bruja montada en su escoba.

No había brujas: hasta allí, al menos, Valentine estaba seguro. Y nadie viajaba en escoba, ni siquiera con cielo claro.

Pero los cielos, claros o nubosos, serenos o castigados por las tormentas, contenían extraños secretos. Otro recuerdo le cruzó por la mente, entretejiendo, en su estela, un estremecimiento de terror.

El Triángulo de las Bermudas.

¿Cuántas veces había leído sobre ese vasto y misterioso sector oceánico en el que cientos de naves se habían desvanecido sin dejar rastros, con el correr de los siglos, y donde miles de viajeros habían desaparecido inexplicablemente, para siempre?

No sólo en el pasado distante, pues el fenómeno seguía ocurriendo en la actualidad. Sólo que ya no se trataba sólo de barcos. En los últimos años, las listas de desaparecidos se habían ampliado con incontables aviones que, después de despegar en vuelos rutinarios, se perdían en el limbo. Y no sólo se trataba de pequeños aparatos, sino también de inmensos vuelos comerciales. Hasta existían misiones militares que habían hallado el destino final en algún punto de ese vasto cielo que coronaba el Triángulo.

Valentine recordaba vagamente la extraña historia de una escuadrilla… de la Marina, tal vez, que había partido de la costa de Florida en un ejercicio de rutina, sólo para desaparecer después de frenéticas señales de radio; esas señales indicaban que los pilotos habían perdido la orientación en medio de extrañas formaciones de nubes súbitamente cerradas en torno de ellos. Al desvanecerse abruptamente las señales de radio, se envió una partida de búsqueda: un avión más grande, tripulado por catorce personas, que también había desaparecido en el aire vacío.

Pero ¿era, en verdad, aire vacío?

Nadie podía saberlo. En realidad, quedaban en la superficie terrestre cientos de miles de kilómetros cuadrados sin explorar: selvas impenetrables, desiertos desolados, junglas pululantes, montañas envueltas en nieblas y vastedades polares por siempre congeladas. Y los océanos, que rugían implacablemente sobre las dos terceras partes del planeta, aún guardaban secretos sumergidos fuera de la vista.

Con el cprrer de los años, muchos miles de barcos habían atravesado sin dificultades el Triángulo de las Bermudas, mientras otros tantos aviones utilizaban sin incidentes las rutas aéreas de la zona, pero el hecho permanecía en pie: cierto número de naves se había hundido en las profundidades del mar y cierto número de aviones se había precipitado en la nada desde su cielo encapotado.

Eso no era válido sólo para el Triángulo de las Bermudas. Había muchos sitios donde acechaban peligros similares: los viajeros, por mar o por aire, que solían encontrar un destino desconocido en diez o doce localidades diferentes, esparcidas en todo el mundo. Y los científicos aún estaban desconcertados por la presencia de fenómenos inexplicables en ciertas zonas donde las brújulas dejaban de funcionar, las causas naturales producían resultados antinaturales y hasta las leyes de la gravedad parecían no operar. ¿Cuál era la respuesta que daban? Valentine creyó recordar haber leído algo sobre campos de fuerza electromagnética. Una frase muy bien compuesta, pero que nada explicaba. En otros tiempos, los hombres instruidos creían que el aire, alrededor y encima de ellos, estaba poblado de presencias invisibles. En la actualidad nos decían que estaba lleno de perturbaciones eléctricas invisibles. Pero nadie sabía nada, en definitiva.

Algunos científicos aún se burlaban de la idea que atribuía tales campos de fuerza al Triángulo de las Bermudas y al aire de esa zona, tal como sus antecesores académicos habían dudado de la existencia de los demonios.

Pero no había pruebas. Y mientras discutían, barcos, aviones y personas seguían desapareciendo en medio de los viajes.

Valentine imaginó súbitamente a un grupo de teólogos medievales, dedicados a discutir, acaloradamente, cuántos ángeles podían bailar en la punta de un alfiler. Esa visión fue pasmosamente borrada por el fantasma de la sonriente presencia entrevista en el ala del avión.

Ya no se creía en tales entes, aunque la religión aún los presentara como realidades. Cosa extraña, ¿no? A pesar de los supuestos adelantos de la ciencia moderna, esas creencias religiosas aún permanecían sin cambios; se creía en verdaderas presencias angelicales y en horrores demoníacos. Sin embargo, nadie había visto nunca a un ángel, nadie había visto a un demonio.

Excepto yo.

Valentine se estremeció involuntariamente, en tanto se hundía un poco más en el asiento. Mantuvo los ojos cerrados, pero volvió a elevarse ante él la demencial imagen de una presencia sonriente y grotesca, a horcajadas sobre el motor del ala, con los ojos encendidos por un fuego alimentado en el infierno y la boca bien abierta, descubriendo una lengua bífida, que asomaba entre los colmillos amarillentos. Ahora comenzaba a arrastrarse por la superficie del ala, avanzando hacia él, poco a poco. Se levantó, enfrentándose a él a través de la ventanilla. Sus manos se alargaban en garras crueles, dispuestas a desgarrar y matar; su boca mostró los colmillos en un hambre hórrida. En un momento saltaría hacia adelante para romper el vidrio y lo aprisionaría entre sus garras, arrancándole la carne con esos colmillos.

Estaba ya tan próximo que Valentine sintió una bocanada de su aliento inmundo, vio elevarse los músculos acordonados del cuello, al ritmo de un ensordecedor rugido de…

Truenos.

Valentine abrió los ojos, comprendiendo cuál era la causa del ruido que acababa de percibir. Comprendió, también, que esa imagen entrevista era sólo la culminación de una pesadilla.

Pero el trueno era real y también el palpitar de su corazón, apenas audible por sobre el estruendo que hacía la cabina al sacudirse el avión.

Valentine se incorporó en el asiento, con la vista fija en la cortinilla que cubría el vidrio. Todo había sido una pesadilla. La cortina estaba cerrada, no había nada más allá. Nada, excepto la tormenta. ¡Por Dios, qué sueño horrible!

Pero ya estaba totalmente despierto, consciente de cuanto lo rodeaba y no tenía nada que temer. Nada, sino el miedo mismo. Nada que estuviera detrás de la ventanilla.

Volvió lentamente la cabeza, hasta enfrentarse al asiento de adelante. Tal vez si cerrara los ojos volvería a dormirse. Un sueño tranquilo, apacible, sin sueños.

Valentine trató de recostarse hacia atrás, de bajar otra vez los párpados, pero sus ojos se resistían.

¿Y ahora qué? ¿Estaba ya tan chiflado que hasta temía quedarse dormido?

Esa maldita cortina

Valentine aspiró profundamente. Sólo había un modo de poner fin a tanta tontería. Se obligó a incorporarse y volvió a tomar aliento. Luego, inclinándose hacia adelante, alargó una mano y levantó la cortinilla de un tirón.

Allí, sonriéndole a través del vidrio, estaba la cara. La cara odiosa y burlona de su pesadilla.

Valentine lanzó un alarido.

Volvió la cabeza a un lado, pero antes llegó a ver la mano que la bestia levantaba. En la garra aferraba un objeto metálico, un puñado de fragmentos de acero, enredados, que parecían arrancados al motor del avión.

Valentine volvió a gritar. Al girar la cabeza en dirección al pasillo vio que todos corrían hacia él: la azafata más joven, el gordo del primer asiento, el copiloto uniformado.

El alarido de Valentine se fragmentó en palabras.

—¡Está allá fuera! ¡Es real! —Comenzó a sollozar histéricamente—. ¡Dios mío! ¿Qué me está pasando?

Todos cayeron sobre él, sujetándolo contra el asiento. Más allá de los rostros preocupados llegó a ver a la niñita, que estaba de pie en el pasillo, detrás de todos. Sostenía algo contra la cara; por un instante sus facciones se oscurecieron ante un destello de luz. Valentine comprendió entonces lo que había pasado: esa pequeña arpía acababa de sacarle una foto.

Impulsivamente, forcejeó para levantarse. Del círculo que lo rodeaba brotaron manos que lo empujaron hacia abajo. El copiloto volvió la cabeza hacia atrás, gritando una orden que Valentine no pudo oír, por el ruido de los motores.

Jadeante, logró liberar la mano derecha, aunque sólo por un momento. Lo suficiente para señalar la ventanilla con el índice.

—¡Está allí! —gritó—." ¡Miren!

Todos miraron, y al hacerlo cambiaron de expresión. Valentine los miraba fijamente, buscando en sus rostros una reacción que no apareció. Cuando volvieron a observarlo, no había horror en sus ojos, sólo piedad.

Eso, por algún motivo, le resultó más difícil de soportar que el mismo espanto. Aún sollozante, se obligó a mirar hacia la ventanilla. Más allá del vidrio rectangular sólo había oscuridad.

«Me estoy volviendo loco. Estoy loco», se dijo. Pero todos estaban locos. Todas aquellas personas simpáticas y normales, que lo sujetaban como si él fuera un animal salvaje, dispuesto a saltarles al cuello. En el momento en que el gordo se levantaba (había estado con una rodilla apoyada en el brazo del asiento) Valentine notó algo más absurdo todavía. Un segundo antes de que el pantalón se deslizara hacia abajo, cubriendo la voluminosa pantorrilla, se le vio un revólver sujeto al tobillo.

Valentine parpadeó. «Cielos, ¿qué pasa aquí? No me digan que estoy teniendo otra vez alucinaciones».

Un momento después tuvo la explicación, cuando el gordo se volvió hacia el copiloto, sacando una billetera del bolsillo. Al abrirla exhibió una insignia.

—¿Así que comisario aéreo? —El copiloto hizo un gesto—. Me alegro de verlo por aquí.

Valentine se aflojó por un momento. Al menos, la presencia del revólver quedaba explicada; su realidad le aseguró que no estaba tan loco.

La azafata mayor venía caminando por el pasillo, hacia el grupo. Él notó que mantenía la mano derecha detrás de la espalda y gruñó por dentro. Por Dios, ¿iría a darle más píldoras?

Al acercarse ella, el copiloto se volvió para echar una mirada a los pasajeros que se arracimaban, preocupados, en el pasillo.

—Les ruego que todos vuelvan a sus asientos —dijo, con tranquila autoridad—. Quisiera hablar un momento a solas con el señor Valentine.

Hizo una señal a la muchacha más joven, que se alejó, conduciendo a los curiosos hacia la parte trasera del avión. Pero la niñita aún estaba detrás de la azafata, con la vista fija en lo que la señorita St. John ocultaba tras la espalda.

—¡Esposas! —exclamó, dilatando los ojos—. ¡Qué barbaridad!

Valentine levantó la mirada, pasmado. La señorita St. John abandonó el intento de ocultar el objeto y mostró la mano derecha. Las esposas de acero se balancearon ante él, centelleantes bajo la luz de la lámpara. Pero los ojos del pasajero sólo miraban el rostro de la mujer. Ella enrojeció bajo aquella mirada acusadora; su expresión era una mezcla de arrepentimiento y preocupación.

Al otro lado del pasillo, el gordo comisario aéreo se dejó caer en el asiento que antes ocupara la niñita. La madre de la pequeña, milagrosamente, se las había compuesto para seguir dormida en medio de aquella confusión, pero en ese momento despertó; parpadeando, miró las esposas que balanceaba la azafata y a la niñita, de pie a su lado.

—¡No me digan que le van a poner eso a mi nena! —dijo, dando un codazo al gordo—. ¡Y ahora qué ha hecho!

El gordo se volvió hacia ella y comenzó a darle explicaciones, en un susurro. Valentine los perdió de vista, pues el copiloto se inclinó delante de él para bajar suavemente la cortinilla.

—Bueno —dijo, en voz baja—. ¿Qué problema tiene usted?

—Ninguno —aseguró Valentine—. Lamento haber gritado.

Vaciló por un momento, preguntándose si podía confiar al copiloto la verdad. Sus ojos se desviaron hacia las esposas y la respuesta fue inmediata: no podía confiar en ellos y ellos, por cierto, no confiaban en él. No serviría de nada decir la verdad; era obvio que no le creerían. Habría que hacer las cosas según las reglas impuestas por ellos.

—Tuve una pesadilla —dijo.

El copiloto asintió.

—Ya me doy cuenta, señor Valentine. Pero usted debe comprender mi posición. Este avión vuela en medio de una gran tormenta. No hay peligro inmediato, pero la verdad es que, en la cabina, tenemos un buen problema que dominar. Aquí tengo a un pasajero que actúa irracionalmente, amenazando la seguridad de mi aparato. Eso me pone ante dos opciones. Si no hay más perturbaciones, puedo pasar el problema por alto. De lo contrario, puedo pedir al comisario aéreo, aquí presente, que le coloque estas esposas. —Se interrumpió, dándole tiempo para que captara el mensaje—. ¿Qué haría usted, señor Valentine?

El pasajero vaciló antes de contestar. Examinó los rostros que tenía ante sí, leyendo la interrogación en los ojos del copiloto, la preocupación de las azafatas y el entusiasmo de la niñita. No, no podía decir la verdad; al menos, no del todo. Pero debía hacerles saber el peligro, de algún modo. Aspiró profundamente y dijo, con apresuramiento:

—Estoy de acuerdo con ustedes. Esto de verse suspendido a diez mil metros, en medio de una tormenta, sin apoyos visibles, me mata de miedo. —Volvió a aspirar hondo antes de continuar—: Por otra parte, la lógica me dice que estoy perfectamente a salvo. En circunstancias normales, deberíamos pasar por todo esto sanos y salvos. El caso es que estas circunstancias no son normales. Ustedes lo saben y yo también. Tenemos problemas. Y si no prestamos atención al asunto, todos vamos a morir.

—¿A qué asunto? —El copiloto arrugó la frente—. ¿Qué quiere decir con eso?

—A uno de los motores le está pasando algo.

—¿A qué se refiere? —inquirió el hombre y la arruga de su frente se acentuó un poco más.

—A que no funciona —dijo Valentine.

—¿Cuál de los motores?

El pasajero lo miró a los ojos.

—El número uno.

El copiloto y la azafata intercambiaron una mirada de preocupación. Por fin, el uniformado se inclinó hacia Valentine, hablando en voz baja.

—¿Cómo lo sabe?

Valentine se encogió de hombros.

—Lo sé. No me pregunte cómo.

Entonces le tocó al copiloto aspirar profundamente.

—Está bien, señor Valentine. Tal vez haya tenido un pálpito o quizá adivinó por casualidad, pero es cierto. Hace nueve minutos, el motor número uno fue alcanzado por un rayo. Se apagó. El caso es que todavía tenemos otros tres motores en perfecto funcionamiento. No hay motivos para alarmar a los otros pasajeros ni para que usted mismo se asuste. Le doy mi palabra de que podemos completar perfectamente el viaje con nuestra potencia actual, sin mayores problemas. —Echó un vistazo a su reloj—. Calculo que aterrizaremos en cuestión de veinte minutos.

«Eso es todo», se dijo Valentine. Al menos habían recibido el mensaje; tal vez ya no hubiera más dificultades. Sólo cabía esperar que la tripulación cumpliera con lo suyo. Si seguía hablando no haría sino empeorar las cosas. Levantó la mirada hacia el copiloto, con una sonrisa.

—Gracias por la explicación. Tiene razón en lo que dice. Prometo no volver a molestarlos.

En el momento en que el copiloto asentía, el avión dio un tumbo violento. Por un momento, Valentine perdió el dominio de sí.

—¡Vaya a pilotear el avión! —gritó.

Desde el asiento trasero le llegó la voz de la anciana.

—¡Buena idea! Nosotros nos portaremos bien, ¿verdad, hijito?

Una vez más, el copiloto echó un vistazo a la mayor de las azafatas, antes de echar a caminar por el pasillo. Al desaparecer él de la vista, la azafata se inclinó hacia adelante.

—No se preocupe, señor Valentine. Ya oyó lo que él dijo: estaremos en el aeropuerto dentro de veinte minutos.

Pero un fuerte ruido acompañó las palabras: el avión había dado otro tumbo y el compartimiento de arriba acababa de abrirse. En el momento en que ella se estiraba para cerrarlo, otra sacudida la arrojó hacia atrás, haciéndola caer en las rodillas del comisario aéreo.

Casi simultáneamente se abrieron otros tres casilleros. La puerta de un armario, frente a la cocina, se balanceó súbitamente, dejando escapar un cilindro de oxígeno, que empezó a rodar por el pasillo.

Cada convulsión del aparato provocaba un acompañamiento de ruidos aterrorizantes, una combinación de tensiones estructurales con protestas de motor que resonaba por todos los confines de la cabina. Por sobre la violenta vibración se elevaba el murmullo de los pasajeros asustados.

Valentine se inclinó hacia adelante para mirar por el pasillo. Ya nadie lo observaba. La joven pareja de adelante se abrazaba; parecían dos monos asustados balanceándose en la copa de un árbol sacudido por la tormenta. El gordo se aferraba al apoyabrazos, con los ojos cerrados y la papada estremecida. La niñita, en el asiento de adelante, apretaba contra el pecho su preciosa Polaroid. Valentine no le veía la cara. Tampoco a la anciana sentada detrás de él. En cambio la oyó decir claramente al viejo sentado junto a ella:

—¡Esto no tiene nada de divertido!

—¿Cómo que no? —protestó el marido—. ¡Es divertidísimo! ¿Nunca hiciste surf?

Valentine no se rió. Aquello no era una práctica de surf ni una simple turbulencia. Algo, aparte de la tormenta, estaba provocando aquellas rígidas sacudidas. Parecía que una mano gigantesca agitaba el aparato. Había otra cosa en funcionamiento allá afuera: una fuerza maniática.

Impulsivamente, estiró la mano para levantar la cortinilla. Al mirar más allá de su reflejo, por entre la lluvia precipitada que volaba con el viento, hacia la oscuridad intensa, puntuada por el parpadeo del reflector, volvió a verlo.

El hombre desnudo (el simio, la bestia) estaba agazapado en un extremo del ala, agitando los alerones hacia atrás y hacia adelante. Valentine vio, espantado, que lo saludaba con una horrible sonrisa. Entonces apartó la vista bruscamente, buscando el consuelo de la realidad.

Pero no había tal consuelo en los confines de la cabina. La pareja de jóvenes seguía abrazada, en un esfuerzo por mantener el equilibrio en las sacudidas. La pequeña aferraba su cámara con una mano y, con la otra, se sostenía del apoyabrazos, rebotando al ritmo de las zambullidas. Al otro lado del pasillo, el comisario aéreo, encorvado y con la cabeza gacha, movía los labios cenicientos en una recitación del rosario, mientras retorcía las cuentas en la mano.

Valentine sofocó el impulso de gritar y desvió nuevamente la mirada hacia la ventanilla. Lo que vio lo dejó mudo de aturdimiento.

¡La criatura de piel plateada estaba sentada sobre el motor interno, desgarrando la cubierta!

No serviría de nada tratarle gritar. Los músculos de su garganta estaban paralizados por el terror.

Al desprenderse la cubierta, la bestia hundió una garra en la abertura para sacar trozos y piezas del motor, que arrojó por sobre el hombro.

Valentine se estremeció convulsivamente, tratando de evitar su mirada, pero sus músculos petrificados se negaban a responder.

De pronto, increíblemente, la bestia, arrodillada sobre el ala, desprendió una manguera de combustible. El aceite manó hacia adelante, esparciéndose como agua. Ante los ojos de Valentine, el monstruo se inclinó hacia adelante, rodeando la punta del tubo con labios llenos de gula.

«Dios mío, ¡está bebiendo de ahí!»

Valentine reunió todas sus fuerzas, se arrojó hacia atrás y volvió a enfrentarse a la cabina.

Allí lo esperaba otra desagradable sorpresa. La pequeña estaba de pie en medio del pasillo, balanceándose para mantener el equilibrio, con la Polaroid apuntada hacia él.

—¡No, no hagas eso! —gritó Valentine—. ¡Dámela!

Su mano salió disparada, arrancando la cámara de la niña. Entonces giró hacia la ventanilla, entrecerrando los ojos para centrar la mira en la figura que se veía tras el vidrio. La cámara soltó un chasquido. Valentine arrancó la banda de película expuesta y la sostuvo en alto, esperando que la imagen se revelara.

—¡Eh, malo! ¡Déme eso!

La niña tironeó de la cámara que Valentine tenía en la otra mano, sin que él opusiera resistencia, y se alejó. Valentine tomó asiento, torturado por la impaciencia, mientras observaba lo que iba apareciendo en la fotografía. Poco a poco apareció una forma en sombras, aún borrosa e imposible de identificar.

El aparato dio un vuelco brusco. Valentine, con la fotografía sujeta entre los dedos, giró en el asiento para volver a mirar por la ventanilla.

La bestia había cambiado de posición. Por un momento, Valentine notó un bulto entre los omóplatos, como si tuviera una joroba en la espalda. Pero no tuvo tiempo de verlo con claridad. Sólo tenía ojos para lo que ese monstruo estaba haciendo: inclinado por sobre el borde de la cápsula que contenía el motor, arrojaba fragmentos de la máquina a la entrada de la turbina.

El motor gritó su protesta en medio de la noche. La bestia levantó hacia Valentine su sonrisa burlona y siguió arrojando fragmentos metálicos en la turbina. El aparato se debatió violentamente.

Valentine dejó caer la fotografía. Al diablo con ella… Si nadie detenía a esa aparición, acabaría por destrozar otro motor, y entonces…

Algo golpeó contra el asiento de Valentine. El tubo de oxígeno seguía rodando por el pasillo. Él lo recogió y lo arrojó contra la ventanilla, rompiendo el vidrio interior. En ese momento recobró el uso dé su voz y la elevó en un grito:

—¡Es verdad! ¡Hay algo allí fuera…!

El comisario aéreo se lanzó de cabeza desde el otro lado del pasillo, para apartarlo de la ventanilla a tirones. Cayeron hacia atrás y Valentine dejó caer el tubo de oxígeno. Por un momento, los dos hombres siguieron forcejeando. Pero el peso del gordo no podía compensar la fuerza nacida del miedo que Valentine experimentaba. Ya desesperado, liberó su mano derecha y la estiró para arrancar la pistola que el comisario llevaba en el tobillo. Por fin se desasió de él. Entonces apuntó el arma a la ventana y disparó.

Hubo un estruendo de vidrios… y la irresistible corriente de aire, al variar la presión de la cabina. Revistas, vasos de papel y servilletas se arremolinaron locamente. Las máscaras de oxígeno cayeron desde arriba, retorciéndose como serpientes suspendidas.

La corriente de aire succionó a Valentine, haciéndole sacar medio cuerpo por la ventanilla. El gordo lo tomó por las piernas, aferrándose a él como para salvar la vida. Un viento helado le desgarraba la cara, llenándole la nariz de fuego congelado, cegándolo a medias con su furia.

Detrás de ellos, en el pasillo, la mayor de las azafatas avanzaba a tropezones; acabó por caer. De los estantes de la cocina caían a montones platos y cubiertos. Entre alaridos y gritos ahogados por el aullar del viento, un ruido seco retumbó en la cabina: la pantalla de proyección se había desplegado desde arriba; la cámara interna comenzó a funcionar automáticamente. En la pantalla cinematográfica, sacudida por las ráfagas, apareció el logotipo del estudio.

Valentine no vio nada de todo eso. Aún sobresaliendo por la ventanilla, pataleaba y se debatía contra las horrendas ráfagas, mientras el gordo lo sujetaba frenéticamente de las piernas. Tenía la vista fija en la bestia montada en el ala.

En ese momento se volvió, otra vez sonriente.

—¡Dios mío, me busca!

Reuniendo sus últimas fuerzas, Valentine levantó la mano, con el revólver aún sujeto entre los dedos y disparó.

La bala dio contra el estómago de la bestia. Con un gesto indiferente, el monstruo bajó una mano y arrancó el proyectil de su pellejo, tal como uno se quitaría un insecto fastidioso. Luego se llevó la bala a la boca abierta y la tragó.

De inmediato, comenzó a caminar por el ala, en dirección a Valentine.

El experto en computación volvió a apretar el gatillo, una y otra vez.

Las garras de la bestia se levantaban con cegadora velocidad para atrapar las balas como si fueran moscas. Las tragó una tras otra sin dejar de avanzar.

Por fin, el dedo de Valentine siguió apretando el gatillo, aun después de comprender que el arma estaba descargada.

Levantó la mirada. Aquella cara sonriente se acercaba. Una garra salió disparada y Valentine sintió que las crueles uñas se apretaban a su muñeca. Luego lo soltó para apoderarse de la pistola.

Se la llevó a la boca y comenzó a mascar el caño, trozo a trozo, como un niño que comiera una barra de chocolate.

En ese momento se encendió una luz brillante, allá abajo, iluminándole la cara.

La bestia miró con rapidez hacia la luz. Valentine siguió la dirección de su vista.

Allá abajo se veían las luces de la pista de aterrizaje de un aeropuerto, que refulgían en el aire claro, bajo el banco de nubes.

Aquella criatura plateada frunció el entrecejo por un momento, con los brazos extendidos. Valentine, atrapado en la ventanilla, esperaba su destino fatal.

En ese momento, al tornarse más potentes las luces, el monstruo le echó un último vistazo. Valentine hubiera podido jurar que le había guiñado un ojo; sus garras tendidas se agitaron en un gesto juguetón.

¿Juguetón? ¿Acaso no había hecho sino jugar todo ese tiempo?

Cuando se puso de espaldas, Valentine vio que la joroba levantada entre sus omóplatos se extendía súbitamente, convirtiéndose en un par de alas. La bestia retrocedió, desplegando sus alas en toda su extensión. Por fin se lanzó de cabeza, alejándose raudamente en la noche.

Fue entonces cuando Valentine se desmayó.

Aún estaba inconsciente cuando las ruedas del aparato hicieron contacto con el pavimento centelleante. No vio a los pasajeros ni oyó sus diálogos excitados, mientras bajaban a los tropezones la escalerilla y se diseminaban por las puertas del aeropuerto. No tuvo conciencia de que lo introducían a tirones dentro de la seguridad de la cabina, mientras el avión descendía. Tampoco despertó cuando el personal de la ambulancia se lo llevó en camilla hasta el vehículo que esperaba abajo.

Jamás supo lo que se veía en la fotografía que había sacado, ya revelada por completo, y tal vez fuera mejor así.

Fue la mayor de las azafatas quien la recogió, rato después, entre la basura que cubría el suelo de la cabina y miró fijamente aquella imagen. La imagen de Valentine. Había tomado una fotografía de su propio reflejo.

Valentine tampoco estuvo presente cuando el personal de tierra se agrupó ante los motores destrozados y humeantes. Uno de los mecánicos se aproximó, con gesto de preocupación.

—Eh, ¿qué diablos pasa?

De pronto, él y los otros retrocedieron apresuradamente. Se oyó un ruido estridente, chirriante. La cubierta del motor interno cedió, dejando caer la máquina al pavimento, con un fuerte estruendo.

El mecánico, pasmado, sacudió la cabeza antes de elevar la mirada al cielo, con una pregunta definitiva:

—Por todos los santos, ¿qué pasó allá arriba?

No hubo respuesta. El cielo estaba despejado bajo la luz del sol que se ocultaba.

¿O no?