Robert Bloch
1983
Bill Conner se abría paso por entre el tránsito del atardecer, conduciendo el Ford con una cuota de maldiciones más abundantes que la de costumbre.
Era de esperar: no bien logró ubicarse en el carril derecho, preparándose para girar en la esquina, ¡cambió el semáforo!
«Siempre lo mismo», se dijo. «Cada vez que estoy llegando a algo vuelve a ocurrir: me paran en seco».
Tamborileó los dedos, impaciente, contra el volante del automóvil, mientras mantenía la mirada clavada en el resplandor de los faros, reflejados en el espejo retrovisor. Aun antes de que el semáforo se pusiera en verde otra vez, su pie se clavó en el acelerador. Inició el giro en la esquina.
Por el parabrisas, su mirada captó un borrón de movimiento. Un súbito grito se mezcló con el chirrido de sus frenos. El automóvil se detuvo, salvando por muy poco el torrente de peatones que cruzaban la calzada.
Bill se asomó por la ventanilla para mirar mejor aquellas caras asustadas que pasaban a la carrera. Caras negras, por supuesto. Ese maldito vecindario estaba lleno de negros.
—¿Por qué diablos no miran? —gritó.
Una vez franqueado el cruce de peatones y completado el giro, se deslizó hacia la relativa seguridad de la calle lateral.
Le costó un esfuerzo aflojar la presión sobre el acelerador. Era preferible aminorar la marcha, conducir con tranquilidad. Si algo estaba completamente de más en esos momentos era un accidente. Cualquier negro de porquería se le cruza a uno delante del automóvil y, de inmediato, algún abogado judío sale de la nada con un juicio por un millón de dólares por daños y perjuicios.
Bill se inclinó hacia adelante para encender la radio. Un poco de música para tranquilizar los nervios: eso era lo que le hacía falta. Sólo una canción al oscurecer…
En sus oídos estalló el estruendo. Una voz de mujer, de timbre agudo, gritó en demencial invitación:
—Dámela, queridito…
Bill cortó aquella voz; hubiera preferido, en realidad, cortarle directamente el cuello. ¡Esas negras de porquería! No se conformaban con invadir la calle: también habían invadido el aire. Tal como se estaban poniendo las cosas, los blancos ya no tenían lugar para respirar tranquilos.
¿Qué diablos estaba pasando con ese país? Cuando Bill era niño las cosas habían sido diferentes. No se oían tantas idioteces sobre derechos civiles; esa gente cumplía con su trabajo y guardaba su lugar. En la actualidad era como si todo el mundo se estuviera convirtiendo en una sociedad de beneficiencia. Impuestos y más impuestos, ¿y todo para qué? Nadie tenía el coraje que hacía falta para terminar con eso; ya nadie se atrevía siquiera a hablar del asunto. Tanta bebida, tantas drogas, tantas noticias sobre robos, violaciones, palizas callejeras. Cosa de locos, eso era. Cosa de locos.
Claro, hacía falta alguien como él para manejar la situación. Él habría podido arreglarlo todo de un día para otro. Con respecto a los crímenes, por ejemplo: lo primero que debía hacerse era matar al ochenta por ciento de los abogados, al noventa por ciento de los psiquiatras y al cien por ciento de esos que comienzan una frase diciendo: «Oiga, compañero…»
Bill sacudió la cabeza. No ganaba nada poniéndose furioso. Tal como andaban las cosas, los ciudadanos decentes y trabajadores como él no iban a ninguna parte. Sólo cabía esperar un poco de descanso, relajarse, hacer algo que borrara los problemas de la mente. Sobre todo después de un día como el que acababa de tener. Al menos, eso no se lo podían quitar… todavía.
A la izquierda centellearon las luces potentes de un bar. Bill aminoró la marcha y se dedicó a buscar sitio para estacionar junto al cordón derecho. Por fin halló espacio, media cuadra más adelante. Después de apagar las luces y el motor, salió a la calle, cuidando de cerrar con llave la portezuela. Ese viejo vecindario ya no era seguro; si uno dejaba el automóvil abierto por un minuto, podía despedirse de él para siempre. Y a eso le llamaban progreso. En otros tiempos sólo robaban pollos y sandías; en la actualidad, si uno no tenía los ojos bien abiertos, le sacaban el automóvil o la billetera… cuando no la vida.
Bill se encogió de hombros, apartando el pensamiento. Luego irguió la espalda, mientras cruzaba la calle y avanzaba en dirección a la entrada, bajo el cartel de neón. Era hora de Pasarlo Bien. No estaría bien entrar con el entrecejo fruncido. «Recuerda que eres vendedor y lo primero que debe hacer un vendedor es venderse a sí mismo».
El local estaba lleno de parroquianos que, como él, habían interrumpido el regreso a casa para descansar un momento, después de una jornada larga y dura.
Bill giró para investigar los bordes más alejados de la multitud; por fin distinguió las siluetas familiares, sentadas en el reservado del rincón.
Los dos hombres parecían espejos de él mismo. Ray le llevaba tal vez algunos años y Larry era un poquito más joven. Pero ambos lucían atuendos similares: traje, camisa blanca y corbata conservadora, estudiada para inspirar confianza a los posibles clientes. Dos buenos vendedores, dos buenos camaradas.
Ambos lo miraron y correspondieron a su ademán de saludo. Ray se corrió hacia el centro del reservado, mientras Bill se deslizaba a su lado, en el asiento.
—¿Por qué tardaste tanto?
—Ese maldito tránsito. Tal como están las cosas, uno tardaría menos si viniera caminando. —Bill echó un vistazo a su reloj—. ¡Epa!, oigan… sólo puedo quedarme unos minutos. Mi mujer tiene invitados a cenar; unos primos de Florida.
Larry lo miró por sobre la mesa.
—Bueno, apúrate a ponerte al día, entonces. —Hizo señas a una camarera ligera de ropas, que pasaba junto a ellos—. ¡Eh, muchacha! Otra cerveza. Mejor que sean dos.
Era obvio que Larry no tenía ningún problema. Ray parecía el más sobrio de los dos; Bill, al hablar, sentía sobre él su mirada fija.
—¿Qué te tiene mal? —preguntó Ray—. ¿Pasa algo malo?
—Todo este maldito mundo, eso es lo que me tiene mal.
Larry, al otro lado de la mesa, se enfrentó con su entrecejo fruncido con una mueca de fingido horror.
—¡Oh, oh!
Bill, sin prestarle atención, se volvió hacia Ray.
—¿Te acuerdas de ese tal Goldman?
—Ah, conque de eso se trata. No te ascendieron. ¿Qué pasó?
—Ese judío de porquería me robó el puesto.
La camarera pudo dos vasos de cerveza en la mesa, frente a Bill. La expresión malhumorada del parroquiano desapareció cuando, al agacharse la mujer, vislumbró sus pechos. Alargó una mano para tocarle las nalgas redondeadas.
—¿No te gustaría levantarle el ánimo a este viejo? —murmuró.
La camarera se apartó con una destreza hija de la larga práctica.
—Tome su cerveza y se sentirá mejor.
Bill volvió a manosearla.
—Ven aquí, linda…
Se liberó con un sacudón, fulminándolo con la mirada.
—¡Sáqueme las manos de encima, cochino!
Mientras ella se retiraba, Larry se echó a reír.
—Creo que le gustas, Bill. Parece que ninguna mujer se te resiste.
Bill volvió a fruncir el entrecejo.
—Yo soy mejor que Goldman. ¡Hace diecisiete años que trabajo allí, por el amor de Dios!
Larry buscó el vaso, medio a tientas, y lo levantó con ademán de borracho.
—Vamos, Bill, no te pongas así.
—¿Y cómo me voy a poner? Goldman se lleva mi ascenso ¿y yo qué, me voy a reír? Son seiscientos dólares más al año de los que gano ahora.
Ray sacudió la cabeza.
—Tranquilo, Bill.
—El que se queda tranquilo es él. Esos judíos siempre ganan más.
—¿Cuánto hace que Goldman trabaja allí? —preguntó Ray, sin alterarse.
Bill se encogió de hombros.
—Más que yo, ¿y qué? Yo he vendido más unidades en las últimas seis semanas que ese judío en todo el año. —Mientras hablaba su cólera fue en aumento, creciendo dentro de él hasta desbordar—. Ya me conoces, sabes lo trabajador que soy. Me deslomo trabajando y cualquier judío elegante se queda con mi trabajo. Son muy vivos. No me extraña que sean dueños de todo.
—Oh, basta, Bill —observó Ray, inclinándose hacia adelante—. Tú sabes que los judíos no son dueños de todo.
—Cierto —rió Larry—, porque los árabes no los dejan.
—Qué me importa —murmuró Bill—. Los árabes son sólo negros envueltos en sábanas.
Ray miró a Larry y soltó un suspiro de cansada resignación.
—¡Oh, no! ¡Ahora quién lo para!
El otro soltó una risita burlona, pero Bill pasó por alto esa reacción.
—En este país cada vez es más difícil seguir viviendo. —Golpeó la mesa con el puño—. ¿Saben por qué? Por los judíos, los negros y los chinos. Por eso.
—Estás delirando, Bill.
En la réplica de Ray había una nota de cautela. Bill no le prestó atención. Su propia voz era cada vez más potente.
—¿Así que estoy delirando? Mi casa pertenece a un banco de chinos. Tengo vecinos negros a seis cuadras de mi casa.
Se interrumpió abruptamente ante una voz que se elevaba a sus espaldas.
—Disculpe, señor. ¿Tiene algún problema?
Bill levantó la mirada hacie el rostro de un hombre alto, de pie junto al reservado. Era un rostro negro. Larry, al otro lado de la mesa, murmuró por lo bajo:
—¡Oh-oh!
Bill puso cara de desafío.
—Sí, lo tengo, compañero. Tengo un montón de problemas.
La cara negra seguía impasible.
—Vea —dijo, lentamente—, la verdad es que no me importa lo que ustedes piensen, caballeros, mientras no me vea forzado a oírlo.
Antes de que Bill pudiera responder, Ray intervino rápidamente.
—Está bien, no se altere. Nuestro amigo está algo perturbado. Eso es todo.
Bill, por el rabillo del ojo, captó su mirada de advertencia y se obligó a hacer un gesto de asentimiento.
—Claro, claro —dijo a la formidable silueta erguida a su lado—. Todo está bien.
Por un momento, el parroquiano negro vaciló, sin apartar la mirada de Bill. Por fin volvió a su mesa, mientras Bill alargaba la mano hacia uno de los vasos que tenía ante sí, para beber su contenido de un solo trago. Mientras levantaba el otro vaso, Ray frunció el entrecejo.
—Sería mejor que nos fuéramos —comentó.
Bill sacudió la cabeza.
—¡Tú puedes hacer lo que se te antoje! Pero yo no voy a salir de aquí hasta que me dé la gana. Si a ese negro no le gusta lo que digo, que se vaya él.
—¡No levantes la voz! —Ray dio el ejemplo con un susurro asustado—. ¿Quieres que nos maten?
Cierta censura interior moduló la voz de Bill, pero no el mensaje que transmitía:
—Hitler tenía razón. Hay que matarlos a todos.
Levantó el vaso y bebió mientras Larry asentía en alcoholizado acuerdo.
—Allá fue donde lo arruinamos: en Vietnam.
—¿Qué? —inquirió Ray, parpadeando.
—Si los hubiéramos matado a todos habríamos triunfado.
El gesto de Ray mezclaba disgusto con condescendencia.
—Estás borracho, Larry.
Su compañero pasó por alto la información, sacudiendo el índice para destacar sus sabias palabras.
—¿No te das cuenta? Si estuvieran muertos no serían comunistas.
—¿Ah, no? ¿No se puede ser comunista a muerte?
—¡Eh, no se me había ocurrido! Esos comunistas se las saben todas.
Su risa vocinglera resultó contagiosa. Ray respondió con una carcajada contenida, pero Bill permaneció pétreo, inmune al contagio.
Larry lo observó, afligido.
—Vamos, Bill, alégrate.
Conner hizo desaparecer el contenido del segundo vaso antes de golpear la mesa con él.
—¿Les parece divertido? —dijo— ¡Vaya amigos los que tengo! Ese judío me quita el puesto, cualquier negro me amenaza cuando digo lo que pienso y ustedes no hacen sino reír. No, si yo tengo una suerte increíble al tener amigos como ustedes.
Ray alargó la mano para apoyarla en el hombro de Bill.
—Salgamos de aquí —propuso—. Estás gritando otra vez.
Bill le apartó la mano y se levantó; estaba dispuesto a retirarse, pero antes quería aclarar las cosas.
—No se olviden de una cosa: mientras ustedes dos andaban divirtiéndose por ahí, yo estaba en la guerra. Nos pagaban para matar chinos.
—Bueno —dijo Ray—, tranquilízate…
Bill no lo escuchaba.
—Yo creía que habíamos ganado esa guerra, pero ahora esos mismos chinos son los dueños de mi casa. Y ahora este judío me roba el ascenso. Me vendría bien ese aumento; contaba con él. En cambio se lo lleva un judío rico…
—Espera un momento. —Ray sacudió la cabeza en ademán reprobatorio—. Conozco a Goldman y no se puede decir que sea rico. A juzgar por el tipo de ropa que usa y por el automóvil viejo que tiene, probablemente tú estés en mejor situación económica que él.
—¿Y a mí qué diablos me importa? —Bill ya no hacía el menor esfuerzo por dominar su voz; por lo que a él concernía, todo el mundo podía recibir el mensaje con claridad y prontitud—. ¿No entiendes? Yo soy mejor que los judíos. Soy mejor que los africanos. Soy mejor que los orientales. ¡Soy un norteamericano! Y eso significa algo, ¿no?
Giró en redondo y echó a andar a lo largo de los reservados, dirigiéndose hacia la puerta. La voz de Ray se elevó a sus espaldas.
—¡Bill, espera un minuto…!
Pero no tenía tiempo para esperar. Abrió la puerta de un tirón y salió a la calle, oscurecida por el crepúsculo. Tras él, la puerta se cerró con un golpe.
Bill no lo oyó. Estaba demasiado ocupado, con la vista fija en la calle, donde todo estaba…
Mal.
El tránsito había desaparecido, así como la mitad de los coches estacionados contra el cordón de enfrente. Y los que aún quedaban eran… diferentes. Algo en las formas y el tamaño le hizo pensar, vagamente, en los armatostes que usaba cuando era un jovencito. Se parecían a ésos, pero aun así no pudo reconocer los modelos. Detrás de ellos seguía habiendo una hilera de fachadas comerciales, pero hasta ellas parecían extrañas, desconocidas. Todas los negocios estaban a oscuras y cerrados hasta el día siguiente. Justo frente a él, uno de los comercios tenía la vidriera rota, con medio cristal hecho trizas y sacado del marco. En la puerta de madera se leían dos palabras garabateadas con pintura amarilla.
Bill entrecerró los ojos en la penumbra, tratando de leerlas.
Juden y Juifs.
Una palabra estaba en alemán y la otra en francés, pero ambas significaban lo mismo: judíos.
¿Qué diablos había pasado allí? Al mirar a su alrededor notó otros cambios; en cada negocio ondeaba una bandera con un diseño que también le recordaba a algo visto en un pasado lejano: un garabato de líneas negras entrelazadas en forma de cruz esvástica.
«¿Qué está pasando aquí?»
Bill parpadeó y se volvió para enfrentarse con una pared de ladrillos junto a la entrada del bar. Estaba llena de carteles donde se leían, en grandes letras, mensajes en alemán y francés. Una vez más, Bill se dio cuenta, sorprendido, de que comprendía las frases.
Sacudió la cabeza, en un intento por despejarla. ¿Acaso estaba ebrio? No era posible; sólo había bebido dos vasos de cerveza. Y aunque se hubiera tratado de una docena, eso no explicaba su repentina capacidad para entender idiomas extranjeros, ni por qué no lograba reconocer esa calle.
¿Qué había ocurrido con la calle? ¿Y qué había ocurrido con él?
Bill cerró los ojos por un momento, aislándose de todo lo extraño que lo rodeaba. Estaba demasiado tenso; a eso se reducía todo. Había hecho mal en dejarse llevar así, en el bar. Era el momento de dominarse; con eso bastaría. Permaneció inmóvil y en silencio, aspirando profundamente, llenando con fuerza sus pulmones y su cabeza de aire fresco. Eso lo arreglaría todo.
Pero cuando volvió a abrir los ojos nada había cambiado.
Nada… y todo. Aún estaba en una calle desconocida, frente a negocios extraños, automóviles antiguos, nada familiares, y raros letreros con leyendas en idiomas extranjeros.
Al levantar la mirada vio que un vehículo giraba en la esquina de la izquierda. Era un modelo antiguo y en la portezuela lucía la esvástica contra un fondo circular. El automóvil se detuvo ante él, con un chirrido de frenos. Se abrió la puerta trasera y dos hombres bajaron con rapidez. Ambos llevaban uniformes: uniformes que Bill había visto muchas veces, pero sólo en fotografías y películas de la Segunda Guerra Mundial.
Bill los miró fijamente mientras se acercaban. Una súbita comprensión lo había dejado aturdido. ¡Por Dios, eran oficiales nazis!
Où allez-vous?
Los ojos del primer hombre eran fríos; su voz, cortante.
—Qui êtes-vous?
«¿Quién es usted?» Bill se volvió hacia el segundo oficial, que alargaba una mano.
Ihre Papiere.
El norteamericano guardó silencio; comprendió de pronto que ambos le hablaban en idioma extranjero: en francés el primero, en alemán el segundo. Sin embargo, él comprendía lo que le estaban diciendo. ¿Cómo era posible eso?
El primer oficial volvió a hablar, siempre en francés, pero Bill comprendió con claridad la orden:
—¡Sus papeles, ahora mismo!
Bill comenzó a retroceder.
—Vos papiers! Maintenant!
El primer oficial lo sujetó por un brazo y buscó la billetera en el bolsillo de Bill. Él sacudió la cabeza.
—Eh, ¿qué está haciendo?
El segundo le dio una cachetada.
—Sei still! —gritó.
El fuerte golpe hizo que los ojos de Bill se llenaran de lágrimas; antes de que pudiera volver a hablar, el primer oficial ya se había apoderado de su billetera y estaba examinando el contenido de los bolsillos plásticos.
—Qu’est-ce que c’est que ça? —le espetó, mirando la tarjeta de crédito.
Bill frunció el entrecejo, pasmado.
—Antworten Sie! —gritó el nazi—. Was meint das?
Bill se forzó a hablar.
—¡Es una tarjeta de crédito, por el amor de Dios!
—Sind Sie Englischer? —interrogó el segundo oficial—. Was tun Sie hier?
Bill buscó a tientas una respuesta. ¿Qué estaba haciendo allí, en realidad? Más aún: ¿dónde estaba? Su mirada vagó más allá de sus dos interrogadores, hasta los letreros que identificaban a los negocios de enfrente. Estaban en francés, pero esos hombres eran alemanes. Vagamente recordó, por sus lecciones de historia, que los nazis habían ocupado Francia durante la Segunda Guerra. Pero eso había ocurrido en 1940, toda una vida antes. ¿Cómo podían estar allí?
El primer oficial mostró la licencia de conductor de Bill.
—Vous êtes Américain? Répondez-moi!
—¿Qué está haciendo aquí? —repitió el segundo oficial.
Se puso detrás de Bill y le sujetó con fuerza los brazos a la espalda.
—¡Suélteme! —gritó Bill.
El primero de los uniformados sacudió la cabeza.
—Venez avec nous!
Cerró la billetera y se la guardó en el bolsillo. Luego comenzó a cruzar la acera hacia el automóvil detenido, mientras su compañero empujaba a Bill en la misma dirección. Al llegar a la portezuela, Bill se liberó de un tirón, giró rápidamente, y empujó al oficial que lo retenía contra el otro.
Los dos hombres chocaron con fuerza y, por un momento, perdieron el equilibrio. Bill echó a correr calle abajo, seguido por los gritos:
—Halt!
Arrêtez!
Bill no se volvió. Corría ciegamente, con una celeridad nacida del pánico. Los gritos volvieron a oírse.
—Halt! Ich werde schiessen!
Bill abrió los ojos justo a tiempo para ver la entrada de un callejón, que bostezaba hacia su izquierda. En el momento en que se lanzaba hacia él oyó el eco de dos disparos a su espalda. Corrió por el callejón, zigzagueando entre basura y trozos de muebles rotos. En la oscuridad, acabó por tropezar y caer.
Así quedó por un segundo, tratando de recobrar el aliento. Levantó la cabeza, jadeando, y miró hacia atrás. Sus perseguidores acababan de aparecer en el extremo del callejón. Ambos tenían ya las pistolas en la mano y revisaban la oscuridad. De pronto levantaron las armas y dispararon a ciegas.
Un fuerte dolor perforó el brazo izquierdo de Bill, justo debajo del hombro. Miró hacia abajo, pasmado por la visión de la herida sangrante. Desde la oscuridad, hacia atrás, le llegaba el ruido de botas apresuradas que castigaban los adoquines.
Bill miró frenéticamente a su alrededor. A su lado había un montón de escombros que sobresalía de la pared. Sin hacer el menor ruido, se ocultó detrás del montículo, agazapado, rezando en silencio por que su escondite resultara seguro.
Temeroso de alzar la cabeza, se limitó a permanecer allí, tendido, en silencio, en tanto se acrecentaban el ruido y el ritmo de los pasos, para perderse en la oscuridad. Sólo entonces se atrevió a mirar el otro extremo del callejón. Bajo la luz de la calle, vio que los oficiales se habían detenido y miraban alrededor, confusos.
Por un momento se sintió a salvo… pero sólo por un momento. En el aire resonó el agudo chillido de un silbato que pedía ayuda.
El brazo de Bill palpitaba, caliente de sangre. Tenía la frente helada de sudor. Al asomarse por detrás de los escombros vio una puerta de madera en la pared del callejón, justo enfrente. Tironeó del picaporte, esperando (contra toda su esperanza) que estuviera sin llave. Para su alivio la puerta se abrió hacia adentro.
Entró, la cerró a sus espaldas y sus ojos escudriñaron lentamente la oscuridad. Ante sí se levantaba una sombría escalera. Avanzó hacia ella, en silencio, y empezó a subir.
A medio camino se detuvo, sobresaltado por un súbito ruido de pasos en lo alto. Una vez más se le cubrió la frente de sudor. Alguien se acercaba y no había dónde esconderse. Permaneció allí, atrapado.
De pronto, los pasos se alejaron. Se oyó el crujir de una puerta que se abría y volvía a cerrarse, allá arriba.
Bill aguardó un momento, mareado por la oleada de dolor que le palpitaba en el brazo izquierdo. Se esforzó por escuchar, pero no hubo más ruidos que quebraran el silencio.
Continuó su ascenso, lentamente. Al llegar al pasillo superior volvió a detenerse y miró a derecha e izquierda.
Había puertas en cada extremo. Tras la que tenía a su derecha se oía un leve y sofocado murmullo de conversaciones. Al acercarse pudo percibir con más claridad la fuente del sonido: una voz de mujer que hablaba en francés.
Bill no comprendió lo que estaba diciendo, pero el solo hecho de que fuera mujer y francesa resultaba un alivio.
Decidido, empujó la puerta y entró en el cuarto. Se encontró de pie en una maltrecha cocina, iluminada por una sola bombilla que colgaba de un cable, por sobre la mesa. Sentados a ella había tres niños pequeños, que abandonaron la cena para mirarle, sorprendidos. Ante la cocina de leña, a un lado, había una mujer de edad mediana, que debía de ser la madre, vestida con ropas raídas, despeinada y con los ojos dilatados por la sorpresa. Bill se volvió hacia ella, con una mirada suplicante.
—No tema —le dijo—. No voy a hacerle daño.
La madre no respondió. Los niños lo miraban en silencio. Luego, respondiendo a un gesto de la madre, se levantaron para acercarse a ella. La madre se les puso delante como para protegerlos.
—Por favor, tiene que ayudarme —murmuró Bill—. Estoy herido.
La mujer le clavó una mirada desconcertada. Sus ojos volaron hacia la ventanita del rincón, al elevarse desde la calle un ruido de sirenas.
Bill levantó la voz, tratando de acallarlas.
—No sé qué me está pasando. Es como si estuviera soñando o algo así…
La mujer no lo escuchaba, pero al aumentar el chillido de las sirenas, su rostro se afirmó en una brusca decisión. En tres pasos veloces llegó a la ventana… la abrió… se inclinó hacia afuera y gritó hacia la calle.
Hablaba en francés, pero Bill comprendió lo que decía con demasiada claridad.
—Aidez-nous! —gritó—. Il est ici! Le Juif est ici!
Bill dio un paso hacia adelante.
—Por favor, no deje que me encuentren.
Su voz se perdió entre los aullidos de la mujer.
—Le Juif que vous cherchez est ici! En haut!
El visitante giró en redondo, ante la mirada asustada de los niños. Pero el miedo infantil no era nada comparado con el propio, al oír los gritos que se elevaban desde la calle, en respuesta, y el golpeteo de los pies contra el pavimento.
Se lanzó hacia el pasillo por la puerta abierta. Desde arriba vio que la puerta de entrada se abría bruscamente. Un hombre de uniforme miró hacia arriba y se encontró con sus ojos sobresaltados. Entonces se volvió para llamar a su compañero, en alemán.
—Das ist er.
La respuesta fue un resonar de pasos y de voces. Mientras el vestíbulo de abajo se llenaba de soldados, Bill corrió nuevamente a la cocina.
Cerró la puerta de un golpe y la atrancó. La mujer, detrás de él, volvió a gritar, mientras los niños lloraban. Bill, sin prestarles la menor atención, se asomó por la ventana para mirar hacia abajo. La calle estaba desierta, por el momento, pero no podía arriesgarse a saltar. Desde esa altura, la caída podía resultarle fatal.
El cuarto ya resonaba de ecos frenéticos, pues los soldados habían empezado a golpear la puerta. Se produjo un súbito estruendo: uno de los paneles superiores se hizo astillas bajo el impacto de una culata.
Bill estiró el brazo sano y se tomó de la cornisa que coronaba la ventana. Una vez afirmado, se impulsó hacia arriba, apoyando los pies contra el marco de la ventana.
Utilizando toda su fuerza, logró aferrarse a la saliente con ambas manos, sin atreverse a mirar hacia la calle. Por un momento pendió así, balanceando los pies como un péndulo. Por fin se elevó por sobre la cornisa, hasta el tejado. Un leve murmullo se levantó desde la calle, pero Bill no bajó la mirada. Se incorporó, jadeante, sin aliento, y corrió por el techo hacia el edificio vecino.
—Er ist am Dach! Ich will schnell eine Licht.
Al mirar hacia abajo, Bill vio que un soldado salía por la ventana que él acababa de desocupar. Mareado por el esfuerzo, se volvió hacia el callejón, donde se elevaba otro tejado. La inclinación era grande. Bill le lanzó una mirada vacilante, pero el ruido de voces lo afirmó en su decisión. En un minuto estarían allí arriba. No le quedaba alternativa. No tenía adonde ir.
Aspiró con fuerza mientras avanzaba hasta el borde del techo, obligándose a mirar hacia abajo sólo el tiempo suficiente para calcular la distancia entre ambos edificios.
«Dos metros y medio, tal vez más». Podía franquearlos. Diablos, ¿qué estaba diciendo? ¡No tenía más remedio que hacerlo!
Dio un paso atrás y volvió a aspirar profundamente. Luego corrió hacia adelante y saltó desde el parapeto, aterrizando en la superficie inclinada que tenía ante sí, con un golpe seco que lo dejó sin aliento. Sus dedos hallaron asidero en las tejas, pero aunque empleó toda su energía no logró elevarse. La oscuridad lo había engañado. El ángulo del techo era demasiado agudo para que fuera posible trepar, sin más apoyo que el de las tejas.
De pronto, un rayo de luz iluminó la superficie del tejado, justo al lado de Bill.
Miró por sobre el hombro izquierdo hacia el callejón. Cerró los ojos al encontrarse con el rayo cegador de un reflector apuntando hacia arriba, desde un jeep abierto. Al moverse la luz, su trayectoria fue seguida por una descarga de fusilería. Los soldados estaban disparando, guiados por el rayo.
Bill, frenético, hizo otro esfuerzo por trepar aquella inclinación, cuidando el brazo derecho.
De pronto se oyó el ruido de algo que volaba en astillas. Bill miró junto a su brazo: la teja a la que estaba aferrado se había partido, soltándose.
—¡Oh no! —gimió.
Sus dedos lanzaron zarpazos, pero sin encontrar más que el aire vacío. En ese momento, el rayo del reflector describió un arco y se detuvo directamente sobre él, perforándolo con su áspero resplandor.
Bill cerró los ojos. Los disparos llegarían en un segundo más.
Súbitamente se oyó una orden abajo:
—Halt Feuer!
No hubo disparos. Tampoco hacían falta, pues todos podían ver lo que estaba ocurriendo. Lo veían deslizarse hacia abajo por la pendiente, hacia el borde del tejado.
Renovó sus intentos, aferrándose a otra teja para detener su descenso, pero soltó un gruñido de horror al sentir que se soltaba bajo sus dedos frenéticos.
Una brusca ráfaga de aire frío ascendió desde la calle. Entonces descubrió, horrorizado, que sus piernas colgaban en el vacío. La caída cobró mayor celeridad.
—¡Dios mío, por favor! —susurró— ¡Por favor, ayúdame!
Las tejas le raspaban el cuerpo y le desgarraban la mejilla. En el momento de pasar por el borde del tejado levantó el brazo y se aferró del caño del desagüe. Cerró los dedos en torno de él y, por un momento, quedó balanceándose por sobre el callejón.
Entonces cayó.
Golpeó contra el suelo con un impacto que le quitó el aliento.
En tierra. Estaba tendido en tierra.
Y eso significaba que aún estaba con vida y consciente. Era un milagro, nada menos, un condenado milagro. Ese tejado estaba, cuanto menos, a tres pisos por sobre los adoquines del callejón.
Adoquines…
Estaba tendido boca abajo, con la mejilla izquierda apretada a la tierra. Y era tierra. En vez de piedra dura y fría, pasto suave y caliente.
Algo andaba mal, muy mal.
Bill comenzó a abrir los ojos, pero antes de que pudiera hacerlo sintió que unas manos lo sujetaban rudamente por los hombros, poniéndolo de espaldas sin miramientos.
Ya había abierto los ojos. Los clavó en el aire nocturno, en el círculo de siluetas que lo miraban desde arriba.
—¡No! —gritó.
Estaba tendido de espaldas en el claro de algún bosque. Bajo las ramas de los árboles parpadeaban las llamas: llamas de antorchas, sostenidas por las siluetas encapuchadas y cubiertas de túnicas blancas que lo rodeaban.
Se estremeció al identificarlos.
Túnicas blancas… hombres armados que lo miraban por los agujeros de las capuchas. ¡El Ku Klux Klan!
—¡No! —volvió a gritar.
Una de las siluetas encapuchadas se echó a reír.
—¡Te atrapamos, negro!
¿Negro? ¿De qué estaba hablando?
Bill abrió la boca, pero antes de que pudiera decir palabra dos hombres del clan lo tomaron por los hombros para levantarlo a tirones. Entonces recobró la voz.
—¿Dónde estoy?
Un encapuchado, con fusil al hombro, sacudió la cabeza.
—¡Cierra la boca! —Y se volvió hacia el hombre que tenía a su derecha—. Átale las manos.
El otro encapuchado asintió y se reunió con los compañeros que, de pie detrás de Bill, tironeaban de las muñecas del cautivo para atárselas a la espalda. Bill sintió el roce de una soga áspera. Levantó la mirada, sacudiendo la cabeza.
—¿De qué se trata? ¿Por qué me hacen esto?
El hombre del clan levantó el fusil en un gesto amenazador.
—¡Cállate, negro!
Bill lo miró fijamente, con el entrecejo fruncido.
—¿De qué me está hablando? ¡Yo soy blanco!
Unas manos lo tomaron por los hombros desde atrás, empujándolo hacia adelante. Cayó de bruces en el pasto, con todo su peso, pues las muñecas atadas a la espalda le impedían amortiguar la caída.
El hombre del fusil avanzó hacia él. Bill sintió una punzada dolorosa: una bota acababa de asomar bajo el ruedo blanco para volverlo de otra patada.
—¿Me oyes muchacho? ¡Dije que te callaras!
Y clavó el caño de su arma en el vientre del cautivo.
—¡A mí no se me contesta, muchacho! Tenemos que enseñarte a respetar a la gente.
Bill quedó tendido, en silencio, luchando contra el dolor y la náusea que crecían en su interior.
Desde el semicírculo de encapuchados se elevó un murmullo grave. Una voz, entre ellos, dijo claramente:
—¡Vamos a ahorcar a este hijo de puta!
Las garras volvieron a descender, y levantaron a Bill a viva fuerza. Sin dejar de sujetarlo con firmeza, lo hicieron girar en redondo, para enfrentarlo a las ramas de un árbol enorme, festoneado de musgo. Algo ardía a su lado: una cruz en llamas, de un metro ochenta de altura, con la base clavada en la tierra. A la luz de las llamas y las antorchas, Bill vio un reflejo de sombras encapuchadas contra las copas que rodeaban el claro.
Capuchas… antorchas… cruces en llamas… ¡Teman que estar locos, todos ellos! De lo contrario era él quien estaba loco.
Pero no tuvo tiempo para resolver el acertijo, pues ya lo arrastraban hacia el árbol. Al levantar la mirada vio a un miembro del Klan ante él, haciendo apresuradamente un nudo corredizo. Al terminar arrojó el otro extremo de la gruesa soga hacia lo alto, para pasarlo por una rama. Los encapuchados que lo sujetaban empujaron a Bill hacia adelante, mientras el hombre del lazo avanzaba, listo para pasárselo alrededor del cuello.
Bill desvió la cabeza para esquivar la soga que descendía y, simultáneamente, levantó el pie derecho. Se arrojó de costado, lanzando un puntapié a la espinilla del hombre que tenía a su derecha.
El encapuchado se tambaleó con un grito ahogado y cayó contra la cruz en llamas. Su grito se convirtió en aullido al incendiarse la túnica.
El hombre se arrojó al suelo, entre alaridos, retorciéndose y girando en un frenético intento por apagar el fuego. Se oyeron exclamaciones de horror, mientras sus compañeros corrían a ayudarlo. Bill, libre de las manos que lo aprisionaban, giró en redondo y corrió fuera del círculo iluminado por las llamas, hacia el bosque oscuro.
Con las manos aún atadas a la espalda, avanzó a tropezones, esquivando árboles en una desesperada carrera.
En medio del giterío y la confusión que reinaban en el claro, un grito vino a azuzarlo:
—¡Miren! ¡El negro se escapa!
Bill no miró hacia atrás. De haberlo hecho, tal vez habría visto que uno de los encapuchados corría hacia la mole negra de un pequeño camión, estacionado en un extremo del claro, y abría apresuradamente las puertas traseras para liberar lo que esperaba en su interior.
Ya no había necesidad de mirar hacia atrás. Se elevó un coro de ladridos, diciéndole todo lo que necesitaba saber.
Perros.
¡Lo perseguían con perros de caza!
Bill corrió más aún, zigzagueando en la oscuridad, chocando con los troncos. Las ramas bajas le azotaban la cara; marañas de vegetación y raíces le dificultaban aquella bamboleante huida. Jadeante, seguía corriendo. La desesperación lo impulsaba a avanzar, en respuesta a las maldiciones, los gritos, el ruido de pasos en carrera y el aullar de los perros que los seguían.
De pronto emergió de los bosques. Se encontró ante el borde de una ribera, cubierta de hierbas. Por un momento se detuvo allí, mirando fijamente hacia la turbulenta corriente que centelleaba a la luz de la luna. Las ranas, asustadas, emitieron un croar de alarma y chapotearon en el torrente. Bill no las oyó: sólo tenía conciencia de los perros aullantes y de los gritos de sus perseguidores. Una voz se elevó en un chillido rebelde. Parecía provenir de una corta distancia.
El eco de esa voz lo impulsó a seguir corriendo. Aspiró hondo y se lanzó de cabeza al agua.
Salió a la superficie, pataleando y tironeando de la soga que le sujetaba las muñecas a la espalda, retorcido por el miedo. De pronto, con alivio, sintió que los nudos cedían y le dejaban las manos libres. Entonces comenzó a nadar corriente abajo, avanzando hacia el centro del torrente.
Los perros aparecieron en la ribera, detrás de él, y sus ladridos se mezclaron con el rugir del agua. Un momento después se les unieron los amos encapuchados, con sus fusiles y sus revólveres. Uno de ellos sentenció furioso:
—¡No llegarás lejos, muchacho!
Otro hizo bocina con las manos para agregar:
—¡Date por muerto, negro! ¿Me oyes?
Un tercer miembro del clan, blandiendo su antorcha, señaló con la mano libre.
—¡Allá está! ¡Puedo verlo! ¡Negro de porquería!
Se elevaron revólveres y fusiles, siguiendo la dirección del brazo extendido.
Bill nadó frenéticamente, aterrado por el ruido de las balas que zumbaban por sobre su cabeza. Se llenó los pulmones de aire y se zambulló. Capturado por una corriente, su cuerpo giró en la profunda oscuridad, sin remedio. Con los ojos desorbitados y los pulmones a punto de estallar por falta de aire, volvió a la superficie.
Entonces aspiró con rapidez, tenso, a la espera de los disparos. Pero no hubo ruido alguno.
No había disparos. Ni gritos. Ni ruidos de agua precipitada.
El río era calmo.
Ni la menor ondulación agitaba su superficie, que ya no era clara. Se encontró rodeado por manojos flotantes de vegetación podrida, de los que emanaba un hedor salobre, evaporándose en la noche tropical.
Tropical.
Bill lanzó una mirada hacia los árboles que bordeaban la costa. Su aspecto era extrañamente distinto o había cambiado por completo. Esos árboles parecían más bajos y más apretados entre sí. Entre los troncos retorcidos crecían helechos. Unos juncos altos se estiraban contra la costa.
Aturdido y desconcertado, Bill nadó lentamente hacia la ribera de la derecha. A los pocos minutos sus pies tocaron fondo levantando una mezcla de barro y hierbas que enturbió la superficie del agua, a su alrededor. Se levantó y sus pies se hundieron en el lodo, sintió el lento remolino del aire caliente contra la piel mojada.
Pero también eso estaba mal. El aire era demasiado cálido. Bill miró hacia el río, reconociéndolo en un instante. No era un río, en absoluto: su aspecto y su olor eran los de un pantano: un pantano tropical que humeaba en el calor húmedo de la noche selvática.
Pero ¿cómo diablos había llegado hasta allí?
Bill sacudió la cabeza. De pronto quedó petrificado ante el murmullo de unas voces bajas, en la oscuridad de los árboles que rodeaban la orilla. Se agazapó inmediatamente, ocultando el cuerpo tras los juncales de la costa. Por entre sus tallos erguidos pudo ver, silencioso e inmóvil, a cuatro hombres uniformados que avanzaban desde la arboleda, en fila india. Eran bajos y fornidos; el pelo oscuro lucía muy corto bajo las gorras, echadas hacia atrás para descubrir las frentes sudorosas. Tenían la piel oscura, los pómulos y los ojos de los orientales. Todos llevaban uniformes idénticos, salpicados con manchas de lodo y transpiración. En agudo contraste, sus fusiles estaban inmaculados; los caños de acero relucían bajo la luz de la luna.
Abruptamente, la memoria de Bill cubrió un abismo de veinte años. Por entonces era sólo un muchacho, recién salido de la escuela para enrolarse en la guerra, donde mataría a los chinos.
¡Chinos!
En ese momento comprendió dónde estaba. Aquello era Vietnam y los hombres que veía eran soldados del Viet Cong.
Avanzaban hacia la ribera, siempre murmurando suavemente. Por un detestable momento, Bill pensó que vadearían el pantano, pasando por los juncos entre los que él se ocultaba.
Pero cambiaron de dirección y marcharon hacia la izquierda, a lo largo del río, siguiendo su curso hasta desaparecer en la oscuridad.
Bill volvió a dejarse caer en el agua, agotado por el miedo, la tensión y la incapacidad de comprender lo que había ocurrido.
Algo se agitó, haciendo ondular la superficie que lo rodeaba. Se volvió con rapidez. Con repentino terror, sus ojos se clavaron en una forma verde, que se retorcía en dirección a su cintura. Era una víbora de agua y de las grandes.
Mientras el cuerpo se retorcía hacia adelante, la cabeza del reptil retrocedió abruptamente, con las mandíbulas bien abiertas, lista para el ataque.
Bill se arrojó a un lado y se incorporó, chapoteando entre los juncos a lo largo de la ribera.
En eso se detuvo. Unas voces débiles llegaban desde la costa. Apresuradamente, volvió a dejarse caer entre los juncos. Aunque estaba empapado, sintió nuevamente que el sudor le corría por la frente arrugada.
Volvían los chinos. Pero al dejarse caer oyó las voces con toda claridad. ¡Hablaban en inglés!
—Los chinos andan por ahí. Los puedo oír…
Una voz más grave retumbó en la respuesta.
—¡Tranquilo, hombre! Yo no oigo nada.
Se elevó una tercera voz.
—Tiene razón. Por ahí se mueve algo.
Bill se puso de pie y agitó el brazo hacia los árboles oscuros que bordeaban la ribera.
—¡No disparen! —gritó— ¡Soy norteamericano! ¡Ayúdenme, que estoy herido! Por aquí…
Sus ojos escrutaban la costa, mientras esperaba a que sus salvadores emergieran del escondrijo, entre los árboles.
Nada se movía. Al cabo de un momento que pareció prolongarse hasta la eternidad, las voces volvieron a oírse, en esa oportunidad reducidas a un serie de ásperos susurros.
—¿Qué les dije? Están allí mismo.
—¿Dónde?
—Demasiado cerca para mi gusto, hombre.
Bill comenzó a vadear entre los juncos, avanzando hacia la costa.
—¡Escuchen! —gritó—. ¡Soy norteamericano! Tienen que ayudarme, por favor…
Desde la ribera le llegó un murmullo excitado.
—¡Miren! Allí hay uno.
—¡Tienes razón, ya lo veo! El hijo de…
El resto de sus palabras se perdió en un estallido: la demencial cháchara de una ametralladora.
Bill se arrojó nuevamente a las aguas lodosas, gritando:
—¡No! ¡No disparen! ¡No!
Las balas levantaron salpicaduras a su alrededor.
Hundió la cabeza para nadar por los bajíos, conteniendo el aliento.
Sólo cuando la falta de aire lo obligó a volver a la superficie se aventuró a sacar la cabeza, aspirando con brusquedad, en tanto sus ojos buscaban la costa.
Todo estaba en silencio. El fuego había cesado. Una vez más, aguzó el oído, tratando de percibir cualquier ruido que rompiera el silencio.
Las ranas croaban quejumbrosamente en sus escondrijos, a lo largo de los pantanosos juncales que bordeaban el río. En la profundidad de la selva distante, un ave nocturna pronunció su grito alborozado.
De pronto, entre las sombras que arrojaban los árboles de la costa, un murmullo se elevó levemente hasta cruzar el agua. Bill reconoció las voces de la patrulla.
—¿Oyes algo?
—Yo no, hombre. Seguramente le dimos.
Bill vaciló, combatiendo el impulso de volver a gritar. No serviría de nada. Aquellos locos del gatillo dispararían una vez más. No le quedaba sino seguir avanzando, tratando de cruzar el río. Tal vez en la orilla opuesta hubiera menos peligro.
Empezó a nadar otra vez, lentamente, con las brazadas cautelosas de quien trata de no agitar el agua. No hacer olas…
Un ruido brusco brotó desde algún punto de la ribera, hacia atrás. Contuvo sus esfuerzos y se dejó flotar hasta la superficie, volviendo la cabeza hacia la costa.
La voz más grave murmuró otra vez:
—¿Qué tienen en los oídos? Todavía está nadando por ahí. ¡Yo lo oí!
—Yo no tengo nada en los oídos, hombre. Pero lo único que oigo es el canto de las ranas.
Una tercera voz se elevó, excitada.
—¡Eh, miren! ¡Ahí asoma la cabeza! El hijo de puta ahora está tratando de llegar al otro lado.
Bill se sumergió rápidamente, con un gran movimiento de brazos. Ya no valía la pena esforzarse por no hacer ruido. Lo habían detectado; sólo quedaba rezar pidiendo poder mantenerse bajo la superficie el tiempo necesario para llegar a un lugar seguro, en la orilla opuesta. Otra ráfaga de ametralladora hizo añicos la superficie del agua, junto a su cabeza sumergida; el ruido aceleró las brazadas.
Siguió nadando, Nadó hasta que se le nublaron los ojos. Le dolían los brazos, le quemaban los pulmones. En el momento en que llegaba al punto máximo de su resistencia, sus pies desesperados tocaron fondo.
Sin poder soportar un momento más sin aire, Bill buscó la superficie y asomó la cabeza lo bastante como para aspirar profundamente, mientras miraba la costa que tenía ante sí.
¡Había llegado!
Y ya no había fuego al otro lado del río. Sólo se oían los jadeos que acompañaban su propia respiración. Aliviado, se levantó para vadear los bajíos, antes de iniciar el ascenso por la ribera empinada, hacia los árboles de atrás.
Mientras lo hacía, un grito retumbó sobre las aguas.
—¡Allí está!
Bill giró en redondo, agazapándose contra el barranco, y miró hacia el otro lado del río. Se veían las sombras de los hombres que se recortaban en la otra orilla, con toda claridad.
Por primera vez notó que el río no era tan ancho. Si ellos volvían a disparar, no habría salvación para él. Se agachó un poco más, clavando las manos en el lodo, esperando los disparos.
Pero no los hubo. En cambio, al mirar otra vez por sobre la corriente pantanosa, vio que una de las sombras levantaba un brazo, llevándolo hacia atrás como un pitcher que se preparaba a arrojar la pelota.
Algo llegó girando por el aire y aterrizó en el cieno con un chapoteo opaco, a unos doce metros de Bill, hacia la izquierda. Él giró en esa dirección y clavó la vista en aquel objeto, medio hundido en el barro blando de la orilla.
No se trataba de una pelota de béisbol; ni el tamaño ni la forma correspondían a eso. El reflejo de su brillante superficie bajo la luz de la luna lo hizo parpadear. Y en ese momento oyó el siseo.
¡Qué pelota de béisbol! ¡Eso era una granada!
Se incorporó y echó a correr.
La granada estalló, detrás de él, en una luz cegadora y su explosión hizo trizas el silencio. El impacto de la explosión lanzó a Bill por los aires, arrojándolo de cabeza contra la barrera de troncos que se levantaba directamente a él.
Sé desmayó, tal vez por un minuto, tal vez por horas enteras. No había modo de saberlo. Pero la conciencia regresó poco a poco.
Bill se dio cuenta de que aún estaba con vida. Con vida y consciente, tendido de espaldas contra el pasto cálido, con los brazos y las piernas extendidos. Movió cautelosamente los dedos, agitando los pies. Un dolor sordo de recorrió los miembros. Sentía otro dolor, palpitante, a la altura de los hombros, pero sus músculos respondían. No estaba herido, después de todo.
Abrió los ojos. Miró más allá de las copas que lo rodeaban, hacia el cielo nocturno. El aire era húmedo, cargado de calor. Las ropas mojadas y pegajosas se le adherían al cuerpo.
Nada había cambiado. Aún estaba en la selva, aún allí… dondequiera que fuese.
Cautelosamente, se incorporó sobre el codo derecho, para mirar hacie la orilla, donde la fuerza de la explosión había dejado un cráter. Espió hacia la otra orilla. Ninguna sombra se movía allá; el único ruido era la letanía de las ranas.
Bill se incorporó poco a poco, sin dejar de escrutar la maleza selvática que tenía ante sí. En sus profundidades se detectaba el zumbido constante de los insectos, en sus rondas nocturnas. No había otras señales de vida.
¿Vida?
Bill sacudió la cabeza. ¿Cómo podía estar seguro de que había vida en alguna parte? Primero los nazis, después los del Ku Klux Klan, por fin los chinos y los soldados norteamericanos. Todo eso había desaparecido, pero ¿habían sido reales en algún momento?
Tal vez todo era un sueño. Tal vez estaba agonizando, deliraba de fiebre. Tal vez ya estaba muerto.
Pero el dolor de brazos y piernas al avanzar lo tranquilizó. Los muertos no sienten nada. Dondequiera que estuviese, pasara lo que pasare, estaba aún con vida.
El único problema consistía en seguir así.
Con cautela, aguzando ojos y oídos para percibir cualquier sombra, cualquier ruido, Bill echó a andar por entre los árboles. No tenía la menor idea de lo que había más allá de la selva. Sólo quería escapar. Escapar del río, escapar de las siluetas que pululaban en su pesadilla.
¡Pesadilla, eso era! ¡Tenía que ser una pesadilla!
Ninguna otra cosa tenía sentido. Pero si era una pesadilla, ¿por qué no despertaba? ¿Y cuándo se había quedado dormido?
Recordó haber estado con Ray y Larry. Esa parte era real y estaba seguro de no haberse dormido en el bar. Pero ¿cuánto tiempo había pasado desde entonces?
¿Horas, días, meses?
Por alguna razón le parecía que eran años. Sí, tenían que ser años enteros, por aquello de los nazis. Y ¿cuándo habían existido los del Ku Klux Klan, dedicados a linchar negros? De eso también hacía años. Y lo mismo ocurría con la guerra de Vietnam.
Bill sacudió la cabeza. No podían haber pasado años. Estaba sucediendo y allí estaba él, en Vietnam, en medio de la noche, perdido en la selva.
Eso no era un sueño. Percibía el olor de la vegetación podrida, sentía el sudor que le cubría el cuerpo por el húmedo calor de la noche tropical, le dolían las picaduras de los mosquitos que lo rodeaban y, además, oía sus zumbidos furiosos al avanzar.
¿Avanzar?
Bill se detuvo para mirar a su alrededor, entre los árboles que se erguían en círculos silenciosos.
¿Hacia dónde iba? ¿Cómo estar seguro de que avanzaba en la dirección correcta? No había senda que seguir, nada visible, salvo los árboles que se multiplicaban a ambos lados.
Estaba perdido, perdido en la selva. Sus labios se movieron en una plegaria silenciosa: «Por favor, Dios mío, ayúdame. ¡Sácame de aquí!»
No hubo respuesta, ninguna señal. Sólo el zumbido de los insectos se elevaba de entre la maraña de enredaderas, curvadas como serpientes entre los troncos de los árboles.
Por un momento más, Bill permaneció indeciso, inmóvil. De pronto se volvió hacia la derecha y empezó a caminar otra vez. La solución era mantenerse en movimiento.
«Ayúdate, que Dios te ayudará».
Ya le dolía todo el cuerpo. Se sentía como si lo hubieran golpeado a mazazos, pero siguió marchando. Tenía que seguir. No había opción alguna. Tarde o temprano saldría de esa selva y llegaría a otro lado. No había modo de saber con qué iba a encontrarse allí, pero cualquier cosa era mejor que ese laberinto de oscuridad en donde se movía.
Bill avanzaba, jadeando. Tropezaba con las enredaderas, se llevaba por delante las ramas bajas y mataba a palmadas a la multitud de insectos que se abatía sobre él.
De pronto, súbitamente, el camino se despejó hacia adelante.
Bill se detuvo en el borde del claro a mirar el río.
«¡Oh, no!», pensó, sacudiendo la cabeza, con los músculos de la mandíbula tensos. «¡No me digan que he caminado en círculos!»
Pero una segunda mirada lo tranquilizó. El arroyo era más ancho que el que había cruzado antes. En la orilla opuesta se elevaba un barranco. En su base distinguió un grupo de estructuras con techo de paja, eran, tal vez, diez o doce, iluminadas por lamparillas que pendían de los cables tendidos entre las chozas. Bajo su resplandor pudo distinguir un racimo negro de insectos alrededor de cada bombilla, como un halo oscuro y zumbante. La luz se reflejaba en la superficie del agua moteando su oscuridad con destellos de oro.
Bill permaneció en silencio, aguzando el oído y la vista. Pero nada se movía más allá de la luz, al otro lado, y ningún ruido quebraba el silencio. Hasta las ranas estaban calladas.
Poco a poco bajó la pendiente hasta el borde del agua, sin dejar de mirar a derecha e izquierda. Detrás, en la maleza, el zumbar de los mosquitos era apenas audible. Era todo cuanto se oía. Ante él, el río alargaba su silenciosa y serena superficie.
Bill se abrió paso hasta la orilla para volver a observar aquel iluminado semicírculo de chozas. Una vez más, sus ojos buscaron algún movimiento. Una vez más, vacilaba.
¿Los aldeanos lo habrían visto? Acaso se escondían, asustados por su presencia o habían retrocedido hacia el interior de las viviendas, para sorprenderlo con una emboscada.
No había modo de saberlo. No había modo de averiguar si se enfrentaba con amigos o enemigos. Sólo las luces ofrecían una promesa, incitándolo a seguir, a salir de las sombras. No importaba qué estuviera acechando al otro lado del río: siempre sería menor que cuanto había dejado atrás.
Bill vadeó nuevamente el río. Cuando el agua le llegó a la cintura comenzó a nadar, ignorando las doloridas protestas de su cuerpo. Por cansado que estuviera, no quedaba más remedio que seguir.
Para su sorpresa, la tensión de sus músculos fue cediendo al nadar. Pero se daba cuenta de un modo puramente físico; su mente no percibía los efectos.
¿O sí?
Una vez más, los acontecimientos de las últimas horas se encendieron ante él como relámpagos. Otra vez surgió la pregunta: ¿eran sólo pocas horas? De pronto tuvo la sensación de que había pasado la vida corriendo: huyendo de los nazis, del Ku Klux Klan, de los norteamericanos de la selva. ¿Era realidad todo aquello o se estaba volviendo loco?
Todo el dolor volvió a su cuerpo. En ese momento lo recibió con gratitud: al menos, era parte de la respuesta. No podía sentirse tan cansado, a menos que todo aquello fuera realidad.
No se trataba de su imaginación ni de un caso de locura. Eran los otros quienes se habían vuelto locos: los nazis, que lo tomaban por judío, los del Klan, que le atribuían sangre negra, los soldados, que lo creían chino.
¿Qué diablos les pasaba a todos? ¿Estaban ciegos? ¿Cómo no se daban cuenta de que él era norteamericano? Les habría bastado con mirar, con escuchar, para darse cuenta.
Locos, estaban todos locos. Pero eso ya no importaba. Lo importante era haber podido escapar. Si hallaba a alguien en la aldea, al otro lado del río, si eran amistosos, tal vez lo ayudaran a escapar. A escapar de la selva y de los chiflados, a volver a casa.
Una vez en los bajíos, Bill se levantó y siguió avanzando hasta la costa. Más adelante las bombillas colgadas seguían iluminando, pero nada se agitaba entre las sombras.
Una vez más surgió la idea y, con ella, el miedo: ¿y si era una emboscada?
Sólo existía un modo de averiguarlo. Habiendo llegado hasta allí no quedaba sino correr el riesgo. Se obligó a avanzar lentamente por la cuesta, hasta salir al claro semicircular abierto ante las chozas, junto al barranco. Por sobre su cabeza se oía zumbar a los insectos que revoloteaban alrededor de las lámparas encendidas. No había otro ruido, salvo el de su propia respiración agitada y el latir sofocado de su corazón.
Recortado contra la luz, Bill echó una mirada por el grupo de viviendas. ¿Qué estaban esperando? Si tenían armas, era el momento justo para utilizarlas: allí, de pie, constituía un blanco perfecto. Y si no disparaban, si eran amigos, ¿por qué tenían miedo de mostrarse?
Bill tragó saliva y aspiró hondo.
—¿Hay alguien aquí? —gritó.
La única respuesta fue el eco de su propia voz.
Miró a su alrededor con gesto preocupado. Tal vez no comprendían lo que estaba diciendo, pero al menos lo habían oído gritar y podían ver que estaba desarmado. ¿Por qué no se presentaban?
No había ruidos ni movimientos, con excepción del zumbido de los insectos y el revoloteo en torno de las bombillas desnudas. Bill se acercó a la choza más alejada, hacia la izquierda y se detuvo junto a la puerta abierta. Una vez más levantó la voz.
—¿Hay alguien allí? Salgan, por favor. No pasa nada. No les voy a hacer daño.
Nadie respondió a esa invitación. Más allá de la puerta todo era silencio.
Bill dio un paso hacia adelante para asomar la cabeza al interior. Vagamente llegó a distinguir en la oscuridad una cocina de hierro en un rincón y las esterillas para dormir que sembraban la tierra desnuda, a ambos lados. Por lo demás, la choza estaba vacía.
Con el entrecejo fruncido, echó a andar por el semicírculo, deteniéndose a mirar por cada una de las puertas, pero no halló sino una repetición de lo visto en la primera vivienda: cocina, esterillas para dormir y, en algunos casos, utensilios de cocina, además de algunas frazadas y hatillos de ropa. A su espalda, las luces seguían encendidas. En varias de las cabañas había cacerolas sobre las cocinas.
Por fin entró en una de ellas para examinar la olla. El caldo aún burbujeaba. Olfateó su aroma.
No cabían dudas de que había habido alguien allí hasta hacía muy poco tiempo. Al parecer, se habían retirado de prisa. Eso también era obvio. Pero ¿para ir adónde? ¿Y por qué tanto apuro?
Bill salió de la choza a tropezones y contempló la aldea desierta, sacudiendo la cabeza. No tenía sentido tratar de adivinar lo que había ocurrido allí. Sólo sabía que aún estaba solo, solo y cansado. Cansado de pensar, cansado de correr. Sólo deseaba dormir. Sin embargo, en lo más hondo de su ser resonaba una advertencia: no podía permitirse el lujo de quedarse dormido allí, en ese momento. De todos modos, necesitaba descanso.
Se acomodó a un costado de la choza, con la espalda contra el muro exterior, dejándose vencer por la oleada de cansancio que se alzaba dentro de él. Involuntariamente se le cerraron los ojos. La ola rompió, ahogándolo en la oscuridad.
Ahogándolo. Eso era, se estaba ahogando.
Tenía que estar ahogándose, hundiéndose por tercera vez, pues toda su vida pasaba ante él. Las visiones interiores fueron sucediéndose: Ray y Larry, que lo azuzaban en el bar; los oficiales nazis disparando contra él, que huía por los tejados; su caída a la acera. En ese momento, los del Ku Klux Klan balanceaban el nudo corredizo ante sus ojos. Una vez más, empujó a uno de los encapuchados que lo sujetaban contra la cruz ardiente y oyó su alarido de agonía. De pronto el grito se transformó en el ladrido de los perros que lo perseguían en la oscuridad. Luego, esos aullidos se perdieron en el tartamudeo de la ametralladora y el estruendo de la granada, al estallar. Una vez más avanzó a ciegas por la selva, nadó en el río, revisó las cabañas silenciosas…
Los ojos de Bill se abrieron en un parpadeo.
Por un momento no supo dónde estaba, pero al aclararse la vista volvió a ver las luces bamboleantes y más allá, la oscuridad.
Comprendió que debía de haberse quedado dormido, a pesar de sí mismo; había estado soñando, pero en ese momento estaba totalmente despierto.
Bill se volvió hacia el río. La mole de un junco chino se erguía en el centro de la corriente; sus velas desplegadas explicaban cómo había podido acercarse sin ruido.
En la penumbra, Bill pudo distinguir el movimiento de unas formas oscuras en la proa de la embarcación. Se levantó para correr hacia el abrigo de la maleza, más allá de la aldea.
Al frente, detrás de la choza más alejada hacia la derecha, distinguió un sendero estrecho, medio oculto por los arbustos de follaje espeso. Corrió hacia allí y desapareció bajo las ramas. Se detuvo, para mirar hacia el río.
El junco ya no estaba a oscuras. Desde su parte trasera, el rayo de un poderoso reflector recorría el grupo de chozas, en busca del fugitivo.
Bill echó a andar por la estrecha senda que serpenteaba entre la maleza, por el empinado barranco. Avanzó, jadeando. El sendero era muy escarpado y lo obligaba a bufar y a sudar por el esfuerzo.
Una cápsula silbó a sus espaldas y estalló más abajo, a la vera del camino.
Bill se volvió a mirar el incendio de la aldea. El río había enrojecido con el reflejo de las llamas y en su superficie carmesí se bamboleaba un pequeño bote que, alejándose del junco, avanzaba hacia la costa. Bill frunció el entrecejo, mientras lo veía llegar a la playa.
¡Enviaban un grupo de desembarco!
Siguió trepando frenéticamente, hasta lograr el abrigo de los árboles que coronaban el acantilado.
Mucho más abajo se elevaron gritos, por sobre el rugir de las llamas.
Volvió a iniciar la marcha, con los ojos alertas en busca de una abertura entre los árboles.
Por fin lo vio: un pequeño cobertizo de madera, medio disimulado entre las sombras más intensas.
Corrió hacia la entrada, buscando rápidamente la puerta con las manos. Para su alivio, se abrió hacia adentro. Bill tropezó con el umbral. Allí se detuvo, con la vista fija en las sombras del interior. Lo rodeaban, por tres lados, montones de leña menuda, que dejaban sólo un pequeño espacio, una vez cerrada la puerta. Avanzó a tientas en la oscuridad; extendiendo el brazo, retiró un trozo de madera a la derecha y comenzó a amontonar leños contra la puerta, a ciegas, trabajando febrilmente para levantar una barrera improvisada.
Por fin se acurrucó en la oscuridad. No quedaba nada por hacer, salvo orar para que su escondrijo pasara inadvertido cuando el grupo de desembarco llegara a la cima del acantilado.
Pasó unos segundos acurrucado allí, aguzando el oído para percibir cualquier sonido más allá de la puerta bloqueada. El bombardeo había cesado; el crepitar de las llamas estaba disminuyendo. Bill esperaba el ruido de voces y pasos, que le indicaría la aproximación de la partida de desembarco.
Nada se movía en el silencio de la noche.
Sintió una brusca oleada de alivio. Tal vez no habían descubierto el rumbo de su huida. Una vez que el grupo de desembarco revisara la aldea incendiada, sin hallar nada, volverían al bote y lo dejarían allí, a salvo.
«Dios mío», rogó Bill, en silencio. «Haz que se vayan… que se vayan y me dejen en paz…»
Pero súbitamente se oyeron los aullidos.
En la noche subía el aullar de los perros de caza y, por encima, los gritos que se acercaban a la puerta.
Reconoció, horrorizado, unas voces familiares que lanzaban exclamaciones de triunfo:
—¡Tenemos al negro en la leñera!
—¡Hurra! ¡Quemémoslo vivo!
—Nada de eso. Lo quiero con vida. Sujeten a los perros hasta que hayamos tirado la puerta abajo.
¡Otra vez el Ku Klux Klan!
Pero ¿cómo podían estar allí?
Aturdido por el desconcierto, petrificado por el temor, Bill escuchó. La puerta del cobertizo comenzaba a hacerse astillas bajo el golpe de un hacha.
Se levantó y trató de alcanzar un trozo de leña de la pila, a su derecha. Pero antes de que su mano aferrara el tronco, la puerta se hundió hacia adentro.
Los soldados nazis tomaron a Bill por el hombro, quitándole el leño con un golpe en la mano, y lo sacaron a la rastra del cobertizo.
¿Nazis? ¿Qué hacían allí?
¿Y dónde estaba?
El barranco y la aldea en llamas habían desaparecido. Estaba otra vez de pie sobre adoquines, en un andén barrido por la lluvia, a la luz del día, rodeado por hombres uniformados, con los brazos sujetos a la espalda. No se oían perros ni se veían figuras encapuchadas. Se debatió hasta poder girar la cabeza y echó un vistazo al cobertizo, a su espalda. También había cambiado; ya no se acurrucaba, aislado, entre los árboles, sino que formaba parte de una estación ferroviaria.
El soldado lo empujó hacia adelante, para enfrentarlo al oficial nazi que permanecía inmóvil en el andén, bajo la intensa lluvia.
—¡Suélteme! —le gritó Bill.
La voz del oficial se elevó en una áspera orden. Los guardianes de Bill lo empujaron hacia la pared. El prisionero, desesperado, volvió la cabeza para mirar al cordón de soldados que permanecía de pie tras el jefe.
—¿Qué me está pasando? —murmuró con desesperación.
Los soldados permanecían rígidos, en posición de firme, sin prestar atención a su presencia ni a su voz.
Bill volvió a cerrar los ojos. Tal vez veía visiones, tal vez estaba nuevamente alucinado. Sí, ésa era, sin duda, la respuesta. Todo era pura imaginación. Desaparecería cuando lograra dominarse. «Es cuestión de quedarse tranquilo. Cuenta hasta diez, aspira profundamente y, cuando abras los ojos, estarás otra vez en el cobertizo…»
Comenzó a inhalar, pero el aliento se le escapó del cuerpo al chocar contra los ladrillos del muro de la estación.
¿Estación?
Bill abrió los ojos, con el desesperante resultado de que nada había cambiado. Aún estaba allí, con los brazos extendidos sujetos por los soldados. Un oficial nazi avanzó hacia él bajo la lluvia, introdujo la mano en su chaqueta y balanceó un objeto ante sus ojos.
Bill miró fijamente aquel trozo de tela amarilla, cortado en forma de estrella: la estrella de David.
El oficial alargó la mano y prendió el emblema al pecho de Bill. De inmediato hizo un gesto al pelotón que permanecía en posición de firme, con los centelleantes fusiles bajo la lluvia.
—Hier ist nur ein anderen —dijo, señalando a Bill—. Stell ihn mit den anderen.
Mientras el pelotón avanzaba hacia él, Bill se lanzó hacia adelante, liberándose de sus guardianes.
—Soy ciudadano norteamericano —jadeó— ¿no comprenden?
Uno de los soldados se apartó del pelotón y, sin perder el paso, levantó el fusil para golpear a Bill con la culata, en el costado de la cabeza.
El prisionero, aturdido, cayó de boca contra el adoquinado. Lo recorrió una oleada de dolor, pero de algún modo logró hablar otra vez.
—No dejaré que me hagan esto —murmuró.
Unas manos fuertes lo levantaron a tirones, arrastrándolo por el andén. Al abrir los ojos, Bill se encontró ante una larga fila de vagones de carga, detenida en las vías. Todos estaban herméticamente cerrados, salvo el más próximo. Unos soldados montaban guardia ante él, con los fusiles en alto, acicateando con las bayonetas a las oscuras siluetas que cubrían la puerta.
Bill se volvió hacia el soldado de la izquierda, con una mirada suplicante.
—No, por favor… Están cometiendo un error…
De pronto se sintió levantado por detrás. Lo arrojaron por la puerta abierta. Cayó pesadamente, golpeando contra los cuerpos amontonados de los otros ocupantes. Alguien le sujetó el brazo para ayudarle a recobrar el equilibrio. Miró a su alrededor, investigando los rostros de sus compañeros. Algunos eran jóvenes; otros, viejos, pero todos presentaban idénticas expresiones de resignación y desesperanza. Todos, como él, llevaban la estrella amarilla.
La puerta corrediza del vagón se cerró, con un fuerte rumor. A manera de respuesta, a espaldas de Bill se elevaron gritos de miedo.
Al ponerse en marcha el tren, Bill cayó contra el flanco del coche, entre los gritos y los gemidos de la horda indefensa, unido al implacable traqueteo de las ruedas en las vías.
Bill ya sabía dónde lo llevaban. Y lo que le pasaría al llegar ahí. Pero eso, por algún motivo, no importaba. Lo que fuera de él no tenía importancia.
Iba a morir. Los otros también morirían. Y morirían los nazis, a su debido tiempo. Todo era lo mismo, tanto para los vencedores como para las víctimas. Y así sería siempre, hasta el día en que también muriera el odio.
Los labios de Bill se movieron en una plegaria silenciosa, en tanto el tren proseguía su marcha por la penumbra del crepúsculo.