A punto ya de salir de la cámara real, don Alonso el VI se vio detenido por un alboroto de pasos y voces procedentes de la antecámara… Contrariado, quedóse quieto en medio de la estancia, aguardando a saber cuál fuera el suceso que detenía su proyecto de salir a despedir hasta las lindes de sus reinos al conde soberano de Barcelona, Ramón Berenguer. El día antes, y con toda la solemnidad que pudo darse al acto, el joven príncipe fue jurado soberano de Barcelona por todos los barones catalanes que acudieron al juicio de Dios. La magnanimidad del nuevo soberano inauguró su reinado glorioso con un amplio perdón para todos aquéllos que de buena fe siguieron el bando del Fratricida, y, de este modo, todos aquellos caballeros fueron sus devotos vasallos desde el primer instante. Ahora, el conde debía marchar a sus estados y hacerse dueño de la garlanda condal que por herencia le correspondía. Para don Alonso era triste extremo este de tener que decir adiós al joven caballero, que tanto y tan bien supo adentrarse en su real estimación cuando todavía se ignoraba su egregio nacimiento y todos le creían un miserable bastardo… Detenido en plena estancia, el rey aguardó unos instantes, pasados los cuales, el palaciego de servicio entró apresurado.
— ¿Qué acontece, don Garcés de Ulloa? —preguntó el monarca.
— Señor, los condes catalanes de Cerdaña y de Cardona, y el señor don Illán de Moneada, recaban la honra de ser recibidos por Vuestra Alteza, si quiere hacerles esa merced.
— ¿A estas horas… y en estos momentos? —se extrañó don Alonso—. Sí haré, don Garcés. Hacedles llegar presto a mi presencia.
Momentos después, los tres señores, en traje de camino y con caras foscas y talante desolado, se llegaban a besar la real mano de don Alonso el VI.
— ¿Qué es lo que acontece, caballeros, para que así vengáis a mi cámara momentos antes de partiros para vuestra tierra catalana?
— Señor… —balbuceó, conturbado, el de Cerdaña—; la contrariedad y el disgusto mayor que hemos sufrido por nuestro príncipe, con haber sido tantos y tantos los que hemos llevado hasta aquí con meritoria paciencia.
— Vos diréis, don Bernardo Guillelmo… Sentaos, hacedme merced, vosotros también, caballeros, que mejor discurren las pláticas cuando se escuchan con comodidad —invitó el rey.
Cuando todos hubieron tomado asiento en sus sitiales respectivos, el anciano señor tomó a decir amargamente:
— Vuestra Alteza conoce de sobra el genio firme y recio de nuestro joven soberano.
— Sí, ¡voto a tal!, le conozco harto bien. Es todo un hombre, y a fe que estuve acertado al darle por divisa una espada, que es su temple de acero, que se dobla mas no se rompe.
— ¡Ay, señor!, que esta firmeza es a veces un grave inconveniente cuando se aplica a ciertos casos… —lamentose el conde de Cerdaña.
— ¿Cuál es el de ahora?
— Señor; os lo diré en palabras breves, que el tiempo urge y el camino, si hemos de hacerlo, es largo para andar perdiendo el tiempo en circunloquios; sin contar con que yo no soy hombre de retóricas.
— Pues vos diréis, amigo conde.
— Nuestro don Ramón Berenguer es mozo y apasionado. El azar o el demonio, que vienen a ser lo mismo, hizo que en su camino tropezara con esa linda doncella de vuestra hija, la señora infanta. De ella se prendó, lo cual no me asombra, porque su hermosura es sorprendente…
— ¿Verdad que sí…? —interrumpió el rey, con un destello de orgullo en sus altivos ojos, que dejó cortado un punto al caballero. (¿Qué podía enorgullecer al rey en la belleza de la azafata y qué tenía que ver con ella para…?)
— Quien lo pusiera en duda, sentiría plaza de ciego o de torpe, señor. Eso es cierto; porque la doncella es una magnífica criatura, a fe de caballero —asintió cortésmente el anciano—; mas Vuestra Alteza sabe que para ceñir una corona y compartir un trono es bastante prenda la hermosura, que la gobernación y el bien de los estados necesitan de otros requisitos.
— ¿Queréis decir que el conde de Barcelona la ama?
— Hasta la locura, señor; hasta el extremo de hallarse dispuesto a renunciar al trono y volverse a Castilla a seguir siendo en vuestros reinos un caballero más de los que mandan vuestras mesnadas, si no le damos nuestro consentimiento en Cortes los barones catalanes para desposarla.
— Eso está bien.
— ¡Cómo! ¿Es posible que Vuestra Alteza lo encuentre bien?
Se pasmó el de Cerdaña y se pasmaran igualmente don Illán de Moneada y don Ramón Folch de Cardona.
— Sí, conde; lo encuentro bien. Y vos sabréis muy pronto el porqué. ¿Dónde queda, el conde de Barcelona?
— En su estancia, señor, combatiendo y discutiendo con su señoría el conde de Rugoso, que en vano trata de convencerle para que se deje gobernar por la razón de Estado.
— No lo hará…, ¿verdad, maese Sancho? —dijo el rey volviéndose hacia don Illán con una sonrisa de inteligencia que el otro recogió y devolvió.
— Témome que no, mi señor: que Su Alteza el conde es cabezón, dicho sea con todos los respetos.
— Y vos sabéis cómo ama a la mujer que por él ofrendó su vida.
— Sí tal, señor. ¡Lástima grande que esa mujer no fuese una infanta de Castilla!
A esta exclamación de don Illán, el rey se irguió y, encarándose con don Bernardo Guillelmo, inquirió:
— Decidme, buen conde: si en lugar de ser una humilde azafata fuese la propia infanta doña Urraca, ¿creéis que las Cortes de Barcelona darían su consentimiento?
Miráronse los tres catalanes, como deslumbrados por la proposición.
— Señor…, ésa sería una grande honra para nuestros reinos y para nuestro conde —respondió el anciano, con convicción llena de respeto.
— Está bien, entonces. —Y el rey se alzó resuelto de su sitial—. Vamos a la estancia del conde de Barcelona.
Cuando entraron en ella, la disputa entre el conde de Barcelona y el de Rugoso era más violenta y también más inútil que nunca. La vibrante voz del mozo dominaba los requerimientos del viejo con unas frases firmes:
— Os digo que sería un mal caballero y un mal hombre si, amándola como la amo y teniéndole que agradecer la vida, la cambiara por esos oropeles del trono y del poderío. Antes que mi ambición está ella. Y de ahí no me sacarán aunque me empalen.
— ¿Y vuestros estados, desdichado? ¿Y las esperanzas de vuestros súbditos puestas en vos? ¿Y la reivindicación que debéis a la memoria de vuestro padre?
— Deberes muy respetables son, ciertamente; pero ni ellos me traerían la felicidad, ni mi gobierno sería floreciente si yo lo inaugurase con la negra ingratitud de destrozar el corazón de esa criatura que dio por mí su sangre… Mi pueblo y yo seríamos malditos de Dios…
— ¡Estáis loco!
— Creo, conde de Barcelona, que toda esta discusión huelga, y que las cosas van a caminar por cauces más lisos, si me hacéis la merced de oírme —pronunció una voz a espaldas de los contrincantes.
— ¡El rey!
— ¡Señor…, vos!
— Yo, el rey de Castilla, León y Galicia, que viene a decir al conde don Ramón Berenguer de Barcelona que no ha menester renunciar a sus estados ni a su corona para casarse con una infanta de Castilla.
Un instante de estupor, durante el cual las lenguas están atadas por el pasmo. Al fin, Manrique balbucea, incomprensivo:
— ¿Vuestra Alteza quiere casarme con… la infanta doña Urraca, por ventura?
— No, mi Alteza quiere casaros con la mujer que amáis.
— ¿Con…?
— Y la mujer que amáis es, como doña Urraca, hija de mi sangre.
Silencio profundo, lleno de intensa expectación. La revelación de un secreto es siempre solemne, y no cabe duda de que el rey, por el bien de su hija y por el cariño que profesa al que fue su paladín, va a descorrer el velo de alguna historia triste.
— Corrían los años de mil setenta y uno y estaba yo en la Corte de Toledo, cuando se llegaron a hacer pleitesía a Al-Mamún dos reyezuelos de taifas y el famoso Al-Motamid de Sevilla. Traía este monarca consigo a su hija, la princesa Zaida, que fue luego bautizada por mi amor con el nombre de María Isabel y más tarde casó conmigo.
Un vientecillo como de tragedia corre por la estancia… Rugoso recuerda aquellos días tristes que él compartió, con su señor, en el destierro.
— Ver a la princesa Zaida y amarla fue todo una cosa. ¡Era tan hermosa como lo es doña María, que os ha enamorado a vos, conde de Barcelona, y tan dulce, tan buena, tan abnegada que, como mi hija, fue capaz de todos los sacrificios por mi amor, como lo ha sido por el vuestro basta arriesgar su vida por vos ella!
— ¡He aquí lo que estos miserables no quieren comprender! —exclamó el mozo, casi exasperado.
Los catalanes sonrieron, sin agraviarse de este dicterio, que supieron disculpar en vista de la excitación del conde.
— Perdonadles… Acaso no amaron jamás, hijo mío… —compadeció Su Alteza—. Preguntadle a don Diego cómo amé yo a aquella gentil y hermosísima princesa, que fue la más querida de todas mis esposas, y cómo me odió Al-Motamid, que se negó a consentir nuestro matrimonio, quizá porque entonces era yo un rey desposeído de sus estados y refugiado por la misericordia de Al-Mamún en su Corte… Para el amor no existen diques; y, así, lo que pudo ser un matrimonio honesto fue una pasión desbordada… Hable don Diego… Trances son éstos en que ningún hombre de honor puede ni debe encontrar delito, que son pocos los que escaparon de correrlos… Nació esa hija amadísima sobre todos mis hijos, hija del amor más tierno y más apasionado, acaso por ser más contrariado, en la ciudad de Sevilla, y su nacimiento fue para mí manantial de graves inquietudes, por el temor de que su abuelo descubriese la falta de su hija y vengase en ella lo que en mí no podía vengar. Mas quiso la Providencia que en éstas fuese yo repuesto en el trono de Castilla, León y Galicia, y entonces mi buena hermana doña Urraca, que siempre tuvo para mí solicitudes de madre, se hizo cargo de la niña, sacada de Sevilla con el consentimiento de su madre. Al encumbramiento mío se disiparon repentinamente los odios de ese viejo loco de Al-Motamid, y entonces consintió en mi matrimonio con la princesa Zaida. De ella nació mi único hijo varón, el infante don Sancho, que costó la vida a su hermosa madre. Mas he aquí que, resentido yo con los señores castellanos por la dureza que para mí hubieron en la jura de Santa Gadea, me tuve a menos informarlos de mi matrimonio, ni del nacimiento y legitimación de estos dos hijos… Y así, la infanta doña María ha crecido, primero, al lado de mi hermana doña Urraca, en Zamora, y, desde la muerte de ésta, en mi misma Corte, al inmediato servicio de mi hija doña Urraca, sin que alma viviente haya sabido el parentesco que conmigo tenía. Y así hubiera sido hasta después de mi muerte, si su felicidad no estuviese en juego… ¿Queda, pues, señores barones catalanes, en pie vuestra promesa?
—¿Jura Vuestra Alteza ser cierto cuanto acaba de decir, y que la doncella es, en efecto, hija vuestra y de la malograda reina María Isabel?
—Juro que así es, y Dios me lo demande si miento.
—Entonces, señor conde de Barcelona, habéis mujer —respondió solemnemente el conde de Cerdaña.
—Y juro y prometo por mi honor dotar a la infanta doña María Isabel con iguales cantidades en dineros, oro, piedras finas, caballos, telas preciosas y estados, villas, castillos y lugares como doté a la infanta doña Urraca cuando contrajo matrimonio con Raimundo de Borgoña; y más, entregarle intacta la herencia de su madre, que es principesca, cuando a vosotros, señores barones catalanes, os convenga enviar embajadores que traten de estos y de otros extremos del matrimonio de vuestro príncipe.
Otro silencio imponente; luego una orden del rey.
—Señor mayordomo mayor… —dijo, abriendo por sí mismo la puerta de la cámara—. Id y decid a la doncella de mi hija, la señora infanta, que se llegue un punto a estos aposentos.
Los momentos que transcurrieron pareció que no iban a tener fin; al cabo de los cuales el palaciego abrió la puerta y dio paso a una dulce silueta vestida de brocados blancos, sin más adornos en su persona que unos pomos de flores de jazmín, que en ella parecían símbolo de pureza y que esparcieron por la estancia su intenso perfume. Hizo con suma perfección una graciosa reverencia ante el rey y aguardó, sin color y emocionada. (Sin duda iban a propinarle un réspice). Mas el rey con la misma solemnidad que si estuviera en un acto oficial, la cogió de la mano y dejó caer estas palabras incomprensibles para ella:
—Señor conde de Barcelona, caballeros catalanes y castellanos que me escucháis: tengo el honor de presentaros a mi hija, la señora infanta doña María Isabel.
La muchacha, aterrada, miró al rey. (¿Sería posible que Su Alteza se hubiera vuelto loco?) Pero el rey siguió:
—Conde de Barcelona: os entrego a mi hija por esposa.
El grácil cuerpo de doña María flaqueó sobre sus temblorosas piernas; comenzó todo a darle vueltas en tomo, y cerró los ojos… Cuando los abrió, estaba tendida sobre unos almohadones de la regia cámara: un tropel de damas (doña Urraca y doña Mencía entre ellas) se disputaban el cuidado de atenderla, y a sus lados, inclinados sobre ella, con la angustia en los rostros, estaban dos hombres: el rey y el conde de Barcelona. Recapacitó un momento y, luego, una radiante sonrisa embelleció la rosa de sus labios, tendió sus brazos hacia el rey y se aferró a su cuello, con un grito:
— ¡Padre!
Estrechóla el rey sin una palabra; la emoción era demasiado fuerte para resolverla en frases, pero ella sentía latir el corazón de don Alonso el VI bajo el brocado púrpura de su jubón, adornado de rubíes. Y don Alonso creía revivir los días venturosos en que, en tomo a su cuello, sentía la cadena amorosa de los brazos de María Isabel. Luego la doncella volviose hacia Ramón Berenguer y, a su vez, le tendió las manos… El besolas con devoción impregnada de apasionada ternura. Todo su ser, en su actitud, en su expresión, en sus gestos, traducía elocuentemente estas dos palabras:
«¡Te quiero!»
Y él, comprendiendo el mudo lenguaje de la doncella, besando sus manos, murmuró, una y otra vez, entre suspiros de felicidad:
—Te adoro, princesa mía…
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El reinado del conde Ramón Berenguer III el Grande se iba deslizando sin tropiezos, como si la mano de alguna hada madrina presidiera todos los actos del joven soberano; rodeado del amor de su pueblo, que le había acogido con el entusiasmo con que las gentes sencillas suelen acoger a los que han padecido injusticias, como si con su amor quisieran resarcirlos de ello. Bienquisto de todos los reyes circunvecinos, apoyado por el rey de Castilla, con influencia en todas las Cortes y ardientes simpatías por doquiera, el antiguo doncel de Rugoso hubiera podido llamarse un hombre feliz… De su dichoso matrimonio con doña María Isabel había tenido una niñita rubia que, al decir de maese Sancho, era en todo parecida al niño que dejó huérfano «Cabeza de Estopa»… Esta niña colmaba toda la felicidad del joven matrimonio mientras llegaba —que llegaría al fin— el heredero varón que convenía a los estados catalanes para su mejor gobierno.
También la infanta doña Urraca, reconciliada con Raimundo de Borgoña, había marchado a sus estados, donde la recibió con ejemplar discreción y galantería aquel caballeroso príncipe, y de este matrimonio vino al mundo un niño que, andando el tiempo, había de dar mucha guerra en los reinos de Castilla, León y, sobre todo, Galicia, bajo el nombre de Alfonso «el Emperador». Las relaciones entre las dos hermanas eran cordiales. Doña María Isabel y el conde Ramón Berenguer III devolvieron a sus hermanos de Borgoña una larga visita que a raíz del casamiento les hicieron; y a su paso por los estados de Narbona, maese Sancho les presentó a la ilustre princesa Matilde Guiscardo, cuya dicha excedió a toda descripción al poder abrazar a plena luz al hijo de su bienamado «Cabeza de Estopa».
Ahora, una sola sombra entenebrecía la alegría de los dos esposos. Ninguno de los dos era vengativo ni cruel. Si Ramón Berenguer procedió al juicio de Dios fue porque así lo demandaba en justicia la sangre de su padre asesinado; pero, andando el tiempo, le roía la inquietud de saber cómo vivía y qué se había hecho de aquel miserable y desdichado Berenguer Ramón que, como él, había ceñido la condal garlanda… Rumores llegados hasta el trono dijeron que, apenas sanado de las heridas que recibiera en el Campo de la Verdad de Valladolid, vistió un humilde sayal de penitente y marchó a Roma a pedir perdón al Santo Padre de su nefando crimen. Los dos años pasados no trajeron nueva alguna hasta el susodicho hogar del conde soberano de Barcelona, embellecido por el amor… Mas en esta tarde nebulosa y fría de invierno, en que el viento que llega del mar atraviesa sutil las rendijas de los vitrales y se cuela traidor hasta las cercanías de la monumental y regia chimenea donde arde un buen fuego de encina y de alcornoque, la Providencia ha decidido que se resuelva esta inquietante incógnita.
En tomo a la majestuosa chimenea están sentados, además de los condes, don Illán de Moncada, repuesto en sus funciones de camarero; varios barones ilustres, palaciegos y damas de servicio y los dos consejeros de Ramón Berenguer, que tan acertadamente dirigen la navecilla de la gobernación de sus estados con sus discretas advertencias: don Bernardo Guillelmo, el que amparó su infancia, y don Ramón Folch de Cardona. Es la sobremesa obligada después de la comida en estos días grises, ventosos y desapacibles, en que el conde no suele cabalgar por los hermosos campos que circundan la ciudad, por no dejar sola a su esposa, que con tal tiempo no osa salir de sus habitaciones, ya que desde el accidente que sufrió por salvar la vida de su esposo y señor su salud requiere cuidados solícitos. Distraen los bufones a damas y caballeros, ínterin el conde soberano y el de Cardona juegan un empeñado partido, que siguen con atención el santo obispo Olegario y casi todos los señores del séquito, a excepción de algunos jóvenes que galantean a las damas de la condesa. Y cuando más embebidos andan, cada cual en su juego, ábrense las puertas de la antecámara para dar acceso a un paje —que por sus cabellos de oro y su talante gallardo pudiera recordarles a doña Isabel de Castilla y a don Illán de Moncada aquel Manrique a quien la gitana Eleonora vaticinó una corona—, y éste, inclinándose ante su señor, dice:
—En la antecámara, señor, hay un caballero templario que ruega encarecidamente ser recibido por Vuestras Altezas.
—¡Un caballero templario! ¡Que me place! Pues enhorabuena, Guillén; no hagamos esperar al caballero, que ni la Orden meritísima del Temple lo merece ni dice bien de nuestra cortesía. Preguntad a nuestra señora, la condesa, si le place hacer merced al caballero… —responde, con la proverbial galantería de su época, el conde Ramón Berenguer.
Y como S. A. la condesa asiente, el paje sale para cumplir con su cometido.
Entra el templario: es un hombre alto, enjuto, con las huellas en el rostro de su vida difícil, en constante batalla contra el infiel. Lleva una armadura enmohecida por la sangre que habla de combates terribles, y ha levantado la visera de su casco, rematado por una pluma roja. Sus armas, a excepción de la espada y del cuchillo de misericordia, han quedado depositadas en manos de un caballero del conde. Sobre sus hombros y colgando por la espalda flota el manto blanco de su Orden. Lanza una mirada investigadora a derecha e izquierda, y, como todos se hayan puesto en pie para recibirle, a excepción de los soberanos, los reconoce por este pormenor y hace su pleito homenaje ante el conde, primero, y ante la condesa, después. Tras de lo cual aguarda a ser interrogado por Ramón Berenguer.
—¿Venís de los Santos Lugares, caballero templario? —pregunta el conde.
—De allá vengo, en efecto, señor; y con mía comisión para Vuestra Alteza que me holgara grandemente de despachar cuanto antes, porque debo hacer noche en uno de los castillos de la Orden y me han dicho que queda lejos.
El caballero hablaba un castellano que denunciaba a un natural de Castilla la Vieja. La mirada con que acompañó sus anteriores frases dio a entender a Ramón Berenguer que deseaba hablarle sin testigos. Y el entendido conde, con la cortesía que le era habitual, pidió permiso a sus caballeros para pasar a una cámara cercana, más reducida, que era el gabinete de trabajo donde solía dilucidar las cuestiones de gobierno, no sin invitar a su esposa a que le acompañase; a lo cual en modo alguno se opuso el templario.
—Vamos, hablad ya, caballero, que me inquieta vuestra comisión… —insinuó Ramón Berenguer.
—No os inquiete, señor: es un mensaje de paz. Son las postreras palabras de un moribundo que duerme ya, enterrado en la Ciudad Santa.
Un silencio penoso se difundió en el ambiente. Ramón Berenguer y doña María apenas osaron decirse con la mirada una sospecha.
—¿Habéis dicho que venís de Palestina?
—Del mismo Jerusalén.
—¿Sois cruzado?
—Con Ricardo Corazón de León y el rey de Navarra partí para la primera Cruzada, y de allá vuelvo, herido varias veces, a traer unos papeles importantes para mi Orden. Supo que volvía un… compatriota vuestro, señor, y diome cierto encargo.
—¿Cuál?
—Hace años, señor, una tarde de diciembre, el demonio de la tentación tentó a un hombre. Este hombre sorprendió a traición a su hermano y lo apuñaló por la espalda. Matóle y le echó a un lago. Todo esto acontecía entre Hostalrich y Sant Celoni, en un bosque donde cazaba el muerto… Se aprovechó de su crimen el fratricida y reinó sobre un pueblo veinte años, al cabo de los cuales comenzó a correr el rumor por sus estados de que había sido visto un mozo igual al hermano asesinado por él. Bien sabía el fratricida que el hijo que dejó su hermano había muerto de una enfermedad infantil. Mas los rumores tomaron tanto cuerpo, que llegó a alarmarse. Al principio creyó que se trataba de un impostor; más tarde le aseguraron que los barones catalanes lograron salvar al huérfano llevándole a Castilla. Impostor o no, decidió eliminar al sujeto que venía a derrumbar todas las granujerías de su crimen, y por segunda vez fue asesino; porque si no dio muerte él por su mano, puso el arma homicida en manos de un rufián que cierta noche intentó asesinar a una mujer cuyo heroísmo se interpuso entre el hombre que amaba y el cuchillo homicida. Ese hombre fue retado más tarde por los señores catalanes a juicio de Dios ante el rey de Castilla, don Alonso el VI, teniendo por campeón a su propio sobrino, el hijo del muerto… Aceptó el reto y fue vencido por su contrario… Sanó de sus gravísimas heridas y, tocado de arrepentimiento, corrió a postrarse a los pies del Padre Santo, quien, al perdonarle, le impuso una dura penitencia. Ésta la ha cumplido el muerto, punto por punto, de una manera fiel, y ha venido a morir a mis brazos ante los muros de la Ciudad Eterna… En las angustias de la muerte me hizo un ruego…
—¿Un ruego? —murmuró, emocionadísimo, Ramón Berenguer.
—Sí, un ruego. «Iréis —me dijo— a la ciudad de Barcelona y procuraréis ver a mi sobrino el conde soberano don Ramón Berenguer III, al que llaman "el Grande”, y a su esposa, la infanta castellana doña María Isabel, y les diréis que muero arrepentido de mis crímenes después de haber hecho una durísima penitencia que ha edificado a los que la presenciaron; pero que mi alma no descansará en el otro mundo si no me llega el perdón de los que tanto agravié. Que este perdón será también prenda de perdón de “Cabeza de Estopa”; que si así lo hacen, manden decir por mi alma un novenario de misas en el templo que quieran, y donde yo esté, que por la misericordia de Dios creo será en el Purgatorio, me llegará como mi mensaje de perdón este sufragio de los que perseguí tan injusta y cruelmente. Y si os otorgan el perdón que os pido, dadles, en recuerdo de este pecador miserable, este Lignum Crucis sobre el cual he llorado y he rezado mis penitencias. Que lo acepten como prenda de mi arrepentimiento».
El caballero templario sacó de su escarcela una cajita; la abrió suavemente, y dentro de ella, sobre un pañito de damasco rojo con bordados en oro, vieron una astillita. Ramón Berenguer la miró, y sus ojos de acero se empañaron con el velo de unas lágrimas. ¿Podía él no perdonar cuando Aquél cuya sangre fue derramada en el madero del que había sido arrancado ese pedacito de leño perdonó no a uno, sino a millones de asesinos y, con ellos, a todos los pecadores hasta la consumación de los siglos…? Miró a doña Isabel, y también la vio llorando; y él bien sabía lo que pedían esas lágrimas de la generosa princesa… Tomó con reverencia el Lignum Crucis y lo besó, puesto de hinojos, y antes de alzarse dijo, con voz quebrantada por la emoción:
—Perdono de todo corazón al asesino de mi padre, y así Dios le dé su santa gloria como yo le deseo.
—Amén… —corroboró la vocecita feble de doña María Isabel.
—Dios os premie, nobilísimos soberanos… ¿Queréis saber ahora cómo fue su muerte, extenuado por su rigurosa penitencia, sus ayunos y sus cilicios?
—Decid.
—Pues como una muestra de la infinita misericordia con que Dios acoge el arrepentimiento sincero: suave y serena, sin agonía… Murió mirando al cielo de una noche estrellada, después de recibir la Sagrada Comunión… Alzó los brazos como si quisiera ir al encuentro de alguien que venía a buscarle, y murmuró, ya casi sin voz: «¡Ya voy, “Cabeza de Estopa”, ya voy…!» Ése fue su tránsito.
FIN