Capítulo XIII
SACRIFICIO

Al fin entráronse por tierras de Aragón, decididos a atravesarlas cuanto antes para llegar a Castilla lo más pronto posible. Quizás otro menos receloso que maese Sancho hubiese desechado toda preocupación al dejar ya de lado los estados del Fratricida; mas nuestro bufón no las tenía todas consigo. Ya no había vuelto a ver al hombre que caminaba tras ellos la tarde que precedió al incendio del mesón; mas en las horas postreras de la noche y en las primeras del día, cuando el aire es difuso y en él repercuten fielmente todos los ruidos, había creído escuchar a la zaga, o en la delantera otras veces, los pasos de una cabalgadura que, de cerca, seguía o precedía a la cabalgada. Y los gitanos, con una serie de coincidencias que hacían sonreír al bufón, se encontraban también sobre su ruta. No entraban en un lugar que no sintiesen a poco los denuestos de la gente contra la plaga que se les venía encima en forma de carros, bestias, mujeres y chiquillos que todo lo arrasaban en huertas y secanos donde hubiese algo de que echar mano; ni dormían en venta o casa de campo que no los viesen acampar en tomo omitiendo las amenazas y asperezas de los labriegos. Para la larga sierpe del camino, bajo el sol de primavera, o por los desfiladeros de los barrancos donde el agua corría mansa y cristalina entre baladres frondosos, veíanlos seguirles penosamente, dando tumbos sobre el piso desigual…

Doña Urraca no se preocupaba de toda aquella chusma trashumante; doña Mencía dormitaba sobre sus jamugas; don Favila, desde las alturas de los bagajes lo escudriñaba todo, aunque sin buscarle tres pies al gato (bastante tenía él con la alegría de haber salido de aquel odiado castillo de Borgoña); Manrique soñaba con el amor de la gentil doncella que, a dos pasos de él, se desesperaba creyéndole enamorado de otra…, mas doña María, que, como el bufón, vivía en perpetuo recelo, se solía preguntar a menudo si no era en verdad casualidad el que aquella gente siguiese sus pasos con tanta constancia, como si en el hecho de seguirlos cumpliese una misión.

A pesar de la calma aparente, algo se removía bajo la ceniza; porque una noche, al entrar en un bello pueblo aragonés, maese Sancho tornó a sentir entre sus manos el conocido roce del pergamino. El mensaje era ambiguo, pero en su ambigüedad tenía una concisión que demostró al bufón con qué precisión se velaba por el «Caballero sin nombre»:

«No dejéis a Manrique solo un momento. Continúan siguiéndoos. Temed el puñal, el fuego, el veneno…»

Desde este momento, la vida del bufón y la de doña María fue tormento constante. Hubo que poner en juego argucias y ardides para convencer al caballero de que no debía dormir solo, de que no debía comer ni beber sin que antes se diese a probar comida o bebida a los perros o gatos del mesón… Manrique, a quien se le decía que debía guardarse de un peligro, reía buenamente de semejantes precauciones, que achacaba a cobardía de su bufón y a exageraciones de su paje. Como todos los valientes, era temerario. La princesa no se preocupaba de otra cosa sino de recibir los galanteos del caballero, sin darse cuenta de que alguna cosa anormal estaba sucediendo en tomo. Doña María no había vuelto a buscar ocasiones de encontrarse a solas con Manrique. Le guardaba de lejos, como maese Sancho. Y si él, deseoso de encontrarla, iba en su busca, los celos de doña Urraca le salían al paso con cualquier pretexto para estorbarlo. Así, en esta guisa, iban cruzando las tierras de Aragón y acercándose a las de Castilla por aquella misma ruta que años más tarde debería seguir el príncipe de Aragón para ir a desposar, disfrazado de mozo de mulas, a la princesa de Castilla.

Saliendo estaban ya de los estados aragoneses, cuando una tarde se tuvieron que detener forzosamente en cierta casucha enclavada sobre las faldas de una sierra para huir de una formidable tormenta que se resolvió en lluvia y pedrisco. Pasada la tempestad, Manrique salió al campo. Los tomillos, los romeros, todos los matojales de la sierra, lavados y limpios, tenían un verdor de esmeralda. Apenas si el granizo los estropeó. En cambio, las adelfas del barranco cayeron deshechas y el agua arrastraba las hojas entre las peñas del cauce por donde se desbordaba, roncando, la torrentera. Miles de cascadas de espuma bordaban el lecho de este barranco, saltaba el agua entre piedras y árboles, se despeñaba en los azudes, lamía la orilla vestida de cañaverales, baladres, juncos… Anochecía, ya serena y diáfana la atmósfera. Manrique tomó asiento sobre una peña a la orilla del agua, escapando por un rato a la opresora dominación de doña Urraca, cuyo capricho iba poniendo en aprensiones al mozo, cada día más violentó y más malhumorado (quizás ello era el acicate mayor que movía a quererle a la traviesa infanta castellana) y sin saber qué hacerse en este caso de tan difícil resolución.

Mientras él descansaba tranquilamente junto al cauce, unas figuras cautelosas comenzaron a dibujarse a su espalda, en la cumbre de la ladera, donde algunos pinos arraigaban malamente entre peñascos, tan apenas sujetos a la montaña por su raíz que no parecía sino que el menor soplo de aire los iba a desarraigar y a lanzar sobre el talud. Estas figuras eran las de tres hombres que comenzaron a trabajar, socavando las bases de un peñasco —el más grande de todos— con unas palancas. Trabajaban en silencio y de vez en cuando uno de ellos miraba en derredor, como queriendo cerciorarse de que nadie presenciaba su faena, pero esta operación estaban viéndola unos bellos ojos de terciopelo desde el escondrijo de unos chopos recién cortados, donde los brotes vigorosos levantaron como parapetos de verdura bastante a ocultar no el grácil cuerpo y la silueta graciosa del pajecillo, sino hasta un par de caballos con sus jinetes. Miraba doña María al comienzo sin dar importancia a la operación, mas, de pronto, el sexto sentido de los enamorados la avisó con ahínco y dióse cuenta del peligro de muerte que corría Manrique si aquella mole de piedra llegaba a rodar hacia el barranco. Cautelosa, como una culebra, la doncella cruzó el barranco, saltando sobre el agua ágilmente en un punto en que una bóveda de álamos blancos la podía ocultar a los ojos de los que estaban socavando la peña… Y, temblorosa y asustada, llegó junto al caballero, quien, al verla llegar, interpretando mal el motivo de su llegada, la recibió con una frase apasionada de cariño. Mas no estaba doña María para ternezas en aquel instante y, cogiéndole fuertemente por un brazo, sin poder hablar por el terror que la invadía, trató de arrastrarle en pos de ella, cosa a la que de momento él se resistía.

—¿Qué os pasa, doña María, vive Dios? —exclamó el mozo.

—¡Seguidme en nombre de Dios, Manrique! —balbuceó.

—¿Pero qué sucede, decidme?

—¡Oh, seguidme, ya os lo diré…!

Tiraba de él, desatentada. Al fin, el joven hubo de levantarse y seguirla, con lo cual se desvió algunos metros del lugar en que se sentaba. Y no había tenido tiempo de abrir la boca para volver a preguntar a la doncella la razón de este desusado empeño en llevársele tras ella —cuando hacía tantos días que se puede decir que le esquivaba—, cuando un estrépito formidable retumbó en el desfiladero y los ecos lo llevaron adelante y atrás, arriba y abajo…

— ¿Truena otra vez…? —comenzó a decir Manrique.

Ella estaba tan blanca y tan desencajada que él se asustó. Apenas pudo hacer otra cosa la doncella que tomarle del brazo y hacerle dar media vuelta. Y entonces Manrique vio como lo que rodaba era un enorme peñasco que al fin, de tumbo en tumbo, vino a detenerse precisamente en el sitio en que él estaba sentado antes. Tan en el mismo sitio, que su montera, que había dejado en el suelo al ver llegar a doña María, estaba definitivamente sepultada bajo el peñasco. Miróla entonces, con intensa emoción.

—¡Vos…! ¡Veníais a avisarme!

—Estaba ahí enfrente…

—¿Y qué hacíais ahí enfrente…, sola, a estas horas?

Sencillamente, sin falsos rubores, la doncella confesó:

—Os celaba… Guardaba vuestra vida, que, aunque no queráis creerlo, está amenazada.

—Preciso será creer que, en efecto, alguien me quiere mal. Mas ¿por qué? —se preguntó a sí mismo el caballero.

—¡Ah!…, no sé. Si maese Sancho y yo lo supiéramos, vos lo sabríais; pero yo os conjuro, Manrique, a que os guardéis mejor —suplicó con lágrimas la doncella.

Estrechóla él sobre su corazón, lleno de gratitud; ella se desligó de este abrazo con firmeza, con la decisión de quien sabe que no tiene derecho al cariño de un hombre, por la causa que fuere, y él se ofendió.

—Pienso que me huís, doña María.

—Os huyo, sí.

—¿Por qué?

—Porque voy convenciéndome de que, en efecto, sois un girasol que os volvéis hacia el sol que más calienta. Ahora sois todo de la infanta…

—¡Yo os juro…!

—No juréis.

—Ya llegaremos a Castilla, ¡vive Dios!, y veremos si pesa mi palabra lo bastante para aplastar vuestros recelos. Desconfiada sois, a fe mía…

—La ceniza mantenía un rescoldo; habéis hurgado entre ella, y he aquí las brasas que se encienden al leve soplo de una nueva afición que hoy es quizá solamente galantería de caballero y más tarde tomará a ser el amor de otros días…

—¡Os aseguro que no, doña María! ¡Os prometo que en cuanto llegue a los reales y haga entrega al rey, nuestro señor, de su traviesa hija, no volveréis a tener motivos para echarme nada en cara! ¿Qué queréis que haga yo, desgraciado de mí, colocado como estoy entre la princesa y la mujer? ¿Es que no comprendéis mi situación, vos, que tan bien la comprendisteis aquella noche de fiesta en la villa de Rugoso…? ¿No os he dicho que os amo y que, mal que pese a la infanta, habéis de ser mi esposa…?

Las buenas palabras de Manrique iban, poco a poco, entrándose en el alma sedienta de doña María, haciendo ese camino invisible y seguro que conduce a la completa entrega de la voluntad. Ya no era menester que sus labios hablasen, porque el rigor que momentos antes había en ellos dejó plaza a una infinita ternura. Y él estaba leyendo en aquel bello libro de esos ojos que eran ventanas de un alma apasionada. Un instante más, y nuevas promesas atarían sus voluntades y les harían intensamente felices con la esperanza de un mañana lleno de mayores venturas, cuando la extraña catadura del bufón apareció entre altas matas de adelfas con una sombría expresión en sus facciones. Claro que esta expresión sombría pudo muy bien atribuirse a la vista del crimen frustrado que acaso diera fin a la vida del caballero; mas, sin saber por qué, a la doncella se le antojó que, más que esto, al bufón le estaban contrariando la actitud amorosa de Manrique y las palabras que sin duda había sorprendido y que se había decidido a cortar cuando le parecieron harto elocuentes, saliendo de su escondrijo… ¿Por qué, Señor, le había de contrariar a maese Sancho que él la amase y pensara en hacerla honradamente su esposa? Hete aquí lo que ni remotamente lograba adivinar la azafata de la infanta.

En cuanto al desprendimiento de la roca, si doña María no diera fe de haber visto con sus propios ojos a tres hombres socavándola, bien pudiera decirse que fue accidente del todo natural, ya que ni traza ni señal se hallaron en las cercanías del paso de los individuos en cuestión. ¡Además, era tan fácil que la piedra perdiese su equilibrio después de que la tormenta descamase su base con el aluvión de aguas…! A nadie le extrañó; pero al día siguiente alcanzaron a los gitanos al cruzar el río, lo cual verificaron todos juntos. Y por tercera vez en muy pocos días, el pergamino de marras tomó a anudarse en las manos de maese Sancho, sin que pudiera darse cuenta de quién, cómo ni cuándo le pusieron. Esta vez decía concretamente:

«La peña no rodó por casualidad; la socavaron con unas palancas… Temed al hombre que os sigue desde nuestro primer aviso. Visible o invisible, le lleváis siempre en derredor vuestro».

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Los reales del ejército de don Alonso el VI se extendían en tomo al inexpugnable castillo de Aledo, más inexpugnable todavía en este cerco de millares de hombres con que el monarca castellano trataba de envolverle y contra el cual las aguerridas y salvajes huestes de Yusuf-Ben-Texufin habrían de chocar en su empuje sangriento. Eran las noticias más recientes de que el almorávid había desembarcado en Algeciras y se entraba hacia Extremadura, seguido de cerca por el temible ejército de Al-Motamid de Sevilla, viejo loco y lunático que tan pronto distinguía y ayudaba a don Alonso con el cariño de un suegro afectuoso, como le traicionaba y combatía con el furor del más encarnizado enemigo…

El campamento cristiano era amplio, desparramado en la llanura, donde los rastrojos de la mies recién segada ponían como una alfombra dé oro. Las tiendas blancas ponían su nota clara y limpia, semejando grandes azucenas abiertas en el yermo por arte de encantamiento. El ruido peculiar a un campo de batalla en descanso, a la expectativa del combate, daba su típico carácter al conglomerado de hombres, bestias y pertrechos guerreros que rodeaban el famoso castillo. Entre todas las tiendas descollaba, por su tamaño y la riqueza de su ornamento, la tienda real, rematada por el pendón castellano y el estandarte del monarca. En tomo, formando como un cerco, estaban las tiendas de los grandes señores de Castilla, León y Galicia, en apretado haz: ricoshomes, infanzones, caballeros, escuderos, pajes… Todo el séquito numeroso y deslumbrante de la alta nobleza, que, cuando el fragor del combate era llegado, trocaba los brocados por la cota de mallas… Despachaba el rey sus negocios de Estado con su secretario, en el recoleto aposento situado al fondo de su tienda, cuando entrose sin ceremonias su cuñado el conde de Cabra, y rompió la armonía del trabajo con esta exclamación:

—¡Dadme albricias, señor…!

—¿A qué santo, don García…? —preguntó el rey, alzando la cabeza de sobre unos pergaminos escritos en caracteres góticos que acababan de salir de las manos de fray Rodrigo, sesudo varón y culto confesor del soberano.

—Aquel a quien Vuestra Alteza esperaba está apeándose a la puerta de la tienda de nuestro primo el de Rugoso.

—¿Cierto?

—Como ese sol que nos alumbra. Vuestra Alteza se inquietaba ya por su tardanza, y héle aquí.

—¿Solo…?

Entre los dos hombres cruzóse una mirada de inteligencia. Y el cuñado del rey respondió:

—No, señor: viene en compañía de su bufón y de dos pajes muy lindos, moreno el uno y rubio el otro… A más de una respetable dueña y de un enano bien conocido de Vuestra Alteza.

El semblante del rey marcó un pliegue de contrariedad. No era eso lo que él deseaba. Mas en todo caso, Manrique había cumplido escrupulosamente sus órdenes. Eran éstas las de convencer a la infanta para que volviese a la amistad de su marido o, en caso de que se negase a ello, traerla a la Corte de Castilla, siquiera fuese para poner a salvo el orgullo castellano, que no debía consentir que una princesa de sangre real, hija de su rey, estuviese en prisión. Era don Alonso un buen diplomático y, a fuer de ello, disimuló en el acto el mal efecto que la nueva de la llegada de su hija le había causado y, despidiendo cortésmente al fraile y al secretario, dio orden al conde para que apenas llegase Manrique a la tienda real fuese introducido a su presencia.

Cuando el mozo entró, ya en el semblante del rey no quedaban huellas de la reciente contrariedad; ya su buen sentido había pronunciado en el recinto de sus moradas íntimas las mesuradas razones que debían poner tonos de prudencia en la entrevista; ya la seguridad que en la lealtad del caballero tenía le dio la certeza de que si él traía a la princesa a Castilla era porque no había sido posible convencerla. El rey, al pensar esto, sonrió con amargura… Harto conocía él a la traviesa infanta.

Entró Manrique, grave, respetuoso, en expectativa de un desabrido recibimiento, ya que bien se le alcanzaba a él que no era la llegada de su hija precisamente lo que hubiera esperado el rey, sino otra nueva que dejase solucionado el conflicto diplomático que con la llegada de doña Urraca se les venía encima; pero el rey, al verle llegar, se incorporó en el sitial de respaldo gótico y, con una sonrisa amable, le dio a besar su mano.

—Sentaos, Manrique amigo…

—Señor…

—Sí, sentaos y contadme qué nuevas me traéis de la señora infanta —insinuó don Alonso, haciéndose el desentendido.

—La señora infanta ha venido conmigo desde tierras de Borgoña y aguarda en la tienda del conde de Rugoso vuestra venia para presentarse a besar la real mano de Vuestra Alteza —respondió Manrique lentamente.

Los ojos del monarca se alzaron del legajo de pergaminos que sobre la mesa habían dejado los secretarios, para mirar cara a cara al caballero.

—¿Según eso, debo inferir que no lograsteis convencerla para que se reconciliase con su esposo?

—Señor… —murmuró Manrique, contrariado, bajando la voz y la cabeza, como aplastado por su fracaso—. Debo confesaros que no conseguí dar exacto cumplimiento a la delicada misión que Vuestra Alteza se dignó confiarme. Ya de antemano le anticipé que me parecía empresa superior a mis recursos y tarea más digna de un viejo diplomático que de un mozo como yo, más guerrero que político…

—¡Vive Dios, que no os faltan prendas, caballero, ni la culpa estará seguramente en vos, sino en ella, que es antojadiza y loca…! —se encolerizó el rey, que conocía harto bien a su hija.

—Su Grandeza estaba harta del encierro en aquel castillo sombrío situado en un desierto. Parece que el conde don Raimundo, con todo y ser un galante y cumplido caballero, no ha sabido llegar hasta el punto sensible de esa alma apasionada de vuestra hija, señor… —intentó disculpar el joven—. Existe una serie de malas inteligencias entre el matrimonio. Ella…, vos lo sabéis, que sois su padre, es de las mujeres a quienes sólo se puede dominar con cariño; él, exasperado por sus desvíos, ha empleado con ella una severidad que no ha hecho sino ahondar la distancia que los separa… Él la ama y está celoso; ella no le ama en absoluto.

—Y, para postres, mi torpeza de padre os ha enviado a vos para convencerla… —sonrió el rey, con una finísima ironía, mirando de hito en hito el agraciado rostro del caballero.

—Señor…, no alcanzo lo que Vuestra Alteza quiere insinuar… —se turbó el mozo.

—¿Qué he de insinuar, cuitado de mí, sino que ella es loca y vos gallardo; y que un tiempo os amasteis, y que, al veros, el capricho insensato de los años mozos era cierto que rebrotase con mayores bríos…? Mía fue la culpa, que no vuestra. No fuisteis vos quien fracasó, sino yo quien no condujo las cosas por buen camino y fui imprudente como un rapaz… La trajisteis, en fin…

—La traje, señor, por dos razones: primera, porque mal cuadraba al orgullo castellano que el príncipe de un Estado pequeño mantuviese en prisión a una infanta de Castilla; y, segunda, porque, de no haberla traído yo, fueran el conde de Candespina o don Pedro de Lara los que lo hicieran, dando comienzo con ello a las banderías y conspiraciones que ya en otros días alborotaron el reino, con grave riesgo de su buen gobierno. Si obré mal, señor, os ruego me disculpéis; mas si vos hubieseis estado en mi lugar, no se me alcanza que obraseis de otro modo.

El talante agobiado y contrito del mozo plugo al rey, que le estimaba hondo, y así, poniéndole, cariñoso, su mano sobre el hombro, suavizó su pesadumbre con unas frases que a Manrique le volvieron el alma al cuerpo.

—Bien hizo vuestra prudencia, Manrique amigo; y harto ha de agradeceros el rey vuestro cuidado en conservar la paz y la tranquilidad de sus reinos; y el padre, por los trabajos que os habéis tomado, conduciendo sana y salva hasta mi Corte a esa hija desdichada. Yo os doy las gracias… y os ruego perdonéis a la mudable criatura la violencia en que os habrá puesto, seguramente, durante todo el camino con su afición hacia vos…

Aunque las palabras del rey parecían sinceras, no lo eran al llegar a este punto; conocía a su hija y comprendía que Manrique era sujeto a propósito para desarrollar todas las locas fantasías de doña Urraca durante aquel éxodo novelesco. Lo que don Alonso deseaba saber era si el mozo había cedido al capricho de la princesa. Suspiró Manrique al responder:

—Vuestra hija, señor, es lo bastante bella para trastornar cualquier cabeza más firme que la mía, sin contar con esa estela del pasado, que vos, que habéis amado y vivido, debéis de saber cómo pesa en las almas… Mas yo estoy acorazado por un grande amor.

—¿Cierto…? —preguntó el monarca, con un suspiro—. Entonces os diré lealmente, Manrique, que me alegro; porque yo hubiera querido que vos fueseis un gran señor lo bastante egregio para desposar a la infanta de Castilla. De buen grado os la diera, podéis creerme; mas, no siéndolo, preferible es para vos y para ella, y aun para mí, que vuestro corazón no se enrede en las mallas de un amor destinado a morir. Sé lo que eso cuesta…

—Yo lo supe también…

—Pues si os curasteis, no hurguéis jamás en la herida y volved los ojos y el corazón hacia otro sitio.

—Eso hice, señor.

—¿Y amáis…?

—A la doncella de la infanta, señor.

Los ojos del rey se desorbitaron bajo un gozoso asombro.

—¿A doña María…?

—Sí, a fe mía: a doña María; y si os place, señor, ya volveremos a hablar de este negocio cuando acabe la rota.

A Manrique le llamó la atención la ternura infinita que había plasmado de repente en los ojos de don Alonso y el descanso que parecía fluir de su sonrisa.

—Sí haremos, Manrique, sí haremos —concedió con algo de emoción.

—¿Puedo esperar, entonces, que Vuestra Alteza no encuentre impedimento a nuestros amores y nos dé a su tiempo su real licencia para casamos?

—Cierto que sí, caballero. Y en prenda de mi palabra y en gratitud a los trabajos que os ha debido de dar esa cabeza loca de mi hija, esta misma tarde será en vuestro poder un título de conde…

—¡Señor, yo no merezco…! —comenzó a decir el joven.

—Silencio, hijo… ¿Qué sabéis vos lo que merecéis… y lo que «ella» merece?

—¡Ella sí, ella lo merece todo! —se enardeció él—. Señor…, ¿no me dirá Vuestra Alteza quién es doña María?

A la apremiante súplica del caballero, el rey cerró los ojos, quizá para ocultar el destello que los abrillantó. Levantóse, dando así por terminada la audiencia, y, con la mano puesta sobre el hombro de Manrique, afirmó dulcemente:

—Sí, hijo, sí… Os diré eso… y muchas cosas más. Besad mi mano. Y ahora traedme a ese lindo paje de los cabellos de oro y a su compañero el pajecito de los ojos negros…

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Ha caído la noche, que es calurosa, presagio del cercano estío. En el campamento ha sonado el toque de queda ordenando el silencio, y por los callejones que forman las tiendas apenas transitan algunos soldados que caminan sin ruido. Dentro de las tiendas suena, recatado, el murmullo de las pláticas que preceden al sueño. Los soldados madrugan, y suelen dormirse pronto…

En la tienda que el rey ha hecho levantar en un extremo del real para el «Caballero sin nombre» y el séquito que le acompaña reina un silencio tan absoluto que semeja estar desocupada. A lo menos, así se lo parece un instante al hombre que, arrastrándose cautelosamente como una culebra, se llega hasta el borde de las lonas y trata de mirar, levantándolo, lo que hay en su interior. Lo que ve el hombre es una cámara pequeña colgada de tapices, con un lecho de campaña sobre el cual se extiende una maravillosa piel de leopardo. Sentado al borde de este lecho aparece un hombre vestido todavía con las polvorientas ropas de camino. Es joven y gallardo; tiene los cabellos rubios y rizados, cortados en melena, a la moda de la época, y los ojos con un destello de acero que reluce como si lo arrancase al filo de la espada… Manrique medita al borde del sueño, quizás un poco desvelado por las emociones recientes de su presentación al rey. Piensa…, piensa… De repente, el hombre que acecha le ve levantarse, requerir su tabardo con capucha y salir de la tienda, atravesando una especie de corredor formado por paños orientales. Ya en la calle que formaban las tiendas, dirigióse hacia las afueras del campamento, hacia un lugar donde, entre unos juncos y formando recoleto recodo, había una fuente donde se efectuaba el servicio de abastecimiento de agua… Llegóse Manrique a la fuente, con lentitud, y, después de mirar en torno, tomó asiento en el reborde de la pila. El chorrito tiene una canción monótona, armoniosa en su monotonía, que convida a estarse quieto en meditación, y el mozo discurre, dando suelta a sus pensamientos en el silencio y en la soledad de este rincón donde solamente, a lo lejos, cerca de la empalizada, se advierte la silueta confusa de un centinela que va y viene, cumpliendo su consigna a lo largo del parapeto. La noche es oscura y flotan nubes de tormenta que ponen en el cielo negruras opacas. Con todo, el hombre que ha seguido a Manrique ve lo bastante en la oscuridad para situarse a su espalda, entre la espesura de juncos que respaldan el pilón del manantial… Entre el espesor de estos juncos, de cuando en cuando, alguien que a su vez ha seguido a los dos paseantes y que está agazapado en el ángulo saliente de la alberca cercana hubiera podido ver relucir como brasas en la oscuridad los ojos del que se esconde en los juncales. Son dos ojos de fiera al acecho…

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Han pasado diez minutos de un silencio profundo y completo. Solamente ha rasgado los ámbitos el «¡Alerta!» de los centinelas y el canto periódico de algún mochuelo encaramado sobre el ramaje. Las tinieblas parecen intensificarse merced a la cobertura de nubarrones tormentosos que se esparcen sobre el cielo y el ambiente se toma cálido y pesado… Comienza a sentirse un lejano rumor de tempestad. Del juncal sale, de pronto, cautelosamente, una sombra que toma posiciones a la espalda del distraído caballero… Un brazo se alarga… En una mano que semeja salir de las tinieblas reluce algo… Algo que deslumbra como un relámpago siniestro, y, súbito, simultáneamente, suenan un grito de angustia y una blasfemia, al tiempo que una tercera sombra se interpone a la espalda de Manrique, entre éste y el puñal del asesino, que iba a entrársele hasta el pomo por la espalda entre las sombras y a traición…

—¡Ah de la guardia! ¡A mí, soldados!

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Un revuelo imponente en todo el campamento… El mismo rey sale de su tienda al escuchar carreras, gritos y denuestos. Junto a la fuente yace, en el suelo, sobre un charco de sangre, un cuerpo juvenil. Nadie le conoce. Algunos dicen que le vieron pasar, al atardecer, formando parte del séquito del «Caballero sin nombre»… Es un pajecillo de cabello oscuro y cuerpo esbelto, cuya maravillosa belleza envidiaría una mujer. El caballero Manrique está a su lado, abrazándole desesperado, profiriendo palabras extrañas que, por suerte, los soldados no se curan de desentrañar, atentos a maniatar al asesino, a quien acaban de dar alcance.

Llega el rey hasta el cuerpo bañado en sangre, se inclina sobre él y mira con ojos desolados la belleza herida por la muerte de este adolescente. Su semblante, ese semblante de viejo diplomático curtido en el disimulo, está desencajado y lívido… Un sudor frío le corre por las sienes…

—¡Mi físico en el acto! ¡Traedme a Aben Xalib! —grita, descompuesto, don Alonso el VI.

Manrique nada dice; la agonía de la muerte está en la hondura de sus ojos grises, del color del acero, que tienen el fulgir de una espada; un brillo que la angustia cubre con un velo en este momento de tragedia.

Apenas marchan a traer al físico del rey, cuando tres hombres aparecen abriéndose paso por entre la soldadesca y los caballeros apretados en cerco cabe el cuerpo muerto o inanimado del paje de Manrique. Estos tres hombres son conocidos del «Caballero sin nombre»; los acompaña maese Sancho, lívido, con semblante feroz… Dos de ellos son el hebreo Moisés Hansel y su hijo David; el tercero es el posadero de Sant Celoni, maese Mateo… Llegados los hebreos junto al cuerpo tendido, exclama el más viejo:

—¡Oh…! ¡Demasiado tarde…! ¡Qué dolor!

Y maese Sancho, señalando a Manrique, desconsolado sobre el cuerpo del paje, dice estas palabras, que a los presentes pueden parecer misteriosas:

—Pero dio su vida por él… ¡ella!… Y él… ¡está vivo!