Capítulo IX
EL JUEGO DE MAESE SANCHO

La miel del amor suele llevar aparejado el acíbar de los celos. Doña María, que tenía un corazón muy sensible, estaba destinada a padecer de esta locura desgarradora. Cuando se hizo a un lado para dejar entrar en el oratorio, dos horas después de lo anteriormente descrito, a la condesa de Borgoña, sintió como si el cielo, lleno de luz de luna, se nublase repentinamente. La infanta era una deliciosa aparición envuelta en velos sutiles, con la maravilla de sus cabellos rubios como el oro y la gloria de sus ojos azules como el cielo. Los años transcurridos no habían logrado sino hermosearla… ¿Fueron sus celos, suspicaces, los que se lo hicieron notar, o es que, en realidad, el caballero cerró un punto los ojos como deslumbrado cuando esta visión centelleante apareció en el oratorio apenas bañada por un rayo de luna…?

Manrique se inclinó en profunda reverencia ante la infanta de Castilla; ésta respondió majestuosamente con una leve inclinación de cabeza, y luego, breve y seca, ordenó a su azafata:

— Retiraos, doña María.

Rápidamente se miraron al vuelo Manrique y la azafata por sobre la cabeza de doña Urraca, un poco inclinada en el instante de tomar asiento en el sitial en que estuvo sentada doña María durante su plática anterior con el caballero. La agonía de la desconfianza ensombrecía las cariciosas pupilas de la doncella. Otra agonía, la de mil recuerdos llenos de emoción, estaba en los ojos de acero del amado de ayer. No había vuelto a tener ningún coloquio a solas con la infanta desde aquella tarde, en el camino hacia Toledo, que precedió a la aventura del desfiladero tenebroso.

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Las doncellitas francesas de la condesa soberana de Borgoña han desfilado, camino, cada una, de su aposento. Como tantas noches antes de ésta, su señora las ha despedido brevemente, diciéndoles que no piensa acostarse hasta la madrugada. Y ellas saben de antiguo que cuando esto acontece es doña María la encargada de hacer a su señora el tocado de noche. En la antecámara no se nota el más leve ruido. Despaciosamente, don Favila ha corrido los cerrojos y, así, ha incomunicado los aposentos particulares de doña Urraca del resto de la fortaleza. Después ha invitado a doña Mencía a tomar asiento en un sitial, tratando de explicarles quiénes son los que han llegado de tierras castellanas y cuál es la comisión que traen de parte del rey don Alonso el VI.

Entre tanto, al lado del paño de Arras, en la cámara vacía, dos personas están sometidas al martirio de una incertidumbre cruel: el bufón y la azafata. Al primero le atosigan inquietos pensamientos.

¿Qué ocurrió entre Manrique y doña María? ¿Qué palabras se pronunciaron entre ellos? ¿Qué importancia y qué derivaciones podrán tener esas palabras para lo por venir? ¿Qué diría de ellas, si las conociera, don Bernardo Guillelmo? ¿Habrá de romper otro idilio, como se rompieron tantos otros, desde que el mozo dio en probar las mieles del amor?

La azafata está padeciendo un tormento inaudito… Dentro del oratorio, él y ella, y, entre los dos, como una atadura irrompible, el recuerdo de un amor primero en el caballero gentil, con todas sus reminiscencias de juventud, de primavera, de despertar glorioso a la vida en una adolescencia insaciable y triunfadora. En la dama, la memoranza exquisita de una pasión de niño, fruta nueva para ella, mariposa insaciable, que sabía ya de todos los matices y vaivenes del amor… El peso de lo pasado era como un lastre en estas dos vidas. Doña María lo intuye y, dentro de sí, un ansia acuciadora se revuelve, sembrando de aprensiones su serenidad y destruyendo la breve dicha de un feliz momento.

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La puerta del oratorio está cerrada, pero maese Sancho no se anda con escrúpulos y, sin hacer mayor caso de la mirada, primero asombrada y luego de franca reconvención, que le dirige la doncella, acaba por pegar el oído al ojo de la cerradura para mejor seguir, sin perder menudencia, la interesante charla… Al cabo de un rato, doña María siente que sus repulgos se atenúan y palidecen, atosigados por el ansia de saber, y se acerca con pasitos quedos hasta el loco, y sus voces son susurro de brisa que se pierde en la amplitud de la cámara vacía.

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— ¿No se os quiere parecer que la conferencia es harto larga? —pregunta tímidamente la doncella al amigo que la escoltaba en Rugoso.

— No, doña María; no me parece que tarden, voto a Cribas, que el asunto es tan arduo y difícil de tratar, y la infanta una anguila tan escurridiza, que habrá menester mi señor echar mano de mucho tiempo y de toda su sabiduría en el arte de la diplomacia para hacer entrar en razón a Su Grandeza.

— ¡Ay…!, paréceme, seor loco, que Su Alteza don Alonso anduvo harto errado en la elección de embajador…

— ¿…?

—Debiera haber enviado a un sesudo varón, en lugar de encomendar semejante misión precisamente a don Manrique.

—¿…?

—Por lo pasado, que los ata… (siempre entre las cenizas suele quedar rescoldo) y por lo inflamable que es nuestra señora cuando anda a tiro un hombre que valga la pena… ¡Vos no sabéis! No ha perdido el recuerdo del paje de Rugoso. Yo creo que, así Dios me salve, le ha querido todo cuanto ella es capaz de querer. Y ahora, todas sus memoranzas, y sus antojos, y sus locuras, van a removerse a la vista del caballero, y a encenderla en el deseo de entretener los ocios del aburrimiento de su encierro en el mismo juego vil que ya ensayó hace años… para destrozar de nuevo el corazón de ese mozo…

—¿Vos, lo sentís…? —trata de averiguar el bufón. (Él ha de saber lo que pasó en el oratorio).

—Como lo sentí antaño, maese Sancho.

—¡Válgame el Señor, doña María! ¿Aún no os habéis desprendido de aquel baldío amor que tantas lágrimas os hizo derramar?

—¡Maese Sancho…! ¿Cómo sabéis?

—¿De qué me servirían mis años? Más sabe el diablo por viejo que por diablo.

—¿Adivinasteis?

—Claro.

—Dicen que sois un poco nigromante…

—Acaso.

—Entonces, podréis adelantarme lo que resultará de esta conferencia, que se alarga lo bastante para…

—Para espolear vuestros celos, ¿verdad?

—¿…?

—Amáis al caballero.

—¡Oh!

—¿A qué negarlo, señora mía? Amáis al caballero… y conocéis el inmenso poder de seducción de la infanta. Cada minuto que transcurre, vuestro corazón pierde una esperanza…

—¡Ay…!

—Y lo peor del caso es que acaso llevéis razón en no fiaros de las palabras de amores que Manrique acaba de desflorar en vuestros oídos.

¡Dios del cielo! ¿No es un pecado mortal cortar de golpe las bellas ilusiones de esa pobre rapaza? Mas ¿qué otro remedio le resta a maese Sancho, que no ha hecho otra cosa en tres años sino apartar hábilmente a Manrique del amor, según y como le ordenó el hebreo Moisés Hansel?

—¿Qué decís, maese Sancho? ¿En tan poco me aprecia el caballero que me tomaría por juguete y distracción, ni más ni menos que como doña Urraca le tomó a él…? Díjome que me amaba; su acento era sentido, y su mirada, clara y firme. En aquel momento, yo hubiera jurado que Manrique decía la verdad.

—En efecto, la decía, mi hermosa señora; como la dirá en este momento, cuando, de rodillas junto al sitial donde se sienta doña Urraca, le murmure al oído los más encendidos madrigales y los más rotundos juramentos. Manrique es así: un girasol que da siempre la cara al astro del día; una mariposa que ronda la luz. No puede remediarlo; está en su sangre; está en su naturaleza…, y su voluntad es nula para dominar este instinto.

—¡Oh Dios mío!

—Preguntad por él en toda la redondez de los reinos que gobierna el rey nuestro señor, y todos os dirán lo mismo: su sonrisa florece para la dama de alta condición igual que para la villana humilde, siempre que haya una cara bonita que la justifique. Y de sus labios fluyen, como torrente impetuoso, las frases que hacen creer a las mujeres en un amor mentido. No están dichas premeditadamente: ya os he dicho que afluyen como fluyen las aguas de una fuente; y corren como el hilo cristalino del manantial, insensiblemente, por la inconsciencia del daño que ocasionan. Él es así; y quizá por ello las damas le adoran y le miman, y se disputan entre ellas cuál ha de ser la que consiga, al fin, echarle el anzuelo y asegurarle de por vida.

—Maese Sancho…, lo que me decís es horrible.

—La culpa no es de él, sino de ellas, que, conociéndole, le creen. ¿Por qué le creyó Mariluces y por él desdeñó a un buen muchacho de Rugoso? ¿Por qué le creyó doña Aurora de Salvatierra y a los dos meses hubo de refugiarse, desesperada, en un convento al verle a él cortejar a doña Sol de Antequera? ¡Las mujeres son tontas, con perdón sea dicho!

—¿…?

—Sí, por vos lo digo, ya que me lo preguntáis, doña María. ¿A qué santo suspiráis vos, vamos a ver? ¿Qué os ha dicho el malandrín dentro de ese oratorio? ¿Qué lindo romance os ha referido, voto al diablo?

—Díjome que había elevado a la mayor altura la divisa que le encomendé para que la honrase; que mi recuerdo había sido como un culto en su memoria; que por el honor de mis colores había puesto mil veces en peligro su existencia; que me había amado idealmente, como se adora a Dios, y que por ese amor ideal no había logrado arraigar en su alma otro amor…

—¡Muy lindo! ¿Y vos le habéis creído?

—¿Cómo no creerle, maese Sancho?

—Esa historia se la habrá contado a quinientas mujeres en tres años.

—¡No! No os creo; solamente mis colores son los que reposan sobre su corazón, solamente por ellos combatió…

—Vuestros colores, no: los de una dama misteriosa que paseó con él una noche de fiesta en la villa de Rugoso…

—¡Es que él ha adivinado que esa dama misteriosa era yo!

El ceño de maese Sancho se frunce de un modo alarmante. Doña María lo nota y se aterra.

—¿Y creéis honradamente que Manrique va a permanecer mucho tiempo fiel a ese amor, mi hermosa señora…? Bajad del limbo, hacedme la merced. Manrique amó en su dama tapada lo imposible, el obstáculo, lo inaccesible, que ponía acicates en su temperamento luchador; mas, una vez que el incógnito ha caído y que la aventura, de misteriosa se ha trocado en vulgar, el encanto se ha roto y el prestigio de lo difícil, al allanarse, ha quitado todo su encanto a esta pasión. Dentro de un par de días esperad, como cosa cierta, la hartura y el hastío.

Doña María calla a esta última advertencia del bufón. Su corazón se desgarra y su orgullo se subleva contra la misma. ¿Cómo cedió a la sorpresa del sentimiento en el instante de verle? ¿Cómo se dejó gobernar por la impresión hasta el punto de dar al viento el secreto más cerrado? ¿Cómo pudo olvidar el recato que a su condición de doncella —y de doncella noble— convenía hasta descorrer el cendal de sus más recónditos sentires? ¡Qué fácil fue! ¡Qué ligera! Esta misma facilidad sería por fuerza contraproducente en un hombre hastiado del amor y de las aventuras galantes como el caballero, para quien, como dijera muy bien el bufón, el único estimulante era lo imposible. Precisamente lo que iba a encontrar en su lucha con la infanta, a más de toda la sabia coquetería que de por cierto iba a desplegar para volverle loco por segunda vez en su vida.

¡Y ella tan sencilla que cayó en la tontería, tan ingenua como una novicia, tan enamorada que descubrió su juego sin el más mínimo rasgo de mariposeo! ¡Cómo se burlaría ahora el caballero, cuando se lo contase a «ella»…! Un sollozo se le escapó del pecho. Maese Sancho sintió como se le llenaban los ojos de agua y murmuró un:

—¡Cuerpo de tal, que mi misión tiene trances harto enojosos y que mejor quisiera dar tajos y mandobles que andar rompiendo corazones honrados como el de esta hermosísima doncella!

Calló, casi en el acto, doña María al sentir como un leve ruido dentro del oratorio; algo así como el arrastrarse del sitial que sigue al momento de levantarse quien lo ocupa. Se hace más intenso el murmullo de la plática. La condesa alza la voz…

Luego… doña María se dice, desfalleciendo, si no es el chasquido de un beso lo que a través del entablamento de la puerta ha llegado a sus oídos, pero maese Sancho sabe que la azafata se engaña y que las cosas no han ido muy bien por allá dentro (para algo ha tenido últimamente la oreja pegada al ojo de la cerradura), sólo que los celos le hacen ver visiones y no lo que no ha sido. Mas como ello entra en su juego, se cuida muy mucho de desengañarla.

Al fin la puerta se abre silenciosamente, y en su umbral aparece la majestuosa y blanca silueta de doña Urraca, llena de una altivez y un envaramiento que los que la conocen bien saben que suelen ser el exponente de un rato violento. Tras ella, guardando la distancia que prescribe el protocolo, sale Manrique. Su aire no es en ningún modo el de un amador feliz a quien su dama acaba de conceder sus favores; es mejor el de un diplomático encargado de muy difícil misión que acaba de fracasar en ella. También su talante es altivo y frío y no cede en distanciamiento y majestad al de la infanta, y, a más, un pliegue fosco frunce su anchurosa frente como estela demostrativa de la reciente tempestad. El fino olfato de maese Sancho se agudiza. Ventea como un sabueso. La condesa se deja caer, con cierta rabia, en el más cercano sitial, y en tanto la azafata acude a ponerle a los pies el cojín de veludillo, el caballero se encara con maese Sancho para decirle con violencia contenida:

—Puedes ir pensando en el modo y la manera de salir de este castillo malaventurado, Sancho amigo. La misión que el rey nuestro señor tuvo a bien encomendar a mi diplomacia —aquí subraya la frase con ironía— ha fracasado por completo.

Reina en la estancia un silencio pesado y difícil. Don Favila sigue en la puerta, atento a vigilar, aunque quien le conoce sabe que no pierde punto ni coma.

Es doña Mencía, desolada, quien rompe el silencio con una exclamación:

—¡Cómo, señor caballero! ¿Queréis decir que Su Grandeza no ha dado oídos a vuestros requerimientos?

—Sí, eso quiero decir, señora aya, que Su Grandeza no atiende a las razones que la prudencia y el buen sentido han puesto en mis labios…

Un rencor mal contenido flota en las palabras de Manrique. Seguramente, la escena que ha tenido lugar en la penumbra del camarín no ha sido suave ni mucho menos, y quizá la fantástica princesa ha encontrado más de su gusto tentar al caballero, ofrecerle el señuelo de su amor, invitarle a compartir con ella unas horas de locura, que plegarse a los consejos que, por boca del entendido embajador, le manda su padre, el rey.

—… que prefiere poner a Castilla en un aprieto y derrumbar de un golpe mi buena fortuna, todas las esperanzas de recompensa que yo tenía puestas en el logro feliz de esta misión…

—¡Las mercedes que mi padre, el rey, os niegue, si acaso os las niega, yo os las prometo, señor caballero! —exclama con altivez la condesa—. Mas sacadme de esta prisión que me ahoga, o yo os juro por Dios que me arrojaré desde lo alto de alguno de esos torreones que caen sobre el abismo, antes que volver al tálamo de Raimundo de Borgoña.

—Mas ¿por qué, Señor…? Raimundo de Borgoña es un hombre agradable, galante, enamorado de vuestra persona… —insistió el caballero.

—¡Pero yo no le amo!

—Porque no os lo proponéis.

—¡Porque le odio, le odio…! —gritó, desesperada, la infanta—. ¡No queréis comprenderlo!

—El odio se halla muy cerca del amor… —murmuró filosóficamente maese Sancho, y, al oírle, Manrique se dijo a sí propio que había razón, porque un momento no más había bastado para comprender, ante los halagos y las blanduras de doña Urraca, que aquel sentimiento que él creyó de odio durante los años transcurridos, se había trocado en amor nuevamente, de un modo incomprensible, y ahora tenía que apelar a toda su caballerosidad, a todo el estrecho concepto que del honor tenía, hasta a todo el amor ideal que sentía por su tapada misteriosa —maravillosamente descubierta—, para no caer en la formidable tentación que le brindaba la voluble princesa.

—Y vos no sabéis si le odiáis —insistió doña Mencía—, porque estáis hablando a tontas y a locas: Lo mejor fuera que oyeseis al señor caballero y no nos metierais en nuevos conflictos, no fuere cosa que desde este castillo vayamos a parar al calabozo de alguna fortaleza más inexpugnable todavía.

—¡Eso no lo toleraría el orgullo castellano!

—Razón tenéis, princesa —decidió lentamente Manrique, todo él lleno de una repentina sangre fría—; mas tampoco es humano que, antes de abocamos a todos a una contienda, no probéis de reconciliaros con vuestro marido…

La mirada de doña Urraca, febril y codiciosa, resbaló por toda la gallarda figura de Manrique; la aventura era para ella sabrosa y tentadora, y la resistencia del mozo no era sino acicate que estimulaba su capricho.

—Jamás, ya está dicho. Ignoro las órdenes que mi padre, el rey, os habrá dado para el caso de que yo me niegue a una reconciliación con el conde, mas, sean las que fueren, os digo que o me mataré o entraré en tierras de Castilla, con la ayuda de mis buenos amigos de allá.

—¿Vuestros buenos amigos…? No serán ni buenos amigos, ni buenos vasallos, ni buenos castellanos, los que por satisfacer el capricho de una dama traviesa y coqueta pongan en el riesgo de una guerra a dos estados… —saltó severamente Manrique.

—Me parece que me estáis faltando, caballero… —se irguió, ofendida, la infanta.

—¿Porque os he llamado coqueta? ¿Y quién con más derecho que yo en el mundo para arrojaros al rostro esa verdad? ¿Qué hicisteis de mí cuando era un niño crédulo e inexperto?

¿Qué hubierais hecho si hubiese dado oídos a vuestras proposiciones, aquella tarde, en aquel bosque, cuando íbamos camino de Toledo? ¿Qué sería de mí, ahora, si me dejase prender en los encantos de vuestra hermosura?

—¡Me casaría con vos en cuanto el Papa pronunciase el fallo de nulidad de mi matrimonio…! —exclamó sinceramente doña Urraca.

—Demasiado honor, princesa —respondió, inclinándose hasta el suelo, el caballero.

Maese Sancho contenía a duras penas una súbita alarma. Doña María se sentía desfallecer.

—Un honor que acaso conceda a otro caballero castellano, ya que vos lo rehusáis.

—¿Acaso a ese a quien habéis llamado o pensáis llamar en vuestro auxilio?

—Acaso.

—¿Al conde de Candespina, que quiso secuestraros? ¿O a don Pedro de Lara, que no supo defenderos?

—Ya que vos me abandonáis…, ¿qué os importa que sea éste o aquél quien me saque de esta prisión?

Ahora, el orgullo súbitamente abatido de la infanta se resuelve en lágrimas, y para Manrique es un espectáculo intolerable este de ver caer, como gotas de rocío, el llanto sobre el afligido rostro. Toda su cólera desaparece como por encanto, y dice, con acento que quiere ser seco, pero que ya está impregnado de una tierna dulzura:

—¿Y quién ha dicho que yo os abandone? ¿Quién, que hayáis de llamar en vuestro socorro a ningún caballero, estando yo cerca de vos? Concluyó la misión del embajador, señora condesa, y comienza la del amigo: el «Caballero sin nombre» no consintió jamás que ninguna mujer fuese puesta en agravio pudiendo él impedirlo. Para vos será todo el esfuerzo de mi brazo y todo el valor de mi pecho; y os juro por Dios que saldréis viva de este encierro y, mal que pese a los que os guardan, entraréis sana y salva en tierras de Castilla, si Dios es servido de ayudarme.

Cuatro exclamaciones a un tiempo llenan los ámbitos de la cámara. Don Favila se arrastra hasta tocar con sus labios el borde del brial del caballero; doña Mencía le bendice fervientemente; la azafata le envuelve en una mirada que resume todo el descanso de una liberación, y maese Sancho respira satisfecho como el que se ha quitado un peso de encima.

—Yo os prometo, señor caballero, que este servicio que vais a prestarnos a tres mujeres indefensas y abandonadas tendrá su merecida recompensa.

—No quiero recompensas ni mercedes, mi señora; hago el bien por sistema y cumplo las ordenanzas de mi Orden de caballería. Solamente os ruego que, cuando lleguéis a la presencia de vuestro padre, deis cumplida explicación de cómo acontecieron los hechos.

—No os preocupe tal cosa. Mi padre encontrará bien hecho cuanto hagáis. Él sabe bien que, si no vos, otros me hubieran sacado del encierro y puesto en tierra castellana. Vale más que seáis vos que no aquellos que, valiéndose de este hecho y de mi persona como señuelo, pudieran intentar de nuevo un retoñar de viejas discordias políticas. Tened en cuenta que yo salgo de Borgoña sin ninguna ambición de poder ni de mando; nada quiero saber que respecte a la gobernación de los reinos; eso lo dejo para la intrigante reina Berta. No tengo otro anhelo que alcanzar la nulidad de mi matrimonio… y conseguir el amor de aquel por quien suspiro…

Doña Mencía carraspea inquietamente; maese Sancho ahoga un voto enérgico; la doncella siente que el corazón se le encoge, y el propio caballero frunce el ceño al ver la clara y expresiva mirada que en él se detiene sin recato. Sospecha que le esperan durísimos combates con este demonio tentador de ojos de cielo y aspecto de ángel. Y por instinto, en demanda de auxilio, sus angustiadas pupilas buscan la acariciante ternura de los ojos de doña María…

¿Por qué doña María le huye la mirada? ¿Qué ha podido de repente interponerse entre los dos? ¿No se separaron de acuerdo y tan felices hacía un par de horas…? ¿Qué es esto, Dios mío? Y entonces su oprimido corazón se alza hasta Dios en mudo y fervoroso ruego: «No me dejes, Señor, entregado a mis propias fuerzas, y ayúdame a vencer la tentación que me acobarda…»