La cámara de la condesa soberana de Borgoña era suntuosa y amplia. El gusto artístico y la afición al fausto —que de su trato con los árabes había recogido la dama— ponían una nota refinada y selecta en todos los pormenores del conjunto, y Raimundo de Borgoña no debía de ser en modo alguno un marido brutal ni desconsiderado cuando se plegaba de tal forma a los caprichos de esta bella esposa indiferente.
Serían las seis de una tarde del mes de febrero. El ambiente era tibio y comenzaba a perfumarse con el suave olor de las flores de inmensos plantíos de frutales, ornato de la vega cruzada por el cercano río. Por los altos ventanales, con ojivas floridas y a través de vidrios multicolores, entraban los rayos muy debilitados del sol poniente antes de esconderse tras de las cercanas cumbres de una montaña de la cual era avanzadilla el peñascoso cerro sobre el que se asentaba el castillo. En el testero principal de esta cámara ardía buen fuego de encina sobre los morillos de una regia chimenea de mármol negro, encima de cuyo frontis, el blasón de la casa de Borgoña ofrecía sus complicados signos heráldicos. Las encaladas paredes desaparecían bajo la belleza de los paños de Arras, y, en el suelo, sobre las losas, magníficas alfombras de Asia, de un par de dedos de espesor, tendían brillantemente la caprichosa policromía de sus colores. A la derecha de esta chimenea estaba adosado a la pared un lecho de forma cuadrada que desaparecía completamente bajo ricas cortinas de sirgo azul con bordados en oro a la sombra de un dosel rematado por bella corona de nueve perlas. Detrás de este lecho se adivinaba en la penumbra una puertecita disimulada entre el complicado entablamento del zócalo. Dos candelabros de bronce alumbraban con la oscilante luz de sus velas de sebo, perfumadas con espliego, la oscuridad, que ya comenzaba a reinar en la cámara.
Estaba ésta llena de doncellas que atendían al servicio inmediato de la condesa de Borgoña y parecían harto ocupadas en preparar todas las menudencias de un atavío exquisito de un tono perla que desplegaba sus vuelos sedeños entre los brazos de dos muchachitas rubias de ojos picaros y ademán travieso… Sentada en un sitial gótico y con gesto grave, con el que parecía protestar de estas futesas inoportunas de su señora, estaba su aya, doña Mencía, y en pie, en el centro de la estancia y bajo el fondo luminoso de las llamas que brotaban de la chimenea, se alzaba como una magnífica pintura la espléndida figura de doña Urraca, encerrada en las suntuosidades de un traje verde, con adornos de pieles blancas, y tocado de perlas, que nada tenía que envidiar al otro vestido que, entre sus brazos, le presentaban las dos doncellas… Doña Urraca se volvió con ceño impaciente hacia una muchachita menuda y linda que bordaba inclinada sobre el bastidor. El bordado había sido abandonado y en el bastidor se extendía una maravillosa tela tan sutil y diáfana que bien pudiera llamarse "de araña", bordada en oro y perlas, hacia la cual los ojos y los dedos de la doncellita se inclinaban perfeccionando algún pormenor.
—¿Todavía no está eso, Ana? —preguntó con clara impaciencia doña Urraca.
Por toda respuesta, la jovencita alzó su gentil figura inclinada y, cogiendo con extremo cuidado el largo y diáfano velo, llevolo como un jirón de niebla hacia donde estaba su señora. Desplegolo ésta. Un momento osciló al leve soplo de aire que se filtraba por el cañón de la chimenea, y los bordados lanzaron destellos áureos. Luego ella misma lo colocó sobre su propia cabeza, bajo el tocado que había imaginado y que sentaba maravillosamente a su rostro de ángel.
—¿Qué os parezco…? —preguntó, vanidosa, recreándose en la admiración que se plasmaba en las elocuentes caras de sus azafatas.
Nada más sugestivo que el aspecto que ofrecía esta figura, vestida de verde claro y envuelta en un blanco velo bordado de oro, sobre el fondo escarlata de la chimenea, cuando se abrió la puertecilla excusada que se dibujaba en el entablamento del zócalo, para dar paso a una nueva figura que, por un momento, quedó clavada en el umbral, descubriendo a su espalda el fondo de un menudo oratorio, construido sobre un torreoncito volado de forma redonda.
— ¿Ya acabasteis vuestra meditación, doña María…? Venid, entonces, a decirme qué os parece mi nuevo tocado. ¿Qué opináis de este velo?
Doña María se acercó con pasos lentos y majestuosos por entre las doncellas francesas que le abrían calle; estas doncellas se habían dicho muchas veces, unas a otras, cuando nadie las oía, que doña María tenía más talante de princesa que la propia infanta de Castilla, a pesar de su afabilidad y su total ausencia de orgullo. Las aladas y elocuentes manos de doña María, que tenían en sus gestos un sorprendente poder de expresión, tocaron suavemente, con infinito cuidado, el hermoso velo, examinándolo con expresión inteligente.
— ¡Maravilloso! —decidió—. ¿Quién lo bordó?
Su mirada recorrió el corro de bonitas doncellas: ¿Berta, Isabel, Margarita…?
— Teodora —dijo la condesa.
— Os felicito, Teodora —dijo la dama castellana volviéndose hacia una jovencita morena de ojos grandes, que permanecía discretamente oculta casi entre los cortinajes del lecho—. Este velo es una verdadera obra de primor. Y vos, doña Urraca, seréis otra maravilla cuando os envolváis en él, desplegando toda la gala de este traje gris del color de las perlas y toda la espléndida belleza de vuestros ojos de cielo y vuestras trenzas de oro —terminó amablemente, pero sin adulación servil, la azafata.
— Que será presto, doña María.
— ¿Decís…?
— Que esta misma noche…
— ¿Viene acaso al castillo nuestro señor el conde? —se inquietó, con un leve azoramiento en la mirada, la gentil castellana.
— ¡Así que fuera…! —gruñó entre dientes la ceñuda aya doña Mencía desde el baluarte de su sillón.
— ¿Para quién, entonces, os componéis, mi señora, si vuestro esposo y dueño no viene a visitaros…? —se inquietó abiertamente doña María, y en su voz sonaba el velado reproche que doña Urraca conocía tan bien.
—¡Dejaos de sermones, doña María, que aunque estamos en el santo tiempo de cuaresma, hartas pláticas de penitencia nos predica fray Bernardo en la capilla cada miércoles y cada viernes… y aun cada domingo! —saltó atolondradamente la voluble princesa.
Doña María la envolvió en una mirada de reconvención, que luego abarcó a las doncellas desparramadas por la cámara, como diciéndole que debía contenerse ante estas presencias extrañas. Mas no era doña Urraca, altiva y voluntariosa, de las personas que solían admitir indicaciones de nadie, y menos de una subalterna, y así, haciendo caso omiso de las mudas advertencias de su azafata, soltó la espita de su alocada conversación.
—¿Quién piensa ahora en la muerte, y en el juicio, y en el infierno, aun cuando fray Bernardo se empeñe en recordamos su existencia? Asomaos a esos ventanales y mirad el campo; todo cuanto abarcan los ojos es una alfombra blanca y rosa de flores de almendro… El suelo es un tapiz de brezales, agavanzos y margaritas; el aire se perfuma intensamente con ese aroma sutil de primavera que enloquece el cerebro y sugiere ideas atrevidas de juventud…
—Para que vos tengáis ideas atrevidas no ha menester que la señora primavera amanezca, vistiendo a la tierra de flores… — objetó, con gesto agrio, doña Mencía.
—Y yo bendigo esta mi locura, que no me hace ser un búho intransigente como vos, ni una infeliz sin juventud como doña María… ¿Qué le sacáis vosotras a la vida, vamos a ver?
—Por esta vuestra locura y por querer sacarle a la vida cosas que la vida no puede ni debe daros, estamos desterradas en este castillo. Vos, por vuestra grandísima culpa, y nosotras, por el demasiado amor que siempre os hemos tenido… —dijo, saltando ya el dique de la contención, doña María.
La risa clara y alegre de doña Urraca se desparramó por la estancia como un instante antes se había desparramado por la alfombra el maravilloso velo que la envolvía, quedando a su espalda como jirón de niebla.
—Algo por el estilo me dijisteis hace años en otro castillo adonde el genio atrabiliario y los celos de mi señora madrastra, la reina doña Berta, obligaron a mi padre a confinarme…
—¡Rugoso…! —murmuró, con melancolía, la azafata.
—Parece que os estoy oyendo, en aquella mañana de mayo florido en la cámara, desde donde, momentos antes, había yo hecho el descubrimiento del doncel.
—¡Pobre Manrique! ¡Bien jugasteis con él y con su amor de niño! —exclamó, en voz casi baja, doña María.
Las doncellas, prudentemente, se habían retirado a la antecámara viendo que tenía principio una de aquellas reyertas tan frecuentes entre las tres damas castellanas, de las cuales apenas entendían alguna palabra suelta, por ignorar la lengua. Doña Urraca se echó, con gesto de fastidio, en un sitial, respondiendo a doña María con trémolos de impaciencia en su voz de oro.
—Hacéis mal en compadecer a Manrique. Le di cuanto podía darle. No es culpa mía si no sé sentir uno de esos amores de tragedia que nos cantan los juglares. Yo soy así, como Dios me ha hecho: ligera y alada como una mariposa… Al fin y al cabo, a mí me debe el haber aprendido a amar… y a olvidar, que también es otro arte. Y quizá más difícil… Y por ese amor que vosotras anatematizáis como si fuera un crimen, el doncel olvidado y miserable del conde de Rugoso ha llegado a ser ese caballero brillante de la Corte del rey mi padre, que, según cuentan los que llegan de tierras de Castilla, está asombrando al reino con sus hazañas y con sus dotes de buen gobierno.
—No hay mal que por bien no venga… —remachó, con soma, el aya.
—¡Ay…! ¡Cómo me gustaría verle ahora!
—Afortunadamente, no hay peligro de que eso suceda; de lo contrario…, faena tendría ese emisario de nuestro señor el conde que llega esta noche al castillo con la misión de ver si logra reconciliaros con él…
—Trabajo que pierde mi esposo y señor.
—¿Por qué no probáis a tener un poco de juicio, doña Urraca?
—¿Qué queréis que os diga, doña Mencía…? Mi señor padre me casó sin dignarse consultarme siquiera mi casamiento con un hombre…
—Con un hombre arrogante, galante, simpático, joven, de agradabilísima presencia, elegante y refinado…
—¡Qué entusiasmo, doña María! Creo, Dios me perdone, que acaso conviniera a la felicidad de los dos el que el Santo Padre nos concediese la nulidad que de nuestro matrimonio pienso pedirle en breve; yo me vería libre de este marido que me encierra porque no quiere que coquetee con sus caballeros…, ¡una cosa tan inocente como ésa, un entretenimiento tan inofensivo…! Y vos podríais ser la condesa de Borgoña, muy enamorada de las altas prendas de ese dechado de hombres y soberanos que tanto os admira, doña María…
—¡Oh, callad; no sabéis lo que habláis! —rogó, casi con lágrimas, la azafata.
—Será mejor, para el buen término de esta charla, que vos os vayáis al oratorio a rogar a Dios para que tenga de su mano a esta vuestra princesa, que está poseída del demonio de la coquetería y la ligereza, y a mí me dejéis en las manos de mis doncellitas francesas, que no son tan intransigentes ni tan asustadizas como vos, a fin de que ellas me pongan lo más bella posible para…
—Para continuar dándole celos a vuestro marido con el primero que se presente, que esta noche será, si no me engaño, ese conde de Cháteau-Bleu, que viene de embajador… —dijo doña María, llegándose con paso leve hacia el oratorio.
—Ése u otro, ¿qué más se os da a vos, mujercita perfecta…? Id, rezad, rezad por esta pecadora; pedidle a Dios que me perdone todas las tonterías que he hecho en esta vida… y las que pienso hacer todavía de hoy en adelante.
Otra vez la risa de doña Urraca, ahora con un algo de nerviosismo en su fondo, llenó la cámara, crispando a doña Mencía, quien despidió a la azafata antes de trasponer ésta el umbral de la puertecilla del oratorio con una mirada de resignación y de impotencia que parecía decir:
«Es inútil…»
La figura graciosa, de líneas esbeltas y andar armonioso, de la azafata se esfumó entre la penumbra del oratorio. Desde su sitial, doña Mencía —mientras con un gesto hosco y desaprobatorio presenciaba la operación del tocado de doña Urraca— alcanzaba a ver los destellos de oro del retablo arrancados por la lucecita de una lámpara de bronce que colgaba a un lado del altar ardiendo ante tina imagen de Nuestra Señora con un Niño en los brazos. La dama vio a doña María recogerse en piadosa contemplación, arrodillada sobre un cojín mullido, dándole la espalda. Tras ella se arremolinaba la cola de su brial de brocado amarillo y el encaje sutil de su ligero velo blanco, que, siguiendo la moda de la época, pendía en frunces del pequeño tocado, prendido a sus ondulados cabellos castaños, casi negros.
En el oratorio había una quietud y un recogimiento que convidaban a la meditación y a la memoranza… A los pies de la Virgencita, doña María evocó los recuerdos que la loca plática de doña Urraca levantó, a bien que estos recuerdos no necesitaban de diálogos que los levantasen, pues estaban como grabados a fuego en la memoria y en el corazón de la joven. ¡Manrique…! Ni le había olvidado ni dejó un solo día de rogar por él, haciendo fervientes votos por su felicidad y su buena fortuna. ¿Por qué pensaba en él con tanta insistencia en esta tarde de primavera gloriosa…? El corazón le latía con fuerza, como un pájaro asustado por un temor importuno…
En la capilla se sentía un fuerte aroma de flores, puestas sobre el ara en ventrudo jarro de barro cocido. Entre ese aroma y la charla que desde fuera le llegaba mientras doña Urraca daba órdenes contradictorias y apremiantes a sus camareras y doña Mencía continuaba lanzando agrias reconvenciones, su cabeza comenzaba a cargarse. Levantóse resuelta y cerró la puerta del oratorio. Luego abrió el ventanal y dejó que el aire puro entrase libremente, quedándose acodada sobre el repecho, en embaída contemplación del paisaje en esta hora religiosa y augusta del anochecer.
El torreoncito volado caía como sobre un abismo, frente a un desmonte plantado de espesísimos cedros, que a la luz del crepúsculo semejaban una masa negra de la que, como puntos blancos, resaltaban lozanas las flores de tonos claros nacidas, aquí y allá, entre la espesura. Detrás de este desmonte y separado solamente de la mole granítica sobre la cual se asentaba el castillo por un barranco que desembocaba en el cercano río, estaba la montaña imponente, tras de la cual, con resplandores de fuego, se acababa de ocultar el sol con presagio de vientos… Respiró a pleno pulmón doña María, gozando del ambiente. Apenas en la lejanía se sentían los postreros ruidos que preceden a la llegada de la noche. Un cuco cantó cerca y pareció contestarle un mochuelo. Acaso el aullido de un lobo debió de ser lo que trajo un eco extraño entre la brisa.
¿El aullido de un lobo…?
¿Podría ser el aullar de un lobo ese sonido, que se iba repitiendo periódicamente en distintos tonos? ¿No parecía más bien…, ¡cosa extraña!, el sonido de dos instrumentos de cuerda que estuvieran acordando sus notas? ¿No sería, por ventura, que templaban un laúd…? Aguzó el oído. Percibió una escala. Otro instrumento le respondió con un arpegio… Doña María se dijo que el sonido venía de fuera del castillo y no de dentro. Y entonces aguzó el oído más y miró ahincadamente entre las sombras del bosque que se extendía a sus pies, por la ladera.
¿Trovadores…? No era muy frecuente que viniesen desde la Provenza, en el invierno casi aún, a desafiar los fríos de aquella parte montañosa de la región de Borgoña, pero solía acontecer, y ahora, con la fama de aficionada a la música y a la poesía de que gozaba la condesa soberana y la nueva de su encierro en el castillo, tampoco era de sorprenderse que de vez en cuando juglares y trovadores acudiesen a ofrendarle sus romances, sus versos y sus trovas, con el estímulo de inspirarse en aquellas bellezas que pregonaban la fama… y beneficiarse de la munificencia de su bolsa, siempre abierta para esta dase de gentes.
El ruido que producían los dos instrumentos al templarse fue de repente trocado en una tocata que a doña María le devolvió más intenso que nunca el recuerdo de las lejanas tierras de Castilla. Un canto popular, conocido y oído tantas veces… ¿Cómo sabían aquella tonadilla esos músicos franceses…? Pero ¿por qué habían de ser franceses los músicos? ¿Acaso los de su oficio no corrían todo el mundo con el laúd a la espalda? ¿No llegaban a Castilla los trovadores provenzales? ¿Por qué no habían de llegar a Borgoña los juglares castellanos? Apenas consiguió verlos entre la espesura y la creciente oscuridad: eran dos… De pronto comenzaron a cantar a dúo. Las voces no eran, ciertamente, como para entusiasmar a nadie. Eran sólo dos voces recias, de timbre muy varonil, y una de ellas más clara y rica que la otra. Cantaban con más afición que técnica; pero a doña María le parecieron los mejores cantantes del orbe. ¿No cantaban, por ventura, las amadas cantigas de su recia tierra de Castilla…? Impensadamente, se retiró de la ventana, abrió la puertecilla del oratorio e irrumpió en la cámara, donde ya doña Urraca deslumbraba con la gala de su vestido del color de las perlas y su velo sutil como un jirón de niebla bordada por el oro de las primeras luces del alba. Apartáronse, al verla llegar apresurada, las camaristas francesas, con aquel respeto que siempre le rendían; y ella, abalanzándose sobre su señora, dando al olvido la leve rozadura de un momento antes, exclamó, con una agitación que contrastaba con su ordinaria sangre fría:
— ¡Dadme albricias, princesa y señora mía, que llegan gentes de Castilla!
Saltó doña Mencía de su sillón, con un gran suspiro, electrizada por la esperanza de una liberación; y dijo, volviéndose bajo la nube de su velo, doña Urraca, con un destello de felicidad en cada ojo:
— ¿Cómo así, doña María?
— Sí, desde la ventana del oratorio acabo de escuchar a dos juglares que templaban sus laúdes en el bosque, y cuando han roto a cantar sus trovas, he entendido perfectamente nuestra lengua…
— ¿Pensáis que sean mensajeros de nuestros amigos de allá…? —murmuró, con una esperanza ansiosa, la infanta.
— No sé, mi señora, mas, mensajeros o en realidad solamente trovadores que recorren el mundo, son de nuestra noble tierra castellana…
—Ordenad al alcaide que les abran las puertas del castillo y a mi mayordomo que los introduzca seguidamente a mi presencia…
Hizo un gesto de desaliento la azafata.
— Olvidáis que ninguno de ellos lo hará sin el consentimiento del jefe de vuestra escolta, que es a quien nuestro señor el conde hizo responsable de vuestra persona… —se lamentó doña Mencía, dejándose caer otra vez en su sitial—. Y ya sabéis cómo este personaje receloso desconfía de toda clase de gentes desconocidas y en general de cuantos deambulan por las ciudades, villas y castillos, trayendo y llevando noticias… Recordad cómo echó a cajas destempladas, el jueves, a los dos frailes que llegaron de Tierra Santa y contaban hazañas de Ricardo Corazón de León, sólo porque se le antojó que en sus palabras había no se sabe qué intención oculta… ¡Pobres frailes!
—Sus paternidades hubieran dormido aquella noche a la intemperie si no hubiese sido por Gertrudis, la doncellita, que los escondió en su propio camarín, mientras ella hacía su guardia junto a vos, al pie de vuestro lecho… —aclaró lentamente doña María— Y vos sabéis que el jefe de vuestra escolta es un hombre gruñón, receloso y malpensado, a quien no le conmueven las historias románticas y odia a muerte a los que él llama «vagos y maltrabajas» porque no gustan de esgrimir la espada y dar tajos y mandobles como él… No esperéis, señora, que de buen grado les dé licencia para entrar en el castillo. En apariencia, vos sois la que manda aquí; mas es lo cierto que el conde, mi señor, os puso al lado a un cancerbero que deja tamaño al de la mitología griega.
—Recordad, en efecto, lo acontecido ha pocos días con el vizconde de La Flerie, vuestro escudero…
—¡Ay…!
—El vizconde cometió la torpeza de proclamar a los cuatro vientos que erais la más hermosa y desdichada princesa del orbe, y la más injustamente perseguida, y que él se dejaría cortar el pellejo a tiras por vos…, y al día siguiente era relevado de su cargo y os colocaban como escudero a ese personaje fosco, peludo y espantable a quien llaman monsieur Poilu… —insinuó doña María.
—¿Cómo lo arreglamos, entonces…? Porque yo no me quedo sin hablar con esos hombres que vienen de mi tierra y que acaso…, ¿quién sabe?, me traigan una embajada de mi padre, o de mis amigos…, o del conde don Gómez de Candespina, a quien envié recado de los sucesos que me acontecían con aquellos gitanos que merodearon varios días, por fiestas de Navidad, bajo las arcadas del puente del río y por entre las huertas de frutales…
—Este castillo debe de tener, como todos, algunas entradas y salidas secretas… —insinuó doña Mencía, a quien el ansia de salir de aquel granítico encierro hacía perder el seso hasta el punto de sentirse audaz y poner ella misma ideas locas en la mente de las dos muchachas.
—Sí, ¡mas cualquiera las sabe o las adivina…!
—¿Y para qué están en el mundo y en las Cortes de las soberanas amables y hermosas los feísimos enanos, sino para servirlas como geniecillos que acuden al conjuro de los deseos de sus dueñas? —dijo una voz gutural y aflautada, saliendo de algún rincón de la espaciosa cámara.
Las tres mujeres dejaron escapar a la vez una exclamación:
—¡Don Favila…!
Y con sus ansiosos ojos buscaron en vano por todos los recovecos de la enorme sala al personaje que acababa de pronunciar las anteriores palabras. Pasaron unos momentos de infructuosa búsqueda. ¿Dónde se habría metido aquel don Favila, sinuoso y escurridizo como culebra, que se escabullía por cualquier rendija y entraba y salía sin hacer ruido, y andaba al tanto de todos los secretos del castillo…? De tierras de Castilla vino en el séquito de su señora la infanta; a ella se le regaló, haciéndole merced como de un presente valioso, un valeroso caballero templario que le alcanzó en el botín de guerra de cierta acometida contra Yusuf-Ben Texufin. Era un presente digno de una princesa, y doña Urraca, que era fina, inteligente y culta, supo apreciar el obsequio del caballero y tratar con amor a este desgraciado ser humano a quien los azares de la vida condujeron a la desdicha de la esclavitud. Don Favila amaba a la infanta con un celo muy parecido al de un mastín de presa encargado de su guarda. Dormía a la puerta de su cámara de través ante el quicio, sobre grueso felpudo; trotaba junto a su caballo en una hacanea negra de que la princesa le hizo merced para que no se fatigase demasiado en seguirla a pie, y le acompañaba en todos sus paseos y cacerías. Don Favila era como el estribillo que en una ópera nos anuncia un personaje; porque ver aparecer a don Favila era esperar ver aparecer de un momento a otro a doña Urraca.
A la desorientación de las tres damas respondió cierta risita burlona, y de detrás de una cortina de las que cerraban como un camarín el lecho de la infanta salió una figura grotesca, ridícula, que hubiese hecho prorrumpir en carcajadas a cualquier persona menos acostumbrada a ver su extraña catadura que lo estaban las tres mujeres; porque el sujeto en cuestión no era otra cosa que un feísimo enano negro, vestido, para mayor contraste, con un sayo y una ropilla muy lujosos, de un color amarillo de oro, y tocado con una monterilla en la que se erguía una tiesa pluma de faisán. No era joven don Favila. Sus facciones, pese a su fealdad, resultaban simpáticas, y en sus ojos se leía una lealtad profunda. Cuando se fijaban en doña Urraca, parecían llenarse de un sentimiento vivo de ternura, muy semejante al que podría experimentar un padre por su hija… Quizás el esclavo infeliz recordaba que un día, allá en el oasis de su desierto donde las tribus de beduinos le capturaron para llevarle al mercado, había dejado una esposa y una niñita que, si no era precisamente rubia como la infanta, tenía para él las facciones de ángel.
—Salid, don Favila —invitó la infanta—, y venid a decirnos cómo y de qué manera vais a satisfacer nuestros deseos.
—Don Favila, cuando todos duermen, vela el sueño de su señora; y muchas veces se escabulle por los corredores y escudriña todos los agujeros; don Favila es curioso…
—Bien…, ¿y qué?
—Don Favila, cuando va a vivir a un sitio, gusta de saber dónde están todas las entradas y salidas. Nadie sabe las cosas que pueden ocurrir en un momento dado, y siempre es conveniente saber que existe un corredor que horada la peña donde se asienta el castillo en que se vive para salir a la otra parte de esos plantíos de frutales, que parecen no tener fin… y que lo tiene al tropezar con las faldas de la montaña…
—¿No nos contáis un cuento, don Favila? —respondió doña Mencía.
—No en mis días: don Favila ha recorrido a medianoche ese curioso corredor y ha engrasado los goznes de las puertas de hierro que lo cierran y se ha procurado las llaves… que pendían del cinto del alcaide… para sacar un molde, que ha servido para forjar estas otras llaves…
—¡Don Favila! —se asombró, gozosa, la infanta.
—¡Qué queréis! —dijo, bajando los ojos, con fingida modestia, el enano—. El alcaide es aficionado al buen vino…, y don Favila conoce el secreto de ciertos polvos que hacen dormir muchas horas seguidas…
—¡Oh…!
—Aquí están: ved qué tremendas llaves. Por su tamaño podrían servir para matar a una persona. Desde ese día, don Favila se acuesta con ellas y las guarda como un tesoro. Ahora pueden servir para proporcionarle a mi bella princesa el placer de hablar con esos trovadores que llegan de tierras de Castilla…, y mañana…, ¿quién sabe?, acaso tengan la alta misión de abrirle a la princesa la senda de la libertad que ansía…
—¡Don Favila…, sois grande!
—¡Don Favila ama a su princesa!
El enano se arrastró como un perro cariñoso hasta tocar con sus labios la fimbria del vestido de doña Urraca; ésta le acarició la cabeza, despojada de la monterilla un instante antes, y al sentir la dulce mano blanca acariciar las guedejas crespas de su cabello, el hombrecillo se sintió más que pagado de su devoción.
—Alzad, don Favila…, y decidme… ¿Qué haremos para poder introducir en el castillo a esos trovadores?
—Oídme: vos esperáis al emisario de vuestro marido.
—Cierto.
—No podréis excusaros de recibirle, de comer con él, de pasar la velada en el estrado para honrarle, rodeada de vuestra Corte…
—Cierto.
—Sería harto sospechoso, y el alcaide es mal pensado. Mas vuestra dama, doña María, pudiera padecer un dolor de muelas que la obligase a recluirse en la quietud de su camarín… Yo saldré por el corredor subterráneo a recoger a esos interesantes músicos castellanos, y los traeré hasta…
—¿Hasta dónde, don Favila? —preguntó, poseída de repentina curiosidad, doña María.
—¿No habéis adivinado que el corredor tiene una salida, entre otras varias, que desemboca en el oratorio donde ha un momento rezabais, doña María?
—¡Oh…! ¡Nunca más volveré a rezar tranquila! —exclamó la azafata—. ¡Qué horror! ¡Pensar que Su Alteza la infanta, y yo misma, estamos a merced de cualquiera que conozca el secreto y quiera entrar en esta cámara por el oratorio…!
—No pensáis que para ello es menester tener estas llaves que yo hice forjar —tranquilizó el enano—. Dormid tranquilas, mis hermosas señoras, que vuestro sueño queda bien guardado bajo la vigilancia de don Favila.
—Terminad, señor mío, si gustáis, que la noche adelanta y me parece que ya siento el ruido de la cabalgada que debe de acompañar, si no me engaño, al emisario de nuestro señor Raimundo de Borgoña —apremió doña Mencía.
—Sí haré, mi señora aya, mas no os impacientéis, que harto tiempo sobrará para que don Favila haga su pesca. Quedamos en que yo traeré a esos trovadores hasta el oratorio, donde casualmente se encontrarán con una linda dama de Su Alteza, que reza las oraciones nocturnas antes de entregarse al descanso. La dama hablará lo que convenga con los castellanos, sean quienes fueren, y mientras, en el comedor, se celebrará la comida ceremoniosa y lenta, y más tarde, la Corte de la infanta se reunirá en torno a la amplia chimenea del estrado para entretener la velada…
—¿Y si el emisario del conde desea hablar reservadamente con la señora princesa…? —se inquietó doña María.
—¡Tanto mejor! ¡Más tiempo os darán a vos para que habléis con los dos castellanos!
—¡Oh!, no es eso, don Favila… ¿Imagináis vos dónde será esa plática secreta de nuestra señora con el conde de Cháteau-Bleu? —dijo, con cierta aprensión, doña María.
—La señora condesa puede recibirle en la antecámara.
—Cierto.
—Y vos estaréis dentro del oratorio con los músicos. Y don Favila, a la puerta misma del oratorio que comunica con la cámara, haciéndose el dormido para…
—Sí, para enteraros, oreja alerta, de lo que se hable a la una y a la otra parte de las dos puertas de la cámara… —se echó a reír la infanta.
—¿No es útil, por ventura, que don Favila sepa muchas cosas, mi señora?
—Razón tenéis, don Favila. Conque os dejo para salir al estrado, que se me antoja que llega el conde de Cháteau-Bleu, con su escolta, tal hay de pataleos y gritos en torno a los fosos… ¿Qué hace el alcaide que no echa el puente?
—Señora… —insinuó un pajecito apareciendo en la cámara y doblando el espinazo en reverencia profunda—. Fray Bernardo me envía a deciros que ha más de tres cuartos que aguarda en la capilla la presencia de Vuestra Alteza para dar comienzo al ejercicio de cuaresma. Hoy es viernes…
—Decid a fray Bernardo, Guido, que por hoy no está mi alteza con humor de sermones; que se los predique a las venerables dueñas de mi Corte, mientras yo recibo a ese gentil emisario que me envía el conde mi señor… —decidió doña Urraca, con aire altivo y gesto de fastidio.
El pajecito volvió a marcar su perfecta reverencia y salió dejando caer los pesados pliegues del paño de Arras que cubría la maciza puerta tallada… En el patio de armas se percibía ya el estruendo de la cabalgada que llegaba.