Las pardas y míseras casas de una aldea se dibujan en el brumoso horizonte de otro atardecer invernal muy semejante a aquel otro en que maese Sancho y Manrique llegaron junto al Gorch del Conde y la Perxa del Astor. También hay una cerrazón absoluta y esa calma que suele preceder a todos los temporales de nieve. El panorama es, en tomo, de una soledad imponentemente sobrecogedora; sólo existe, en medio del llano plantado de olivos, el pueblo de aspecto miserable, y, en derredor de este llano, un cinturón de bosques donde se mezclan los alcornoques con las encinas y los pinos con los robles. Y encima de una gran mole de granito, un castillo enorme, cuya sola vista da idea de la antigüedad y de la importancia histórica de la familia que lo habita.
El villorrio es un lugar abierto, y, con esa buena fortuna, se meten caballero y escudero por sus rúas, empedradas de guijarros, hasta topar con una casa en cuyo portalón la consagrada rama de pino puesta sobre el dintel da a entender que se trata de una taberna.
—Albricias, Manrique, que ya dimos con lo que buscábamos —dice maese Sancho con un suspiro de alivio.
Su blanco caballo está rendido de la dura jornada; caminos imposibles, arriba y abajo de las pedregosas montañas; por entre desfiladeros cuyo suelo destroza los cascos de las monturas; entre las matas espinosas del bosque que despedaza, con sus arañazos, las corvas de los nobles brutos y sus nerviosas patas. El potro negro de Manrique no se encuentra en mejor estado y, pese al frío intenso, su bocado se cubre de espuma.
Manrique hace un gesto dubitativo, mientras el bufón llama con el pomo de su daga sobre las recias tablas de la cerrada puerta. Una voz malhumorada Y cautelosa responde desde dentro:
—¿Quién va?
—¡Ah de la casa! ¡Abrid a unos viajeros si gustáis, hermana, que llegamos rendidos y el temporal se avecina!
La mujer, desde el otro lado del portón, abre recelosa un menguado postiguillo con reja, y tras él asoman, escudriñadores y asustadizos, sus ojos, de un azul desvaído, que a maese Sancho le parecen los de una cabra muerta.
—¡Judíos! —exclama, santiguándose, la mujer al ver los turbantes amarillos y negros de los dos pretendidos hebreos.
—Justo, sí: mercaderes judíos que viajan para sus negocios y que os pagarán mejor que los cristianos —asegura, impaciente, Manrique.
No está acostumbrado a esta resistencia que adivina hacia los hebreos desde que ha puesto los pies en terreno de Francia; aquí no se los mira con la benevolencia fraternal con que se les distingue en todos los estados de España.
—No tengo cama para vosotros, señores mercaderes. Mi posada está llena… —se excusa la mujer, a quien, un punto, el aire de Manrique intimida.
—Ved si os queda un malaventurado rincón por el establo o el pajar, nostrama, y dormiremos muy guapamente sobre nuestras mantas de viaje… —indica secamente el bufón, en un francés chapurreado que la mujer apenas comprende.
—No, no, señores: no puedo acomodaros. Se me marcharían al veros entrar los demás huéspedes. Seguid vuestro camino.
Cierra el postiguillo de golpe, acaso asustada del mirar airado de Manrique; y la imprecación de maese Sancho no llega a sus oídos. La escena se repite en tres o cuatro casas particulares a las que llaman con la vaga esperanza de que sus dueños, estimulados por el brillo del oro encerrado entre las mallas del grueso bolsillo, los acojan hasta el amanecer, en que han de proseguir su ruta hacia el castillo de Borgoña, pero todo es inútil y, a la postre, vense obligados a seguir el consejo de un labriego que regresa del campo, un poquito tarde, arreando a un borriquillo de escasa alzada. La repugnancia con que se les acoge indigna a Manrique y hace perder la paciencia al bufón.
—Os digo, señores mercaderes, que no hallaréis casa en que dormir en la aldea —aclara francamente el labrador—. ¿Para qué quiero andaros con disimulos? La gente recela de los de vuestra raza y generalmente les profesa aversión. Lo mejor que haréis será subir al castillo y solicitar hospitalidad.
—¿Al castillo? ¡Bueno fuera que, después de emprenderá pecho esa terrible subida, el alcaide o el mayordomo nos echaran con malos modos, como nos acaban de echar los vecinos de vuestro lugar…!
—No hará, que nuestros señores los condes son harto caritativos y hospitalarios, como conviene a su esclarecido linaje, para negar techo y comida a dos personas que andan viajando por tierras extranjeras. ¿De dónde sois, si no es impertinencia, señores mercaderes?
—De tierras de Castilla —se apresuró a responder Manrique.
—¡Noble tierra, a fe mía! Y buen rey el vuestro. De nuestro país fueron muchos hombres a combatir cuando la toma de Toledo, y cuentan y no acaban de los privilegios que don Alonso les concedió. Como que allá se quedaron muchos.
—Entonces… ¿subimos al castillo?
—Subid sin vacilar: que os reciban con más o menos agrado, no os lo hago bueno. Mas de cierto os digo que dormiréis bajo techado y comeréis un buen plato de sopa de guisantes y una gran tajada de cordero asado. O quizás alguna liebre con empanada, que esta tarde sentí yo los ladridos de los perros y era sin duda que nuestro señor andaba de caza.
Después de dar las gracias al buen hombre, los dos jinetes emprendieron la subida, mirando recelosos el encapotado horizonte.
—Pienso, Manrique, si nos dará el aguacero o la nieve tiempo para subir a ese nido de águilas —dijo maese Sancho.
Vuélvese Manrique, malhumorado.
—De todo esto, nadie más que tú tiene la culpa, maese bufón.
—¿Yo?
—Claro; ya te advertí que era harto imprudente andar por los caminos de Francia vestidos de judíos, siendo así que en este país ver un judío es como ver un animal dañino o ponzoñoso del que todos se apartan con asco y con horror. Mucho mejor fuera haber vestido los trajes de trovadores que llevamos preparados en las alforjas.
—Mas tú no piensas, Manrique, que, de ir vestidos con semejantes trajes, fuéranos del todo imposible cabalgar en estos dos caballos; porque ¿de cuándo acá dos miserables juglares, que son gente que siempre anda con un trapo detrás y otro delante, bostezando de hambre, habían de tener dos caballos de príncipe como estos que nos alargó la munificencia del rey nuestro señor? Y sin ellos, ¿cuántos días tardarías, cuitado de ti, en arribar a ese famoso castillo de cuento de hadas, donde duerme bajo la guarda del dragón tu princesa de encantamiento…? Pronto despertaríamos las sospechas de las gentes de Raimundo de Borgoña si malcasáramos nuestro talante de trovadores muertos de hambre con estas monturas soberbias…
—No estamos en Borgoña todavía; y, merced a los trajes hebreos, malo será que alguna noche no hayamos de dormir al raso bajo la lluvia o la nieve, Sancho amigo.
—Cierto: que no estamos en Borgoña; mas poco vivirá quien no vea bien presto las torres del primer castillo de sus fronteras.
—¿Quieres decir?
—Que nos quedan un par de días solamente de caminar por los estados de Aymerico de Narbona.
—Ganas tengo, maese Sancho.
—¿De qué? ¿De ver a la doña Urraca de mis culpas…?
Suspira, sin aclarar cuáles son esas ganas a que alude, el joven caballero. La subida es penosa y el camino de acceso va trazando entrantes y salientes junto a una muralla cuajada de aspilleras para la defensa… En la altura se divisa la mole imponente del edificio, que no es otra cosa sino una masa enorme de piedras sillares. Visto dé lejos —como le veían aún ambos viajeros—, presentaba una confusa reunión de cuerpos desiguales, muy diferente de la arquitectura que en España tenían esta clase de edificaciones. Las techumbres eran agudas y descollaban sobre un recinto almenado. La circunferencia de este recinto tenía una forma oblonga interrumpida a trechos por numerosos ángulos flanqueados por torres redondas.
Encerrado entre un formidable cinturón de murallas y protegido por anchos fosos, se levantaba un edificio de estilo mixto, donde todas las épocas de la arquitectura románica y de la gótica estaban caprichosamente confundidas. Desde las alturas de este camino, Manrique y el bufón podían ver la inmensa extensión del valle y el pueblo, con sus míseros grupos de casas grises. El puente todavía estaba tendido, ya que la queda no sonó aún… Sobre la puerta se ve una especie de cajón de piedra: es un puesto de observación donde un vigía realiza su guardia. Manrique alza los ojos para mirar esta masa imponente que se le viene encima y se ofrece a su vista, resaltando sobre el fosco crepúsculo los mil festones de la desigual techumbre, polvoreada ya de nieve; los esquilones trepados, las agujas puntiagudas y las veletas, que figuran monstruos desconocidos y giran rechinando en torno a sus enmohecidos ejes cada vez que un remolino de viento las hace cambiar de dirección entre tolvas de copos blancos.
En lo más alto del edificio, un torreón redondo cuya plataforma almenada sirve sin duda alguna de atalaya, brilla una luz que se torna rojiza al tamizarse por los vitrales color de púrpura… Mientras Manrique efectúa estas observaciones, maese Sancho se impacienta bajo la mirada del vigía que, desde el cajón de piedra, les está reconociendo con la precaución con que pudiera reconocer a los parlamentarios de un ejército enemigo antes de franquearles el ingreso en la fortaleza para concertar una tregua. Al fin, y sin darse por entendido de los votos y juramentos que en un castellano correcto suelta el bufón —ya al cabo de su paciencia—, se decide a dar orden de que se les abra el pesadísimo postigo herrado de aquel gigantesco portón ante el cual se estrellarían seguramente todos los disparos de una catapulta; y los dos judíos son introducidos por un soldado en el primer patio del castillo.
Si grandiosa era la mole de esta fábrica vista desde fuera, no es menos grandiosa examinada por dentro. Manrique diría que es, sin duda alguna, el más imponente castillo feudal que ha visto en su vida. Debe de contener un ejército numeroso dentro de sus muros. En cuanto a la calidad de los señores castellanos, bien la dicen la cantidad de servidores que se encuentran por patios, salas, escaleras, corredores y cámaras, hasta llegar a una estancia inmensa, en la cual aparecen congregados en tomo a dos monumentales chimeneas donde arden troncos de encina y leña seca de pino —embalsamando el ambiente— dos grupos de personas cuya diferente condición se advierte en el acto.
Hay junto a una de las citadas chimeneas una dama sentada en alto sitial de tallas góticas; está la dama entrada en los cuarenta, pero ni una sola cana rompe el tono castaño oscuro de sus cabellos, un poco crespos, que se recogen bajo una linda toca de encaje blanco, de la que pende un largo velo también blanco y sutil. Los trazos de su fisonomía no son, ciertamente, de una belleza que deslumbre, mas se observa en ellos cierto reflejo espiritual qué atrae a la primera mirada y que inspira simpatía y respeto. Sus ojos, oscuros y serios, dan idea, como la configuración del mentón, de un carácter enérgico capaz de desafiar todas las dificultades que el gobierno de un estado tan poderoso como el que revela la posesión de un castillo semejante puede ofrecer en aquella época impetuosa… Viste un suntuoso traje de brocado color carmesí, con un adorno regio de pieles blancas, y ricas alhajas completan dicho tocado, digno de una reina que se dispone a tomar parte en su cotidiana comida rodeada de su Corte. Tras de su sitial están en pie dos pajes rubios y lindos que apenas habrán cumplido doce años, y, ante ella, sobre grueso almohadón grana bordado en oro, con un escudo y unas armas que medio tapa al sentarse sobre ellas, descansa un bufón que no tiene tanta joroba como maese Sancho ni —justo es confesarlo— el aspecto inteligente e ingenioso del bufón del conde de Rugoso.
Dueñas respetables y circunspectas, doncellas muy hermosas y bien aderezadas, cuya noble cuna se advierte al primer vistazo, y damas prosopopéyicas y envaradas rodean a la castellana, amén de un clérigo lustroso y reposado y un mayordomo con una gruesa cadena de oro cayéndole sobre el pecho como insignia de su cargo. No hay caballero alguno en tomo a la castellana; a buen seguro que si, como dijo el labriego, el señor estaba de caza, los caballeros y escuderos todos de su casa debieron de seguirle, a excepción de los que quedaban de servicio en el castillo.
El grupo congregado en derredor a la otra chimenea estaba integrado por el resto de la servidumbre, cuya condición más baja no le permitía alternar con el que rodeaba a su señora. Junto a este grupo se acomodaban un peregrino lleno de conchas y cruces, que debía de llegar de Palestina, donde Ricardo Corazón de León acababa de ser hecho prisionero por los infieles y refería en voz de recato los sucesos de la Cruzada en la que había tomado parte, y dos viajeros de traza corriente, que se vieron obligados por el temporal a solicitar hospitalidad en el castillo.
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La entrada de los dos judíos en la sala produjo un instantáneo silencio, que bien pudieron interpretar los recién llegados, sin miedo a equivocarse, por clara señal de repugnancia hacia sus personas, y aun de protesta a la benevolencia harto magnánima de la castellana que concedía hospitalidad a semejantes gentes. Únicamente el bufón, valiéndose de sus prerrogativas de loco a quien todo se le consiente con tal de hacer reír, permitióse soltar una andanada completamente improcedente, que hizo fruncir el ceño a la señora.
—¿Qué nos traes acá, Francisco? Por mi fe, que dos perros judíos no están en el lugar más a propósito en este castillo, donde se come a todo pasto carne de cerdo y solomillo de jabalí… Mejor hicieras en llevarlos al establo y darles un buen pienso de avena…
El pie de la castellana, calzado con un escarpín de una tela dorada y rematado por una punta muy pronunciada vuelta hacia arriba, golpeó con impaciencia la gibada espalda del imprudente bufón…
—Mi hospitalidad no distingue de razas, ni de religiones, ni de clases humanas, Hugo. Harás bien en callar si no quieres acabar la noche en aquella celda de cierto corredor subterráneo… —insinuó la señora secamente—. Y vosotros, hebreos, pasad y sentaos junto al fuego de aquella chimenea, donde ya se calientan otros caminantes acogidos a mi generosidad.
Los dos judíos avanzaron en la dirección que la enjoyada mano de la castellana les señaló, con el aire humilde y los movimientos serviles propios de su raza. Al hacerlo, maese Sancho vacilaba como si estuviese ebrio, y, gracias a que no fue menester hablar, nadie notó que una angustia infinita y una emoción inmensa le agarrotaban la garganta. La dama seguíalos con los ojos indiferentes de la curiosidad, cuando, al llegar los nuevos huéspedes junto a los que se apretaban en tomo a la fogata —quienes, por cierto, no se apresuraron a cederles puesto y solamente se apretaron para evitar el roce con ellos— y echar hacia atrás los capuchones de sus tabardos, un grito indescriptible rasgó el silencio… ¿Eran las acusadas y agudas facciones del bufón las que así trastornaban a aquella mujer de aspecto enérgico, o acaso los nobles y hermosos rasgos de Manrique? ¿Le recordaban algo? ¿Evocaban alguna visión retrospectiva…? Fue el caso que, entre el asombro intenso de todos los presentes, la castellana se desplomó sobre el respaldo de su sitial sin pronunciar una sola palabra. Acudieron en tropel sus damas a asistirla; se alborotaron los servidores, achacando a malas artes de los dos judíos el desvanecimiento… ¡Desmayarse su señora, tan fuerte para el dolor, ante la sola vista de estos dos indecentes hebreos, tenía que ser cosa de magia! Y acudió a sus latines el padre capellán, recitando con voz apresurada todos los exorcismos conocidos.
Luego, el mayordomo los sacó con palabras prudentes del aposento para evitarles los insultos de la servidumbre. Era un hombre cortés y comprensivo, muy apegado a su señora; y en el punto en que se les introducía en una estancia donde ardía buen fuego, sonaron unas trompas de caza y luego un clarín, y hubo voces de mando dentro del recinto amurallado y trotes de caballos, ladridos de perros y gritos de otra índole.
—He aquí, señores mercaderes, nostramo que regresa de la caza. Vendrá mojado y hambriento. Me habréis de excusar si os dejo tan presto. Más tarde os servirán una cena conveniente y yo volveré…
Esto fue lo que el mayordomo de la gruesa cadena de oro dijo en guisa de despedida al dirigirse apresuradamente hacia la puerta… Manrique y el bufón se quedaron mirándose. El segundo parecía harto inquieto y desasosegado.
—¿Qué te parece de todo esto, maese Sancho…?
—¡Vive Dios, que creo que hemos venido a metemos en la boca del lobo, cuerpo de tal! Y que más cuenta nos tuviera haber dormido bajo una encina con la nieve por cobertera.
—No te entiendo…
—Ni falta. Día vendrá…
—Pues yo te digo, maese bufón, que me va cansando esta comedia y que, por muy vestido de judío que vaya, ¡lléveme el diablo si no le rompo una costilla al primer villano de la soldadesca o de la servidumbre de esta buena señora que se atreva a dirigirme la menor frase molesta, cuanto y más a intentar siquiera tocarme el pelo de mi ropa!
—¡Por la Virgen, Manrique, no eches a perder nuestro negocio ahora que estamos rematándolo! Piensa que mañana habremos traspuesto los lindes de la Narbona y entraremos en tierras borgoñesas, donde dará finiquito y remate nuestra misión; con lo cual será ya inútil todo fingimiento y disfraz, si es que la señora infanta se decide a volver con su esposo y señor, que era lo que debiera hacer si no tuviese los cascos a la jineta.
—Y mientras tanto yo te digo, maese bufón, que mañana, en cuanto salga de este castillo que Dios confunda, bajo el primer coscojo con que tope en el camino heme de cambiar este hábito de judío, que tan malos ratos me está proporcionando, y heme de colocar en su lugar el ropaje de trovador que llevo en mis alforjas, aun cuando me cueste caminar a pie por montes y barrancos.
Mientras esas y otras razones se cruzaban entre los dos viajeros, en el castillo pareció cesar el revuelo que, primero el desmayo de la señora y más tarde la llegada del castellano, habían producido. Como prometiera al salir, el mayordomo envió una cena suculenta, que sirvió sin despegar los labios un criado anciano, con grande atención y hasta con un respeto que contrastaba con el desprecio y la repugnancia con que el resto de la servidumbre les había acogido un rato antes.
—¿Cómo sigue vuestra noble señora? —preguntó suavemente maese Sancho.
—Pasóle el desmayo, señor mercader —dijo cortésmente el criado.
—No podéis imaginar lo que siento…
—Es extraño, en verdad, porque nostrama es una mujer valerosa y enérgica, que ha pasado por circunstancias harto difíciles en su vida… Yo estoy a su servicio más de treinta años; ya fui criado en casa de su padre, el noble príncipe Roberto Guiscardo, y cuando ella casó con el conde soberano de Barcelona, el malogrado Ramón Berenguer, la seguí a su nueva Corte…
La mano de maese Sancho, sirviéndose una trucha, tuvo tan inusitado y repentino temblor, que el pescado se le escurrió para caer en la escudilla de madera.
—De eso hará ya algunos años… —murmuró maese Sancho.
—Más de veinte. ¿Vos no oísteis jamás hablar de aquellos sucesos?
—Tengo una idea vaga de que de dos hermanos que gobernaban juntos, el uno asesinó al otro.
—Justo, el muerto fue el marido de nostrama. Por cierto que, al miraros cuando entré con la cena, tuve de momento la impresión de haberos visto antes en algún sitio…, y yo diría que fue, hace muchos años, en la Corte del conde de Barcelona.
—Es fácil; los de nuestra raza, como nos dedicamos al comercio (y yo, sobre todo, al alto comercio de piedras finas y pieles de precio), estamos en frecuente relación con los grandes señores de todas las cortes del mundo. Ahora mismo venimos mi compañero y yo de la de Castilla, donde hemos llevado al rey don Alonso unos cintos embutidos de esmeraldas y rubíes que del año anterior nos tenía encomendados para su hijo el señor infante don Sancho.
—Es particular; también aquí, este joven, vuestro compañero, tiene un semblante que me es familiar…
—¿Os recuerda a alguien?
—Sí; me recuerda a alguien, mas no sé decir a quién. Habéis de saber que por este castillo desfilan una cantidad considerable de gentes de las más diversas condiciones y razas; lo mismo vienen ingleses que vuelven de las Cruzadas, que normandos de paso para Inglaterra, que italianos o suizos de paso para España a combatir contra los moros en las rotas de los reyes cristianos, que hasta gitanos, peregrinos, juglares, mercaderes como vosotros…
—¿Y a todos ampara la hospitalidad de vuestros señores?
—Estáis en la Corte, señores mercaderes, del conde Aymerico I de Narbona, y jamás un príncipe soberano cerró las puertas a cualquiera que demande un albergue y un plato de comida. Este castillo es la residencia de nuestro señor durante la temporada de la caza, y habéis topado con él en una de esas temporadas.
Una elocuente mirada se cruzó entre los dos hebreos.
—Estamos entonces en casa de la princesa Matilde, viuda del conde soberano de Barcelona, esposa ahora de Aymerico de Narbona e hija de Roberto Guiscardo, duque de Calabria —concretó maese Sancho.
—Cierto.
—En efecto, fue desgraciada vuestra princesa, amigo mío; pues, si la memoria no me falla, creo recordar que le asesinaron al marido al mes de haber dado a luz un niño, que ya debe de ser hombre y, por cierto, de arrogante presencia, si se parece a su padre, «Cabeza de Estopa»… —insinuó maese Sancho, mientras Manrique seguía, interesado, todo este torneo de ingenio del bufón para sonsacar al sirviente.
—¿Cómo? Pero… ¿no sabéis? El tierno principito murió…
—¡Murió! ¿Le mató, acaso, como a su padre, Berenguer Ramón, el Fratricida?
—¡Quién sabe! Los señores de Barcelona, los barones de la alta nobleza, asumieron su tutela. Nuestra señora, la condesa, cedió con la esperanza de que en sus manos estuviese mejor guardado el niño. Además, los barones le expusieron la conveniencia de que el príncipe se criase en Cataluña, para que más adelante no extrañase sus usos, lenguaje y costumbres, como acontece a tantos soberanos que, por criarse en otros países, llegan a ser en su reino extranjeros. Casó la princesa Matilde con nuestro señor Aymerico y quedó, al principio, en poder de don Bernardo Guillelmo, conde de Cerdaña, y de su esposa doña Sancha, con el acuerdo de las Cortes que se reunieron en Barcelona. Todo iba bien. Y un buen día llegaron unos caballeros y trajeron de parte de los barones un mensaje que la señora recibió secretamente… Cuando salió de entrevistarse con esos emisarios, se vistió de luto y mandó enarbolar el pendón de duelo en la torre del homenaje. Aquella misma noche, el padre capellán nos dijo que Su Alteza el conde de Barcelona, Ramón Berenguer, hijo de nuestra señora y del malogrado «Cabeza de Estopa», había muerto en Vich de una de esas dolencias propias de la infancia.
—¡Lástima…!
—Sí que lo fue; y más, que nuestra señora no ha tenido de su segundo matrimonio más que dos hijas que, por lo que se dice, casarán presto con príncipes de afuera… El golpe de la muerte de su hijo pareció aplanarla. Desde entonces ocurren cosas extravagantes en este castillo, donde suele venir con harta frecuencia nostrama, aun cuando no sea la temporada de caza ni la acompañe el conde. La princesa Matilde gusta de la soledad y del silencio…
—¿A qué cosas extrañas os referís, buen hombre? —preguntó, súbito, Manrique, saliendo de su mutismo.
Mas, al borde ya de una confidencia, el servidor se detuvo, consciente repentinamente de la inconveniencia de franquearse con dos de aquellos desconocidos que con tanta frecuencia solían venir al castillo y a los que la princesa no dejaba marchar sin sostener con ellos largas conferencias en su cámara.
—Yo me lo sé… —murmuró entre dientes.
A este punto, el yantar había llegado al fin y la puerta se abrió para dar paso al mayordomo, quien, despidiendo al viejo criado con una seña, invitó a seguirle, con corteses razones al más anciano de los dos mercaderes. En la primera revuelta del corredor, el criado estaba escondido acechando el paso de los dos hombres.
—Siempre lo mismo desde hace quince años; otra visita extraña y otra plática secreta en los aposentos de nostrama.
Al pasar por delante de él, oyó como el mayordomo insinuaba discretamente al mercader hebreo:
—Juraría, señor mercader, que yo os he visto otra vez antes de ahora…
—No alcanzo…
—¿Habéis estado alguna vez, hace veinte años, en la Corte del conde de Barcelona?
—Nunca, no estuve jamás en Barcelona —respondió categóricamente maese Sancho.
—Entonces es que os parecéis de un modo asombroso a cierto caballero que fue camarero del conde Ramón Berenguer II.
—Puede; existen parecidos notables.
—A vos se os podría tomar muy bien por don Illán de Moncada si no…
—¿Si no…?
—Perdonad; si no fuese por vuestra joroba… Don Illán de Moncada no era jorobado.
—Seguramente tampoco comerciaría en piedras preciosas y pieles de precio, ni descendería de una honrada familia de israelitas… —acabó, con fina burla, el bufón.
Esta ironía, por ligera que fuese, despertó una sospecha en el mayordomo, quien alzó los ojos y se quedó mirando fijamente al mercader.
—El hábito bien sabéis que no hace al monje… Y a este castillo llegan emisarios y espías a quienes la princesa encomienda difíciles investigaciones. ¿No podríais ser vos uno de ellos?
—No creo, a fe mía, señor mayordomo. No conozco a la señora princesa, ni tenía noticias de que existiera cuando he puesto los pies en su casa este anochecer…
—Pues es de notar que os llame tan aína a una entrevista particular…
—A lo mejor, mi rostro le recuerda, como a vos, a ese caballero a quien nombrasteis antes y quiere hablar conmigo.
—Mi pobre señora ha cometido la estupidez de creer en los agüeros de una cierta Eleonora, una gitana vieja y sabihonda que viene con frecuencia al castillo y le ha puesto en la cabeza ideas locas.
—¿Cómo así?
—Figuraos que trata de convencerla de que su hijo vive.
—¿Su hijo…?
—Vos no sabéis la historia, sin duda.
—El criado que nos sirvió la cena me habló del primer esposo de la princesa.
—Sí, el conde soberano de Barcelona, que fue asesinado por su mismo hermano gemelo. De ese matrimonio quedó un niño que apenas tenía un mes cuando murió su padre. Ese niño quedó en poder de los barones catalanes cuando la señora princesa contrajo matrimonio con el conde de Narbona, mi señor, y poco después murió. De ello hay tan palmarias pruebas que nadie que esté en su sano juicio puede negarlo; pero el deseo de esta madre ha sido tan violentamente espoleado por esa bruja, que no parece sino que le hayan hecho perder la cabeza. Y aquí todo son visitas de gentes que llevan a cabo comisiones reservadas… y que sacan el dinero a nostrama y le exprimen la bolsa. Nuestra señora parece revivir intensamente aquellos días de su estancia en la Corte de Barcelona (y los viví con ella, pues procedo, como la mayor parte de la servidumbre, de la casa de su padre, el noble duque de Calabria, Roberto Guiscardo), y cualquier pormenor que se los recuerda la conmueve de un modo absurdo. Ved por qué vuestro parecido con ese don Illán de Moncada la ha trastornado hasta el extremo de producirle un desmayo… Y ahora os llama con la vaga esperanza de que vos le deis no sabemos qué noticias…
—Pocas podré darle, y bien lo siento, sobre lo que a sus deseos se refiere; que, nacido en tierras de Castilla y mercader de oficio, no puse jamás los pies en Cataluña hasta ahora, en que entré por Tarragona para salir por Gerona… Crucé todo el territorio catalán y nada oí ni vi que de cerca o de lejos se refiera a lo que a vuestra señora interesa…
El criado no logró seguir por más tiempo escuchando la plática, porque la disposición especial del corredor le impidió acechar a los dos personajes sin riesgo de ser descubierto. Con todo, se volvió para la cocina, moviendo la cabeza con desaliento.
«Otro misterio… Otro que miente; niega ahora, y antes no, su estancia en Barcelona; otro personaje que vendrá a acabar de trastornar el seso de nostrama hablándole de ese hijo que pudre tierra y a sacarle el oro de la bolsa… ¡Raza maldita! ¿No permitirá Dios que se rompan las piernas al subir por el camino fortificado…?»
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Refieren las crónicas que la entrevista del judío Efraim Xa lez con la condesa soberana de Narbona se prolongó hasta tan entrada la noche, que el hebreo, que debía partir al apuntar la aurora, no se acostó, sino que, entrando en la cámara que a él y a su compañero les destinaron, despertó, no sin grandes esfuerzos, a Manrique, ordenándole que se aprestase a partir. El joven caballero hubiese jurado que maese Sancho estaba demudado y nervioso. A lo mejor serían el cansancio de la jornada y la noche de claro en claro los que trazaban aquellos cercos lívidos en torno a los ojos… Y en estos ojos había también como brillo de lágrimas recién enjugadas. Mas Manrique, malhumorado con el madrugón, no hizo comentario alguno en voz alta y se limitó a vestirse y a obedecer sin discutirlas aquellas insinuaciones de maese Sancho, al cual se diría que una mano oculta empujaba hacia afuera de aquel castillo imponente. De tal manera que cuando perdieron de vista su heterogénea fábrica y desaparecieron entre las nubes del entoldado cielo las veletas y las torres, Manrique creyó notar que el loco respiraba con alivio.
Algunas horas más tarde, los dos hebreos cambiaban en una venta, donde pernoctaron, sus trajes de judíos por los ropajes propios de su nuevo oficio de trovadores y vendían sus caballos al huésped. Con ello, al cuello el morral y a la espalda el laúd, caballero y bufón estuvieron en disposición de acometer la aventura para el mejor logro de la cual habían salido de tierras de Castilla.