El día 6 de diciembre, fiesta de San Nicolás de Bari, los leñadores que talaban los pinos, carrascas y alcornoques en los espesos bosques comprendidos entre los dos pueblos de Sant Celoni y Hostalrich, pudieron ver pasar hacia la Perxa del Astor a dos viandantes, quienes, por el color amarillo y negro de sus turbantes y las especiales prendas que vestían, decían muy a las claras su profesión de mercaderes y su condición de judíos. Abundaban entonces y eran bienquistos en todos los reinos de la cristiandad; convivían con los cristianos y ayudaban a éstos en las frecuentes algaras que sostenían contra los árabes. Dicen los cronistas que más de cuarenta mil judíos ayudaron a don Alonso el VI en la famosa batalla de Zalaca.
Montaban los dos hebreos magníficos caballos de raza; negro el uno como la noche y blanco el otro como la alborada, con la circunstancia de que el hombre que montaba el último era jorobado, mientras el caballero del negro trotón era un mozo rubio, de arrogante presencia y traza señoril. Estaba el cielo entoldado; una gran calma y un frío intensísimo presagiaban algún temporal que en aquellas alturas vecinas al Pirineo forzosamente había de ser de nieve. No se oía trinar ni un solo pájaro, ni deslizarse entre la hierba alguna alimaña, ni triscar conejos o liebres entre las peñas. Solamente el rumor de un arroyo cercano, que arrastraba las aguas de las vertientes próximas hacia el riachuelo que, un rato antes, vadearon los dos mercaderes. La tarde iba ya más cercana a la noche que al día. Los dos hombres, al pasar por junto a los leñadores y saludarlos con la untuosa cortesía del pueblo judío, se pararon un punto como desconcertados, y el corcovado, simulando una indecisión que acaso no sintiera, pretextó tan sólo para despistar curiosidades importunas, preguntó en buen catalán por el camino de Sant Celoni. Miráronse un instante los leñadores antes de responder a esta pregunta con un asombrado:
— ¿A Sant Celoni vais, hermano?
No pareció turbar lo más mínimo al corcovado el silencio henchido de aprensión que pareció rodear como un halo esta frase trivial, y con una sencillez del todo natural retrucó, mientras su compañero, distraído, miraba con los ojos entornados el magnífico paisaje que tenía ante los ojos, asombrados de tanta belleza.
— Justo, a Sant Celoni. ¿Por qué no había de ir, queréis decirme?
— Bien se alcanza que no sois del país; que si lo fuerais, antes durmierais en lo hueco de cualquier tronco de roble que pasar a las horas en que vais a hacerlo por el camino de Hostalrich a Sant Celoni.
— Y más en la fecha de hoy, seis de diciembre… —remató el otro leñador con gesto medroso.
— ¿Cómo así? —insistió el judío más joven, alzando los ojos de sobre el paisaje y causando con esta súbita atención una especie de sobresalto a su compañero, el jorobado, que acaso, no sabemos por qué, hubiese preferido verle alejado de la plática y ensimismado en la contemplación del paisaje, como hasta entonces.
A la pregunta del hebreo, los leñadores se santiguaron con manifiesta medrosidad y llevándose la mano al pecho, donde en una bolsita llevaban juntas las medallas de los santos preferidos y las piedras talismánicas, respondieron casi a un tiempo, con voz entrecortada por súbito terror:
— Porque en este día, el azor sale a picar los ojos de cuantos pasan junto al sitio en que…
— Porque entre las primeras sombras de esta noche, fecha del aniversario, sale la sombra de…
Una alegre carcajada juvenil rompió el silencio preñado de terrores que siguió un punto a estas frases truncadas, y Manrique declaró, escandalizando a los dos rústicos con este alarde de valor incomprensible para ellos:
— ¿Conque un azor que nos sacará los ojos? ¡Quisiera ver eso! ¿Y una sombra de no sé quién que se alza entre el crepúsculo? Está bien para cuento, hermano, mas no creo ni un adarme de semejantes patrañas. Ea, decidnos el camino si es que gustáis, que la noche se nos viene encima y hemos de estar a cubierto antes que nos acometa el temporal.
— El camino es ese sendero de herradura que veis hacia la siniestra mano —concedió uno de los leñadores—. Y Dios os guíe y ampare, hermanos, que yo no doy un dinero por vuestra seguridad. Mas vosotros lo quisisteis y nosotros cumplimos con un deber de caridad al avisaros.
— Bien está, hermanos —agradeció el jorobado—; y de ello os quedamos harto obligados. Quedad con Dios.
— Él os guíe…
Pasmados se quedaron los dos leñadores de esta tranquila desaprensión de los desconocidos mercaderes. Desataron su lengua en comentarios nada favorables para la raza hebrea, a la cual acusaron de materialista y descreída, y en briosos hachazos culminaron su dura faena, recogieron en haces la leña desmochada, se los cargaron a la espalda y desaparecieron en sentido opuesto al que habían seguido los comerciantes, con el apremio de verse en poblado antes de que se viniese la noche encima. Por nada del mundo hubiesen querido verse entre dos luces en la soledad del bosque precisamente en aquella fecha. ¡Inolvidable 6 de diciembre, fiesta de San Nicolás de Bari!
Entre tanto, los dos viajeros continuaban avanzando a buen trote castellano por la estrecha ruta, llena de pedruscos y adornada de altos matojales silvestres, a los que el invierno despojó de su lozanía para dejarles solamente ramas y sarmientos. Oyeron un toque de campanas distantes, repetido en varios campaniles. Debían de ser las de Hostalrich y Sant Celoni multiplicadas por los ecos. Estas campanas, tras el toque de queda, doblaron lentamente a muerto. El toque lento y solemne repercutió entre la espesura del bosque, la barrancada y las cercanas peñas de los montes de cumbres nevadas, con sonoridad impresionante… Maese Sancho, a pesar de que blasonaba de espíritu fuerte, sintió un escalofrío recorrerle la médula, y, como lo notara Manrique, quedóse mirando, no con miedo, mas sí con una recóndita y vaga emoción cuya causa no hubiera logrado explicar ni explicarse a sí mismo… Era algo como si en el fondo de sus entrañas le hurgasen con un puñal removiendo fibras muy delicadas; como si este toque de las campanas doblando a muerto le recordase, reviviéndola, alguna pérdida de persona muy amada, muy ligada a él por las ataduras de la sangre y del cariño.
—¿Oyes, maese bufón?
—Oigo, Manrique…
—Tocan a muerto.
Trató de desvirtuar el efecto maese Sancho contestando con fingida naturalidad.
—Es el toque de ánimas. Todos los días se toca después de la queda…
—Cierto, mas yo diría que esta tarde suenan las campanas de un modo especial…
—¡Bah! ¡Los augurios necios de ese par de rústicos te han impresionado!
—¿Por qué habrán dicho que no pasemos por el camino de…?
—Patrañas y leyendas del vulgo. Cuando tú te descolgaste por la aspillera del torreón de Poniente, en el castillo de nostramo, también dijeron los centinelas que habían visto un jirón de niebla flotando cabe los cimientos, sobre el tajo, ¡ja, ja, ja!, y ello no fue sino las sábanas que te dejaste colgando y que ye retiré de un tirón. Y todavía va por el mundo el cuento de que al filo de la medianoche vaga un alma en pena por el torreón…
— Verdad es.
— Pues cuenta que el mismo fundamento que aquello tendrá este romance del azor que pica los ojos, y de la sombra que se aparece.
— Pero indudablemente tiene que haber ocurrido algo en estas cercanías para dar origen y fundamento a esa leyenda… o lo que fuere.
Pasados unos instantes en que el bufón recapacitó y sostuvo un íntimo diálogo consigo mismo, decidióse a responder con un ambiguo:
—Sí, algo ocurrió, sin duda…
—¡Vive Dios, que me pica la curiosidad y me amenaza una extraña ansia de saber!
—Preguntaremos en Sant Celoni… —insinuó, con cierta fina burla, el bufón.
Miróle atentamente a los ojos el joven.
—¡Tú sabes algo, maese Sancho! —dijo, resuelto.
—Déjate de pláticas y aviva el paso, que la noche cierra y va a comenzar a nevar antes de que estemos a cubierto —cortó secamente el loco.
Tan reacio le vio Manrique a entrar en explicaciones, que no insistió; mas ello no hizo sino aumentar aquella especie de inquietud angustiosa que de repente le había llenado el alma. Algo flotaba en el ambiente, extraño y misterioso. Ya no eran las frases truncadas de los leñadores; mil veces había oído Manrique sugerencias análogas, y jamás le inquietaron a curiosidad ni le removieron los posos de la emoción que ahora le iba subiendo del corazón a los ojos y a los labios…, una emoción que parecía encogerle el alma como si se la estrujase una mano de hierro…
En silencio caminaron como una media hora sin encontrar animal, ni persona, ni ser viviente alguno entre el bosque. La calma de esta noche entoldada por un blanquecino cendal que presagiaba nieve era imponente. Delante caminaba maese Sancho con los labios fruncidos, el ceño hosco y el talante reacio a toda confidencia; detrás iba Manrique, angustiado sin saber por qué. Al fin, maese Sancho sacó su caballo de la senda de herradura y lo metió por otro caminejo que discurría entre unos tejos. Apenas habrían andado tres minutos por este nuevo sendero, cuando el bufón hizo alto, descabalgó y con frase breve invitó a su compañero a que le imitase, con un lacónico: «Baja», que Manrique obedeció sin un comentario.
A la luz difusa del celaje blanco, el mozo advirtió asombrado que estaban cabe un lago cuyas aguas quietas, como si en lugar de reales fuesen pintadas, copiaban la negrura medrosa del boscaje que sobre ellas tendían sus ramas compactas y espesísimas. Los caballos relincharon a dúo, y este relincho medroso, que parecía inspirado en un temor, produjo espeluznos a Manrique. No podía decir que tuviera miedo: era ésta una cosa que se hubiese alegrado de conocer; pero sí sentía que le iba invadiendo ese temor especial que se experimenta ante lo sobrenatural, por muy templado que se tenga el ánimo.
—¿Qué es esto, maese loco? —preguntó con voz queda.
Maese Sancho se había descubierto y miraba el fondo del lago con semblante sombrío, en el que se confundían un dolor intenso con una clara expresión de rencor; algo tan profundo y sentido que tomó a espolear el ansia de saber y la emotividad que como una ola iban invadiendo el ánimo del joven caballero. Instintivamente se descubrió también el joven, mientras, lleno de un respeto que no se explicaba, aguardaba la respuesta de su bufón. La cual no tardó en llegar. Y cuando llegó venía mezclada con lágrimas y enronquecimientos de emoción, del todo extraños en un hombre del temple de maese Sancho.
—Esto, Manrique, hijo, es el «Gorch», o lago del Conde…
—Sí, ya lo veo: un lago…, ¿pero qué tiene de particular este lago para emocionarte así, maese Sancho? No comprendo…
Una pausa, tan llena de emocionantes remembranzas, que el loco juraría que está viviendo nuevamente la tragedia de aquel día 6 de diciembre, fiesta de San Nicolás de Barí, del año de gracia de 1082…
—Aquí mismo, en este sitio precisamente sobre el cual estamos poniendo los pies tú y yo, cayó bajo el puñal de su hermano, vilmente asesinado a traición, uno de los príncipes mejores de la cristiandad… Serían estas mismas horas, poco más o menos, cuando los que le buscaban le encontraron en las aguas de este lago, donde los asesinos le arrojaron para ocultar su crimen…
La voz de maese Sancho se corta. Un sollozo le sube a la garganta… Manrique adivina sus lágrimas ardientes rodarle por el rostro y metérsele dentro de la boca con su sabor salado, y él mismo, sin saber por qué… (¿qué se le importa a él de la trágica suerte de aquel príncipe, que no ha conocido?), se siente de repente con un nudo en la garganta. Luego, pasado un rato, el jorobado toma a afirmar su voz, no sin esfuerzo, y dice con una solemnidad tan grave que su grotesca figura adquiere de súbito inusitada majestad:
—Arrodíllate, Manrique…, aquí donde la sangre de Ramón Berenguer empapó el suelo, y reza conmigo por el eterno descanso de su alma…
—De profundis clamavit ad te Domine…
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Cuando el rezo se acaba (¿qué extraña unción llena el impresionado corazón del mozo?), el bufón no se levanta; de rodillas aún, extiende el brazo hacia el lago y deja caer, graves claras y rotundas, las palabras de un sagrado juramento:
—¡Príncipe y señor…! Yo te juro, por Dios que me oye, cumplir la promesa que hice sobre tus restos fríos en la noche del seis de diciembre del año de gracia de mil ochenta y dos; y si no lo hiciere, muera yo de la misma muerte que moristeis vos; y villanos me maten, que no sean hidalgos, y fuera de sagrado me entierren, y los lobos escarben mis despojos y por los caminos arrastren mis entrañas… ¡Amén!
Con lo cual, maese Sancho se alzó del suelo y, sin otras palabras de explicación, montó en su caballo, que por allí cerca pacía hierba, y echó camino adelante sin cuidarse del caballero que a sus espaldas hacía lo propio, hasta salir por un atajo otra vez al camino que dejaran.
Cuentan las crónicas que ni Manrique se atrevió a interrogar al bufón, asustado de la violencia que los sentimientos del buen hombre pusieron en el ambiente, ni el loco tornó a mentar el asunto, con lo cual quedó flotando entre ambos personajes, como un peso que les oprimía el alma, este secreto trágico.
Entraron en Sant Celoni media hora más tarde, y, al meterse en el patio de la posada, comenzaron a caer los primeros copos de una formidable tormenta de nieve que bajaba de las cumbres del Pirineo.
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Maese Sancho pareció descargar parte de su pensamiento en los dos recios aldabonazos que dio sobre el pesado portón. En el patio no había alma viviente; mas por las rendijas de la puerta salían vetas de luz y murmullos recatados de pláticas, que cesaron como por ensalmo al repercutir en el interior los fuertes sonidos del pesado aldabón de forja. El bufón se había calado la capucha de su tabardo hasta los ojos. Jamás se le hubiera ocurrido pensar a Manrique que lo hiciera por aparecer más recatado y ocultar en parte su semblante hosco y malhumorado por las recientes impresiones. Más bien creyó que ello obedecía al deseo de abrigarse, pues la nevada, al arreciar, traía con ella un vientecillo sutil que cortaba la cara como un cuchillo.
Tardaron bastante en abrir, casi agotando la escasa paciencia del bufón, que ya de suyo no la tenía muy larga, y menos en aquel trancé y con las cosas que estaban aconteciendo; porque a Manrique no le cabía la menor duda de que maese Sancho acababa de sufrir una de las emociones más vivas y duras de su vida… Al fin, y alumbrándose con una candileja, vino a abrir la puerta un mozo de cuadra todo medrosico y atemorizado, el cual, al ver encuadrarse en el quicio del portal las dos figuras a caballo cubiertas por sendos tabardos con capuchones, exclamó sinceramente un ¡Jesucristo…!; que hizo temblar entre sus manos la candileja, con grave riesgo de apagarse la vacilante mecha.
—¿Qué os pasa, ¡vive Dios!, para abrir con tal miedo, pesia a mí, que no somos malandrines, ni golfines que vengamos a robaros la hacienda? —dijo, ya cargado y sin poderse contener, el caballero, a quien iba molestando todo aquel ambiente de misterio que se agitaba en torno de él desde las postreras horas de la tarde.
Amaneció el huésped, medrosico también (hasta, si cabe, más que su criado), aunque con ganas de disimularlo, y, encarándose con el viajero que montaba un magnífico caballo negro, trató de enmendar la actitud del sirviente con una sonrisa amable y algunas palabras explicatorias, las cuales no hicieron otra cosa sino espolear la despierta curiosidad del caballero y encenderse en cólera al jorobeta, quien, por razones que a él solo debían alcanzarle, no deseaba volver sobre los asuntos últimamente tratados aquella tarde.
—Disculpad a mi criado, señor; y tened en cuenta que no son para vosotros ofensivas en modo alguno sus palabras, señores mercaderes, sino que llegáis a esta vuestra casa en un punto y hora en que sobre nosotros pesa el maleficio de una fecha triste para todo buen catalán… Bajad de vuestro caballo si os place y entregadle a los cuidados de Mateo, que él enmendará con su diligencia, lavándole con vino caliente y dándole buen pienso de avena, la torpeza que con sus palabras cometió…
Volviéndose hacia el bufón, añadió cortésmente, no sin examinar de una ojeada la traza fosca y la joroba del personaje:
—Y lo mismo os digo a vos, señor mío…
Tras lo cual ayudóle a descender, pensando en que por su traza debía de hacerlo con la torpeza y debilidad propia de su deformidad física, mas no volvió de su asombro al darse cuenta de cómo el corcovado descabalgaba con toda la ágil ligereza y soltura de un hombre no sólo robusto, sino avezado al arte de montar.
Entraron en la posada tras del huésped. En la amplia cocina y en tomo a la enorme campana de la chimenea calentábanse tres personas, que acogieron a los dos judíos con la cordialidad propia de la época que nos ocupa, en la cual —como ya dijimos— estaban harto bien avenidos hebreos y cristianos en todos los reinos de las Españas. De estas tres personas, era la una un fraile mendicante que se calentaba en el rincón; la segunda, una mujer de avanzada edad que, a juzgar por las muestras, debía de ser la madre del huésped, y la tercera, un sanador de puercos que hacía su ronda por los lugares, villas y aldeas de la comarca. Hicieron sitio a los recién llegados, sin repulgos, y tomó asiento Manrique entre la vieja y el fraile después de corresponder a su saludo con la cortesía humilde proverbial al pueblo israelita, tras de lo cual se quitó su tabardo, del que se desprendieron leves conos de nieve. Al quedar al descubierto su hermosa cabeza, coronada por unos cabellos rubios que se escaparon revueltos bajo el amarillo turbante, la mujer que en aquel instante asomaba por la puerta del «guisador», y que debía de ser la huéspeda, se le quedó mirando con expresión estúpida. A maese Sancho se le antojó una expresión muy semejante a la que hubiera podido poner a la vista de una aparición del otro mundo: mas la mujer, harto discreta, se sobrepuso a lo que acaso ella misma juzgase una sugestión propia de la fecha que estaban viviendo y, tras de saludar a los recién llegados, se informó de lo que deseaban cenar. Hecho lo cual volvióse a su trabajo, oyéndosele rebullir entre cacerolas y sartenes allá adentro en la vecina estancia. Momentos más tarde aparecieron Mateo y el huésped, ya acomodados los caballos, tomando asiento entre los que se calentaban a la lumbre.
Maese Sancho ni se había quitado el tabardo ni tomaba baza en la plática. Notábale Manriaue un bien manifiesto deseo de permanecer ignorado y pasar inadvertido. Hundía la cabeza entre los hombros y se calaba más aún, de cuando en cuando, la capucha, hasta el extremo de no verle ya los ojos, y a todo este teiemaneje daba clara explicación la tos frecuente y los estornudos que le acometían. Maese Sancho se había constipado.
Al cabo de poco rato se había generalizado la conversación y, con enorme contrariedad por parte del contrahecho, fue a parar fatalmente a lo que él hubiese deseado que quedara en el olvido.
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—¿Me querréis decir, Mateo, por qué os hallabais tan asustado cuando habéis acudido a abrimos la puerta al señor Efraim Xaleb y a mí, hace un instante? —se decidió a preguntar Manrique, incapaz ya de poner dique a su curiosidad.
Y otra vez acudió el huésped, mientras remendaba concienzudamente una espuerta, a deshacer las extrañezas del judío con una frase de explicación:
—Si, conforme sois extranjero, fueseis del país, no preguntarais semejante cosa, señor mercader; porque no hay catalán, desde Tarragona hasta Figueras, que no se estremezca en la fecha del seis de diciembre, fiesta de San Nicolás de Barí… Es una fecha que nos trae recuerdos harto trágicos y dolorosos…
—Parece que el aire se llena de sombras de ultratumba, y que se oyen voces misteriosas que demandan justicia… y…
El fraile se santiguó medroso y, en su ejemplo, Mateo y la vieja lo hicieron también. En cuanto al sanador de puercos, daba cabezadas aquiescentes, corroborando todo lo dicho por el huésped. Maese Sancho, al oír aquello de «si conforme sois extranjero…», se felicitó para su capuchón y tabardo de no haberse arriesgado a hablar el catalán, lengua que dominaba a la perfección, quizá porque en sus andanzas de juventud había recorrido estos estados con frecuencia.
—Las voces no se oirán y las sombras no amanecerán, sin duda, ya que todo ello seguramente os lo hace ver vuestra aprensión —contestó gravemente y con una sonrisita un tanto escéptica el joven hebreo—; mas lo que sí es muy cierto es que hemos encontrado a toda la comarca aterrada por la influencia de esta fecha dramática… Ya dos leñadores que encontramos entre este pueblo y Hostalrich nos asustaron con sus avisos. De creerles a ellos, de ninguna manera hubiésemos pasado por el camino que corre a lo largo de la Perxa del Astor y el Gorch del Conde…
—¡Que en santa paz descanse! —murmuraron a coro los presentes, levantando el fraile su solideo y los demás sus monteras.
Hasta maese Sancho hizo ademán de retirar su capucha, mas se detuvo a tiempo, juzgando quizá que a un descendiente de Moisés no le iban ni le venían aquellas cosas.
—¿Y no os dijeron por qué…? —preguntó la ancianita deteniéndose en su faena de hilar el lino.
—No tal.
—Yo os diré, joven. Es que hoy hace años…, veintiuno, si no me equivoco, que junto al Gorch asesinaron al conde Ramón Berenguer, Cabeza de Estopa…
—¿Cabeza de Estopa…? —murmuró con extrañeza el joven.
El loco pegó un respingo y hubo un carraspeo tozudo que casi impidió oír las palabras del huésped explicándole al mozo que aquello de «Cap d’Estopa» era un piropo rudo y cariñoso con que le obsequiaban sus súbditos en gracia a la rubia y crespa cabellera que coronaba su arrogante frente.
Manrique permaneció mudo durante unos momentos: ¿dónde y a quién había oído hablar de «Cap d’Estopa»?… Hacía tiempo, alguien dijo delante de él algo semejante… Mas tantas personas había conocido y tantos hechos habían tenido lugar en su vida durante los tres o cuatro años postreros, que ni recordaba ni se encontró con ánimos para hacer en su memoria labor investigadora, por lo que, acuciado más que nunca por el deseo de saber esta historia inquietante y trágica del asesinato de un príncipe, a la cual parecía tan estrechamente ligado, su bufón, interrogó nuevamente al villano:
—¿Quién era ese conde Ramón Berenguer?
—¿Cómo? —se asombró el fraile—. ¿No habéis oído hablar jamás del conde soberano de Barcelona, Ramón Berenguer II «Cabeza de Estopa»?
—No. ¿Y qué os asombra? Extranjero en Cataluña y recorriendo siempre con preferencia en mis viajes las comarcas de Castilla, León, Galicia, Portugal y las Asturias, poco o nada se me alcanzó saber de estos reinos, ni de los sucesos en ellos acaecidos hace tantos años. Contad, si gustáis.
—Sí haré; mas antes dejadme cerciorarme de que andan bien cerrados portones y postigos, que el asunto es escabroso y…
—¿Teméis que la sombra de algún muerto, la del conde acaso, se filtre por esas paredes, de un metro de espesor? —sonrió, burlón, Manrique.
—No temo a los muertos, señor mercader, sino a los vivos… —respondió gravemente el posadero ínterin tocaba por sí mismo los bien corridos cerrojos de la puerta, postigos y ventanas.
—¿Cómo así?
—Contad que vivimos bajo el poder del Fratricida y que cualquier plática o comento que sobre este negocio le llegase a oídos sería severamente castigado; que a más de un barón hizo arrancar la lengua y a más de un pechero azotar por tan leve falta…
—Hablad más bajo… —indicó, tremolosa, la anciana.
—Sería mejor que no hablaseis ni bajo ni alto… —dijo secamente maese Sancho.
—¿Por qué no, padre Efraim? —se sublevó Manrique, con gesto altivo.
Maese Sancho contestó a esto con un suspiro impaciente y un encogimiento de hombros que por un momento pareció poner su joroba encima de la cabeza con una movilidad asombrosa; y, resignado al fin a su fatalidad, se hundió bajo su capucha, cada vez más caída sobre los ojos, foscos y huraños.
—Contad, maese posadero, que por Dios que me va interesando todo este negocio.
El huésped cerró los ojos un punto, como concentrando todos sus recuerdos, a pesar de lejanos tan vivos como si los hechos acabasen de ocurrir, y, bajo las atentas miradas de todos, comenzó a decir así:
—No sé si sabréis, porque, como dijisteis ha un momento, sois extranjero y no corristeis nunca por tierras catalanas, que allá por los años de mil setenta y uno…, y bien veis que habrá que tomar los hechos, para su mejor esclarecimiento, desde harto atrás a lo que al parecer conviene a nuestra historia…
—Tomadlos desde donde gustéis, amigo, mas contad con pormenores, que, a fe mía, se me antoja que voy a oír una historia famosa.
—Famosa y triste en verdad —suspiro la anciana.
— Pues, como os decía, allá por los años de gracia de mil setenta y uno, ocurrió en la Corte de nuestros condes soberanos un trágico suceso. Reinaba por entonces el conde Ramón Berenguer I, llamado «el Viejo» por ser hartas su mesura y discreción en el gobierno de sus estados; y era casado el buen conde con una dama de singularísima belleza llamada doña Almodís, hija de los ilustres condes de la Marca, de la cual hubo dos hijos gemelos, a los cuales se pusieron en la pila los mismos nombres invertidos: Ramón Berenguer se llamó el mayor, como su padre, y Berenguer Ramón el menor. Idos fijando bien en todos los pormenores y atad los cabos, señor mercader.
—Ya atiendo y hago, maese huésped.
—Del primer matrimonio, verificado cuando aún contaba escasa edad, había habido nuestro buen conde un solo hijo, llamado Pedro Ramón, que, como primogénito, era el heredero de la corona. Jamás se oyó contar que este mozo, de carácter vivo y un poco turbulento, tuviese, sin embargo, diferencias con su madrastra, cuando un día, en el palacio de Barcelona, amaneció asesinada por su entenado la hermosa doña Almodís.
Un suspiro de la vieja cortó el hilo del relato; ella recordaba bien aquellos hechos; ella los vivió; los jóvenes sólo sabían lo que oyeron relatar. Mas ella supo del dolor del soberano y de los vasallos, que amaban a su buena señora la condesa y sintieron su muerte con hondura.
Maese Sancho continuaba estornudando de vez en vez para hacer siquiera por este medio un poco verosímil su encapuchamiento, harto riguroso y fuera de lugar estando como estaba al lado de una monumental chimenea atracada de leños.
—¿Las causas…? —inquirió Manrique.
—¡Quién las sabe, señor mercader! Mucho se habló, harto se dijo, y no todo fue favorable a la buena fama de nuestra señora la condesa; mas la mayoría de los catalanes no dimos oídos a las hablillas noveleras que siempre circundan estos sucesos tratando de buscarles Tina explicación, y el extraño caso quedó en el misterio. A doña Almodís la enterraron en la catedral, que ella y su esposo habían fundado, y el asesino fue condenado a dura penitencia que le impuso el Santo Padre Gregorio III. Dicen que murió en Tierra Santa. ¡Dios le haya amparado!
—Así sea… —murmuró el fraile, con un suspiro.
—Os cuento todo esto para que mejor forméis juicio de los sucesos que a continuación referiré. Ramón Berenguer I el Viejo murió cuatro años después de estos acontecimientos, corroído por la pena y el dolor de tales tragedias, y aunque los romances dicen que «murió coronado de gloria y de laureles como monarca sabio, justo y guerrero, no quisiera yo morirme como él lo hizo, desesperado por el recuerdo de la afrenta que su hijo preferido puso sobre su trono… Al morir, efecto sin duda de esta desesperación que le perturbaba el entendimiento cometió la torpeza de dejar por herederos de sus estados, conjuntamente, a sus dos hijos mellizos Ramón Berenguer II y Berenguer Ramón II, que, como antes os dije, fueron hijos de la llorada doña Almodís.
—Esto lo hizo por evitar el peligro de las divisiones, que son fecundas en guerras civiles… —opinó Manrique—; ved, si no, el ejemplo de Castilla, Galicia y León, en batalla continua hasta que nuestro rey don Alonso logró reunir otra vez bajo un solo cetro los estados de su padre Fernando I.
— Cierto, por bien lo hizo el buen conde, mas los resultados fueron malos, que nadie puede prever la maldad de los hombres. Los dos hermanos eran tan diferentes como el día y la noche. Ramón Berenguer era alto, hermoso y gallardo como un joven dios y, además, de genio amable y condición bondadosa. Berenguer Ramón era de facciones duras e irregulares y de genio envidioso, insaciable y de maneras toscas y carácter irascible.
—Caín y Abel… —no fue dueño de dominarse maese bufón desde las honduras de su capucha.
—Justo —asintió el huésped, mirándole un punto no más con atención, que en seguida distrajo el relato nuevamente—. Empezar a reinar y empezar a surgir diferencias y odios fue todo uno. No por parte de Ramón Berenguer, sino por la del hermano, Berenguer Ramón… Sobre repartición de estados y alodios; sobre la residencia en el palacio condal de Barcelona; sobre dominicatura; por un quítame allá esas pajas había una reyerta que fomentaban la plaga de cortesanos, los cuales, como gusanos sobre materias en pudridero, fermentaban al calor de las ambiciones que rodean siempre los tronos. Como podéis suponer, las relaciones entre los dos hermanos eran por demás tirantes. Así, llegó el día de las bodas de «Cap d’Estopa» con la princesa Matilde, hija del bravo príncipe normando Roberto Guiscardo, duque de Calabria, que conquistó Sicilia. Este matrimonio, del todo conveniente y que además fue coronado por la mutua afición de los esposos, enamorados los dos recíprocamente de sus buenas prendas, colmó la envidia de Berenguer Ramón, de quien se dice si quiso o dejó de querer a la princesa Matilde y si ella le dio o dejó de darle calabazas. Cosas del vulgo. Sea como fuere, y si ella prefirió, por bueno y por gallardo, a Ramón Berenguer, el caso fue que la rabiosa envidia de Berenguer Ramón se exasperó muchísimo más cuando, al año, la princesa Matilde dio a «Cap d’Estopa» un hijo, al que con todo fausto se bautizó con el nombre de Ramón Berenguer, como su padre. Encontrábase la condesa en Rodes, convaleciendo de su cuidado, y cazaba el conde por los bosques cercanos al Pirineo, donde abundan los jabalíes, ciervos, osos y toda otra clase de caza mayor…
—¡Qué alegres días aquéllos! ¡Aún me parece que siento atronar los rincones de la montaña y de las barrancadas con el sonido del cuerno y el ladrar de la jauría…! ¡Cómo galopaban los caballos! ¡Y qué magnificencia la del séquito! —evocó la anciana con una mirada reminiscente hacia lo pasado.
Maese Sancho se incorporó un poco en su escaño. Extendió las sarmentosas manos hacia la llama del llar, y de las profundidades de su capucha salió destemplada su voz al preguntar, encarándose con el huésped:
—¿Vos le visteis?
—¿A quién?
—Al conde.
—No; yo andaba tan ocupado en mi trabajo, que no me sobraba tiempo para ir a recrearme viendo pasar las lucidas cabalgadas de los grandes señores. Solamente vi su cadáver… —afirmó el huésped estremeciéndose—; su cadáver cubierto con una manta gruesa…, como un fardo, cuando le sacaron de las aguas del Gorch…
—¿No podréis, entonces, afirmar si era, en efecto, tan hermoso su semblante como cuenta la fama?
—No por cierto; no vi su rostro, ni vivo ni muerto, un solo instante.
Maese Sancho no dijo nada; mas Manrique —que le conocía bien— hubiese jurado, por su acelerada respiración, que acababa de quitarse un peso de encima.
—¿No proseguís? —insistió el joven hebreo.
—Si no os cansa mi historia…
—Me deleita en grado sumo y me interesa más todavía, maese huésped.
—Como os decía, vínose a los montes de Gerona de caza el conde Ramón Berenguer, «Cabeza de Estopa». Traía un séquito lucido de barones y caballeros, pajes y escuderos. Los monteros conducían los perros, lustrosos y magníficos, y todo el contorno se llenaba del eco sonoro de las trompas. Durante tres días, el conde y sus barones cazaron sin descanso. Al que hacía cuatro se internó él solo, montado a caballo y llevando en la mano su azor favorito, en el bosque que habréis atravesado para llegar a Sant Celoni, mientras el séquito discurría por otros derroteros. Al conde le agradaba de vez en cuando irse a solas por las espesuras, sin llevar detrás toda aquella procesión de cortesanos que, yo para mí, no hacen otra cosa que espiar los pasos de sus príncipes… Hacia las cuatro de una tarde nublosa, exactamente igual a la de hoy, los señores de la escolta comenzaron a preocuparse de la prolongada ausencia del conde y, con cierta inquietud, se dispusieron a buscarle.
Aquí llegó a preguntar por él un caballero que le decían don Illán y que, según dijeron, era un hidalgo de muy buena casa que le servía al conde de camarero, pues, como sabréis, es un cargo importante en la Corte, porque ha de andar de continuo cerca de la persona del soberano en grande intimidad.
— Yo le recibí, por cierto —declaró la vieja lentamente—. Parece que lo estoy viendo: era un hombre alto, seco, con el color tostado y los ojos del color de las hojas de los puñales. Y, como ellas, al mirar parecía que cortaban. Pero tenía el acento amable para los pobres y la mano larga para agradecer mercedes.
Maese Sancho escuchó sin parpadear esta descripción de la vieja hostelera y luego, prudentemente, se caló hasta la misma punta de la nariz el capuchón, no sin soltar un par de estornudos rotundos para justificarlo.
—Locos y llenos de aprensión le buscaron los señores del séquito, sin hallar de él rastro ni huella alguna. Solamente encontraron, parado sobre un varal que desde entonces se llama Varal del Astor, el azor del conde, el cual animalito, que desde su percha lo había presenciado todo, no pudo hablar, mas sí conducir, con sus extraños vuelos y cosas raras, a los señores de la comitiva hasta las mismas orillas del Gorch… Emprendieron los trabajos de búsqueda y salvamento bajo el frío intenso de un anochecer que presagiaba nieve, y al fin logrose hallar el cadáver del conde entre el cieno del fondo del lago…
Un silencio lleno de emoción… A su pesar, Manrique volvía a sentir algo extraño que se adueñaba de él como un par de horas antes, cuando le hizo arrodillar el bufón cabe la orilla del Gorch. Maese Sancho permanecía recatado, mas no hubiera sido muy aventurado afirmar que dos lágrimas se deslizaban por sus morenas mejillas.
—Y todo eso ocurrió hace veintiún años, tal día como hoy, a estas mismas horas —terminó el huésped.
—Triste relato, en verdad… —murmuró Manrique.
— El azor acompañó la comitiva de su señor por campos y villas hasta llegar, volando incansable, a la catedral de la ciudad de Gerona, donde se le dio al conde la sepultura que a su condición correspondía. No llegó a entrar en la iglesia el cansado pájaro, sino que se detuvo sobre la portalada de la Puerta Mayor, y allí quedó muerto de sentimiento, inconsolable por la muerte de su dueño.
—¡Qué preciosa leyenda!
—No es leyenda, señor mercader, que yo lo vi con estos ojos que se han de comer la tierra. Como una gran parte de los habitantes de estos alrededores, acompañé el cadáver de mi soberano hasta su última morada. Caminábamos de día y de noche por los caminos enlodados de nieve, disputándonos el honor de llevar un rato el féretro que encerraba los despojos de nuestro amado conde, alumbrando con hachones la oscuridad, rezando y llorando por este joven príncipe, muerto villanamente por su mismo hermano a los dos años escasos de reinado…
—¡Hijo, por Dios! —corrigió la anciana.
—Callad, maese huésped; ciertas verdades no pueden decirse —advirtió el fraile.
—Y más habiéndose sentado en el trono el Fratricida, que queramos o no, es hoy señor de vidas y haciendas… —asintió el sanador de puercos, mirando a la puerta con la aprensión de que tras de ella hubiese algún espía o esbirro de Berenguer Ramón escuchando.
—Y más, que acaso esa pretendida culpa del hermano sólo se base en suposiciones… —quiso insinuar Manrique.
A lo que la vieja contestó, con palabras entrecortadas y recatadas:
—No, señor mío, que hubo quien, además del pájaro, presenció el crimen; quien vio cómo, a lo que más descuidado andaba el conde, su hermano y un cierto sujeto su escudero se le echaron encima y, sacando Berenguer Ramón su cuchillo de misericordia, le asestó tan terrible puñalada por la espalda, que cayó muerto sin decir ni ay… Iba el conde a caballo y llevaba en la mano el azor. Al recibir la cuchillada perdió el estribo y se desplomó. Fue entonces cuando el pájaro leal saltó desde la mano de «Cabeza de Estopa» hasta la Perxa del Astor. Todo eso lo vieron unos ojos ocultos entre la espesura…
—¿Y por qué no habló esa persona?, ¡voto al diablo! —se desasosegó el caballero.
—Los miserables no son escuchados cuando acusan a los poderosos. La persona que presenció el hecho sabía bien que no podía dar dos dineros por su cabeza desde el punto en que hablase. Y así fue como Berenguer Ramón se sentó solo en el trono, como tantos otros fratricidas se habían sentado antes y se sentarán después en todos los tronos del mundo —terminó la vieja, con acento amargo.
—¿Y cundió por los estados la sospecha del fratricidio?
—¿No había de cundir…? —saltó impetuosamente el huésped—. Ya sobre las orillas del mismo lago, al recoger el cuerpo de «Cabeza de Estopa», sonaron frases de acusación… Don Ramón Folch de Cardona no se curó de disfrazar sus sospechas, y el camarero de Su Alteza, don Illán, hizo con la mano puesta sobre el cadáver un terrible juramento…
—¿Vos lo recordáis…? —preguntó casi sin voz, efecto sin duda de algún repentino enronquecimiento debido al resfriado, maese Sancho.
—Sí tal: lo recordaré toda mi vida. Fue algo que aún hoy, al rememorarlo, me pone carne de gallina —afirmó el mesonero, con un estremecimiento que le hizo inclinar las manos temblorosas, sobre la llama.
El silencio pareció cuajarse de sombras evocadoras, y al joven caballero le añójo un poco el ánimo este ambiente de tragedia que estaba respirando desde que entró en el bosque de Sant Celoni. Ahora le parecía que oía voces airadas lanzando acusaciones y haciendo el terrible juramento; y lloros y sollozos de doncellas y matronas que lamentaban la amarga muerte del gallardo soberano, el de la sonrisa buena, los ojos dulces y la palabra amable; el de la cabellera de oro y la voz de plata: «Cabeza de Estopa», el príncipe querido.
—Pero, ni las acusaciones ni los juramentos lograron torcer el destino del Fratricida, que, de acuerdo con el testamento de su padre, Ramón Berenguer I el Viejo, debía reinar solo si su hermano moría y asumir la tutela de los hijos que del muerto quedaran, hasta que éstos, al cumplir su mayor edad, se hallasen en trance de gobernar conjuntamente.
—¡Insigne torpeza política fue en verdad ese testamento! —corroboró el fraile—. Y fuente de desastres y crímenes…
—Por lo demás, en el ánimo de todos los catalanes estuvo desde el primer día la certidumbre del fratricidio. Concurrieron también circunstancias verdaderamente notables… Cuando la comitiva fúnebre llegó a la catedral de Gerona, salió el clero con cruz alzada a recibir el cadáver, y todos los que nos encontramos allí presentes pudimos ver como el capiscol no pudo nunca, por más que hizo, entonar el Subvenite sancti Dei, porque todas las veces que lo intentó se le trastocaban las palabras como por arte de una fuerza superior a su voluntad y, en lugar de los latines antes dichos, entonaba el Ubi est Abel, frater tuus? Para todos los que estuvimos allí en aquellos momentos, esto fue una prueba palmaria de la perpetración del crimen.
Maese Sancho cerró los ojos, quizá para ocultar, aun bajo su capucha y todo, un destello importuno. Y escuchó con aire ceñudo la siguiente pregunta del joven caballero:
—Lo que yo me pregunto, maese huésped, es cómo los barones catalanes consintieron que el Fratricida gobernase luego de esto que acabáis de relatar…
—Nadie se ofreció a probar el crimen, señor mercader. Los que hubieran podido testificarle desaparecieron de los estados misteriosamente; hay quien dice que eliminados también de mala manera, porque así convenía a la ambición y a la seguridad del Fratricida y de la cohorte de ambiciosos que a su salud medraban; y aunque entre la alta nobleza hubo agrias discusiones y violentos debates, ello no fue óbice para que Berenguer Ramón empuñase las riendas del gobierno.
—Pues a mí me hablaron de una tutoría ejercida por algunos señores de la alta nobleza de Barcelona… —deslizó medrosamente el frailecito mendicante.
—Claro, en cuanto se sosegaron un poco los ánimos después del suceso, don Ramón Folch de Cardona insinuó al conde la conveniencia de reunir Cortes para deslindar ese negocio de la tutoría del menor, que cuando asesinaron a su padre tenía escasamente un mes. Y las Cortes se reunieron, en efecto, mas a ellas no se dignó asistir el conde; por lo cual, don Ramón Folch y don Bernardo Guillelmo, de la muy noble familia de los Queralt, hicieron un convenio con otros señores de muy alto linaje en el cual se comprometían a salvaguardar la vida y seguridad del principito y, a más, le señalaron por tutores al dicho conde de Cerdaña, don Bernardo Guillelmo, y a su esposa doña Sancha, que era, según cuentan, de una poderosa casa de Castilla y había casado con el mentado conde. Mas, al año siguiente, Berenguer Ramón cambió de pensamiento y, conforme hasta entonces se había inhibido en lo referente a la tutela del huérfano, ahora le entró el deseo de ejercerla; cosa que pareció por demás sospechosa a los barones, pues pensaban, y a mi juicio con sobrada razón, que quien fue osado a asesinar al padre para gobernar solo, no se andaría tampoco con repulgos para deshacerse del tierno niño… Y entonces fue cuando la princesa, su madre, que había pasado grandes calamidades y miserias (hasta el punto de tener que pedir de limosna mil macusos de oro de Valencia a los hermanos Guillelmo Senescal y Alberto Raimundo para subvenir a sus más indispensables necesidades), aterrada ante esta nueva forma de persecución con que su cuñado amenazaba estrecharla en la persona de su hijo, para encontrar apoyo contra el conde decidió contraer matrimonio con Aymerico I de Narbona.
—Cuentan que era una mujer enérgica… —dijo el fraile.
—Únicamente siéndolo pudo resistir el asedio y la persecución de Berenguer Ramón, que no sólo no atendió a sus necesidades, sino que…
—¡Schss…! Calla, hijo, paréceme que te vas de la lengua harto más de lo que fuera necesario.
—Madre, mientras viva, y aunque me emplumen o me empalen, diré siempre lo mismo. Yo viví aquella tragedia y no podré olvidar…
Nuevo silencio, preñado de rencores y de ansias de justicia. El sanador de puercos se levantó lentamente y asomó con cautela sus narices por el enrejado del postigo.
—Sigue nevando… —observó.
—También aquella noche nevaba… —murmuró como para sí mismo maese Sancho. Pero solamente le oyó su tabardo, porque la voz salió en un ronquido.
—¿Y del niño? ¿Qué fue del niño?
En el aire parecía que palpitaba, ansiosa, una angustia infinita, como si de la respuesta del posadero dependiesen sabe qué acontecimientos trascendentales. Y el mesonero respondió con un suspiro triste:
—Murió.
—¿En poder de su madre?
—En poder de su madre o en poder de sus tutores, no lo sé, pero murió…
—Es lástima —opinó Manrique, contrariado—; me holgara yo de que ese niño viviera para darle al Fratricida su merecido.
—Dios sabe más que nosotros, maese mercader; y quizá se llevara el ángel al cielo para cortar de una vez la odiosa cadena de crímenes que venían cometiéndose en la familia de los condes de Barcelona desde el asesinato de doña Almodís… —deslizó con grave unción el frailecito.
—Con lo cual la justicia no quedó satisfecha y en los estados catalanes imperará una dinastía de criminales —refunfuñó, con tono agrio, maese bufón.
—Cierto, señor mercader —afirmó lentamente el sanador no sin mirar antes, receloso, a todos lados—. Y yo, que corro por todo el condado, sé deciros que en el fondo de todas las conciencias existe un descontento que no han podido colmar ni la conquista de Tarragona, ni las señaladas victorias contra los moros que ha obtenido Berenguer Ramón, ni su buen gobierno, ni las mercedes concedidas a los barones y la alta nobleza para volver a su amistad y gracia.
—He ahí el estigma de Caín sobre su frente; la maldición de Dios… Eli odio de su pueblo es la más clara muestra… —rezó maese Sancho, y su voz fue más opaca y su tono mucho más duro bajo la franja del capuchón.
—Y he ahí desaparecida del mundo una estirpe magnífica y noble: la de esos Ramones Berengueres justos, honrados, amables con sus súbditos… «Cabeza de Estopa» era un príncipe muy popular y muy amado, y su hijo, si hubiese vivido, habría arrastrado en pos todas las simpatías de nobles y villanos.
—¿Conocéis la leyenda, reverendo padre?
—¿Qué leyenda, hermano?
—Canta un romance cosas viejas y olvidadas, y dice que el arroyo de Sant Celoni se secará por espacio de veintidós años. Y cuando las gentes le tengan tan olvidado que ni siquiera recuerden que existió, una noche comenzará a correr mansamente, con más caudal de agua que el que jamás llevó.
—¿Y qué tiene que ver el arroyo de Sant Celoni con…? —se incorporó maese Sancho bruscamente.
Al hacerlo, la capucha se le fue hacia atrás impremeditadamente y al verle los ojos como dos ascuas y el semblante recio, la madre y el hijo lanzaron a una un grito de espanto. Mas, dominándose a un tiempo los dos —convencidos acaso de que no debían conocer la causa de su espanto los extraños—, balbució el posadero torpemente:
—El arroyo se secó la noche del seis de diciembre del año de gracia de mil ochenta y uno. Y dicen…, cuentan… que cuando torne a brotar…
—¿Qué?
—Retoñará la extinguida rama de «Cabeza de Estopa»… —terminó, temblando, el posadero.
—¡Bah…! Cuentos de brujas —opinó el bufón, tomando a calarse la capucha.
Y bueno fue que en aquel punto abriese la puerta de la cocina la mesonera para dar aviso de que el yantar estaba en su sazón, porque la plática se iba enderezando por derroteros harto imprudentes para lo que los tiempos requerían.
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Cuando, cumplidos todos sus menesteres, el posadero se dirigió a su cuarto, hallóse a su mujer harto ocupada rociando con agua bendita las paredes y el lecho, valiéndose como de hisopo de una ramita de olivo bendecida el Domingo de Ramos. Cantaban desaforadamente los gallos y a la nieve estaba sucediendo una lluvia copiosa que redoblaba alegremente sobre las maderas de los ventanucos, con lo cual la temperatura parecía haberse templado un tanto.
—¿Qué es esto, Layeta? ¿A qué esa rociada…? —preguntó el huésped, tratando de disfrazar su medrosidad, sin resultados, ya que la voz le tremolaba y la mirada era asustadiza.
—¡Ay, Martín! Esto es que no paro de oír voces extrañas…
—¡Cuerpo de tal, que no servís para maldita la cosa, hembras del diablo, como no sea para comadrear, y traer y llevar como espuerta de fiemo! ¿Pues que no sientes que las voces no son otra cosa que los gallos que andan cantando y las cabras que se revuelven en el cubierto, con el aquel del cambio de aire? ¿No oyes que llueve? ¿Qué más será sino que la veleta se encaró de la tramontana a los rumbos del mar? ¿Y no sabes de viejo que las bestias barruntan la mudanza? ¡Para que te vengas ahora con voces raras… y en noche semejante!
—Cierto, en noche semejante, en que las ánimas de los que murieron de muerte violenta y a traición, que fueron varios aparte de nuestro señor «Cabeza de Estopa», que vos lo sabéis…
—¡Y todo el mundo! Mas ¿qué tiene que ver la lengua arrancada del barón don Bermudo de Hostalets y su muerte de la hemorragia que le causó el suplicio, y el martirio en el torno de aquel infeliz de Cabrera… por querer hablar de…?
—De lo que tú has estado hablando toda la noche sin saber delante de quién…
—¡Cristo santo!
—En esta noche, en que las almas de los que murieron violentamente se asoman al mundo, como ha unas horas se ha asomado en tu cocina el espíritu del propio conde Ramón Berenguer, «Cabeza de Estopa».
—¡Santa María del Mar!, esta mujer está loca y trata de hacerme perder a mí el poco juicio que me queda, ¡voto a Cribas!… Pues ¿dónde has visto tú jamás en tu vida al conde difunto, que santa gloria haya, para tratar de identificarle?
—Verdad es, Martín, que no le vi jamás, mas me dijeron que tenía el color del cabello como el oro, y que era de alta y gallarda presencia, y que en sus ojos brillaba como el resplandor de la hoja de una espada… Y un rato ha, cuando me asomé a la puerta de nuestra cocina para preguntar a los dos hebreos lo que querían yantar…, ¡así Dios me valga!, se me antojó que ante mí se alzaba la propia fantasma del conde. ¿No reparaste cómo brillaban los cabellos del más joven de los dos judíos cuando se quitó el capuchón de su tabardo?
Se estremeció maese Martín, no por las apreciaciones de su mujer, sino porque también él hubo un momento en que, al resbalar inopinado de otro capuchón, creyó encontrarse ante otro personaje muy ligado al drama de la Perxa del Astor. Mas, conociendo que debía poner coto a los disparatados miedos de su costilla, dióse buena prisa a responder con gesto agrio:
—Mira, Layeta, que las almas no vuelven del otro mundo tan aína y que ese mozo viene de lejanas tierras, como bien claro demuestra por su acento de castellano viejo bien palmario; de la parte de Valladolid o Burgos ha de ser, y no me engaño un ápice; y a más que el mundo está demasiado lleno de mozos rubios y altos, para que ahora vengas sin más ni más buscando parecidos, que todo ello te lo hace a ti la sugestión de esta fecha maldita que a todos nos está sacando de tino. Conque recemos un responso y un paternóster por las almas de los muertos, y veamos de dormimos al sonsonete de la lluvia. ¡No alcanzo lo que pueda tener de fantasma o ánima en pena ese mocetón robusto, de carne y hueso, que bien medirá cerca de seis pies de estatura, voto al diablo!
—¡No mientes al Malo esta noche, Martín! ¡No votes!
El mesonero tenía en verdad harto más miedo del que aparentaba, y por ello no extrañará al lector que le aseguremos que no sólo no pegó un ojo durante la noche interminable, sino que la vigilia se le llenó de presencias fantasmales que le tuvieron en tensión nerviosa hasta que las primeras luces del alba le dieron el pretexto para salir de aquel lecho que era ya un potro de tormento, y entonces, impulsado por repentino pensamiento, echó a andar hacia el arroyo de Sant Celoni bajo los celajes húmedos del amanecer, sin lluvia ya pero todavía encapotado y presagiando nuevo temporal.
Cuando llegó junto al arroyo, que iba para veintidós años que estaba seco, la lengua se le pegó al paladar y la voz se le quedó estrangulada en el gaznate: el arroyo iba de parte a parte y el agua clara y cantarina, al deslizarse sobre los guijos de su cauce después de tanto tiempo, parecía decir alegremente, como un estribillo: «Ya estoy aquí… Ya estoy aquí…, ya he venido…»
Desatentado volvióse a su mesón. Comenzaron a despedir humo las chimeneas de Sant Celoni. Al entrar en el patio, debajo de las arcadas que circundaban el espacio raso encontró a su madre recogiendo tomillos secos para encender el fuego. Preguntóle por los viajeros.
—El fraile reza dando paseos arriba y abajo por la cocina mientras le sirvo unas magras que voy a freírle; el sanador aún duerme…
—¿Y los dos judíos?
Se estremeció imperceptiblemente la viejecita.
—Éstos se fueron.
—¿Se fueron…?
Maese huésped se quedó un punto desconcertado; hubiese querido verlos a la luz del día 7 de diciembre, fuera ya de la órbita maléfica de aquella fecha que los sugestionaba hasta el punto de hacerles ver encamados en personas perfectamente ajenas al drama de la noche de San Nicolás de Bari a los personajes más salientes de él.'
—¿Sin tomar nada…?
—Un buen tazón de leche recién ordeñada les dio Mateo con un pedazo de torta que yo les pesquisé de la alacena, porque Layeta duerme aún. Y se fueron.
—¿Pagaron?
—Como príncipes.
—¡Hum!
—¿De qué te extrañas?
—Los judíos no suelen ser espléndidos…
—Martín, no le busques tres pies al gato y ponte un cerrojo en la boca, que ya te dije anoche que hablas harto más de lo que a nuestra seguridad conviene.
—Madre.
—¿Qué?
—¿A que no adivina su merced de dónde vengo?
—¿Quién acierta?
—Del arroyo de Sant Celoni.
—¡Martín!
—¡Y lleva una fila de parte a parte! En los veintiuno o veintidós años que hace que…, vamos, que ocurrió el crimen Gorch, ¿le visteis alguna vez con agua?
—Nunca.
—Entonces, esto quiere decir… Ya conocéis la leyenda: una casta que revive. Este signo lo anuncia.
Los sarmentosos dedos de la vieja se crisparon como garras sobre el musculoso brazo del hijo.
—Calla, Martín.
—Anoche sucedieron cosas… ¿No reparasteis, por ventura, en los ojos y en las facciones del hebreo Efraim Xaleb? ¿No diríais, como yo, que se parecía de un modo extraño al señor don…?
La temblorosa mano de la anciana tapó vivamente la boca del huésped.
—¡Silencio, Martín, por lo que más quieras! Si has descubierto un secreto, guárdalo entre pecho y espalda.
—Entonces, no fui yo solo, ¿verdad? No me lo hicieron a mí los ojos. También los vuestros vieron…
—Los míos, hijo, están ya harto cansados y nublosos para ver nada —evadió la anciana—; y si los tuyos vieron algo más que los míos, procura olvidarlo, que ciertos secretos vale más no saberlos cuando en el trono de un estado se sienta un soberano como el Fratricida, porque pudieran muy bien costarte la cabeza.