Capítulo I
CORTES EN CASTILLA

Bajo los soportales de la Plaza Mayor se reunía en grupos la gente desocupada: trajinantes que habían venido a la feria y que, luego de vender o comprar sus ganados, íbanse a corretear por la muy noble, alta e invicta villa donde la voluntad del rey don Alonso el VI tuvo a bien reunir las Cortes; villanos curiosos que pasaban sus horas a la caza de nuevas sensacionales en aquella especie de mentidero; hidalgos y escuderos que acompañaron a sus señores hasta la misma puerta del ma5jestuoso edificio donde ellos no tenían entrada ni asiento, pero que gustaban de ver el trajín de este rebullir inesperado en la de ordinario quieta y adusta ciudad castellana; pajes revoltosos e inquietos que pululaban por doquiera, poniendo en el ambiente la nota alegre de sus trajes de colores claros y de sus risas juveniles.

El día era de invierno. Corría un cierzo helado que cortaba la cara. Los escuderos y los hidalgos se frotaban las manos para hacerlas entrar en calor, mirando ávidos a los grandes señores de la nobleza y los altos dignatarios de la Iglesia que pasaban rodeados de su séquito, al cual despedían en el mismo zaguán de las Casas de la Villa. Iban estos señores bien envueltos en sus ricos mantos «caballerosos», que prendían al hombro con broches de oro y pedrería, y deslumbraban la púrpura de los prelados y las piedras preciosas de los pectorales y de los anillos…

Tenían por motivo estas Cortes graves y necesarias consultas acerca de la gobernación de los reinos. Andaban éstos tranquilos en el interior desde que la revoltosa infanta doña Urraca había sido casada, quieras o no, por su padre con el gallardo conde de Borgoña, Raimundo, el cual, a pesar de haber sido nombrado por su suegro conde de Portugal, no había juzgado conveniente dejar sus estados para venirse —como don Alonso parece que hubiese deseado— a residir a la fastuosa y elegante Corte de Castilla. Con ello, la traviesa infanta hubo de marcharse con su esposo y señor a sus estados de la Borgoña, y así, alejada de aquel vivero de caballeros a quienes su juventud y su hermosura ponía ideas locas en la mente, el foco de intrigas fue apagándose, y todo aquel tinglado urdido por los conspiradores quedó reducido a una leyenda que se contaba al amor de las fogatas durante el crudo invierno. Los nombres del conde don Gómez de Candespina y del afeminado don Pedro de Lara, rivales eternos por el amor de la infanta, fueron, en lenguas populares, algo tan irreal como los de cualquier héroe de cualquier romance imaginado. Con este alejamiento, que el rey —seguro de dominar cualquier conspiración— no temía, se afirmó la paz interior en Castilla y León, y hasta los gallegos, que parecían andar con el colmillo un poco vuelto desde que don Alonso, imitando a su hermano don Sancho, había confinado en el castillo de Luna al rey don García, se hubieron de dar a partido, convencidos del poco seso y la falta absoluta de condiciones para el gobierno de sus reinos de este triste monarca gallego que pasó su vida prisionero, «aunque tratado a cuerpo de rey», según los cronistas. La reina doña Berta pudo, al cabo, dormir tranquila. Sus manejos dieron, al fin, fruto fecundo. La entenada aborrecida que con ella se disputaba la influencia y el amor del rey vivía a muchos cientos de leguas de distancia, nada sencillas de salvar en aquellos tiempos de dificilísimas comunicaciones. Así, pues, y en vista de su esterilidad, había puesto sus miras, para mejor captarse el amor y la voluntad de su esposo, en el desgraciado infante don Sancho, joven de estimables prendas en lo físico y en lo moral. Y hasta en esto triunfó la intrigante y sinuosa reina, que, además de su juventud y su hermosura, contaba con el arma poderosa de un talento diplomático muy raro, dados sus pocos años, ya que apenas pasaría de los veinte cuando estos hechos sucedían.

Era el infante don Sancho un mocito gallardo, de hermosa presencia y rostro perfecto, con unos ojos apasionados que recordaban los de su madre, la princesa Zaida. Contaría poco más o menos, el muchacho, catorce años cuando la reina y su bando se valieron de él, como de un anzuelo, para manejar a su gusto la rebelde y difícil voluntad de hombre tan ingobernable y absoluto como el rey. Era grande el amor y proverbial la debilidad que don Alonso sentía por este hijo varón de la princesa mora, su bienamada, muerta prematuramente al darle aquel hijo desdichado. Grandes rumores y marea de chismes hubo en los reinos a propósito de este malaventurado niño, a quien desde el primer día crió su padre con el mimo y el amor con que hubiese podido criar al heredero de su corona; y grandes discusiones suscitó esta conducta del soberano entre los grandes señores que le rodeaban, pues mientras unos sostenían que la hija de Al-Motamid de Sevilla no había sido sino su amante y, por lo tanto, el nacimiento del muchacho adolecía de un vicio de bastardía, otros afirmaban que la princesa mora se había convertido al cristianismo, bautizándose con el nombre de María Isabel, y contraído matrimonio secreto con el monarca castellano. La violenta enemistad que don Alonso tenía con el viejo Al-Motamid fue la causa, según ellos, de que el matrimonio se mantuviese secreto, y en este punto nació el hijo que vino a costar la vida a la madre. Punto oscuro fue para todos el porqué —si era hijo de legítimo matrimonio el infante— su padre no lo hizo público, y todos se preguntaban si no era un desplante del rey, que todavía andaba amargado, al correr de los años, por aquella humillación de la jura en Santa Gadea, donde tan malamente le trató Ruy Díaz, pues desde entonces don Alonso había mantenido cerrado y estrecho el criterio de su autoridad, imponiendo su voluntad a los nobles. Acaso el recuerdo de aquel lejano agravio le impulsó a no darles en esta hora histórica explicación alguna sobre el nacimiento más o menos legítimo del infante a quien iban a jurar en Cortes por heredero de la corona.

Porque estas Cortes, convocadas en lo más crudo de un invierno feroz, que fue memorable en los reinos por su crudeza, tenía, entre otros objetos, el principalísimo de designar al infante don Sancho por heredero de los tres reinos de Galicia, León y Castilla. Con ello se colmaban las secretas aspiraciones del rey, que amaba sobre todos sus hijos a este único varón, por serlo y por habérselo dado la malograda princesa Zaida, la bienamada, a quien los poetas árabes y cristianos cantaron de consuno, por hermosa, por amada y por malograda; y también llegaban a su apogeo los fines y deseos de la reina Berta y de sus partidarios, que, valiéndose del principito como de un arma, entraban así en la privanza y gobernación del Estado, ya que don Sancho, conocedor del afecto que por él sentía la reina y de lo que estaba trabajando a su favor, se le mostraba en alto grado cariñoso y agradecido.

Comentábase precisamente este extremo en un grupo de escuderos nobles, jóvenes casi todos ellos, bien armados y bien portados, que bajo los soportales fronterizos a la Casa de la Villa dejaban discurrir el tiempo en espera de que terminase la sesión de Cortes y saliesen sus señores.

— ¿Qué os parece, Juan Ansúrez, de estas Cortes?

— ¿Qué ha de parecerme, pesia a mí, sino que están muy bien convocadas? Hora es ya de que salgamos en algara y venguemos el desastre de la rota de Zalaca, que la siento en la cara, ¡voto al demonio!, como si en ella me hubiesen dado un bofetón.

— Bien decís, señor Juan Ansúrez; y tened presente que, según dicen, y quien lo dice es hombre de peso, el viejo perro de Al-Motamid, que Dios confunda, ha llamado en su auxilio a Yusuf-ben-Texufin…

— ¿Cómo así?

— Como lo oís. Al-Motamid, viejo y todo, se ha embarcado para Marruecos…; ¡así se le hundiera el navio y los tiburones dieran cuenta de su cuerpo pecador y el demonio se llevara su alma condenada a los infiernos!

— ¿Y a qué va a Marruecos ese viejo lobo, señor escudero, podéis decírnoslo?

— A rascarse el lomo, dolorido de las palizas que le estamos dando, un día sí y otro no, en las razzias y algaras que hacemos por sus estados. A llorarle las lágrimas del cocodrilo al otro compadre de Yusuf-ben-Texufin.

— Sí, no digáis nada, señores escuderos; pero mi amo y señor, el conde de Cabra, decía anteayer a Alvar Fáñez (y yo lo oía) que los reyes de taifas quieren hacer un cuerpo con Al-Motamid y, ayudados por Yusuf, atacar el castillo de Aledo.

— ¡El castillo de Aledo es inexpugnable!

— Verdad es, señor Hernán López, que el castillo es un nido de águilas; pero precisamente por ello, y porque constituye un constante peligro para los moros, Al-Motamid y los demás reyezuelos de taifas tienen singular empeño en apoderarse de él, y ésa es la razón de que el viejo lobo sevillano haya pasado el Estrecho para pedir ayuda a Yusuf. Con lo cual los almorávides desembarcarán en Algeciras el mejor día y acometerán con sus hordas el castillo.

— No creo yo que el rey nuestro señor se lo deje tomar tan aína.

— Cierto que no; por ello se han reunido las Cortes, aparte de la jura del infante como heredero de los reinos, para allegar recursos y hombres y dar su merecido, cuando el momento llegue, a toda esa caterva de malandrines. Y tan pronto como se tenga la nueva de que un solo almorávid ha desembarcado en Algeciras, veréis al ejército cristiano marchar en dirección a Lorca para defender el castillo de Aledo.

— Dicen que va a mandar la algara el mismo rey nuestro señor, que Dios guarde, y que Alvar Fáñez y el conde de Rugoso irán en seguimiento suyo, mandando las dos alas del ejército…

— Más me dijeron a mí…

— ¿Sí? Decidlo, señor Lope Pérez de Hoya.

— Que el Rey ha nombrado adalid y abanderado suyo a ese caballero…

— ¡Schss! Más bajo.

— A ese caballero que no tiene nombre, ni más emblema en su escudo que un azor con una espada en el pico…

— Sí, una espada que se mete hasta el pomo en el corazón del que intenta recordarle el misterio de su origen.

— Valiente es el mozo, y a fe mía que están muy bien conferidos los cargos con que el rey le ha honrado, que bien le he visto yo con estos mis ojos luchar como un león en las rotas a que hemos asistido.

— Dicen que fue él quien salvó a la infanta del secuestro de don Gómez de Candespina…

— Y al infante le sacó de entre los colmillos de un jabalí en una de las últimas cacerías de la Corte…

— Y en la postrera justa, cuando las fiestas del Apóstol, luchó él solo, y uno a uno, contra cinco caballeros franceses que trajo en su séquito el arzobispo don Bernardo.

— Y les hizo morder el polvo.

— Juzgo que nos les quedarán ganas a los franceses de venir a buscar lances a Castilla.

— ¿Quién será él?

— El «Caballero sin nombre» se llama a sí mismo.

— Pero ¿quién se ocultará bajo ese nombre?

— ¡Quién sabe! A lo mejor, nadie. Un aventurero, con mucho valor y muy grande ambición.

— No sería el primero que de la nada llegase, por su esfuerzo, hasta muy cerca del trono.

— Y éste, si llega, no será sin méritos, que, aparte su valentía y su arrojo, es entendido y diestro en el arte de gobernar.

— ¿Decís…?

— Cuentan que él fue quien inspiró a don Alonso las sabias medidas que, al ponerse en práctica, han acabado con la anarquía y el desorden interior de los reinos. A raíz de lo que aconteció con la infanta doña Urraca cuando venía desde el castillo de Rugoso a desposarse a Toledo con el príncipe de Borgoña, el «Caballero sin nombre» hizo una guerra sangrienta e incansable no sólo a los golfines y bandas de malandrines que infestaban los bosques y las montañas y hacían imposible el tráfico del comercio desde unas villas a otras con sus robos y crímenes, sino a los grandes señores de la nobleza que se valían de esos miserables para sus venganzas y atropellos.

— Cuando el rey conquistó Toledo, no se podía vivir ni en la ciudad ni en sus cercanías. Los almogávares y los gitanos se dedicaban descaradamente al latrocinio más insaciable. Para ir desde esta villa a Burgos, mi señor, don Alvar de Bada, necesitó poner en pie de guerra sus mesnadas y hacerse acompañar de todas ellas como si en lugar de a un viaje fuese a una rota, y válganos ello, porque en dos o tres puntos de nuestro viaje tuvimos una verdadera batalla con los malandrines y golfines que nos asaltaron. Bien sabéis que además de estos malandrines existían numerosas bandas de árabes desertores de los derrotados ejércitos de la morisma, y gitanos que eran insaciables cuatreros y no dejaban hoja verde en cientos de leguas a la redonda…

— ¡Si hubiese sido sólo eso! A un pariente mío le robaron mil y doscientas cabezas de ovejas merinas y se las llevaron a vender a un mercado moro de la frontera de Murcia.

— Pues aún eran peores los otros; los que acometían a todo cristiano sin misericordia. Malhechores carne de horca, que incendiaban, robaban, saqueaban y mataban con la misma tranquilidad con que nosotros estamos aquí de plática honesta y entretenida en este lugar y momento. Al señor de Peralada, don Ruy, pariente de don Rodrigo el de Vivar, le secuestraron dos hijas mozas muy agraciadas, y no fue lo peor el rescate que por ellas pidieron, sino la honra que les quitaron; en un convento profesaron después las infelices… Los pobres villanos vivían sobresaltados. En lo mejor del sueño, los forajidos les entraban en el lugar y los sacaban del lecho para secuestrarlos, robarles o matarlos… Y eso fue el origen de la Hermandad de San Martín de Motiña.

— Grande acierto fue.

— Pues cuentan que a ese caballero misterioso se le debe el acierto. Él fue quien hizo ver al rey, cuando el secuestro frustrado de doña Urraca, lo peligroso que resultaba para la paz y seguridad del reino aquella anarquía sin freno que reinaba por los campos.

— Que hablen los bosques de Sisla Mayor, que no había cristiano que los cruzara sin jugarse la vida o exponer la hacienda. ¡Quién no ha visto los cuerpos tendidos en el camino de Calatrava, después de robarles cuanto encima llevaran! Bien dados están los privilegios con que el rey ha mejorado a los Colmeneros y Ballesteros de los montes de Toledo, y bien puesto está ese usufructo de la Sisla Mayor que la ciudad de Toledo les ha concedido, por vida mía, que bien lo ganaron.

— Pues si esos privilegios encontráis vos que están bien puestos, señor Ordoño del Biesmo, juzgad lo que debía dársele a quien puso en el magín del rey la idea de fundar las Hermandades, que a nadie mejor que a ese caballero sin nombre se debe el que hoy abunde la justicia en Castilla y estén los reinos como una balsa de aceite; que se pueden recorrer de cabo a punta sin temor a otro encuentro que el de algún lobo hambriento o raposa en celo.

— Cierto que sí.

— No os asombre, pues, que Su Alteza le distinga entre los mejores, ni que le dé asiento en Cortes como a los infantes y ricoshomes de sus reinos.

— Sschss… Ahí sale con el conde de Rugoso y Alvar Fáñez…

— Vedle si no parece, con esa cara y esa sonrisa, el propio arcángel San Miguel. ¡Cualquiera diría que esos ojos tan dulces se encienden como dos brasas en cuanto oye los primeros alaridos de la pelea, voto va, que tiene toda la traza de un león, melena al viento, cuando acomete lanza en ristre o espada en mano!

— Como que parece, mentira que un sujeto de tan delicado y elegante aspecto tenga ese ardor para el combate y esas fuerzas increíbles para dar botes de lanza que desarzonan a hombres de mucho más peso que él…

— Debió de tener buen maestro.

— El escudero que le acompaña. Nuño Correa dicen que le enseñó algo, y el conde de Rugoso, de quien cuentan es vasallo, lo demás. Y si algo faltaba, lo aprendió él solo en los campos de batalla.

— ¿Ñuño Correa se llama ese escudero de mediana edad, grave y de pocas palabras, que le sigue a la guerra?

— Sí, dicen que es noble por los cuatro costados y que anda tan enamorado de su señor, que no ha querido que éste le arme caballero por no separarse de su lado. Cuentan, además, que el «Caballero sin nombre» sabe de letras y habla latines como los clérigos, y que pasa sus ocios leyendo unos librotes como los que estudian los frailes en los conventos…

— Acaso tenga vocación religiosa y se prepare a entrar en el claustro…

— ¿Sí…? Preguntádselo a las damas de la reina, Juan Ansúrez; que os cuenten a cómo sabe la miel de los madrigales del galante caballero cuando las corteja, que suele ser cada limes y cada martes. Y que hable de sus escapatorias, bien envuelto en su manto, subido el embozo hasta los ojos y calado el gorro, ese personaje ridículo y grotesco que le acompaña en todo momento, mitad escudero, mitad bufón… Él os dirá cómo, al filo de la medianoche, se abren para el mozo los portales de algún zaguán oscuro como la boca de lobo; cómo una dueña, recatadamente, le acompaña por las amplias escaleras de un palacio o casa solariega…, y cómo, antes de que apunte el alba y al salir de sus citas de amor, suele andar el caballero a cintarazos con algún amante desdeñado o marido celoso por las calles de la ciudad…

— Ya…

— Y si ello no os basta, observad cómo le miran y cómo mira él a todas las mujeres, nobles o villanas, que se tropieza por las rúas de la villa. ¡Mala vocación encuentro yo, pesia a mí, que tiene el señor caballero!

— Callad, no os oiga, que aunque parece que está escuchando el mensaje que le está dando ese paje del rey que se ha acercado a él ha un momento, de cuando en vez vuelve sus ojos hacia acá y, por la salvación de mi alma, que no quisiera caer en su desgracia, ni verme bajo el regatón de su lanza o el filo de su tizona. Y a más, que el corcovado tiene orejas de sabueso y coge al vuelo las palabras…, y ese hombre…, dicen malas lenguas, yo no lo sé si ello será cierto, que tiene parte con el diablo…

— ¿Quién?

— El jorobeta.

— ¡Madre Santa María!

— ¡Jesús!

Instintivamente, todos aquellos fuertes y valerosos hombres de armas, que no temían las feroces cimitarras de los almorávides, se llevaron la mano al pecho, donde escondían los preciados talismanes de la época, que de tal manera andaban mezcladas en aquellos tiempos incultos las supersticiones y la religión.

Como observaron bien los escuderos, cuando el «Caballero sin nombre» salía de la Casa de la Villa llevando apoyado en su brazo al conde de Rugoso y a su izquierda al bravo general castellano Alvar Fáñez, émulo por sus hazañas del famoso Campeador, se le acercó un paje vestido con los colores de la casa real y, montera en mano, le dio respetuosamente cuenta de una comisión de su señor. Oída la cual, los tres personajes volviéronse hacia una calle angosta, por la que comenzaron a caminar en dirección al palacio donde se hospedaba don Alonso durante su estancia en la ciudad. El bufón en quien estaban fijas todas las miradas más o menos recelosas del grupo de escuderos quedó bajo los soportales a una seña de su joven señor, y un momento más tarde se le reunía el escudero Nuño Correa.