Capítulo X
EL AVISO DE LA GITANA ELEONORA

—¡Alto!

A la seca voz de mando del caballero que capitaneaba la lucida tropa de la escolta de la infanta, la larga cola de acémilas, sillas de mano, caballos e infantes se detuvo.

Volvióse a mirar hacia atrás el caballero desde la grupa de su cuatralbo, fatigado y sudoroso, y tornó a dar otra voz que nadie, ni el mismo don Pedro de Lara, que cabalgaba junto a la litera de doña Urraca, pensó en discutir:

— ¡Pie a tierra!

El calor era sofocante. La llanura castellana, a trechos fertilísima huerta cuando un río la cruzaba, a trechos páramo triste y calcinado, ardía bajo el sol canicular. La cabalgada, de intento, solía caminar con las primeras luces del alba y descansar hacia las diez de la mañana en cualquier lugar o villa que se hallase al paso, para volver a salir al caer el sol y hacer su camino bajo la luz de las estrellas hasta dar con un nuevo poblado. Mas a veces solía suceder que al filo del mediodía no se columbraba casa ni villorrio en todo el horizonte y tenían que buscar refugio bajo las frondas de cualquier bosque, huerta, olivar o macizo de pinos. He aquí lo que acababa de acontecer esta mañana del mes de julio en que un sol abrasador encendía la tierra.

Por mucha suerte, ya que no villorrio, aldea o castillo, hallaron nuestros expedicionarios un espeso bosque de carrascas a la falda misma de una brava sierra áspera y gris; y en un punto los servidores montaron las tiendas y bajo ellas se acomodaron las tres damas y los principales caballeros del séquito, mientras escuderos y soldados se encargaban de acomodar la gente y el ganado, llenos de sudor y polvo. No era el menos cansado maese Sancho, mas no por ello quiso dejar a nadie el cuidado de aposentar a su lustrosa mula, a la cual hubo de llevar a beber por sí mismo a una fuentecilla que, adentrada en la espesura, manaba entre unas peñas. Quien hubiera seguido al loco no se hubiese dejado de asombrar grandemente con las cosas que hizo apenas perdió de vista a sus compañeros. Fue lo primero silbar de una manera extraña que imitaba el canto del cuco y esperar, con el oído al acecho, la respuesta, que no tardó en llegarle con sin igual prontitud; y lo segundo, recibir con una sonrisa a una vieja gitana, en quien nuestro doncel hubiese reconocido con asombro a la que hizo su horóscopo: Eleonora. No hizo el bufón gesto ninguno de extrañeza al recibir tan insospechada visita; más bien se diría que la esperaba con ansia. Las palabras que siguieron fueron dichas en voz tan recatada y queda, que nadie, a excepción de ellos mismos, hubiese podido oírlas. No fue larga la conferencia. Se despidieron brevemente: él, con su aire natural de siempre; ella, con el respeto que se debe a un personaje de alta condición…

— No dejéis de vigilar y de avisarme —ordenó él.

— Descansad, señor —aseguró ella.

Se internó por entre la espesura. Algunas varas más adentro, el loco pudo ver como se reunieron a ella dos gitanos jóvenes, que sin duda habían venido dándole escolta.

Cuando regresó al campamento, ya el yantar humeaba en los platos recién servidos por los criados; y Manrique le aguardaba impaciente bajo una encina.

—¡En Dios y en mi ánima, que creí sería menester ir a buscaros, maese Sancho! —exclamó, malhumorado, el paje—. Sentaos: ahí tenéis vuestra comida. Ved si podéis engullirla, pues yo, por mi parte, tengo más sueño que hambre… —acabó el pobre mozo, con un bostezo.

—Estos madrugones os matan, a fe mía —se condolió el loco.

—¡Malhaya amén este viaje y la infanta y toda su casta! — refunfuñó Manrique.

—Mal hizo nostramo en obligaros a formar en el séquito de esta niña voluble; pienso que mejor hubieseis quedado en el castillo cazando, o pescando en la presa del molino con Mariluces.

—No me habléis de mujeres, maese Sancho. ¡Así cogieran todas un tabardillo y no las salvara ni el mejor físico del reino!

Un roce suave de faldas de seda; un destello de oro en las trenzas de una cabellera…, el azul de un jirón de cielo en unos ojos…

—¡Malhumorado está el doncel! —dijo una voz suave a su espalda.

Al volverse, Manrique se encontró cara a cara con la infanta de Castilla, que le sonreía con un mundo de ternura y de picardía en su linda boca.

—¡Vos…, señora! —dijo el paje, alzándose vivamente, turbado, enrojeciendo hasta el blanco de los ojos…

—Yo. Vengo por vos. No quiero que comáis bajo estos árboles, con el resol que cae. Díjome doña María que os invitó en vano. Por lo visto, preferís la compañía del digno maese Sancho…

—Maese Sancho, por lo menos, no me da disgustos…

—¿Y yo sí?

Suspiró hondamente el mozo, conteniendo a duras penas, con el freno del respeto, un duro reproche que se le escapaba del alma, llena de hieles…

—Podéis seguirme los dos. No quiero privaros de la compañía de vuestro amigo. Maese Sancho puede sentarse tras de mi almohadón, y yo procuraré hacerme a la idea de que soy la condesa de Rugoso, para halagarle de vez en cuando con los más exquisitos bocados de mis viandas. Seguidme.

El bufón y el paje se levantaron remisos. El brocado azul porcelana del vestido de la infanta revoloteaba entre el verdor de las altas matas de madreselvas y lentiscos, como un enorme pájaro exótico; y sobre sus tonos fuertes, el oro de las trenzas, caídas a uno y otro lado del pecho, era más puro.

En la tienda de la princesa estaban los principales caballeros del séquito con doña Mencía y doña María. La dama se quejaba en tonos lastimeros del excesivo calor reinante, que ponía un rojo de sofoco en sus abultadas mejillas, y se sentaba, desmayada y lacia, sobre los almohadones de su litera, cuidadosamente extendidos por los pajes. Doña María, en cambio, fresca y ágil, manteníase en pie, esperando a su señora, a la misma puerta de la tienda. Vestida de blanco, con un traje sencillo y ligero, hacia atrás el velo bordado, sin pretensiones, con seda también blanca, un ramito de florecillas silvestres que acababa de darle un caballero sirviendo de frágil juguete entre sus dedos…

Manrique sintióse turbado y violento al entrar en la tienda. Se le antojaba que esta llamada de la infanta obedecía a una causa oculta, y la causa fue bien pronto advertida por él mismo. Don Pedro de Lara andaba enfurruñado con la infanta por cualquier tiquismiquis de esos que suelen fruncir el ceño de un enamorado. Y la infanta, incapaz de vivir sin tener al lado a un infeliz a quien hacer juguete de sus veleidades, había pensado sin duda que el doncel sería un buen sujeto para excitar los celos del capitán de su escolta. Sentados en tomo a los manteles, el paje ocupaba su sitio tras el almohadón de la princesa, quien, con su voz más dulce, había manifestado su deseo de que en esta jornada la sirviese Manrique. Y durante todo el yantar, doña Urraca matizó su plática de frases y palabras de doble intención que hacían palidecer al doncel por las claras alusiones que encerraban sobre días mejores de sus querencias y hacían fruncirse más las cejas del malhumorado don Pedro de Lara. Mas si la infanta esperó que el doncel se inflamase al contacto de ese simulacro de llama y tomara parte directa en este juego de mutuas venganzas, no lo consiguió, porque Manrique permaneció sin tomar más parte en la plática que la indispensable para no parecer descortés. Ceñido al ceremonial, observó tan escrupulosamente la etiqueta, que la princesa no logró hacerle sonreír ni pronunciar más palabras que las precisas cuando ella le interrogó directamente. Enfrente de él, Manrique tenía a doña María. Estaba triste o tal vez cansada la muchacha. Varias veces, el paje la notó como ausente, y se dio cuenta que a las reiteradas frases de su caballero respondió volviendo en sí con un suspiro. Sus ojos se encontraron con los de Manrique en cuatro o cinco momentos en que las alusiones de la infanta eran demasiado directas para no ser contestadas. Y fue tan clara la expresión de ruego que leyó el mozo en las enormes pupilas oscuras de la azafata, que la palabra se le detuvo en los labios de repente… Aquellos ojos parecían decirle: «No hagáis caso, señor doncel, de los requerimientos de esa niña traviesa y alocada, que busca de nuevo haceros un peón de su juego. ¿No veis que sois tan sólo la camada para que pique otro pez que hoy se muestra remiso…? Harto jugó esa bella princesa con vuestro corazón. No salgáis de vuestra reserva».

Terminado el yantar, Manrique se escabulló, disgustado y triste, hacia un espeso macizo de boscaje, donde tendió su manto con el firme propósito de dormir hasta que el jefe de la escolta diese la voz de «¡Marchen!». Mas no había hecho otra cosa que dejar caer su fatigada y soñolienta cabeza sobre un haz de romeros que le servía de almohada, cuando una visión azul se perfiló ante él, obligándole a abrir los ojos como si de repente un sol esplendoroso solicitara toda la atención de su retina…

—¡Vos, señora! —murmuró, enderezándose rápidamente.

Ella contempló un instante, asombrada, la gallardía de esta figura de adolescente, como si jamás la hubiese visto; sus cabellos de oro, naturalmente rizados…, ¡cabellos dignos de una mujer hermosa!, y sus ojos, de un pardo violado, tan llenos de energía y de pasión… El ceño del doncel era tan duro, que otra mujer se hubiese sentido intimidada por él; pero la infanta halló un incentivo más en cuartear con el poder de su maravillosa sugestión esta fortaleza del rencor masculino, y a la dureza de Manrique opuso su dulzura…

—Yo… He tenido que venir a buscaros yo misma por dos veces para lograr cambiar con vos unas palabras… —reprochó.

—Habéis hecho mal. Una princesa no debe descender a tanto —contestó el paje, más ceñudo todavía.

—No soy ahora una princesa. Soy una mujer que os amó un día…, que quizás os ama aún y que no puede sufrir vuestro desvío.

—¿Mi desvío…? No confundáis, señora, el desvío con el respeto. Os halláis tan distante de mí, que fuera no sólo demasía de mi parte, sino también infracción gravísima a la etiqueta, pretender dar al olvido la barrera que se interpone entre un paje vulgar, sin apellido ni nombre conocido, y una serenísima infanta de Castilla…, que es, además, la prometida del conde Raimundo de Borgoña —terminó con dureza, echando una mirada rápida a la sortija que brillaba en la mano derecha de la infanta como prenda de desposorio de su futuro esposo, colocada allí por los dos emisarios borgoñones que llegaron a Rugoso a participar a la princesa el convenio matrimonial.

Era la primera vez que se encontraban los dos a solas desde que el paje había sabido que sólo fue en la existencia de la caprichosa princesa un pasatiempo para alegrar sus meses de destierro. Ninguna explicación se había cruzado entre ellos. El doncel no la necesitaba; mas ella parecía desearla con ardor.

—Volvéis sobre puntos que hemos discutido mil veces, Manrique; pues si bien es cierto que desconocíais mi verdadera personalidad, tampoco lo es menos que lo mismo de distanciados nos hallábamos cuando sólo me creíais una dama particular de la nobleza del reino. Y si mil veces hemos discutido, mil veces hemos llegado a la conclusión de que no seríais el primer caballero, ni el último, que sin nombre, ni fortuna, ni estados, llegase a conseguir el amor de una dama y el entronque con una casa ilustre —dijo la infanta, con impaciencia.

—Verdad es, señora; mas de una dama particular a doña Urraca de Castilla existe bastante diferencia para que todas estas ideas de igualitarismo resulten absurdas. Vos haréis mucho mejor en seguir vuestro camino que intentando soldar la rota cadena de unos amores que no debieron existir jamás.

—¿Por qué, si os place, señor doncel?

—Porque bien sabíais vos, señora, lo que erais; y el final que por fuerza debía tener nuestro amor. Y no fue acción que deba envaneceros por lo noble la de volverme loco con vuestras afectaciones, para abandonarme después como algo que ya no sirve… —se condolió el doncel, dejando escapar en este reproche apasionado toda la hiel que rezumaba de su alma.

—¿Y quién os dice que yo haya pensado en abandonaros jamás, Manrique? —preguntó la infanta, con una ausencia total de decoro que dejó petrificado al paje.

—¿Y cómo podréis no abandonarme, me pregunto yo? —murmuró él, desconcertado.

¡No poder estar allí, en aquel instante, el inteligente y experto maese Sancho para aconsejarle! ¡No tener a la vista los elocuentes, amigos y honrados ojos de doña María, con sus insinuaciones silenciosas!

—Me casan a la fuerza, doncel; y no es de esperar que yo me plegue buenamente a los deseos de mi padre. Podrán imponerme un marido, mas no el amor, que éste no se impone: el corazón es libre como el aire y elige sus predilecciones sin tener en cuenta conveniencias de ningún género. Siento dentro de mí un ansia infinita de venganza, y os juro que he de dar que hacer a mi marido y a mi padre, y se han de arrepentir de haberme casado, disponiendo de mi vida y de mi corazón sin contar conmigo. Mi madrastra, que es la inspiradora de toda esta trama desdichada, tendrá que arrepentirse algún día de haber combinado este descabellado matrimonio.

—¿Y acaso vais a decirme que me hacéis la merced de elegirme como instrumento para manifestar a vuestro padre el despecho que os anima? ¿Voy a tener el honor de ser, por segunda vez, un lindo juguete de vuestros antojos? Primero fui el niño cándido con quien una casquivana se divierte, jugando al amor, para entretener los ocios de un destierro; ahora, la cosa va más lejos y queréis, acaso, que yo sea el cómplice de vuestras liviandades…

—¡Manrique…! ¡Me faltáis!

—¡Vos a mí, señora! Que no porque no tenga un nombre tenéis el derecho de creerme de condición bastantemente baja y villana como para prestarme a esta deshonrosa farsa que me estáis proponiendo. ¡Y por Cristo, que mi ralea no debe de ser tan vil cuando al solo pensamiento de ser en vuestra vida… lo que me insinuáis que sea, todos mis instintos honrados e hidalgos se levantan!

—Dad gracias a Dios de que os ame aún como no merecéis, señor doncel; que, de no ser así, quizá vuestros insultos os llevaran a una mazmorra.

—No sería el primero que supiera de grillos y cadenas por vuestro amor, que es fatal a los hombres. Hable don Gómez de Candespina. Y más que ser el juguete despreciable de vuestras liviandades, prefiero ser, señora, un prisionero de vuestra venganza. Al menos, solo con mi conciencia, no tendré por qué enrojecer de vergüenza ni por qué despreciarme a mí mismo.

—¡Estáis celoso, Manrique, y por eso habláis así!

—¡Estoy celoso, es cierto, y dicen que los celos vuelven locos a los que los padecen! Mas yo no he perdido el juicio hasta el punto de prestarme a una indignidad. Bien está ya lo bueno. Fui la burla, la chacota del castillo y del lugar… No queráis que sea también la deshonra de los que me recogieron y me educaron. De este naufragio de todas mis ilusiones de adolescencia, dejadme salvar incólume el honor.

—Me tratáis con harta dureza, Manrique. No lo merezco. Os he amado, y es mi crimen, el crimen de que me acusáis, amaros todavía. ¿Fue culpa mía enamorarme cuando estaba en el castillo sola y aburrida? En todo caso, fue solamente una desgraciada coincidencia. No estaba en mí resistir a la fuerte atracción que bien presto ejercisteis sobre mi ánimo. Soy débil de voluntad y no he luchado jamás contra mis sentimientos. Pecado mío fue el amaros, y de él me acuso. Mas no creáis que fue acción preconcebida fríamente aquélla de tomaros para entretenimiento, como queréis suponer vos. Fui sincera al deciros que os amaba…, como lo soy ahora al deciros que no podré olvidaros…

—¡Bah! Vos olvidáis bien presto…

—Y que vuestro amor, que era como una luz en mi existencia, me hará tanta falta que no sé si podré…

Una leve emoción comenzaba a matizar la voz de la infanta. Versátil y veleidosa, sentía a flor de piel y se autosugestionaba con frecuencia. Ahora, en este momento, la resistencia del paje y su gallardía eran dos acicates que espoleaban su capricho.

—¡Podríamos ser tan felices… todavía! —murmuró, envolviéndole en una mirada tentadora.

¿Por qué recordó en este momento el paje los ojos oscuros, abismos de dulzura, de aquella dama de la fiesta de Rugoso? ¿Y por qué le pareció oír otra vez aquella voz inolvidable, que recordaba con frecuencia en sus noches de insomnio: «… yo no puedo ver tranquila que os hagan la víctima de un pasatiempo veleidoso»? Y ahora el pasatiempo ya no sería solamente frívolo, sino algo más. Se estremeció.

—Creo, señora, que debíamos dar por terminada esta plática. Vuestro séquito comentará esta vuestra ausencia, y don Pedro de Lara se enfurruñará con vos.

—¿Veis como os mueven los celos?

—Muévame lo que me mueva, lo que os digo es muy cuerdo. Regresad a vuestra tienda y ved de conciliar el sueño hasta el momento de la partida.

—¡Me aborrecéis, Manrique!

—¡Pluguiese al cielo que pudiera lograrlo, señora!

—Pues si no me aborrecéis… es que me amáis.

Vaciló un momento el mozo, turbado. No sabía mentir.

—Quizá sí… todavía os amo. Y porque os amo, porque en el fondo de mi alma ocupáis el lugar predilecto, porque sois en ella algo sagrado y santo…, no quiero manchar mi amor y vuestro nombre con la sombra siquiera de algo que pueda significar deshonra. Dejadme seguir amándoos así: idealmente; dejadme que continúe ofrendándoos un culto en lo más secreto de mi corazón; no queráis convertir una cosa tan pura como esta devoción en cieno asqueroso, princesa…

Pareció, con este apelativo, querer marcar las distancias entre ellos, pero su voz, extraordinariamente dulcificada, tenía una emoción que llenó el alma de la infanta, más loca que mala, y abrió la puerta a los impulsos buenos.

—¡Y si es verdad que me amasteis un día; si no mentís al decirme que me amáis todavía, por ese amor que fue tan puro y limpio, yo os ruego…!

—¿Por qué os detenéis?

—Porque acaso voy a ir demasiado lejos y de nuevo tornaré a herir vuestro orgullo.

—Mi orgullo, cuando me habláis así, no existe: sólo queda el amor que os tengo.

—Pues entonces, ya que vuestra bondad supera a todo otro sentimiento, yo me atrevo a rogaros que no manchéis la alteza de vuestro linaje, ni la limpieza de vuestro nombre, con esas caprichosas mudanzas que pueden parecer liviandades; ved a lo que está obligada una princesa que ha de ser reina y ha de dar ejemplo desde el trono a las demás mujeres de su reino; retorced el despecho y la amargura dentro de vuestras moradas íntimas…, cambiad el placer por el deber… Será más triste, os satisfará menos…, mas vuestra conciencia estará tranquila y vuestra frente se podrá alzar siempre con orgullo…

—Manrique…

—Decidme que lo haréis.

El paje había cogido suavemente la mano de la infanta y la estrechaba con una presión persuasiva. Ella se acercó a él y dejó caer su cabeza sobre el hombro del muchacho unos instantes, quizá para ocultar una violenta y ahora verdadera emoción…

—Trataré, por lo menos, de hacerlo… —dijo, casi sin voz, doña Urraca—. Por amor vuestro…

Un momento más de acercamiento, durante el cual cada uno de ellos sintió el latir del otro corazón, y luego la infanta se desprendió vivamente de los brazos del doncel y echó a correr sin decir una palabra de adiós. Solamente el airecillo deleznable que rumoreaba entre el pinar trajo el eco de un sollozo.

Manrique dibujó en su expresiva fisonomía todo el desgarramiento que este sollozo le producía, y luego, con la cabeza hundida sobre los hombros y al brazo el manto, se perdió por la espesura en dirección a la fuente donde maese Sancho había abrevado su mula. Si hubiese mirado en derredor, quizás habría adivinado la figura de una mujer que, con la cara bañada por lágrimas ardientes, se había dejado caer de rodillas sobre el mantillo. El brocado de su vestido blanco y el encaje de su velo bordado se desparramaban como jirón de niebla sobre el verde cuajado de flores de las madreselvas, y sus manos, morenas pero perfectas —unas manos que en su actitud tenían una extraña elocuencia—, se alzaban unidas en plegaria hacia los cielos, como sus enormes y sombríos ojos, donde el dolor ponía una angustia.

—¡Santa Madre de Dios —rogó—, tenles a los dos de la mano: a ella, para que no olvide lo que debe a su condición y a sí misma; a él…, para que logre olvidarla y llene su corazón otro amor…! ¡Santa Madre de Dios, ruega por ellos! Y dame a mí el valor de sufrir en silencio este martirio… ¡Que él no sepa nunca, nunca, cómo le quiero yo! ¡Óyeme, Santa Madre de Dios!

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Quizá Manrique, si hubiese mirado en tomo, hubiera divisado la figura de la doncella que oraba de rodillas bajo las bóvedas de la catedral de la Naturaleza. No miró, mas el aire le trajo un sutil y delicado perfume que tuvo el poder de despertar extrañas memoranzas… Venteó el aire como un sabueso, tratando de precisar de qué lado venía aquel perfume, que no era el de las madreselvas, ni el característico del pinar, ni el de las rosas silvestres, ni siquiera el de tal cual planta medicinal que crecía vergonzante entre el matojal espeso de trepadoras enroscadas a los rugosos troncos de los viejos pinos o a los más venerables aún de las encinas. No pudo hallar un rastro. Mas, de pronto, un súbito recuerdo pareció dar luz a su mente. Él había percibido este perfume otra vez… ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Quién lo llevaba…? Rememoró una noche de fiesta y, entre el rebullicio popular, una figura aristocrática, con manos de princesa, envuelta en manto con capucha y cubierta la cara por un antifaz de seda negra. Entre el fárrago de sus recuerdos flotó de repente el de este perfume delicado, de claro origen oriental. Rápidamente echó mano a su jubón de brocado verde, acuchillado de blanco, y de él, con el respeto con que se toca una reliquia, sacó una cinta de seda azul y blanca. Mirola largamente, con ojos llenos de nostalgia… (el misterio inquietante de una mujer que quiso pasar por su vida como jirón de niebla…, como sombra sin nombre…), y luego la acercó a su nariz…

Un punto quedó el mozo sin saber qué hacerse, con la cinta en la mano. Era el mismo perfume que flotaba en los ámbitos. No debía de andar lejos la mujer. ¿Sería posible…? Y, obediente a un impulso, que cuadraba muy bien con su juventud, trató de echar a correr por cualquier sendero del bosque, a la ventura, por si el destino le deparaba la suerte de aclarar este enigma que tenía forma de mujer y carecía de nombre… ¿Sería por acaso doña Urraca la dama tapada? Un punto no más lo pensó; no, la dama encubierta era de más baja estatura y tenía los ojos negros como la noche… Ojos enormes, que, en sus sueños, solían aparecérsele henchidos de dulzura y de pasión… ¿Es que esta pasión estaba en ellos aquella noche, o es que los forjaba su deseo? Además, durante el buen rato que estuvo poco ha platicando con la infanta no percibió para nada el perfume de marras. Había sido después…, después… ¡Oh Dios santo! ¿Podría ser que «ella», como presencia invisible, vagara por el bosque…?

Con la cinta entre manos estaba el mozo, andando ya a tontas y a locas, cuando le cerró el paso una extraña figura. Y ya iba a increparla con un apostrofe tan vivo como su contrariedad, cuando se dio cuenta de que la que le interceptaba el paso era su antigua conocida Eleonora, la gitana.

—¡Cómo! —exclamó, con una sonrisa de simpatía al reconocerla—. ¿Pero es posible que seáis vos, buena madre, en este pinar espeso de tierras de Castilla?

—Es mi sino correr por caminos y veredas, doncel. Henos otra vez reunidos… desde aquel día en que hice vuestro horóscopo.

—¡Mi horóscopo! Y a fe mía que me alegro de veros para deciros…

—Que acerté…, ¿no es cierto?

—Cierto.

—Me lo figuraba, niño; peor para vos si dudasteis de mi ciencia.

—Dos de vuestras predicciones se han cumplido. He ceñido una corona, y el amor de una mujer rubia me ha sido fatal. «Dolor y lágrimas», como vos dijisteis.

—Decís que se han cumplido dos de mis predicciones; mas no son dos quizá, sino una sola. Acerté en lo que al amor de la mujer se refiere, mas la corona no la habéis ceñido todavía, que no era ese efímero reinado de un día al que yo hice alusión en mi augurio.

—No tratéis de volverme loco, que harto lo estoy ya con todas las cosas que me acontecen —protestó, impaciente, el paje.

—No digo más que lo que está escrito, doncel. Y en prueba de que los astros no se equivocan, he de haceros saber…, y por eso os he salido al encuentro, que esta noche os amenaza un gran peligro.

—¿Qué decís?

—Pasaréis al filo de la medianoche por un desfiladero oscuro y negro, en el cual la luz de la luna no penetra, tan altos son sus muros de granito. La senda que habéis de seguir corre a lo largo del cauce de un barranco, entre cañaverales y adelfas, que ahora están en flor, y es tan solitaria que podría asesinarse impunemente en ella a un hombre en pleno día sin que nadie sino los cuervos lo advirtiesen. Es inútil que tratéis de disuadir de que emprenda esa ruta al jefe de la escolta de la infanta…

—¿Vos sabéis…?

—Sí, yo sé; la vieja Eleonora sabe eso y otras cosas más… Y en el peligro de esta noche, no es la princesa de Castilla la que más le preocupa, que otras personalidades de tanto relieve como la de la infanta doña Urraca inquietan su ánimo…

—¿Y por qué no ha de convencerse el jefe de la escolta de la conveniencia de un cambio de ruta si alguien…, vos por ejemplo, le dice lo que me acabáis de decir a mí?

—Porque don Pedro de Lara es un caballero de escasa inteligencia y no querrá comprender a medias palabras la razón de mis consejos. Y yo no puedo dárselos más claros. Dejémosle por imposible, si os place. Yo conozco al afeminado don Pedro de Lara y sé que su estupidez corre parejas con su orgullo necio. No aceptaría mis consejos, como no aceptaría los vuestros; y sería bastante el indicarle que debe caminar hacia la derecha, para que él se apresure a hacerlo hacia la izquierda. Por esto, si vos creéis en el peligro que os aviso…, y tenéis motivos para creer en mis vaticinios…, ¿verdad?, obedeceréis mis avisos y salvaréis a doña Urraca el honor y al reino de una guerra que están preparando, en su locura, los bandos contrarios…

—Explicadme, por Dios…

—Los hechos os darán cumplida explicación a mis palabras, que ahora os parecen enigmas. Os decía que, no habiendo manera de convencer al señor don Pedro de Lara de que cambie de ruta, sería conveniente que vos, de acuerdo con maese Sancho, vuestro amigo, procuraseis cambiar de litera a doña Urraca en el transcurso de la ruta, o antes si es posible.

—No comprendo del todo bien…

—No hace falta que por el momento comprendáis; con que obedezcáis ciegamente, sobra. Sabed que la única probabilidad de evitar que a doña Urraca le acontezca un accidente esta noche consiste en meterla en la silla de manos de doña Mencía y hacer que la infanta y su azafata ocupen juntas la litera que hasta ahora han venido compartiendo las dos damas de su servidumbre.

—¡Qué extraño es todo esto, Eleonora!

—Por extraño que os parezca, prometedme que lo haréis.

—Lo haré. Mas ya veremos el modo de convencer a doña Urraca de este cambio…

—Maese Sancho será vuestro cómplice en esta farsa.

—¿Maese Sancho…? —exclamó, sorprendido, el paje.

—¡Silencio, doncel! Alguien se acerca. Escuchad mis últimas instrucciones.

—¡Por Cristo, que es todo esto asaz extraordinario y que me place llegar al fin de esta aventura sólo por ver hasta dónde alcanza vuestra ciencia, mujer!

—Presto habéis de verlo, incrédulo paje. Y luego me daréis las gracias, yo lo fío.

—Pues decid, ¡cuerpo de tal, que oigo pasos!

—Todavía el que se acerca tardará sus buenos minutos en llegar… Oíd… Meteréis a las dos muchachas juntas en la litera de doña Mencía; procuraréis que la litera de la infanta sea llevada, al entrar en el desfiladero, por servidores de la casa de Rugoso, que os obedezcan bien, y si en un punto cualquiera de vuestro camino ocurre algo singular, haréis por no perder el valor y la serenidad, mas no cometeréis la imprudencia de luchar contra cualquier enemigo que os saliere al paso, sino que confiaréis vuestra salvación y la de las dos doncellas a la velocidad de vuestras piernas. Una vez que os internéis en la montaña o en el bosque, tocad este cuerno de caza con tres toques uniformes igualmente distanciados uno de otro.

—¡Que el diablo cargue conmigo si os entiendo…!

—Ni falta que os hace; obedeced.

—Lo haré… Que Dios os guarde. ¿Volveré a veros?

—Mañana, al rayar el alba, sobre cualquier camino, en cualquier sitio… —respondió firmemente la gitana.

El doncel no se atrevió a preguntar más. Volvióse lentamente por donde viniera y ya no se acordó de desentrañar el misterio del perfume, lleno ahora de bien distintos e inquietantes pensamientos y excitado por la aventura que presentía.