Capítulo VII
DIÁLOGO DEL DONCEL Y LA TAPADA

La algazara de la fiesta andaba en su grado máximo cuando maese Sancho hizo su aparición en el mesón de Diego García. Con él venían dos mujeres tapadas con mantos de brocado, capuchones de seda y antifaces. Seguramente damas o doncellas de la condesa que, deseando ver la fiesta popular, no se atrevieron a desafiar los comentarios de la plebe enseñando su rostro. Era costumbre de la época cubrirse con el antifaz cuando las necesidades de la vida o el capricho y la curiosidad ponían a las gentes de calidad en el caso de tener que mezclarse entre los villanos. Así, a nadie le llamó mayormente la atención que el bufón de la condesa acompañase a dos tapadas. Tomaron asiento los tres en una mesa y acudió una moza a servirles un refrigerio. Desde un asiento frontero, los dos judíos miraban los movimientos de las damas, admirando inconscientemente la belleza de las manos de una de ellas. A poco acudió Manrique, convertido en el héroe del día merced a su glorioso triunfo del torneo. Ni la más mínima señal de cansancio se notaba en su aspecto, tan fresco y ágil como si todo el día hubiese estado en su lecho. Llegóse al loco con el deseo de averiguar quiénes fueran las damas encubiertas bajo los antifaces y las capuchas.

—¡Hola, maese bufón! Bien acompañado venís a la fiesta, ¡voto va!, y en Dios y en mi ánima que yo cambiara por vos si alguna de estas damas se holgara con mi compañía…

—Por mí… —se alzó de hombros el loco—; ellas dirán. Mas ved a don Pero de Taleña que viene hacia acá. Presto os quitará la vez, señor doncel, que el caballero es galanteador y bizarro y llega de la guerra con deseos de saborear las mieles del amor.

—No en mis días, estimado maese Sancho —se apresuró a responder el paje—. Que por pronto que él llegue, ya habré tomado yo posiciones… junto a vos, hermosa, si no os incomodo…

Se encaraba el paje con una de las dos damas; era de las dos la de más fino aspecto. Envuelta en su manto y echada sobre el antifaz la capucha, nada se advertía ni de su rostro ni de su perfil; mas por bajo el brocado verde claro de su falda asomaban dos pies inverosímiles calzados con un chapín émulo del zapatito de Cenicienta, y sus manos, de color de ámbar, eran unas manitas perfectas que acusaban selecta estirpe y tenían una gracia elocuente cuando accionaban como dos mariposas. Tardó un punto en responder a la demanda del paje, reposadamente, y, con voz que salió algo flaca y velada tras del antifaz, concedió:

—En modo alguno, señor doncel…

Mientras esto decía, la dama recogía, con un ademán lleno de gentileza, la cola de su brial y los pliegues de su manto para que el paje pudiera colocar entre ella y el bufón el escabel donde debía sentarse. Mas no le dio lugar a ello la llegada de don Pero de Taleña. Era éste un joven de apuesto continente, que había fama de ser muy bienquisto entre damas y villanas. Saludó rendidamente a las encubiertas, con una profunda inclinación, y a maese Sancho con dos amistosas palmaditas en la espalda. Luego, como el que toma posesión de un país conquistado, se sentó sin más ceremonias junto a la dama que hasta entonces permaneció callada. Vestía ésta de idéntico modo que su compañera, con la sola diferencia de que el brial que le asomaba por debajo del manto era de un color coral encendido y brillante y que sus manos eran como dos rosas blancas cortadas al amanecer y no tenían la elocuente movilidad llena de gracia y de expresión de las de su amiga, sino un reposo lleno de aristocrática majestad.

Pidió refrescos don Pero para sí y para sus acompañantes; pero el paje no parecía muy dispuesto a permanecer sentado en tertulia, y con el fútil pretexto de ver bailar una contradanza llevóse a la dama, después de obtener el consiguiente permiso del bufón, que hacía de acompañante.

El baile estaba en todo su apogeo. La noche era clara, llena de un perfume intenso de flores silvestres y de plantas serranas. Lejanas armonías misteriosas se dejaban oír cuando en contados momentos cesaba el barullo de aquel refocilo popular. Doña Elvira hubiese dicho —de haber estado oyéndolos desde el vitral de su camarín— que las hadas y los gnomos retozaban el misterio de las frondas de la ribera… Bajo los soportales discurrían los grupos: parejitas de enamorados, en aquél como en todos los tiempos, trenzaban la trama azul de la ilusión, paseando muy juntos en la amable penumbra; mujeres y hombres rebullentes se explayaban, en el bullicio de la noche de fiesta, con esa alegría honesta y expansiva de las gentes sencillas. Más allá de la plaza, con sus soportales, había como un remanso de quietud en cierta calleja corta y estrecha, sombreada por el ábside de la parroquia y los altos muros de una casa; y más allá todavía de la calleja surgía otra plazuela, donde una fuente manaba cantarina en su taza de piedra la canción rítmica de sus cuatro chorros de cristal.

Pocas parejas y escasos grupos discurrían en el retiro de este remanso: eran gentes que preferían recogerse en la intimidad de sus coloquios a tomar parte en el concierto de risas, músicas, gritos y jarana. Allí llevó Manrique a su pareja; y allí se dejó conducir ella dócilmente. Quizás a un hombre más curtido en lides galantes y más conocedor de los repliegues femeninos le hubiese llamado la atención esta docilidad de la dama, tan poco frecuente, y, más mal pensado o malicioso, le hubiera escamado con la sospecha de que acaso pudiese obedecer a un plan preconcebido. El caso fue que la tapada comenzó a moverse a su lado rítmicamente sin la menor protesta, haciendo ondular con crujidos de seda su falda, de un color verde claro como las almendras tiernas, y cuando él le ofreció el apoyo galante de su brazo, ella lo aceptó sin el menor repulgo.

—Me pregunto, señora, cuál de las damas de su señoría la condesa de Rugoso seréis; y cómo doña Clara, tan celosa de todas las idas y venidas de la pequeña corte del castillo, os ha permitido tomar parte en este honesto rebullicio con que el lugar festeja la vuelta de los caballeros del conde —dijo el paje iniciando sutilmente la plática.

La voz de la dama al contestarle pudo parecer fingida, tal salió de feble y un tanto enronquecida por bajo el antifaz. Mas el mozo no pensó en conceder importancia a esta minucia, absorto como estaba solamente en la ilusión de su aventura.

—Y yo me pregunto, señor doncel, por qué precisamente habéis de pensar que yo sea una de las damas de vuestra señora la condesa. ¿No puedo ser una villana, por acaso? ¿Una villana que, para correr una aventura, se disfraza con un brial de brocado y se cubre con un manto y un antifaz?

—Perdonadme, mas ha un instante miraba yo vuestras manos cuando revoloteaban como dos mariposas sobre el brocado verde de vuestro brial, y, ¡por Cristo, señora!, que no son vuestras manos, pulidas, pequeñas y de una piel que debe de ser suave como pétalos de rosa, las manos que convienen a una villana…

—Las de Mariluces son también pequeñas y cuidadas, a pesar de ser una villana.

—Pero son unas manos morenas, fuertes y duras, que han conocido ciertos trabajos a los cuales ni la vanidad de su padre, que quisiera hacer de ella la esposa de un hidalgo, logra sustraerla. Y está el porte de vuestra cabeza, tan noble y altivo. ¡Vive Dios!, que no soy tan tonto como para no darme cuenta de que estáis sobradamente acostumbrada a andar por los estrados de los señores. Y jamás una villana anduvo con desenvoltura cerca de los sitiales de las ricas hembras como seguramente debéis de andar vos.

—Tendré que felicitaros por vuestra perspicacia, señor doncel; y no os negaré por más tiempo que, en efecto, soy la dama que habéis presentido.

¿Cuál de ellas, decidme? ¿Doña Aldonza, doña Rica, doña Violante, doña Leonor…?

¡Oh, por favor, teneos! Ninguna de ellas. Vengo de más lejos.

—¿Del castillo de Almendreras, quizá? La fama de las damas y doncellas de la señora de Almendreras corre por todo el reino. Y como muchos de sus caballeros han tomado parte en los festejos, es posible que algunas de sus damas hayan querido presenciar las justas.

—Tampoco vengo de Almendreras; de más lejos, de sitios que vos no conocéis.

—¿No me diréis de dónde?

—Para eso, fuera inútil cubrirme el rostro con un antifaz.

—¿Misterio?

—Recato solamente.

—Maese Sancho me dirá…

—Maese Sancho, aunque loco y bufón, tiene mejor concepto del respeto que se debe guardar a una mujer que desea, por cualquier circunstancia, mantener el incógnito de su nombre, del que vos mostráis tener, señor Manrique, muy poco aprecio.

—¿Sabéis mi nombre…?

—Y sé otras muchas cosas.

—¿De verdad? Me vais intrigando. Ya estáis como una gitana que hace tiempo me tomó el pelo prometiéndome una corona.

—¿Y se equivocó la gitana? Ya veis que no, porque esta mañana bien os dieron una de laurel.

—¡Bah!

—Como no se equivocó en otras cosas.

—Por ejemplo…

Os dijo que en vuestra vida habría dos mujeres.

—Cierto.

—Una rubia y otra morena.

—¿Cómo sabéis?

—El cómo, poco importa.

—Seguid.

—Que la rubia más os traería males que bienes; y que la morena daría por vos la vida. ¿Fue así?

—Así fue.

—Discutamos un poco sobre el particular, si os place, señor doncel.

—Vos diréis.

—La predicción de la gitana comienza a cumplirse, porque vos amáis locamente a la hermosa dama que esta mañana habéis elegido reina del Amor y de la Belleza. Eso no es un secreto, ya lo veis, ni aun para las damas andariegas que llegamos de lejanas tierras para admirar vuestras proezas y envidiar a la hermosa.

—¿Quién os dijo…?

—¡Infeliz! ¿Necesitáis decirlo con palabras cuando todo vuestro ser lo está revelando en las miradas de los ojos que se prenden de encanto, en el tono tan lleno de ternura de vuestra voz cuando a ella se dirige, en el gesto todo y en la actitud de vuestra persona cuando estáis junto a ella…? El amor es algo impalpable, pero que no puede ocultarse. Vos amáis a… doña Elvira de… ¿de qué?

—¡Por mi fe que no lo sé! Sé solamente que es sobrina de su señoría la condesa.

—Y que llegó a Rugoso castigada por su padre a causa de unos amores con cierto caballero…

—¿También lo sabéis?

—Y otras muchas cosas que corren de boca en boca por… la Corte.

—¿Vos venís de la Corte?

—¿Qué os importa de dónde venga yo? ¡Siempre que os diga las verdades! Doña Elvira…, que no se llama doña Elvira…, tiene en la Corte fama de ser, al par que muy hermosa, muy coqueta. Son incontables los caballeros que por ella sufrieron el ridículo de verse enamorados, primero, y desdeñados por otros, después.

—¡Vive Cristo, que no lo sufriría!

Al desplante furioso, lleno de altivez, del doncel, respondió la risa un poco irónica de la doncella.

—¡Quisiera ver eso! —comentó.

—Pues lo veréis, como lo intente.

—¿Y si yo os dijera que os ha tomado como un juguete, como un entretenimiento, como un medio de llenar el vacío de su destierro en el castillo de Rugoso?

No lo creería. Perdonadme, señora.

No tengo de qué. Respeto esa confianza ciega de vuestro amor, que es admirable, y con ello aumenta ante mis ojos el valor de vuestros méritos, que ya maese Sancho me dio a conocer como relevantes. Pero a pesar de vuestra noble confianza doña Elvira os ha engañado como a un niño. Tiene amores con aquel caballero de la Corte.

—Esos amores se acabaron.

—Ayer…, no más tarde que ayer, recibió la dama un mensaje del galán.

—¿Cómo?

—El cómo, tampoco hace al caso. Lo recibió. Y si vos dudáis de mis asertos, esta misma noche maese Sancho os mostrara el pergamino escrito de puño y letra del caballero.

—¡Callad! Me estáis atormentando.

¿Duele…? Siempre, cuando se trata de curar una llaga,

sucede igual. ¿Y por qué no limpiarla, decidme? ¿Por qué consentir que seáis un muñeco en manos de esa linda mujercita?

—No os lo agradezco.

—Lo sé, mas no importa: hay un deber que cumplir y se cumple, aun sin vuestra venia, aun sin vuestra gratitud, aun con vuestra malquerencia por premio. Más tarde me daréis las gracias seguramente.

—Tendréis que probarme todo cuanto habéis dicho… —retó Manrique—. Y como no sea cierto, ¡vive Dios!, que os llevo arrastrando a los pies de doña Elvira y pedirle perdón habéis de todas vuestras calumnias.

La voz de la tapada se enronqueció más al responder:

—No habréis lugar a tamaño desacato, señor doncel; porque tan cierto es todo lo que os digo como que ahora estamos frente a frente vos y yo. Y tan por completo lo vais a probar, que os caerá la cara de vergüenza cuando penséis con el poco respeto y galantería que estáis pagando el favor que os hago… Como adelanto de lo que más tarde vais a comprobar, yo os advierto que habéis puesto los ojos en persona que por su alta condición está tan sobre vos que es demasía que penséis en llegar a ella.

—Eso lo sé yo, pesía a mí. Mas de la nada se alzaron hasta lo más alto hombres que no tenían más corazón ni más brazo que yo y a cuyo esfuerzo nada tiene que envidiar el mío. Y yo os juro que me he de encumbrar y que de mis hazañas sabrán Castilla, Galicia y León…, o quizás alguna Corte extranjera, si en mi patria no se me da la oportunidad que mi ambición reclama.

Sería inútil. El matrimonio de doña Elvira hace tiempo que esta convenido y decretado; y locura fuera oponerse a los designios de su padre…, a quien asiste el favor del rey… Poned vuestro amor en mujer que sea más digna de él y que está mas al alcance de quien, como vos… ni siquiera tiene un nombre.

—¡Por Dios, que me estáis insultando!

—¿No os digo la verdad? ¿No es público que Manrique, el doncel del conde de Rugoso, fue encontrado al azar en un saqueo y educado por la caridad de sus señores? ¿A qué os alborotáis si yo repito lo que vos mismo os habéis complacido en responder tantas veces a cualquiera que os preguntó por vuestro nombre?

—Es que ahora no sé por qué me avergüenza como un insulto… —contestó con repentina humildad el mozo.

Esta humildad, que contrastaba con la gallarda altivez de un instante antes, tuvo el poder de emocionar a la tapada, la cual, tomando a apoyarse en el brazo del paje, que en el calor de su mutua reyerta habían soltado los dos, dijo suavemente:

—No os avergüence. Sobre el nombre que se hereda está el que uno se crea por sí mismo; y los grandes nombres de la Historia fueron hechos por el valor y el esfuerzo de un solo hombre. Aparte de que nadie puede hablar de que seáis un bastardo, porque yo creo…, y otros también, que si os encontraron en la aldea cuando fueron al saqueo las mesnadas del de Rugoso, fue porque vuestros padres os habían dado a criar a cualquier villana, en cuya casa os hallaron. Quizá tenéis padres y son de alto linaje; quizás os lloran hace muchos años… De lo que no me cabe duda es de que venís de una estirpe selecta: vuestro aspecto, vuestras inclinaciones, vuestra misma ambición…, ¡tantos pormenores, en fin!, están hablando de que en vos se manifiesta elocuente el atavismo. Vos no nacisteis de cualquiera, señor Manrique.

—Así lo creo yo a veces por lo que siento dentro de mí; mas ¡pecador que soy!, para poco me sirve lo que sea si cuando lo averigüe ya no me llega a tiempo para alcanzar el amor de esa mujer.

—El amor de esa mujer no lo alcanzaríais así fuerais hijo del mismo conde de Rugoso, porque ya os dije que el rey y su padre dispusieron de él. Y, o casará con el esposo que a las ambiciones y a los planes de los dos convienen…, o entrará en un convento.

—¡Santo Dios!

—A más, que ya os aseguré, y maese Sancho os lo probará puesto que de mis palabras no fiáis, que doña Elvira no piensa en vos mucho más de lo que yo pueda pensar en el último villano del lugar, y que sólo sois para ella el entretenimiento de estos días de su destierro…, que ya tocan al fin.

—¿Cómo…?

—Sí, doncel amigo. No se pasarán quince días sin que vuestra dama levante el vuelo hacia otros cielos.

—¡Se la llevan!

—Claro. Un día u otro tenía que ser. Doña Elvira llegó a Rugoso castigada, como ya os dije. En la soledad y en el silencio, su buen sentido ha tratado de convencer a su corazón lleno de la locura de un amor… que no es el vuestro, y al fin se ha decidido a plegarse a lo que el destino exige de ella como antes lo exigió de tantas otras mujeres sacrificadas al lustre de su casa y las conveniencias de sus estados. En vista de ello, el destierro se levantará muy en breve, y partirá hacia la Corte, donde se celebrará su matrimonio.

—¡No…!

—Vos lo veréis.

—Mas ¿cómo sabéis vos tanto? ¿De dónde venís? ¿Quién sois?

—No sé si lograré contestaros a todo. Sé lo que sé… porque mi cargo y mi posición me ponen en el trance de saberlo. Vengo de la Corte. Soy…, como vos, una criatura sin nombre, acogida a la caridad de altas personalidades. Como vos, siento ansias y ambiciones dentro de mí, atavismo seguramente de un linaje principal; y, como a vos, me han educado con el esmero con que se puede educar a una infanta de Castilla. ¿Quién soy? ¡Pluguiese a Dios que yo lo supiera, doncel!

—¡Vuestro nombre, señora, vuestro nombre, por favor! Siquiera para pediros perdón por todas las bellaquerías con que os he ofendido… y para agradeceros…

—¿Ya me creéis?

Aún vaciló el doncel un punto. Mirándola a los ojos por el agujero del antifaz con una angustia llena de inquietud, rumió al fin un:

—Debo creeros.

—Seréis muy cuerdo si así lo hacéis. Yo no quiero sino vuestro bien.

—¡Vuestro nombre!

—¿Para qué? Probablemente no tornaréis a encontraros conmigo en vuestra vida. Marcharé a Francia muy en breve…

—¡Sois un enigma!

—Acaso. Debo ser en vuestra memoria como una sombra sin forma y sin nombre.

—Os daré uno en mi corazón; uno que inventaré yo mismo y será tierno y cariñoso como vuestra voz de terciopelo…

—No penséis más en mí, doncel. La curiosidad y el misterio pudieran espolear vuestra imaginación y, con ella, adornarme con cualidades que no poseo.

—¿Sois joven?

—Sí.

—¿Sois libre?

—Como el aire.

—¿No amáis a nadie?

—En verdad que os juzgo impertinente. ¿Qué derecho tenéis vos, un desconocido, a entrar en mis intimidades?

—Las palabras son distanciantes, mas la voz acaricia y sonríe… Me agradaría saber si sois rubia… como ella… o…

—Soy morena, señor doncel. Seguramente, mi madre o mi padre debieron de proceder de raza árabe. Y por el agujero de mi antifaz habréis podido advertir que mis ojos son negros…

—Negros, inmensos, llenos de dulzura… ¡Magníficos ojos que hablan de pasión aunque vuestras palabras lo desmientan! No es posible que con esos ojos no améis a nadie, señora. No sé quién dijo…, maese Sancho, creo, que en los ojos de las mujeres enamoradas brilla una lucecita que no está en los ojos de las demás…

—Puede ser que sea así. Maese Sancho es casi un nigromante… Voy a ser franca con vos. Os diré que, en efecto, amo a un hombre.

—¡Dichoso él!

—¡Dichosa yo si me correspondiera!

—¿Cómo…? ¿Es posible que un hombre os mire y no os ame…, y más sabiendo que vos le amáis?

—Es que no lo sabe. Ni probablemente lo sabrá jamás.

—¡Oh! ¿Y no habría forma de poder intervenir en ese asunto?

— No, señor doncel: dentro de cierto tiempo, no mucho, yo saldré para Francia y procuraré desimpresionarme. Él no sabe que yo le quiero, no se lo figura. Quiere a otra… más hermosa que yo. Y yo he decidido no morirme de pena, sacudir las alas y volar… ¡si puedo!

Su vocecita feble quebrose en un sollozo que ella se apresuró a reprimir.

—Eso, ¡si podéis! Debe de ser difícil…, ¿verdad? —murmuró él tristemente.

—Y amargo. Ignoro si podré…

—¿Y si no se puede…, qué se hace?

—Pues se padece… y se llora… y se vive como en un mismo infierno de celos viéndole a él prendado de otra…

—¡Verdad! —exclamó Manrique pensando en su propia desdicha.

Ella, entonces, conmovida por la pena que se desprendía de su voz, en gesto de simpatía cogióle dulcemente la mano. El contacto de aquella manita breve estremeció al muchacho; estrechóla con cierta avidez no exenta de ternura y la miró después como si por ella quisiera adivinar el incógnito de la desconocida. En la tersura de seda de los dedos, cuidados y perfectos, no aparecía ningún anillo, mas, en la muñeca, un hilo de oro —tal parecía el fino brazalete— engastado de diamantes menudos cortaba la perfección escultórica de un brazo delgado como el de una adolescente. Con un ademán tierno y dominante a la vez —las maneras autoritarias y hechiceras de un joven príncipe muy mimado por la fortuna y por las damas—, Manrique le sacó de la muñeca el brazalete.

—Me lo daréis como recuerdo y será mi talismán en la paz y en la guerra. Os recordaré por él. No sé ni vuestro nombre ni vuestra condición; no podré evocar las facciones de vuestro rostro, que desconozco; seréis en mi vida algo tan ideal como un ensueño…

Ella no protestó. Él besó lentamente el brazalete y lo deslizó en el interior de su lujoso jubón verde y blanco, con botones de gruesas esmeraldas. Luego aconteció algo imprevisto que ni él ni ella habían premeditado. Un impulso loco le acometió a él… Se rebeló violento a la imposición de la mujer. ¿Por qué tenía que dejarla marchar sin saber cómo era? ¿Ni quién era? A lo mejor la conocía, y todo lo que le había contado era una pura fábula… Rápidamente echó mano a la capucha de la dama, y ésta cayó hacia atrás, arrastrando sobre el manto de su vestido verde una cascada magnífica de cabellos ondulados que la cubrieron como un velo. Y, no contento con este desaguisado, todavía el atrevido paje llevó su osadía hasta pretender desatar la cinta del antifaz. Mas aquí ella se arrancó vivamente de las nerviosas manos del muchacho y echó a correr en dirección a la calleja. Ya estaba a la mitad de ella cuando él la alcanzó, calmados sus ímpetus y algo avergonzado de su audacia. Llevaba entre las manos el manto con capucha y, sin palabras, ayudóla a ponérselo. Ella empezó a andar también sin dirigirle una frase: erguida y como ofendida. No había nadie ni en la calleja ni en los soportales. Todo el mundo estaba congregado en torno al espacio destinado a los fuegos de artificio. De lejos vieron a la otra dama muy amartelada con don Pero de Taleña, y a maese Sancho, mirando embobado el juego de luces de colores. Antes de llegar junto a ellos, la dama se volvió hacia el paje.

—Mañana, a las once, bajo la encina donde los señores de Rugoso hacían justicia, encontraréis a maese Sancho con la prueba de que mis palabras fueron verdad. Después de eso, espero de vuestro buen sentido que no alentéis las fantasías de doña Elvira; que la ayudéis a cumplir su deber, que procuréis olvidarla… Si algo creéis que me debéis, dadme vuestra palabra.

—Os la doy. ¿No volveré a veros?

—No.

—Entonces… ¿es de veras que sois como una sombra y que vais a hundiros en la noche?

—Exactamente.

—¿Me dejáis que os bese las manos?

—¿En despedida? Porque allí veo a maese Sancho y a mi compañera, muy entusiasmada con ese caballero que antes se le acercó.

—Bien: sea en despedida.

Besole las manos rendidamente. Ella cerró los ojos un momento. Cuando él se incorporó, ella sonreía bajo el antifaz con una de esas sonrisas dolorosas que hacen daño en una fisonomía juvenil porque son como una mueca de sufrimiento que quiere disfrazarse.

—No me acompañéis más, os lo ruego. Mezclaos en la fiesta y haced la conquista de una nueva beldad. Os deseo más suerte de la que habéis tenido conmigo. Vuestra aventura no ha sido, ciertamente, la que debió de esperar el vencedor del torneo, por quien todas las mujeres del palenque sintieron esta mañana una admiración cercana al amor.

—No trataré de emplear en aventuras el resto de mi noche. Permitidme que os acompañe, si es que ya os retiráis, hasta vuestro albergue.

—Os lo prohíbo. No daréis ni un solo paso para seguirme.

Y como si de pronto se diese cuenta de que en su acento fluía una cierta dureza y quisiera paliarla, añadió, con una dulzura exquisita que resbaló como una caricia por la dolorida alma del doncel:

—Os lo ruego, Manrique… ¿No lo haréis por complacerme?

—Lo haré. Mas dadme vos, al menos, una seguridad cuando tantas me exigís en esta noche: prometedme que no me olvidaréis del todo; que en Francia o donde os halléis, alguna vez me llegará de vos algún mensaje, alguna palabra, algún recuerdo…

Una emoción, que apenas pudo ocultar, comenzó a invadir el corazón de la encubierta. Y él lo notó…

—¿Por qué os impresionáis, señora? ¿Quién podéis ser vos y qué pueden afectaros mis cosas para alterar vuestra serenidad hasta ese punto? ¡No es posible que vos y yo nos separemos así! —clamó el paje con todo el ahínco de un niño muy mimado que no está habituado a que se le niegue cosa alguna.

—No me preguntéis más, Manrique. Si estoy cerca de vos en esta noche, es tanto por obedecer el mandato de mi corazón como por cumplir una misión.

—¡El mandato de vuestro corazón…!

El mío estaba sufriendo por vos. Yo no puedo ver tranquila que os hagan la víctima de un pasatiempo liviano, y antes de que os intereséis hasta el extremo de llorar después el desengaño con lágrimas de sangre, mi conciencia me ha dicho que viniera y os hablase.

—Pues ya que no queréis decirme a quién debo este favor de amistad; ya que jamás he de conocer vuestro rostro ni vuestro nombre, dadme vuestros colores para que pueda llevarlos a la guerra.

Vaciló un poco la dama. Después sacó de bajo el manto una cinta bordada en oro muy parecida a aquellas bandas o brazaletes que usaban los caballeros en torneos y combates y se la dio al paje con estas palabras:

—Ésta es la divisa de una dama desconocida… Azul y blanco: ahí tenéis mis colores.

—¡La divisa de una dama desconocida…! ¡Vive Dios, que es digna de un caballero sin nombre, y que divisa y dama van a verse muy altas, así Dios me ayude! Cuando, más adelante, los trovadores lleguen pidiendo asilo en una noche de nieve a vuestro castillo de Francia; cuando les pidáis noticias de tierras de Castilla y de la guerra del moro, acordaos de que un paje del conde de Rugoso os prometió honrar vuestros colores, y si sentís mentar las hazañas del "Caballero sin nombre", recordad, señora, porque ése será mi nombre de guerra, que vuestro brazalete será mi talismán y vuestros colores mi divisa…

La dama no respondió a estas últimas palabras, quizá porque no halló las suyas a tenor del momento; sino que, dando una carrera entre la gente, llegó junto al loco, que parecía mirar embobado los fuegos de artificio, mientras el doncel, con un hondo suspiro, se escondía entre las sombras de los desiertos soportales, maldiciendo de doña Elvira —ya que se temía él desde el primer día que la grandísima coqueta se divertía con su inocencia de niño que arranca el primer vuelo—, del destino, de su mala suerte y hasta de la hora en que vino al mundo.