Capítulo V
MERCADERES MISTERIOSOS

Al día siguiente, muy de mañana, partió el trovador sin que el bufón pudiese poner en claro cuyo era el mensaje que trajo a doña Elvira y si ésta dio a él o dejó de darle cumplida respuesta. Después de la misa que a diario celebraba fray Jerónimo en la capilla, y a la cual solían asistir todos los moradores de la mansión a quienes sus obligaciones se lo permitían, la condesa llamó a su estancia a maese Sancho y al paje. Estaba la dama sentada en su sitial y tenía entre manos la carta que el viejo caballero —jefe de la escolta que acompañó a doña Elvira hasta Rugoso— habíale entregado. Aposentábase el fraile en otro sillón fronterizo, y en pie se hallaba Nuño Correa, el escudero noble de la condesa, personaje recio y enjuto en el aspecto, de pocas palabras y hechos rotundos, como buen hombre de armas. Entró quimeroso y medrosico el paje, con el temor de que hubiesen podido ser descubiertos sus tapujos de la noche anterior; mas presto hubo de desaparecer sus aprensiones ante las frases amables de su ama.

— Os he mandado venir a los tres para anunciaros que, en tanto permanezca en Rugoso mi sobrina doña Elvira, vais a quedar exclusivamente destinados a su servicio.

Nadie resolló. Únicamente el fraile osó añadir:

— Ello es para vosotros una honra inesperada.

El bufón agujó la oreja, y el paje se preguntó a si mismo en qué podría consistir tamaña honra, pues, desconociendo el apellido de doña Elvira, no podía suponerla de más alto linaje que su señora la condesa. De todas formas, algo muy adentro de él regocijóse al pensar que su nuevo cargo poníale en más inmediato contacto con la hermosa rubia.

Dio una ojeada a la carta la condesa, y, después de examinar prolijamente los garabatos que en ella había trazado su pariente, agregó:

— Deberéis vigilar a mi sobrina cuando salga al campo, impidiéndole toda conversación con persona extraña, y vuestra daga, Ñuño, debe estar presta a defenderla. Sabed que llega a Rugoso huyendo de un galán despechado, a quien, si ella no, su padre ha rechazado, y que el mozo es hombre astuto y resuelto, que pondrá en juego toda suerte de prestigios para llegar hasta ella…

Una furtiva mirada cruzose entre el paje y el loco; socarrona fue la del último y temerosa la del primero. ¡Si sospechase su señoría la condesa el éxodo de la noche anterior hasta el camarín de doña Elvira…!

— Ya he dado mis órdenes al alcaide para que diariamente salgan patrullas a explorar el término de mis dominios y limpiarlos de maleantes, bandoleros, gitanos y gente extraña. Así, mi sobrina podrá en vuestra compañía pasear por el campo, ir de caza, pescar en el río y expansionarse cual conviene a una doncella de sus años que no está presa aquí. Espero que vuestra solicitud en servirla y vuestra vigilancia en celarla correrán parejas con la confianza que yo pongo en vosotros, mis más queridos servidores, al ponerla bajo vuestra protección.

Encargose de responder el loco, que era de los tres el más despabilado, y salieron al corredor mirándose bajo sus bóvedas con desconcierto

— ¿Podríais imaginar, Nuño, que, a vuestros años y con cincuenta costurones en vuestra pelleja, memoria de otras tantas batallas, os reservase el destino la dulce misión de acompañar a esa niña rubia en sus poéticas andanzas por los campos en flor? —disparó el loco.

Mohíno y contrariado, gruñó el viejo escudero:

—¡Voto al diablo, que éstas no son andanzas para mis años, ni yo nací para ayo de damiselas traviesas; y os juro que más quisiera verme ante una legión de moros que entre ella y la morenita que la acompaña y la otra dama pomposa y perfumada que cuida de ambas!

—Y yo —repuso, amoscado, el paje.

—No digáis mentiras, Manrique —respondió el loco—. Vos sois mozo y galán y estaréis encantado de andar entre faldas.

—Eso vos, viejo loco, que os refociláis cuando os rozan, al pasar, los briales de las damas —contestó, enfurecido, Manrique, quizá porque el bufón adivinó la verdad—. Pero os juro que a mí maldita la gracia que me hace tener que acompañar a esa dama a la iglesia llevándole el almohadón y el libro de horas. Bien pudo nostrama encomendar esa misión a Pedrito o a Jaime, que son más niños, y bien les estuviera a sus diez años, y no convertir a un hombre como yo en azafata…, ¡voto a cien mil legiones de diablos! ¿Por qué no me enviarán a la guerra con mi señor?

—Ya os llegará el momento —suspiró Nuño—. Yo también gruñía y me desesperaba a vuestros años, y luego me sobraron para agujerearme la piel en los campos de batalla.

—Silencio, os ruego. Obedecer habernos, y cuanto de mejor talante lo hagamos, será más cuerdo —avisó el bufón.

—Habéis harta razón.

—Pues seguidme; y vamos a tomar órdenes de nuestra joven señora.

Como dos reos a quienes conducen al patíbulo, siguieron al bufón el escudero y el paje. Bordaba en su cámara doña Elvira, ayudada por su azafata y por su dama, cuando los tres personajes entraron tras de solicitar un cortés permiso que les fue concedido con la más bella sonrisa que jamás en su vida se les dirigiera. Y ante los graves ojos de doña María y el talante receloso de la dueña —malavenida con su destierro y agraviada con los que ella consideraba sus carceleros—, el loco esbozó su más florido discurso para ponerse a disposición de su nueva señora.

—¡Que me huelgo, señores, de que seáis vosotros los que hayáis de acompañar mis soledades! —exclamó, palmoteando, la doncella.

Este aplauso y esta alegría, de un claro sabor juvenil, dejó en el ánimo de doña María, ya escamada desde el episodio de la rosa, la duda de si sería dirigido a los tres o solamente al lindo paje que, con talante risueño y ojos maravillados, se deslumbraba ante la evidente belleza de doña Elvira.

«¡Otro más en la larga lista de los seducidos…! —se dijo la doncella.

—Vuestra grandeza mandará; aquí estamos para acatar vuestras órdenes… —insinuó el escudero.

—Bien; la condesa, mi tía, es harto amable al decidirse a no tenerme encerrada en el castillo como a una prisionera. Vosotros comprenderéis…, ¿verdad?, que soy joven y el alma se me sale del cuerpo con el ansia de reír, de correr, de volar, si eso fuera posible… ¡Y esos campos son tan hermosos! ¿Qué pensarías si os pidiera que esta tarde me acompañaseis a conocerlos mejor de lo que he podido hacerlo desde el ventanal de esta cámara?

—¿Qué habríamos de pensar, señora nuestra? —dijo Nuño, conquistado por esta alegría efusiva y contagiosa—. Que sería una delicia acompañaros…

—A través de los campos en flor… —añadió en un murmullo el doncel.

Maese Sancho endilgole una socarrona mirada, que hizo a Manrique enrojecer hasta el cuello, descubierto desde donde acababa la gorguerilla de su jubón.

—El señor doncel es poeta… —observó con fina ironía, en cuyo fondo había una complacencia, la joven dama.

Y sus ojos, azules, de un bello azul como el del cielo sereno, recorrieron largamente la atrayente figura del jovencito, deteniéndose con fruición en su confundida y turbada cara. ¡Maldito fuera…!

— Pues lo celebro. Yo también amo la belleza, y el color, y la forma, y todo aquello que Dios ha puesto en el mundo para solaz de nuestro espíritu… —siguió doña Elvira, envolviendo al aturrullado doncel en la mirada cada vez más turbadora de sus azules ojos—. Así, sabiendo que para los que me acompañan no es un deber pesado el de recrearse conmigo en admirar esta naturaleza esplendorosa, voy a saborear sus bellezas más a gusto. Señor escudero…

—Nuño Correa, señora, para servir a vuestra grandeza.

—Suprimid el tratamiento, señor don Nuño Correa. He venido a Rugoso a descansar de… tantas cosas fastidiosas de la Corte…

La mirada rápida y alarmada que a un tiempo clavaron en ella doña María y doña Mencía hizo a doña Elvira acabar de repente su frase con una linda risa.

—Llamadme solamente doña Elvira, que es mi primer nombre de pila… y preparaos a correr tras de mi esta misma tarde. Quiero ir a aquel prado de la orilla del rio, que está todo alfombrado de margaritas… Al prado donde, si mis ojos no me engañaron, ayer se entrevistó el señor doncel con una linda moza…

—Mariluces… —murmuró Manrique lentamente, sin apartar sus ojos de la expresiva cara de la señora.

—Linda novia tenéis, señor doncel —insinuó con picardía.

—No es mi novia —se apresuró a aclarar el mozo.

La dama entornó los ojos y le miró a través de la cortina de oro de sus largas pestañas.

—¿No…? Pues la despedida fue muy afectuosa.

—Siempre le sucede así cuando encuentra una mujer en mi camino —dijo socarronamente el loco—. Él es de hielo; pero ellas se encienden como estopa…

—No digáis, maese Sancho…

—Sí tal, ya lo veréis. Y andaos con cuidado si no queréis vos misma arder en ese fuego…

—¡Tened vuestra lengua viperina, por Cristo, o no respondo…! —empezó a decir el paje encarándose enfurecido con maese Sancho.

Pero éste hizo un graciosísimo corcovo y fue a ampararse tras el amplio brial azul celeste de doña Elvira, que continuaba sentada ante el bastidor.

—Haya paz entre mis súbditos… —dijo la hermosa joven poniendo su bella mano sobre el defectuoso hombro del bufón en ademán protector y deteniendo al paje con su otro brazo extendido.

—Es el bellaco más grande que come pan a manteles y…

—¡Paz he dicho! —conminó con leve impaciencia doña Elvira.

Había en su voz y en su aspecto, cuando se puso en pie, una inequívoca altivez que daba clara muestra de lo acostumbrada que estaba a verse obedecida y hasta de lo peligroso que era jugar con su bondadosa complacencia cuando ella había decidido ponerle término. Así lo comprendieron instintivamente Manrique y maese Sancho, por lo cual se contentaron: el loco, con seguir guiñando el ojo, socarrón, al paje; y éste, con echarle furibundas miradas que inquietaron un poco a doña María.

—A las tres de la tarde tendréis ensillados tres caballos, uno para cada una de nosotras, a menos que doña Mencía prefiera quedarse en el castillo a dormir su siesta…

—¡Os seguiré hasta la muerte, señora mía, aunque bien sabe Dios que estoy molida del viaje y que mucho mejor me vendría descabezar un sueño que acompañaros en vuestra fantástica excursión por los prados llenos de margaritas…! ¡Ay! —suspiró la dolorida doña Mencía—. Pero mi deber…

—Hacéis bien en cumplirlo, digna dueña —aseguró maese Sancho gravemente—. Imitad mi ejemplo. También yo preferiría adormilarme ante un vaso lleno de ese vinillo rancio que nuestro despensero guarda para los amigos en la cueva, en lugar de ir tras de vosotras como un perro faldero… Mas hay que sacrificarse y montar en la vieja mula que la munificencia de nuestra señora la condesa reserva para su bufón en su bien surtida cuadra. ¡Iremos a visitar las margaritas del prado, y la ermita de San Mateo, y… el molino de Mariluces…, donde se pescan tan hermosas carpas…!, ¿verdad, Manrique?

—¡Cien mil demonios encendidos que carguen con vos, loco deslenguado!

—¡Manrique…! —dijo, volviéndose hacia él, doña Elvira con un dulce réspice en el fondo de sus ojos.

—Señora… —se inclinó, dominado, el paje.

—Vos caminaréis a mi lado; el señor escudero acompañará a doña Mencía. No os consideréis ofendido porque prefiera esta tarde la compañía de Manrique. Quiero galopar a mi antojo y no deseo cansaros a vos, que sois más viejo. Doña Mencía es una agradable compañera, y os aseguro que nada perderéis en el cambio. Y vos, maese Sancho, alegraréis con vuestras jocosas ocurrencias la gravedad incomprensible de mi doncella…

Con un aire de reina, doña Elvira dio por terminada la entrevista. Sonreía siempre; mas había un no sé qué de imperceptiblemente distanciante en el gesto con que pareció indicar la puerta a los tres hombres. Comprendieron éstos que estaban ya de más en el camarín de su señora y, tras una profunda reverencia, salieron.

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Aquella noche, el paje durmió mal. Se despertaba infinidad de veces con un estremecimiento y, en un insomnio delicioso, tornaba a ver —como aquella tarde— la ribera del río esmaltada de margaritas, y entre ellas, sentada bajo un álamo de hojas plateadas, a doña Elvira, con su falda de brocado azul extendida sobre la blancura de las florecillas. En su mente volvían a revivir —retenidas por la memoria— palabras y frases sueltas de la charla sostenida durante aquella tarde maravillosa. ¡La tarde que hizo franquear de un salto al muchacho los umbrales que separan la adolescencia de la juventud!

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—¡Qué bien se está bajo este árbol! ¿Cómo es que tiene las hojas de plata, Manrique…?

—Porque se ha vestido su traje de gala para recibiros, mi señora…

—¡Galante es el doncel!

—Admirador de vuestra hermosura nada más. ¿Quién os ve y no siente la comezón de deciros un madrigal?

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—¡Qué cielo más azul!

—Copia el de vuestros ojos, mi señora…

—Mis ojos están tristes, y el cielo ¡es tan alegre! Ni una nube…

—No permitáis que empañe su color esa tristeza, que dice mal en vuestra juventud… No padezcáis de amores en una tarde como ésta y…

—Y teniendo al lado al más apuesto doncel que vi en mis días. ¿No es eso lo que quisisteis decir, Manrique?

—Yo, señora, diría tantas cosas… Mas el respeto me veda hablar.

—¿Por qué así? Pensad sólo que soy una doncella como cualquiera otra de las que conocéis. Pensad, por ejemplo, que soy… esa Mariluces con quien pescáis truchas en la presa del molido

—¡Vos Mariluces…!

—Claro. ¿Es que por acaso no me encontráis bastante hermosa para admitir la comparación?

—¡Pobre Mariluces! Guapa es, no cabe duda. Pero ¡de vos a ella! Es como si quisiéramos comparar la luna con el sol.

—Diría que me estáis galanteando, paje.

—Jamás me atrevería.

—Me gustaría que os atrevierais.

—¿Para saber cómo sabe la fruta verde?

—No, para saber cómo sabe un amor de verdad.

—¿No os amaron muchos caballeros antes de ahora? ¿No estáis aquí por un amor que vuestro padre no tolera?

—¿Me amaron…? Yo diría mejor que amaron mi alta condición, mis riquezas, la promesa de un mañana capaz de colmar todas las ambiciones, mas no a mí.

—¡Sois tan bella…!

—Me hubieran dicho igualmente que me amaban si fuese corcovada y fea como el propio maese Sancho. Vos no sabéis hasta dónde llega el ansia de gloria y de poder de esos hombres que viven entre el oropel de la Corte…

—¡Yo no comprendo eso, mi señora!

—¿Vos me hubieseis amado?

—¡Con pasión! Como os ama quizás ese caballero que ha poco os envió un mensaje…

—¿Qué sabéis vos si era de amores el tal mensaje?

—Lo presumo.

—Pues no hagáis juicios temerarios, que de ellos habrá de absolveros fray Jerónimo.

—¿Y no estáis aquí encerrada…?

—El pretexto es el amor de un caballero; la verdad son los celos de una mujer y las componendas de una camarilla política. Ya sabréis más adelante…

—¿Así, vuestro corazón está libre?

—¡Libre como el aire, pajecillo! No amo más que la vida con todas sus bellezas, el sol, el campo, las flores, el color, los sonidos… ¿Por qué es ese suspiro?

—De descanso.

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—Canta un pájaro.

—Sí, en aquel zarzal de la otra orilla. Es un ruiseñor. Hace años que canta siempre en el mismo sitio. De chiquillo, yo quería verle, creyéndome que debía de tener un lindo plumaje.

—¿Y lo tiene?

—No; es pardo, pequeño e insignificante. Toda su belleza está en su canto. Oíd cómo trina.

—¡Es maravilloso!

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—¿Pasáis la vida muy aburrido en Rugoso, Manrique?

—No. Hasta ahora, no me aburrí jamás; pero pienso que el día que os marchéis, voy a sentirme tan solo y tan desorientado… Será como si me hubiese asomado a un paraíso y luego, de repente, me cerrasen las puertas.

—¡Bah…! Os quedará la moza del molino.

—¡Mariluces!

—Claro, Mariluces. ¿Por qué os alzáis de hombros?

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—¿Y en qué pasáis el tiempo en este desierto, doncel?

—En estudiar, en manejar las armas y en servir a mi señora la condesa…

—Y en galantear a sus damas.

—¿Quién os dijo…?

—Nadie. Me lo presumo yo. Hay una morena muy guapa y una semirrubia lindísima.

—¿Cuál…? ¿La del faldellín color de oro viejo? Ésa es doña Rica, y está prometida a don García, uno de los caballeros más galanes que acompañan al conde, mi señor, a la guerra.

—Os queda la morena.

—La morena se casará con Hernando Villares, el escudero del conde.

—Así, pues…, ¿no hay nada que hacer en el castillo?

—Yo no pienso en eso. Bajo al lugar los días festivos a entretenerme con el juego de bolos o a bailar en la plaza cuando hay fiesta mayor. Y en las ferias, que hay dos veces al año, me gusta ver los juegos y las charadas ingeniosas de los juglares …

—¿No hay por ahora fiesta, feria o romería…?

—Sí: la feria de la Santa Cruz, con las cruces de Mayo y la romería a la ermita de la Santísima Faz, que es aquélla que veis enfrente del ermitorio de San Mateo.

—Será bonito.

—Mucho. ¿No vendréis a verlo?

—¿Imagináis que vuestra estirada señora, la condesa, me permitirá mezclarme con la plebe y los villanos de Rugoso…?

—No, en verdad. Todo lo más, iréis con ella al sermón y las vísperas y ocuparéis el banco con sitial de la familia en el presbiterio de la iglesia. Saldréis y entraréis bajo palio y os subiréis al castillo precisamente cuando vaya a comenzar el baile y el jolgorio…

—Que es lo que yo me holgaría de ver.

—No lo nombréis siquiera. En ese particular, mi señora, la condesa, es inflexible.

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—¿Cómo no se os ha llevado ya a la guerra el conde, Manrique?

—No quiso, por más que le rogué. Dijo que más adelante. Opina que soy todavía muy niño y teme que los moros me maten.

—¿Vos deseáis ir?

—¡Por Cristo, que sí! Lo deseo ardientemente. Hay dentro de mí algo que grita y me llama hacia el campo de batalla. De pequeño intentaron inclinarme hacia el estudio y las ciencias; mas a mí me tiraba la espada, y el rato que pasaba encerrado con mi preceptor, fray Jerónimo, me parecía un suplicio, podéis creerme. En cambio, cuando aprendía la equitación con el señor Nuño Correa, y él me enseñaba a manejar la lanza, la espada y el arco, el tiempo se me iba tan aprisa como si volara.

—¿Tenéis ambición?

—No lo sé. Quisiera solamente brillar por mis hazañas, como esos héroes de las leyendas que nos relatan los trovadores; quisiera ser un personaje de romance para el rey y extender, los confines de Castilla por mi esfuerzo y mi espada, para que mi nombre pasase más tarde a la posteridad. ¡Mi nombre…!

—¿Por qué ponéis en vuestras palabras esa amargura, Manrique?

—Porque yo no tengo nombre, señora…

—¿Que no tenéis nombre… y os están educando con el mimo y el primor con que educarían al heredero de un trono? ¡No lo entiendo!

—Yo tampoco. Y aun he de deciros que, desde hace algunos días, mi cabeza es un hervidero de locas ideas. ¡Malhaya sea la gitana que me dijo aquel horóscopo en que no quiero pensar ni creer! Jamás me había preocupado por mí mismo, ni me había causado la menor amargura la consideración de que bien podría ser un bastardo. Jamás, cuando me preguntaron mi nombre gentes extrañas, me produjo sonrojo el tener que responder que no lo tengo. Y desde hace dos días…

—Quizá le tengáis y no lo sepáis, Manrique.

—Quizá, porque me recogieron en el saqueo de una villa.

—Y no veo que ello deba causaros ese sonrojo improcedente. El rey puede daros el nombre que os falta; como puede armaros caballero y concederos una ejecutoria de nobleza. ¿No lo habéis pensado nunca?

—No; mis ambiciones se limitaron a guerrear y a alcanzar grandes victorias, mas sin pensar que ellas pudieran reportarme ningún beneficio personal. Siempre pensé que, de por vida, continuaría al servicio de mis señores, los condes, llegando, si la suerte me favorecía, a ser un escudero como Nuño Correa…

—Y a casaros con Mariluces u otra moza garrida de Rugoso…, ¿no? Poca es vuestra ambición, doncel; mas yo me encargo de espolearla. Vos iréis a la guerra con vuestro señor y, al primer hecho de guerra que os consagre, yo pediré al rey esa ejecutoria y ese nombre que os hacen falta para no tener que sonrojaros ante la gente…

—¿Vos, señora?

— Sí, yo. ¿Qué os asombra?

— ¡Al rey! ¿Vos conocéis al rey?

— Sí, yo conozco al rey. Y el rey me… aprecia lo bastante para no negarme lo que le pida. ¿De qué os asombráis? Los que formamos parte de la Corte conocemos al rey, y éste nos distingue con su benevolencia.

— ¿Quién sois, señora…?

— Me llamo doña Elvira, ya lo sabéis. Y soy parienta del conde de Rugoso. Mi apellido, ¿qué importa? Es uno de tantos apellidos ilustres como abundan en Castilla y León. Tengo deudos obispos, príncipes, capitanes… Mi casa es una casa insigne, como la de Rugoso, pongo por caso. No os inquiete mi apellido, como a mí no me inquieta la carencia del vuestro para ser vuestra compañera y vuestra amiga en el tiempo que dure mi estancia en el castillo. ¿Otra vez suspiráis?

— Suspiro, señora, porque no sé qué tengo, ni qué siento. En un momento, la vida ha cambiado para mí de aspecto, y os juro que ahora yo, que jamás me curé de saber cuál fue mi procedencia, quisiera ser no menos que el propio infante don Sancho, que, según dicen, ha de heredar las coronas de Castilla, León y Galicia.

— ¿Y para qué queréis vos tantas coronas?

— Para ponerlas a vuestras plantas, mi señora…

— Yo no necesito tantas coronas reales, doncel. Las cambiaría todas por una sencilla diadema de flores de azahar De la vida no me tientan las grandezas ni la gloria. Solamente el amor ambiciono…

— Ahora sois vos quien suspira nostálgica.

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— Me hablasteis de un horóscopo y de una gitana… ¿Calláis?

— Callo, mi señora, porque el horóscopo fue algo que podría mover a risa si no fuese cruel…

— ¿Cómo así?

— Me habló una vieja de tronos, y palacios, y escaleras alfombradas…, y de una mujer rubia y una morena…

— ¿Sólo eso? Hasta ahora no veo en qué pueda ser cruel el vaticinio.

— ¿No os parece cruel decirle a un hombre que está en mi posición… que las rayas de su mano le predicen una corona?

— ¡Ja, ja, ja! Verdaderamente, paje, la vieja gitana se burlaba de vos. Las coronas no se vienen a las manos así como así. Hasta a los que las tienen les cuesta harto trabajo conservarlas en estos tiempos en que la intriga y el puñal andan prestos al servicio de la ambición.

— Igual lo creí desde el primer momento, y no me hice ninguna ilusión.

— Obrasteis cuerdamente. Mejor que soñar en coronas, os cuadra imitar mi ejemplo y poner tan sólo vuestro anhelo en ese dulce reino del amor, que está muy al alcance de vuestra juventud… y vuestra gallardía. En ese campo sí que os creo un conquistador victorioso. Y las coronas del amor son de rosas. No pesan ni oprimen como las de oro, que el poder pone sobre la frente de los reyes; son ligeras y blandas, y suaves…, y llenas de perfumes…

— ¿No hay peligro también de que, al viento de un desengaño o de una traición, se deshojen, mi señora?

— Quizá… Mas eso depende de cómo sepáis aprisionar a la dulce enemiga… ¿Otra vez suspiráis? Pensáis en Mariluces…

— No. ¡Ojalá pensase en ella!

— ¿En quién, pues? ¿Y es tanta desgracia, que os hace suspirar?

— ¿No es desgracia alzar los ojos hasta el sol… y tenerlos que cerrar cegados por su luz? Os sonreís; y vuestra sonrisa es divina, por mi fe, pero se me antoja que estáis riéndoos para vuestro sayo del bellaco del paje…

— Malicioso es el doncel, y, en penitencia, vamos a volver hacia Rugoso para asistir al oficio en la capilla del castillo, como es uso y costumbre, según me dijo mi tía, la condesa, en todos sus dominios. Ilustre dama ésta, Manrique.

— Sí, mi señora… Emparentada con casas reales y nobles por los cuatro costados.

— ¡Lástima grande que no tenga heredero!

— ¿Sabéis vos, señora, a quién irán a parar los bienes y grandezas de esta casa?

— No tal, ni me lo imagino. Porque el único varón que podría heredarlas hizo sus votos en un monasterio y allí da ejemplo de virtud y de santidad. Quizá vayan a la corona de Castilla… o a manos de alguna persona muy querida, aunque no sea de la familia.

— No conozco a ninguna…

— Sea como fuere y herede quien herede, ¿qué nos importa a nosotros, Manrique, paje mío? Para otros el cuidado de preocuparse por esos asuntos materiales; para nosotros el afán de conquistar ese reino de que hablábamos antes, en el cual podemos ceñir, sin miedo al puñal ni a la intriga, la corona de rosas. Marchemos… ¡Eh!, señor escudero… Demos la vuelta hacia el castillo, si os place.

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Maese Sancho andaba caviloso y preocupado; cosa insólita en verdad tratándose del avisado bufón, a quien no había circunstancia que pusiera en aprieto, por grave que fuera, ya que para salir de todas las situaciones le prestaba recursos su fecundo ingenio.

La tarde era de junio, luminosa y serena. Por la mañana, nubes de tormenta se amontonaron cabe el horizonte, mas la barrera de la alta montaña desviolas hacia Occidente y la tormenta descargó en otro lugar, con el grave daño de un pedrisco que, según opinaban los labradores de Rugoso, debía de haber hecho razzia completa en los campos de pan sembrar, a punto de siega, y en los olivares, cargados de incipiente fruto. Pasada la amenaza, el cielo tomó a adquirir su bello color azul, que el paje comparó a los ojos de doña Elvira, y el sol lució esplendoroso, bañando el río, los cañaverales, los huertos y la ribera, llena de adelfas color de rosa, blancas y granates. Como todas las tardes, la cabalgada salió por sobre el puente levadizo del castillo, primero, y de la villa, después, con un trote airoso que atraía a las puertas a las mujeres del lugar para admirar la hermosura de doña Elvira y el lujo de los vestidos de las tres mujeres y de los atalajes de las briosas monturas.

Sobre su lustrosa mula, con cabezal de seda orlado de alegre, cascabeles, maese Sancho caminaba entregado a sus cavilaciones, sin dar siquiera una mirada socarrona al paje que caracoleaba gentil sobre su caballo cuatralbo junto a doña Elvira, más galante que servil, eso era lo cierto; porque a los avisa dos ojos del bufón no se escapaba que, desde hacía unos días, la traza del mozo, cuando se encontraba junto a la dama, era la de un enamorado que sirve a su amada. Y todo él andaba lleno de ese airecillo de posesión que da el amor cuando es correspondido. Tampoco a los perspicaces ojos de doña María había escapado el pormenor; ni se le había pasado por alto el aspecto radiante de doña Elvira, ni su prurito en componerse, ni ese atosigar a toda hora al paje con recados, servicios y encomiendas, casi siempre pueriles —pretextos solamente para verse un punto o para tenerle al lado—, ni la luz de travesura inefable que brillaba en sus ojos, de cielo, ni la sonrisa llena de una ternura turbadora y feliz, que distendía la maravillosa boca de tentación. Temblaba doña María al solo pensamiento de que doña Elvira pudiese enamorarse del doncel, aunque, a decir verdad, mucho más temblaba de que el infeliz de Manrique se pudiera enamorar de doña Elvira… ¿Por qué?

Y si no supiese por experiencia lo perfectamente inútil que resultaba dar cierta clase de consejos a su señora, habría desahogado el temor de su adicto y fiel corazón dándole unas advertencias discretas. Mas ello hubiera sido algo así como echar margaritas a puercos.

Del tejemaneje que con el paje se traía la señora, doña Mencía no se enteraba. Era doña Elvira lo suficientemente inteligente y astuta para saber cómo tenía que hacer las cosas; y sabía que de su dama no podía fiarse como del afecto incondicional de doña María; y no precisamente por falta de cariño por parte de la dueña, sino todo lo contrario: por un exceso de celo. Durante los paseos, doña Mencía, que montaba una monísima hacanea, iba siempre a la zaga. Su montura no podía seguir al fogoso potro árabe de doña Elvira, cuyas galopadas eran el asombro de cuantos la acompañaban y de los villanos a quienes encontraban en su camino. Solamente Manrique la alcanzaba, con gran satisfacción de Nuño Correa, su maestro, el cual se llenaba de orgullo viendo la admiración que en todos despertaba aquel modo prodigioso de manejar el corcel. Por lo demás, el escudero consideraba que la preciosa muñeca iba bien guardada en la compañía del joven, quien, si el caso lo requiriese, sería lo bastante osado para defenderla bravamente con la temible punta de su daga. A él le constaba. Y, además, todos ellos sabían que —por lo que fuese— a la bella señora le placía la compañía de Manrique…

Hasta entonces habían tenido suerte. Jamás habían dado con aquellas cuadrillas de golfines que merodeaban —según se decía— por los bosques de Rugoso y sus contornos. Ni las tribus de gitanos, que no dejaban hoja verde por las huertas, les molestaron para nada. Habían corrido ya todo el extenso dominio de los condes; incluso habían subido a la Cartuja del Troncal, monasterio de estrecha regla, habitado por santos varones, que recibieron a doña Elvira con singular acatamiento y a Manrique con especial afecto, fundación piadosa de un Rugoso que en él acabó sus días como un precursor, del santo Francisco de Borjá, después de haber enviudado y colocado a todos sus hijos. Y la fuente misteriosa de La Sirena, con su galería interminable, que recorrieron valiéndose de antorchas hasta llegar al burbujeante nacimiento, a través de una lisa piedra gris, en el seno de la montaña rocosa y áspera. Y el propio molino de Mariluces, con su presa llena de truchas y carpas. Y los ermitorios. Y los bosques. Todo cuanto en Rugoso había que ver… Doña Mencía se admiraba de que la desesperación primera de su señora se hubiese trocado en una tan rebullente alegría y en una no ya conformidad, sino satisfacción de vivir en el castillo. La clave del misterio la tenía el doncel.

Maese Sancho miraba la comedia con aspecto irónico; mas su boca permanecía cerrada. Dejaba rodar los acontecimientos… Se hubiera dicho que el loco estaba en el secreto de algo muy interesante.

—¿Adónde iremos esta tarde, mi señora? —preguntó Nuño Correa al salir de la villa, deteniendo su caballo en espera de las órdenes que demandaba.

—Vayamos al bosque. Nos sentaremos bajo aquella encina donde, según cuentan, hacían justicia los señores de Rugoso en los siglos pasados, y devoraremos las empanadas que para nosotros ha confeccionado el repostero con la carne del venado que Manrique cazó ayer… ¿Qué opináis vos, doña Mencía?

—Que no está mal. La tarde es calurosa, y mejor estaremos bajo la sombra de la encina que corriendo a campo traviesa.

—¿Y vos, doña María…?

Tristemente, la muchachita alzó la cabeza. Nadie hacía caso de ella. Era un ser que pasaba inadvertido por el mundo. Una verdadera figura de comparsa, que se anulaba junto a la espléndida vecindad de doña Elvira, tal como una estrella palidece junto a la luz del sol. Con su aire mesurado y calmo, respondió:

—Yo estoy bien donde vos lo estéis.

—Quisiera oíros alguna vez exponer un deseo.

—El tono de doña Elvira era impaciente. Le molestaba esta inercia resignada de su azafata.

—Vos sabéis bien que no tengo deseos; hago míos los vuestros.

—Algunos tendréis, no me digáis.

—Alguno, quizá; pero estoy tan perfectamente convencida de que de nada me serviría intentar realizarlo, que me dejo arrastrar por la fuerza de los acontecimientos.

—Habláis en cifras.

—Yo me entiendo.

Doña Elvira, impaciente, espoleó a su brioso potro, y un momento más tarde, seguida de Manrique, perdióse en las vueltas del camino. Los ojos de doña María les siguieron nostálgicos y un leve suspiro hinchó su pecho. Maese Sancho sonrió comprensivo; pero no se acercó a doña María como todas las tardes para charlar con la discreta jovencita, sino que, cabizbajo, siguió a la zaga de la cabalgada, dejando que su lustrosa mula aflojase cada vez más el paso.

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—¡Malhaya amén sea esa mula torpe y cabezona! —gruñó maese Sancho al tiempo que contenía, con un rudo tirón del ronzal, a la bestia, que iba a caer de cabeza sobre las inhóspitas piedras del quebrado sendero.

—¿Qué os pasa, bufón del diablo, que siempre andáis de reniego? —preguntóle Nuño Correa interrumpiendo su coloquio con la opulenta doña Mencía, ya más reconciliada con su suerte desde que contaba con la asidua y galante compañía del escudero, que era viudo.

—¿No veis, en Dios y en mi ánima, el trote cochinero que lleva y los acatamientos que hace desde que salimos del castillo, mal fin tenga?

—Ved si por ventura lleva alguna herradura de menos, gran bellaco.

Bajó de su mula maese Sancho con toda clase de precauciones y, tras de asegurarse de que el animal no pensaba en darle ninguna coz, cosa que, por otra parte, no había hecho en su vida la honradísima bestia, examinó detenidamente, una a una, las cuatro patas del cuadrúpedo.

—¡Cargue el diablo con ella y con esos mozos de cuadra, haraganes y perros, que ni siquiera revisan a una bestia antes de ensillarla!

—¿Qué es ello, maese Sancho? —preguntó dulcemente doña María.

—¿Qué ha de ser, pecador de mí, sino que a este animal le falta en redondo una herradura y me va a ser imposible continuar el paseo, como no sea que maese Lucas, el herrero, quiera hacerme la merced de herrarla en seguida? —saltó, requemado, al parecer. Nosotros no aseguraríamos que, en efecto, lo estuviese maese Sancho.

—Pues id hacia la herrería y venid a juntaros con nosotros en el sitio convenido para el ágape… —indicó doña Elvira con la amabilidad con que siempre hablaba al loco.

Y éste, sin hacerse de rogar, llevando su mula del ronzal, volvió grupas en dirección a Rugoso, mientras la cabalgada continuaba en línea recta por el pedregoso sendero que por la montaña se internaba.

Mas no bien el trote de los caballos se hubo atenuado en la lejanía y las siluetas de los jinetes perdiéronse entre las sinuosidades de la montaña, cuajadas de sabinas, cedros y enebros, cuando el avisado personaje volvió grupas por segunda vez y, tras de otear los contornos minuciosamente, siguió camino adelante, cabalgando de nuevo sobre su mula; la cual, sea dicho de paso, no dio en verdad señales de cojera ni muestras de que le faltase la herradura que sirvió de pretexto a toda aquella comedia.

Al cuarto de hora de viaje por el mismo camino en el cual se habían adelantado los demás, el bufón tornó a detenerse y miró con detenimiento las señales del sol sobre el seto de enebros que ribeteaba la senda; después de lo cual torció hacia la derecha, para meterse sin ninguna vacilación en aquel espesísimo bosque de pinos que tanto respeto imponía a la cabalgada, por el temor de enfrentarse con los maleantes que, a pesar de todas las precauciones de la condesa y según se decía, aún tenían en su espesura su cuartel general.

Ponía el sol caprichosos dibujos sobre el mantillo. El paso mesurado de la mula hacía huir a las liebres y a las alimañas, asustadas, y graznar a los cuervos, chillar a las urracas y piar, escandalizados, a los pájaros. El ambiente era suave y magnífico, ambiente de égloga o de idilio; mas el bufón no parecía estar muy a tono con esta ligereza frívola y poética de la madre Naturaleza, porque, con aire grave y gesto meditabundo, iba avanzando por la serpenteante sendeja entre los pinos, mientras su oído trataba de sorprender todos los rumores del bosque, agudizados sus sentidos por una especie de inquieta ansiedad.

Al fin dio vista a un menguado claro en la espesura; este claro era como una rotonda entre el boscaje. Tenía una bóveda de copas verdes sobre él y, en tomo, unos troncos caídos servían de asiento cabe una fuentecilla murmurante y alegre Que brotaba de entre dos peñas adornadas de madreselvas silvestres y se escurría entre el mantillo, en silencio, sobre un cauce de guijos muy blancos. El loco llegó a la fuente, descabalgó de su mula, la ató al tronco de un pino, sentóse sobre uno de los rústicos divanes y continuó esperando… ¿Qué esperaba…?

Entre el griterío de grajos, cuervos, pájaros y urracas sonó lejano, algo así como el maullido de un mochuelo… Maese Sancho alzó vivamente la cabeza y escuchó, venteando el aire como un mastín de presa.

El color había desaparecido de su rostro y la expresión cínica y aguda que le era habitual había sido sustituida por un gran respeto y una ansiedad intensa.

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La ansiedad pudiera acaso justificarla la repentina aparición de dos sujetos que asomaron por entre un macizo de pinos; mas el respeto no parecía ciertamente que hubieran de inspirarlo ni el aspecto ni la indumentaria de los recién llegados. Eran éstos dos hombres, joven el uno, anciano el otro, ataviados con altos borceguíes de colorines, según la costumbre del tiempo, largas hopalandas y turbantes, negro el del viejo y amarillo el del joven, como solían llevarlos los innumerables hebreos que la magnanimidad de Alfonso VI dejaba aposentar, comerciar y ejercer la usura por su reino.

No bien se hubieron acercado los dos judíos, maese Sancho descubrió su inteligente cabeza quitándose el bonetillo orlado de cascabeles, insignia de su cargo, que al sonar levemente hicieron cesar de súbito en sus cantos a todos los pájaros del bosque, asombrados de aquel insólito ruido, y alzar las orejas a conejos, liebres, ciervos y demás habitantes del coto. No contestaron los hebreos a este respetuoso saludo del cristiano, ni a la reverencia que dobló en ángulo recto el defectuoso espinazo del bufón, con la servil humildad con que los de su raza acostumbraban responder a las muestras de cortesía de quienes se dignaban saludarles sin tener en cuenta que pertenecían a una raza execrada; sino que, con leve inclinación de cabeza, tan llena de dignidad y de prestancia que parecía la de un monarca que admite en audiencia a un vasallo, el más viejo dio a besar su mano a maese Sancho, el cual lo hizo con señales inequívocas de reverencia, doblando en tierra una rodilla.

El más joven, ojo avizor y oído atento, parecía no tener más misión que la que corresponde a un mero observador en la escena que estaba desarrollándose.

—Sentaos, señor… —invitó el corcovado señalando al anciano el tronco tendido junto al manantial.

Hízolo sin repulgos el anciano, dejando en pie y en actitud respetuosa a maese Sancho, que continuaba haciendo sonar los cascabeles de su bonete al darle vueltas entre las manos, de un modo inconsciente.

—Sentaos también vos, Ramón, que no os vendrá mal. A fe mía que la cabalgada fue larga y que desde el mesón de Rugoso, donde hemos dejado nuestros caballos, hasta el lugar de vuestra cita, Sancho amigo, habrá no menos de una hora de camino.

— Os lo agradezco, mas prefiero vigilar, si os place —respondió resueltamente el más joven de los dos hebreos, llevando instintivamente mano a su daga, que pendía de un grosero cinto de piel de cabrito.

El acento y la manera de hablar de aquellos dos hombres hubieran sonado con inflexiones y cadencias extranjeras al oído de cualquier curioso que hubiese intentado escuchar el coloquio. Esto no era extraño, ni podía llamar la atención en aquellos días, ni en aquel reinado, ya que Alfonso VI fue un rey que abrió las puertas de su reino a todos los extranjeros que apetecieron entrar en él, mostrándose él mismo lo bastante cosmopolita no sólo para dar cartas a favor de esos extranjeros, sino también para contraer matrimonio con cinco extranjeras que ocuparon su tálamo sucesivamente. No podía llamar la atención, dado el cosmopolitismo del rey, ni mucho menos tratándose de hebreos que, dedicados por regla general al comercio, solían recorrer el mundo, lo cual explicaba más que suficientemente el raro acento de aquellos dos hombres.

—Bien haya —respondió el viejo—. Y vos, Sancho, ¿no tomáis asiento…?

Alborotóse el bufón cual si del mismo rey recibiera tal invitación, y, todo turbado por el placer y la emoción, murmuró a tropezones, cosa que no acontecía ciertamente con frecuencia al loco:

—¡Señor…! ¿Cómo he de atreverme a tomar asiento mano a mano con vuestra grandeza?

—¡Ten la lengua, grandísimo bellaco, que hasta los troncos oyen, y no sería caso que hubiésemos llegado hasta aquí disfrazados, corriendo mil riesgos, para que tu imprudente lengua descorra el velo en un punto! Ni el señor de Folch de Cardona ni yo somos en Rugoso otra cosa que dos mercaderes hebreos que llegamos de Alemania con un cargamento de frisa, que vamos a mostrar a vuestra señora la condesa y a sus damas, por si les acomoda comprarla…

—¿Frisa…?

—Frisa, bellaco; una nueva especie de tela de gran belleza…

—Ya,

—Que se fabrica en Alemania. A todo el que te pregunte, y no cabe duda que te preguntarán, porque en los lugares es la gente chismosa y cominera, dirás que llegamos de Dresde con ricas mercaderías.

—Bien, señor.

—Me llamo Moisés Hansel.

—Bien, señor.

—Y procedo de una antigua familia hebrea de Basilea.

—Bien, señor.

—Y éste es mi hijo David. ¿Entendidos?

—Entendidos, señor.

—Y ahora hablemos de… aquel que nos interesa. ¿Cómo es, Sancho?

—Un magnífico ejemplar de raza, señor.

—¿Alto…?

—Más que el señor de Folch. Creo que llegará a tener la estatura de… Cap d’Estopa.

—¡Silencio! Nombres, no.

—Obedezco, señor… Moisés Hansel.

—¿Cuál es su aspecto?

—El de un joven príncipe: arrogante, gentil, gallardo, altivo…

—¿Los ojos…?

—Pardos, grandes, elocuentes.

—¿El cabello?

—De un rubio dorado, como el de las espigas en sazón.

El anciano suspiró, como emocionado por un recuerdo demasiado vivo.

—¿Sospecha…?

—En absoluto.

—Pero ¿tiene ambiciones?

—Eso sí; sospecho que le va pareciendo ya intolerable eso de no tener nombre, pobrecillo, y habla de ir a la guerra y, a fuerza de hazañas, lograr que el rey le arme caballero y le de un apellido.

—¿Por qué no le armó caballero el conde de Rugoso?

—Porque sabe que, si le arma caballero, no podrá impedir que le acompañe a la campaña contra el moro, tal es el ardimiento del rapaz, y a mi señor se le abren las carnes solamente de pensar que al mozo le pudiera acontecer algún percance.

—Mas día ha de llegar…

—Procura el conde retardarlo, en su celo por Manrique.

—¿Manrique dijisteis?

—Manrique, el paje.

Otra vez el semblante del viejo reveló una honda emoción.

—¿Y la condesa ignora…?

—Todo, señor. El conde es de los que creen que un secreto está mejor guardado cuanto menos personas le conocen; y aunque mi señora es discreta, no hay que fiar en la reserva de hembra alguna, piensa él.

—¿Te lo ha dicho?

—Lo presumo, porque le conozco bien. Nostrama sospecha que el rapaz es fruto de algún amorío del conde, mi amo, aunque aquí, entre nosotros, no es el conde hombre dado a liviandades de esta guisa a pesar de las libertades y la relajación de costumbres de la época; y es tan ejemplar esposa y tan inteligente mujer, que jamás ha demostrado esa sospecha ni ha dejado de tratar al niño con el mismo ardor con que el conde se lo recomendó hace doce años… al volver del saqueo de cierto pueblo…

Una sonrisa irónica subrayó las palabras del loco, mas el judío pareció no notarla.

—¿Maneja la espada?

—Y la lanza, y la ballesta, y la daga, como el propio Cid Campeador; y monta a caballo como un centauro; y no le aventaja nadie en el bofordo, ni en jugar a las cañas, ni en correr toros. Es su padre, señor, su padre clavado…, cuando el malaventurado tenía los años de Manrique.

—Bien; de ello habremos de juzgar sobre el terreno los días venideros…, mientras despachamos nuestras mercaderías en Rugoso, dentro y fuera del castillo. Sabed que el conde, vuestro señor, llega tras de nosotros pisándonos los talones como quien dice, de vuelta de la campaña, y, aprovechando su estancia en el castillo, los caballeros de su casa se solazarán ante las damas de la condesa con juegos, torneos y otros ejercicios, en los cuales espero que tome parte el doncel para juzgar de su educación en las armas… y que vos me coloquéis, con mi hijo David, en buen sitio para poder ver todos estos divertidos e interesantes acontecimientos.

—Bien, señor. Dormiréis esta misma noche en el castillo.

—No tal; eso pudiera despertar sospechas. Dormiremos en nuestro mesón, y vos nos daréis entrada en la cámara de vuestra señora la condesa, para presentarle nuestra frisa y demás mercaderías. Así, vos lograréis que nos pongamos en comunicación con vuestro señor el conde, que nos aguarda para hablar de asuntos que a todos nos interesan.

El bufón se abstuvo esta vez de responder con su acostumbrado «Bien, señor», mas lo hizo con una inclinación de cabeza tan respetuosa, que por sí sola dio la medida de la distancia que separaba a los dos personajes.

Moisés Hansel se puso en pie con mayor ligereza de la que podía esperarse de su aspecto y con un siseo invitó a su hijo David a acompañarle, marchando ambos, seguidos a corta distancia del loco, que llevaba su mula del ronzal con semblante radiante.