Capítulo I
EL AUGURIO DE LA GITANA

Descuidadamente bajaba el paje por la loma cuajada de pinos espesísimos, entre los cuales se abría paso a malas penas un sinuoso camino de herradura. Al chasquido que sobre las piedras sueltas del sendero producía el choque de las herraduras de un soberbio caballo bayo oscuro saltaban, volando asustadas, las urracas y se estremecían, piando alarmas, los desvergonzados gorriones en lo más alto de las redondas copas de los pinos. Alguna alimaña se deslizaba timorata en busca de un agujero discreto, sorteando sobre el mantillo las espesuras de esparto, romeros y lentiscos.

Manrique dejaba errar sus ojos soñadores —donde la adolescencia ponía brillos de pasión, nostalgia y quimeras locas— por el valle que surgía casi a sus pies, salpicado de aulagas amarillas, de espliegos morados, de menudas margaritas y de otras mil variadas florecillas silvestres en plena gala primaveral. Cortaba el valle un río que se vadeaba por dos o tres sitios sin puente alguno; y en su ribera opuesta había un vergel de huertas frondosas, rodeando el pueblo de Rugoso, encerrado en la concha de unas murallas ancestrales que por sí solas decían bastante, con su pátina expresiva, de la traza guerrera del lugar, invicta villa y cabeza del señorío de los señores condes de Rugoso.

Anochecía casi; mas no por ello el mozo ponía acicate a su trotón, sino que, dejándole lacias y desmayadas las bridas sobre el cuello, permitíale refocilarse buenamente, con unas dentelladas hambrientas a los inofensivos macizos de olorosas florecillas.

El paje soñaba… Era su hora predilecta esta del crepúsculo dulce y perfumado del día primaveral. Y todo él reposaba en la armonía de los colores, de los sonidos y del ambiente en un letargo lleno de misterios.

De su ensoñación sacóle bruscamente un relincho del caballo, contestado al punto por otro que vibró como un clarín en tono agudo, cabe la ribera del río. Y entonces el doncel, alzando la graciosa cabeza coronada por una espléndida melena rizada, rubia como el oro, que se cubría en parte con una gentil monterilla de veludillo carmesí, con una pluma de faisán sujeta por valioso joyel, oteó en las márgenes del río el pintoresco cuadro que venía a ofrecerle un campamento de gitanos.

Muy ocupados andaban en sentar sus reales cabe el espeso jaral de cañaverales, álamos y chopos, más otras plantas de verdor perenne que ribeteaban las dos orillas del cauce. El conjunto era abigarrado. En mezcla animales, personas, carros y enseres. Los hombres acondicionaban las bestias: flacos rucios de perfil esquelético; caballejos de largas y ásperas crines y alzada exigua; canes famélicos; una cabra y un chivo amaestrados; un cuervo agorero y un gato negro, cuyas amarillas pupilas despedían fosforescencias de maleficio en la semipenumbra crepuscular.

Las mujeres atendían al condimento del yantar, despellejando una liebre que debieron de coger los perros. Unas ramas verdes, recogidas en la pinada, ofrecían en su hoguera más humo que llama, y el olor nauseabundo de un aceite malo llenaba el ambiente escapándose en columna desde una vieja sartén de largo rabo puesta sobre tres piedras.

Un canto extraño, de raras modulaciones, turbaba el ritmo religioso del silencio… Manrique llegó junto a la tribu sin sorpresa, pero sí pensando que los vasallos de la castellana de Rugoso iban a clamar al cielo al día siguiente, ya que estas hordas ambulantes solían arrasar —como el caballo de Atila— el suelo que pisaban. Por lo demás, era espectáculo harto frecuente para extrañarlo, pues los gitanos en aquella época, más que en ninguna otra, recorrían el mundo.

—A la paz de Dios… —dijo el doncel, metiendo su potro por entre el campamento.

No deseaba pararse, y menos en tan poco agradable compañía. Pero estaba escrito que debía hacerlo, aun en contra de sus deseos.

—Salud… —fue la contestación a coro.

Le miraron con extrañeza. No era frecuente que un cristiano, más aún un doncel que debía serlo de casa noble cuando estaba al servicio de tan grandes señores como los condes de Rugoso, emparentados con las reales casas reinantes de Castilla y Aragón y con la flor y nata de la nobleza catalana, se tomase la molestia de saludar a los míseros gitanos, execrados y tratados como animales dañinos por todo el orbe. Esto atrajo sobre él la atención benevolente de toda la tribu, y, en un momento, todas las faenas se suspendieron para clavar en tu figura varios pares de ojos amistosos. Una vieja con traza de bruja asió con su sucia y sarmentosa mano las bridas del lustroso trotón del pajecillo, deteniéndolo, mientras dos ojos agudos y brillantes, de un negro sombrío, trataban de descifrar las facciones del adolescente en la semipenumbra crepuscular. Largas greñas entrecanas, hirsutas como cerdas, le encuadraban el rostro, de líneas acusadas, casi anatómicas, bajo la nota chillona de un pañuelo rojo con rayas negras. «Los colores del diablo», pensó el niño. Y una voz cascada y rota, que parecía venir de muy lejos, hirió desagradablemente su tímpano, hecho a las modulaciones suaves y dulces de las damas, dueñas y doncellas de su señora la condesa, sorprendiéndole con una exclamación incomprensible:

—¡Cap d’Estopa!

La lengua era para él extranjera, y la vieja continuaba mirándole alelada, como si contemplase una aparición recién llegada del otro mundo. Así se pasaron unos segundos que al doncel le parecieron siglos, tal de violento se encontraba en la proximidad de la gitana, hasta que ésta, dándose cuenta seguramente de su actitud fuera de lugar, reaccionó con un estremecimiento y, haciendo un esfuerzo por sacudir de sobre ella la viva sugestión que encadenaba sus ojos al rostro del muchachito, trató de preguntar con naturalidad, poniendo en su voz un ligero acento de humorismo con que disfrazar el temblor de una emoción invencible:

— ¿Dónde camina el doncel tan a deshora?

Mirola el mocete detenidamente antes de contestar, no muy seguro de que la extraña vieja estuviese en todo su juicio; y hubo una impresión especial al darse cuenta de que tras los negrísimos ojos se adivinaba una inteligencia en despierta y constante vigilia. Hubiera querido, receloso, sacudir aquella especie de sujeción que por un momento le había dejado como hipnotizado bajo la voluntad de la gitana. Pero no pudo; y lentamente respondió, mostrando el lindo pájaro amaestrado que se erguía gentil y gracioso sobre su mano izquierda:

— Regreso de cumplir una comisión de mi señora, la muy alta, noble y poderosa condesa de Rugoso, que me ha enviado a la cercana villa de Horda a recoger este azor que mi señor el conde prestó tiempo atrás a su amigo don García Núñez de Castro…

— ¡También él llevaba aquella tarde un azor en la mano…! —murmuró la vieja, casi con voz ininteligible.

Manrique no entendió apenas lo que rezongaba la mujer; y, deseoso de cortar el palique, continuó su interrumpido párrafo con mal encubierta precipitación:

—… Y me importa llegar a Rugoso antes de que los centinelas dejen caer el rastrillo. ¡Paso, buena madre! —añadió, intentando con una sacudida rescatar las riendas, aprisionadas todavía por la gitana.

Mas como si al muchacho le amarrase un hechizo, en todo pensaba la mujer menos en soltarlas. Muy al contrario, se acercó más al paje y sugirió con lagotería:

— Tiempo te sobra para llegar a tu villa, galán, y no es bien que te alejes sin oír tu destino de labios de la vieja Eleonora.

Una sonrisa escéptica, que casi desdecía de su juventud extrema, entreabrió la deliciosa boca del adolescente.

— Mi destino no me quita el sueño, gitana.

— Pues por oírlo de mi boca pagaron oro y plata príncipes y reyes. Subí las escaleras alfombradas de los palacios y me recibieron los grandes con ansiedad y respeto.

— ¿De veras…? —se echó a reír el paje—. Pero yo no soy príncipe ni rey. Ni siquiera noble. Si tengo un nombre es porque la magnanimidad de mi señor el conde me ha proporcionado uno. Me llamo Manrique; pero no vayáis más allá, ni preguntéis mi apellido, porque no lo tengo. Quizá tenga padre y madre, mas no los conozco. Cuando las mesnadas de Rugoso tomaron el lugar de Acebuche, me encontraron abandonado, berreando como un novillo, en una cuna. El conde, que es tan fiero en las batallas como tierno de corazón, hubo compasión de mi desventura y, sin mirar que era un retoño de moros…

(Aquí la vieja Eleonora lanzó una mirada de manifiesta incredulidad a la melena de oro y a los pardos, rasgados y magníficos ojos del paje, que por sí solos desmentían la hipótesis de que el mozo pudiera ser un retoño de raza árabe).

—… me acogió, llevándome a su casa, donde mi señora la condesa puso todo su empeño en criarme. Ya ves que mi historia no tiene repliegues ni misterios. Es una historia de todos los días en los territorios maltratados por la guerra. Y si mi pasado es liso, mi porvenir será llano: sé que no puedo aspirar a otra cosa que llegar a escudero, como cumple a quien por desdicha no nació caballero ni hidalgo. Así, pues, suelta las riendas de mi caballo y déjame marchar antes de que suene la queda —apremió el paje.

—No será sin que escuches tu horóscopo —insistió tercamente la vieja.

—¡Voto a tal…! —gritó, exasperado, el doncel—, que sois cabezona como una mula. Dejadme pasar, que ni creo en vuestras marrullerías ni quiero perder tiempo oyendo simplezas. Sin contar con que soy un buen cristiano, y harto está de decirme fray Jerónimo que es ofender gravemente a Dios el creer en fantasmas, brujas, duendes, augurios y hechicerías.

—Cosas de frailes… —se encogió de hombros la gitana—. Yo te digo, señor paje, que mi poder para adivinar las cosas ocultas y leer en las líneas de la mano, arrancando al destino sus secretos, me lo concedió el mismo Undivé. ¡Y que me muera aquí mismo si hay en mi arte el menor asomo de magia o hechicería!

Vaciló un punto el muchacho, tentado de curiosidad, y aprovechó la mujer este instante para apoderarse de su mano, que pendía inerte sobre el cuello de la montura.

—¡Primorosa mano…! —comentó la gitana, mirándola ahincadamente—. No es, por cierto, la mano de un villano, ni vuestros padres, moros o cristianos, debieron de serlo, para dejaros en herencia esta forma perfecta y esta piel de terciopelo.

—No me llenéis la cabeza de pájaros, bruja, que me va bien con mi condición y no quiero perder el sueño trenzando quimeras —refunfuñó el chiquillo, con ceño adorable.

Pero la gitana no le escuchaba y, por lo tanto, no le pasó por las mientes el protestar del irreverente calificativo de bruja con que acababa Manrique de obsequiarla. Abstraída y ensimismada, observaba con un empeño concienzudo la linda mano del mozuelo. De pronto, un pequeño y ahogado grito de emoción se escapó de sus amarillentos labios; y todos sus rasgos, afinados por súbita conmoción interior, le dieron un aspecto ascético, de inspirada a quien sorprenden visiones ultraterrenas. Algo en toda ella impresionó al paje, el cual detuvo en su irreverente boca un hiriente sarcasmo.

— Hace veinte años leí el destino en una mano igual a ésta… —murmuró quedamente la mujer—. Y aquella mano era de un rey. Como tú, tenía la melena de un rubio de oro, y los ojos claros y azules… Como tú, era de gentil presencia y de voz aterciopelada. Como tú ahora, entraba en la vida lleno de confianza y no quería creer en su horóscopo… Sí, era un mozo alegre y fascinador como tú. Pero él… era rey.

— Hay coincidencias… —dijo, con un cierto temblorcillo de voz, el paje, a su pesar un tanto impresionado.

— ¡Coincidencias…! —dijo lentamente la vieja—. Sí, quizá lo sean, puesto que tú afirmas que, sin ningún género de dudas, se conoce tu procedencia; pero me he sobrecogido al recordar los pormenores de aquel horóscopo regio, porque fue terrible… ¡y se cumplió en todas sus partes…! A pesar de mi voluntad, que hubiese querido torcer el trágico destino del rey, fue uno de mis grandes aciertos. ¡Se cumplió en todas sus partes, una tarde fría de invierno en que la tramontana rugía en el Pirineo como un presagio! —rezó con voz flaca y quebrantada la mujer, hundida en un recuerdo penoso.

El muchacho, sin osar interrumpirla, mirábala atónito, porque todo aquél su aspecto repugnante de bruja había desaparecido, para dejar plaza al talante inspirado de una vidente. Como obedeciendo a una fuerza oculta, Eleonora siguió diciendo, con voz recatada y monótona cual la de una sonámbula:

— Como en aquélla, en vuestra mano la línea de la vida está bruscamente cortada. Algún acontecimiento trágico habrá de ponerla en peligro; mas si lográis remontarlo, llegaréis a una edad muy avanzada… ¡Él no lo consiguió!

—Su desgreñada cabeza se inclinó más sobre la fina mano del doncel para estudiar sus enrevesadas rayas.

—¿Veís…? Triunfando del obstáculos la línea da la vida te afirma y sigue poder osa. Vida larga y feliz. Pero habréis de guardaros del veneno, del puñal, de la traición, de la envidia, de la ambición de otros hombres… ¿Qué es esto…? —Y la voz flaqueó con asombro emocionado—. ¡Una corona! ¿No veis esto? ¡Una corona! Triunfos y laureles en las batallas y, como galardón, una corona.

—¿De laurel? —bromeó Manrique.

—Heráldica —afirmó gravemente la mujer.

—De ocho florones, sin duda Llegaré a duque —comentó con franca burla el paje.

—No veo claro; no sé cómo será esa corona; pero es una corona —afirmó de nuevo, solemnemente, la gitana

—En Dios y en mi ánima que sería un caso peregrino verme yo coronado —tornó a reír Manrique.

Pero Eleonora, sin tener en cuenta sus burlas, siguió con interés creciente su comenzado estudio.

—La línea del amor está esfumada en sus comienzos… Duerma vuestro corazón, más ansioso de las glorias de las batallas que de las dulzuras del querer… Sueña el pajecillo con tajos y mandobles, estruendo de artificios y gritos de victoria… Y dejan frío los ojos que prometen al mirarle, y los labios que tiemblan para él en una sonrisa…

—Eso es muy cierto, a fe mía —consignó Manrique, con grave seriedad—. No hay doncella noble ni moza villana que me importe una higa, ¡voto al demonio!

—No vote el mozo, que estoy leyendo un despertar apasionado y brusco; ni juegue con el rapaz del arco y de la aljaba, porque sus burlas suelen ser sangrientas —reprochó la vieja—. Guardaos de una rubia casquivana, porque, si no lo hacéis, lloraréis lágrimas amargas.

—Estoy cierto de que eso mismo se lo dices a todos. ¿No crees que para broma ya basta? —se impacientó el muchacho.

—Dígoos, señor doncel, que os amarán intensamente dos mujeres: la una será en vuestra vida amargura y dolor; la otra dará por vos toda su sangre… Después vendrán días serenos, en que conoceréis toda la dulzura del verdadero amor.

—Bueno, bueno… Paréceme, ¡voto a tal…!, que ya habéis ganado de sobra los escasos dineros que hay en mi bolsa. Ahí la tenéis, buena madre. Dejadme pasar, y que Dios os guarde.

Y, en el colmo ya de la impaciencia —porque la noche se le echaba encima y estaba sintiendo el réspice que por su tardanza iba a propinarle su señora—, ofreció el contenido de su escarcela a la vieja, mientras, con un enérgico tirón, rescataba de la mano sarmentosa las bridas de su caballo. Mas Eleonora rechazó con un ademán lleno de nobleza las monedas sonantes.

—Guardad vuestro dinero, señor doncel —dijo secamente.

—¿Os parece poco? Lo presumo. Para quien subió escaleras alfombradas y trató mano a mano con testas coronadas… —insinuó Manrique, con una fina burla.

—Poco, en efecto. Vos no tenéis oro bastante para pagar un augurio de la vieja Eleonora. Pero lo que no hubiera hecho por una paga vil, hícelo por agradecer la sonrisa y el saludo amistosos con que el pajecillo de la muy alta, noble y poderosa castellana de Rugoso honró a la despreciada tribu de gitanos… Undivé te proteja, galán. Cobra el tiempo que has perdido, que esta noche hay visita en el castillo y van a ser menester tus buenos servicios.

Dando una palmada en las lustrosas ancas del trotón, se hizo a un lado.

—Que Dios os guarde —murmuró el mozo lentamente.

Y alzando el brazo en un saludo que envolvió en general a toda la tribu, taloneó en los costados de su potro, que, tras olfatear el agua de la orilla, entró valientemente en el vado.

El cauce no era hondo, y el caballo tenía buena alzada. Así, el agua no le llegó a los corvejones, y, un momento después, subía la liviana rampa de la orilla opuesta y se perdía entre el boscaje de los cañaverales y los álamos. En la noche, llena de atenuados ruidos misteriosos, poblada de presencias invisibles, los silbidos de Manrique trenzando una cantiga popular eran como una nota dominante. El cronista mentiría si osase afirmar que la envidiable serenidad del adolescente había sido alterada lo más mínimo por las inquietantes sugerencias de la gitana. Hostigó a su montura y cruzó, desempedrando, las solitarias rúas de la villa, mientras tras de él sentía el chirrido del rastrillo al caer, sobre el foso de las murallas.

—«¡Vive Dios, que me he escapado por un pelo de oír los reniegos de la soldadesca! —comentó para su sayo—. ¡Con lo mal que les viene a esos bergantes volver a echar el puente!»

De las puertas de la casa, abiertas en cuchillo, se escapaban reflejos de candilejas mortecinas. Al trote escandaloso y conocido del caballo del paje asomaban medrosicas siluetas de villanas atraídas por la curiosidad o la afición, porque los dieciséis años del mozo, florecientes y gentiles, ponían anhelos muy dulces en algunos pechos femeninos. Saludaba alegremente Manrique al pasar, y le solían responder con un suspiro. Pero el muchacho era harto niño todavía para que estos suspiros no resbalasen sobre la lisa superficie de su despreocupada inocencia.

De la chimenea se elevaba una erecta columna de humo que hablaba de reuniones en torno a la fogata del llar, pues, aunque comenzó ya la primavera, la proximidad del río y el estar abierto el pueblo a los vientos del Norte hacían que las noches fuesen frescas en extremo.

Al tocar explayosamente la queda, empezaron a cerrarse puertas con pasadores y cerrojos, y las rúas quedaron sin otra luz qué la escasa claridad sideral que arrojaban los luceros… Manrique apretó las espuelas al potro y subió la rampa que conducía al castillo-palacio de sus señores, sito en una meseta en torno a la cual se agrupaba, cercándolo, el caserío. Ya antes de llegar dióse cuenta de que algo extraordinario sucedía. Bien que el puente continuase tendido, porque siempre que alguien debía regresar al castillo se le aguardaba, pero… ¿qué significaba todo aquel rebullir de luces apareciendo y desapareciendo por las altas vidrieras de los ventanales? Tan desusado movimiento en el de suyo quieto y casi monástico solar de los Rugoso no podía obedecer a otra causa que a la llegada de huéspedes principales. No solía ser raro que capitanes y soldados, a su paso por la villa en el continuo trasiego establecido en tiempos de guerra entre la Corte y el campo de batalla, tocasen en la hospitalaria mansión del conde de Rugoso, bien fuera para pernoctar, bien simplemente para traer a la condesa nuevas de su esposo y señor, que allá quedaba guerreando contra la morisma.

Al solo pensamiento de hablar del campamento, el corazón del doncel latió con fuerza. Adoraba los relatos de batallas, y la sangre moza le hervía cuando pensaba que algún día, quizá no lejano, formaría parte él también de aquellas invictas mesnadas de su señor el conde.