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Aceptó otra caña de cerveza y bebió un trago.

—Claro que tenía también mi alquimista personal.

—¿Tu qué?

Empezaba a hacer el ridículo, y lo sabía. La mezcla de Exuberance, Hall y el mejor bitter de Woodhouse era algo con lo que había que andarse con cuidado, pero uno de sus primeros efectos era el de perder el cuidado, y el punto en el que Arthur debería haberse callado y dejar de dar explicaciones era el punto en que, en cambio, empezaba a tener inventiva.

—¡Pues, sí! —insistió con una alegre y vidriosa sonrisa—. Por eso es por lo que he perdido tanto peso.

—¿Cómo? —preguntó su auditorio.

—¡Pues, sí! —repitió. Los californianos han redescubierto la alquimia. Sí, sí. Volvió a sonreír.

—Sólo que —prosiguió—, no en una forma más útil que la de…

Hizo una pausa, pensativo, para recordar un poco de gramática, y añadió:—…la que los antiguos empleaban para practicarla. O que no llegaban a practicar. No les daba resultados. Nostradamus y todos esos. No lo conseguían.

—¿Nostradamus? —preguntó uno de los oyentes.

—Me parece que ése no era alquimista —opinó otro.

—Creo que hacía profecías —manifestó un tercero.

—Se convirtió en adivino —informó Arthur a su auditorio, cuyos componentes empezaban a oscilar y hacerse un poco borrosos—, porque era tan mal alquimista… Deberíais saberlo.

Tomó otro trago de cerveza. Era algo que no había probado en ocho años. Lo saboreó una y otra vez.

—¿Qué tiene que ver la alquimia con la pérdida de peso? —preguntó una parte del auditorio.

—Me alegro de que me lo preguntéis —contestó Arthur—. Me alegro mucho. Y ahora os diré que relación hay entre… —hizo una pausa—. Entre esas dos cosas. Las que has mencionado. Os lo voy a decir.

Se calló y manipuló sus ideas. Era como ver buques petroleros que hicieran maniobras de tres puntos en el Canal de la Mancha.

—Descubrieron cómo convertir el exceso de grasa corporal en oro —declaró en un repentino arranque de coherencia.

—Estás de broma.

—Pues claro —dijo, y se corrigió—. Es decir, no. Lo hicieron.

Se volvió a la parte dubitativo de su auditorio, que eran todos; así que le llevó un ratito el dar la vuelta completa.

—¿Habéis estado en California? —preguntó—. ¿Sabéis la clase de cosas que hacen allí?

Tres miembros del auditorio contestaron afirmativamente y le advirtieron que estaba diciendo tonterías.

—No habéis visto nada —insistió Arthur y, como alguien estaba invitando a otra ronda, añadió—. ¡Sí, claro!

—La prueba —prosiguió, señalándose a sí mismo y fallando por mas de cinco centímetros—, la tenéis a la vista. Catorce horas en trance. En un depósito. En trance. Metido en un depósito. Creo —añadió, después de una pausa pensativa —que ya lo he dicho.

Esperó con paciencia mientras servían la siguiente ronda. Compuso mentalmente la siguiente parte de su historia, que se refería a la necesidad de orientar el depósito por una línea que caía en perpendicular desde la estrella Polar hasta una línea de referencia trazada entre Marte y Venus, y estaba a punto de empezar a contarla cuando decidió dejarlo.

—Mucho tiempo —dijo, en cambio—, metido en un tanque. En trance.

Miró a su auditorio con expresión severa, para asegurarse de que todos le seguían con atención.

Prosiguió.

—¿Dónde estaba? —preguntó.

—En trance —contestó uno.

—En un depósito —dijo otro.

—Ah, sí. Gracias. Y lentamente —dijo, apresurándose—, despacio, muy lentamente, todo el exceso de grasa del cuerpo.., se convierte.., en… —hizo una pausa, tratando de causar efecto —sucuu.., subtuu.., subtucá… —hizo una pausa para tomar aliento —oro subcutáneo, que se puede extraer mediante cirugía. Salir del depósito es horrible. ¿Qué decías?

—Sólo he carraspeado.

—Me parece que no me crees.

—Me aclaraba la garganta.

—La chica se aclaraba la garganta —confirmó una parte significativa del auditorio con un murmullo bajo.

—Bueno, sí —dijo Arthur—, muy bien. Y luego se reparten las ganancias… —hizo una pausa aritmética —con el alquimista, al cincuenta por ciento. ¡Se saca un montón de dinero!

Lanzó una mirada incierta a sus oyentes y no pudo escapársele el aire de escepticismo de los confusos rostros.

Eso le molestó mucho.

—¿Cómo me habría adelgazado la cara, si no? —preguntó. Brazos amistosos empezaron a ayudarle a llegar a casa.

—¡Escuchad! —protestó mientras la fría brisa de febrero le acariciaba el rostro—. Lo que ahora hace furor en California es tener aspecto de haber vivido mucho. Se ha de tener la apariencia de haber visto la Galaxia. La vida, quiero decir. Hay que tener el aspecto de conocer la vida. Eso es lo que yo tengo. La cara caída. Dadme ocho años, dije. Espero que no vuelva a estar de moda el tener treinta años; si no, habré perdido un montón de dinero.

Permaneció en silencio durante un rato, mientras los brazos amistosos seguían ayudándole a llegar a casa.

—Llegué ayer —murmuró. Estoy muy, pero que muy contento de estar en casa. O en algún sitio muy parecido…

—El desfase del vuelo —murmuró uno de sus amigos—. Es largo el viaje desde California. Te transforma de veras durante un par de días.

—Yo creo que no ha estado allí —dijo otro, en voz baja—. Quisiera saber dónde ha estado. Y qué le ha pasado.

Tras una pequeña siesta, Arthur se levantó y deambuló un poco por la casa. Se sentía aturdido y un tanto deprimido; seguía desorientado por el viaje. Se preguntó cómo iba a encontrar a Fenny.

Se sentó y miró la pecera. Volvió a darle unos golpecitos y, pese a estar llena de agua y contener un diminuto pez Babel de color amarillo que se movía dando afligidas bocanadas, resonó de nuevo con su vibrante y profundo campanilleo de forma tan clara e hipnótica como antes.

Alguien trata de darme las gracias, pensó. Se preguntó quién sería, y por qué.