La fiebre recurrente
El fin de 1949 cerró a todas luces el período de posguerra inmediata. Sin embargo, no podemos decir, ni mucho menos, que las grandes cuestiones de esta época acabasen con la década. Las tres principales en las que se ha centrado el presente libro (la ocupación y la épuration como parte de la guerre franco-Française; la admiración que profesaba la clase intelectual al carácter implacable de los revolucionarios, y la compleja relación mantenida entre Francia y Estados Unidos) bien siguieron afectando a la vida parisina, bien resurgieron más adelante.
Si es cierto que el Partido Comunista fue el primero en sufrir las consecuencias de la recuperación económica de 1949, no lo es menos que el gaullismo no tardó en convertirse en víctima de la calma política. «Al igual que sucede con el precio del oro —escribió Frank Giles—, el valor bursátil del general tendía a subir en tiempos de agitación y a caer cuando se restablecía el orden.»[544] El recuerdo de la infausta batalla callejera de Grenoble, unido a las apocalípticas declaraciones de De Gaulle, había pasado a intranquilizar al pueblo. No obstante la renovada inestabilidad del gobierno (pocos gabinetes duraban más de seis meses), su Rassemblement se redujo con gran rapidez a principios de los años cincuenta. El majestuoso J’attends que había pronunciado tras dimitir en 1946 habría de durar doce años, hasta que la crisis surgida en torno a la guerra colonial en Argelia le brindara una nueva oportunidad.
El mayor beneficiario de la estabilidad política de 1949 fue la planificación económica. Jean Monnet aprovechó al máximo el Plan Marshall y su objetivo de resucitar la actividad económica. Desde su despacho del Commissariat du Plan, hizo cuanto pudo por alcanzar algo más que la recuperación de Francia: la unificación de Europa, proyecto que había concebido cuando la guerra aún no había llegado a su fin. El continente, a su parecer, necesitaba ser fuerte y estar unido si no quería acabar bajo el dominio de las superpotencias.
Tomando como precedente los comités conjuntos creados por el Plan Marshall, Monnet lanzó una ofensiva diplomática durante la primavera de aquel año a fin de persuadir a políticos y funcionarios británicos de la necesidad de extender la cooperación económica. Éstos, empero, quedaron pasmados por la determinación de que daban muestras los franceses, y la idea en conjunto hizo que se sintieran intranquilos o escépticos. De hecho, ya habían visto con malos ojos los empeños de Averell Harriman por hacer que Gran Bretaña se acercase más a los gobiernos europeos. El persistente apego al Imperio y a un papel internacional en la Alianza Atlántica venía a indicar que no tenían las miras puestas en Europa.
Convencido a finales de 1949 de que Gran Bretaña no iba a ser un colaborador útil, Monnet centró su atención en Alemania. Su principal proyecto estratégico, la creación de una Comunidad Europea del Carbón y del Acero, recibió el nombre de Plan Schuman, en honor de Robert Schuman, quien había sido el ministro de Asuntos Exteriores más influyente de toda Europa. Su objetivo consistía en unir Francia y Alemania «en un abrazo tan fuerte que impida a cada uno de los dos países alejarse lo bastante para atacar al otro»[545]. Konrad Adenauer, que a la sazón se perfilaba en cuanto dirigente de la recién creada República Federal, paró mientes enseguida de la oportunidad que ofrecía el plan para la rehabilitación del país, por lo que no dudó en secundarlo con entusiasmo. Monnet, al igual que Schuman, no pensaba dar a los británicos la oportunidad de responder con evasivas o suavizar las propuestas. Presentó un ultimátum a cada uno de los países que reunían los requisitos necesarios para formar parte del plan, aunque su objetivo principal era el gobierno de Gran Bretaña. Los que deseasen aceptarlo sin reservas debían responder antes de las ocho de la mañana del 2 de junio de 1950 si no querían ser excluidos. Bevin criticó duramente esta iniciativa, persuadido de que un plan así no podría funcionar, y se vio respaldado por el gabinete y la mayor parte de los funcionarios. De este modo, quedó decidida la evolución de la Europa de posguerra y se puso fin a cualquier pretensión que albergase Gran Bretaña de erigirse en cabecilla del continente.
Francia se había podido permitir un suspiro de alivio en 1949, una vez disipada en gran medida la amenaza comunista en el interior y finalizado el bloqueo de Berlín. Sin embargo, en 1950 se inauguró una nueva fase de la guerra fría. Seis meses después de que Mao Zedong, vencedor de la guerra civil china, firmara en Moscú un pacto chino-soviético, estalló la guerra de Corea, lo que hizo resurgir de forma espectacular el temor a la bomba atómica y a la irrupción de los tanques rusos en la plaza de la Concordia.
El Partido Comunista francés prosiguió con gran intensidad su campaña propagandística en favor de la paz, hasta convertir la paloma de Picasso en la imagen más usada de la época. Con todo, y a pesar de lo crucial del momento, la rivalidades personales disfrazadas de diferencias ideológicas alcanzaron cotas nunca vistas. La pureza doctrinal en el arte no tardó en proporcionar un casus belli para los partidarios de la línea dura.
La decisión tomada por Picasso en 1944 de afiliarse a un partido que seguía tildando oficialmente el arte no figurativo de decadente había complicado la situación a los comunistas. En un principio, los puristas suscritos al realismo socialista habían limitado su actitud crítica a ataques velados; pero el cambio en la línea del partido dictado por Moscú en 1947 afectó a casi todo. «El aire fresco del arte soviético —declaró el Pravda aquel verano—, está contaminado por el hedor viciado de la bancarrota artística del capitalismo.»[546] Se responsabilizó a Picasso y a Matisse, a pesar de que la principal acometida iba dirigida a la influencia de Estados Unidos. Según afirmaban, el arte abstracto estaba corrompido por la cultura norteamericana. Era el «imperialismo estadounidense» el que dirigía «la abstracción, al igual que todo lo que el mundo tiene de podredumbre»[547]. Esto brindó a Louis Aragon, gran defensor de la obra de Picasso, la oportunidad de desviar los ataques. Así, sirviéndose de un giro patriotero de ciento ochenta grados, describió el arte moderno de Estados Unidos como «la imitación en cadena de la vanguardia que vio la luz en París»[548] [549].
Tras el Congreso de Intelectuales celebrado en Wroclaw en 1948, el comunismo francés retomó con más ahínco el respaldo que había brindado al realismo socialista. En este sentido, se dejaron bien claras algunas distinciones: Pablo Picasso y Fernand Léger no eran pintores comunistas, sino pintores afiliados al partido. En el Salón d’Automne de 1949, las obras de los adeptos al realismo socialista se expusieron agrupadas en la primera sala, y André Fougeron fue objeto de las loas de los críticos comunistas, que lo consideraron el Jacques Louis David del proletariado moderno. De hecho, el partido escogió como uno de los principales regalos que enviaría a Stalin aquel mes de diciembre por motivo de su septuagésimo cumpleaños el Hommage à André Houllier, óleo en el que el mentado autor retrataba a la familia Houllier llorando en el lugar en que había caído su hijo víctima de la policía mientras pegaba un cartel comunista. Picasso, por su parte, le regaló un rápido bosquejo de una mano en forma de cara que levantaba un vaso con la leyenda: Staline à ta santé. La solución que se dio para no ofender a ninguno de los bandos consistió en declarar a Fougeron pintor oficial del partido, y a Picasso, del movimiento pacifista.
Al año siguiente, Auguste Lecoeur, cuya zona de mayor respaldo político se hallaba en los yacimientos de carbón septentrionales, encargó a Fougeron una serie de pinturas en torno a la vida de los mineros que recibiría el nombre de Au Pays des Mines. En enero de 1951, sin molestarse en consultar las fechas con nadie, anunció en L’Humanité qué día iba a inaugurarse esta exposición, que coincidía con la nueva de Picasso. Lo más probable es que se tratase de un error, fruto de la casualidad, y no de una acción intencionada; pero, sea como fuere, lo cierto es que hizo salir a la luz el enfrentamiento entre la escuela del realismo socialista y los seguidores de Picasso. Y el que la muestra de este último obtuviera un éxito mucho mayor que la de Fougeron resultó humillante para Lecoeur, que hubo de esperar más de dos años para vengarse.
Cuando, el 7 de marzo, se tuvieron noticias de la muerte de Stalin, Aragon llamó a Pierre Daix y le recitó toda una lista de personalidades que podían colaborar en un homenaje de Les Lettres Françaises al dirigente soviético: «un artículo de Joliot, uno mío, uno de Courtade, otro de Sadoul, uno tuyo… Tenemos que conseguir algo de Picasso»[550].
Habida cuenta de que el pintor se había negado siempre a hacer un retrato de Stalin a partir de una fotografía, Daix le envió un telegrama a Vallauris con el siguiente texto: «Haz lo que quieras», y firmado: «Aragon». El dibujo resultante representaba a Stalin como un joven de curiosos ojos abiertos y llegó cuando el número de Les Lettres Françaises estaba a punto de entrar en prensa. Daix lo mostró a Aragon, que le dio el visto bueno y declaró que el partido sabría valorar el gesto. Estaba destinado a aparecer en la portada, y ordenanzas y mecanógrafos no pudieron evitar arracimarse en derredor del dibujo. Todos pensaban que era «digno de Stalin». Daix no cabía en sí de gozo ante la idea de haber sido quien había encargado a Picasso su primer retrato del dirigente soviético, por lo que se apresuró en darlo a la imprenta. Sin embargo, pocas horas después, completada la edición, el júbilo de quienes se hallaban en el edificio se había mudado en terror. Algunos periodistas de L’Humanité que pasaban por allí vieron la obra y expresaron su indignación ante el hecho de que una publicación comunista hubiese albergado la idea de imprimir una representación como aquélla de le Grand Staline.
Pierre Daix telefoneó enseguida al apartamento de Aragon. Fue Elsa Triolet quien descolgó el aparato, y le espetó hecha una furia que había cometido una locura al pensar siquiera en encargar a Picasso un dibujo como aquél. «Pero Elsa, créeme —la interrumpió él—: ¡Stalin no es Dios Padre!» «Sí que lo es, Pierre —repuso ella—. Nadie va a reflexionar mucho acerca de lo que significa ese retrato de Picasso. Ni siquiera ha deformado la cara de Stalin, e incluso la ha tratado con respeto. Pero ha osado tocarla. Ha osado tocarla, Pierre. ¿No lo entiendes?»
Aragon se puso a la altura de las circunstancias y asumió toda la responsabilidad al respecto. Era como si alguien hubiese de enfrentarse a un Consejo de Guerra acusado de traición. Con todo, para el personal de Les Lettres Françaises aún quedaba por llegar lo peor. Daix se encontró con secretarias que lloraban como una Magdalena tras sufrir las increpaciones de leales comunistas que telefoneaban airados para protestar ante tamaño sacrilegio. Alguno llegó incluso a afirmar que el retrato representaba a Stalin como una persona cruel de rasgos asiáticos, de tal modo que no lograba sino hacer el juego a sus detractores.
Los que pretendían vengarse de Aragon no perdieron el tiempo. El más importante de todos era Auguste Lecoeur, que no estaba dispuesto a conformarse con menos de la condena pública de Les Lettres Françaises. Aragon, como era de esperar, acabó por redactar una humillante disculpa.
Los comunistas que se vieron excluidos del partido durante el frenesí surgido a raíz de la herejía de Tito eran semejantes a almas perdidas. De forma automática, se habían visto privados de la inmensa mayoría de sus amistades, ya que no habían hecho ni mantenido demasiadas fuera del partido. Asimismo, habían perdido la razón que guiaba sus vidas al tiempo que el sentido de camaradería que proporcionaba una comunidad acusada. Los verdaderos comunistas decían tener la intención de morir con el carné del partido en el bolsillo (mourir la carte dans la poche).
Quienes habían tomado la decisión de abandonar el partido porque se sabían incapaces de seguir digiriendo sus mentiras y serrer les dents tampoco escapaban a un desasosiego comparable. En el caso de algunos, tal certeza llegó ligada a los juicios propagandísticos de la Europa oriental, mientras que otros muchos hubieron de esperar hasta 1956. Jrushchov denunció los crímenes cometidos por Stalin el 26 de febrero, durante el Vigésimo Congreso. No obstante, el Partido Comunista francés, aún estalinista hasta la médula, hizo lo posible por simular que no había ocurrido nada. Así, la noticia no halló eco ninguno en L’Humanité en un momento en el que el resto de la prensa no hablaba de otra cosa.
Jacqueline Ventadour-Hélion, que había leído en Le Monde el discurso de Jrushchov, lo sacó a colación durante el siguiente encuentro del partido al que asistió. Por única respuesta obtuvo un violento silencio que sólo se rompió cuando alguien cambió de tema a la carrera. Más tarde, uno de los integrantes de la cúpula le hizo saber con firmeza que «no siempre conviene decir las verdades en voz alta»[551]. Esto bastó para indicarle que había llegado el momento de abandonar el partido. En realidad, ella ya se hallaba bajo sospecha por haber visitado a algunos amigos en Estados Unidos. A los comunistas nunca se les concedían visados (de hecho, ella había logrado el suyo por mediación de un conocido de la Embajada Estadounidense que hizo la vista gorda con respecto a la legislación vigente), de modo que, según la lógica del partido, debía de ser simpatizante de John Foster Dulles. A diferencia de los que aborrecían la idea de perder el carné del partido, Ventadour-Hélion experimentó un inmenso sentido de liberación al verlo roto en pedazos.
Aquel otoño, durante la crisis de Suez, los tanques soviéticos aplastaron la sublevación en Hungría. La Embajada Soviética se vio entonces asaltada por manifestantes furibundos. Entre la multitud, el general De Bénouville se encontró con el coronel Deglian, el comunista que lo había visitado aquella noche de 1948 para advertirle que estuviese preparado ante la posibilidad de un ataque.
La muchedumbre rodeó asimismo el cuartel general del Partido Comunista, donde se encontraron con los guardias de seguridad bien preparados. Más seria, sin embargo, resultó la arremetida contra las oficinas de L’Humanité. En ella, los asaltantes se subieron en grupos a los tejados para lanzar cócteles Molotov. En el interior, el personal y los voluntarios comunistas que habían acudido a defender las instalaciones sofocaban las llamas y rechazaban a todo el que lograba acceder desde fuera. Lanzaban cualquier objeto arrojadizo que pudiesen encontrar a su alrededor: botellas, sillas e incluso un busto de Karl Marx que, a decir de algunos, logró derribar a uno de los agresores. Con todo, el arma más efectiva eran los tipos de imprenta de gran tamaño. En los disturbios murieron tres comunistas, lo que propició que se volviesen a rememorar los días de la Resistencia. Más tarde, L’Humanité aseguró, por intentar dignificar los acontecimientos, que los trabajadores legales al partido habían acudido enseguida a París desde el ceinture rouge con tal de defender «a su partido [y] su periódico… como quien se arroja a las llamas de un incendio por salvar a su esposa y sus hijos»[552].
Los sucesos de 1956 desembocaron en un drástico descenso de la influencia que ejercía el partido sobre la vida intelectual de la ciudad, lo que no quiere decir que disminuyese la fascinación que sentía la intelectualidad de izquierda por la violencia revolucionaria. Durante la década siguiente, de hecho, se encumbró a nuevos ídolos y teóricos (incluidos Mao, Marcuse y Che Guevara) a fin de ocupar el lugar del estalinismo.
París siguió siendo una Meca literaria y cultural para el resto del mundo. Las patronnes de los hoteles baratos no dejaron de rezongar ni consiguieron prosperar. Gabriel García Márquez, que había logrado que El Espectador, el periódico colombiano para el que trabajaba, lo enviase a la capital francesa, se alojó en la habitación de servicio situada en el ático del hotel de Flandre, en la calle Cujas. Allí vivió de espaguetis fríos, fumando tres paquetes de Gauloises cada vez que pasaba una noche trabajando y arrebujándose pegado al radiador mientras intentaba evocar el calor tropical de la costa caribeña de Colombia. El resultado fue La mala hora, novela que echó al mundo merced a una vieja máquina de escribir. Por toda decoración tenía una fotografía de su prometida Mercedes, a quien había dejado en la Barranquilla.
No contaba con radio alguna ni con dinero para comprar periódicos: la única información que recibía acerca de la sublevación de Castro frente a Batista provenía del poeta Nicolás Guillén, que acostumbraba ponerlo al corriente a voz en cuello desde su ventana. No se permitía otro lujo que la copa que consumía tras los cristales empañados de La Chope Parisienne, entre ajedrecistas sumidos en el silencio. La Nochebuena de 1957 vio la nieve por primera vez, y no dudó en echar a correr hacia la calle y ponerse a bailar como un poseso bajo los suaves copos.
La señora Lacroix, patronne del Flandre, era una persona por demás tolerante, que no sólo fió a García Márquez un año completo, sino que permitió al aún desconocido escritor peruano Mario Vargas Llosa permanecer en su establecimiento dos años sin pagar. En determinado momento, el colombiano hubo de rebajarse a pedir por las calles tras la quiebra de El Espectador. Sin embargo, un día se vio alentado por un curioso incidente: en el bulevar Saint-Michel vio a Hemingway, a quien aún idolatraba en cuanto escritor, caminando por la otra acera. Sin pensárselo dos veces, lo llamó: Emming-way!». El novelista estadounidense ni siquiera se volvió: se limitó a levantar la mano. Con todo, el optimista suramericano concibió este gesto como una bendición.
El azar había querido que llegase al Quartier Latin al mismo tiempo una nueva oleada de escritores procedentes de Estados Unidos. Varios miembros de la generación beat, incluidos William Burroughs y Allen Ginsberg, se alojaron en lo que acabó por conocerse como el Beat Hotel, en el número 9 de la calle Gît-le-Coeur. Ambicionaban conocer a Louis-Ferdinand Céline, cuyo Viaje al fin de la noche los había emocionado e inspirado en igual medida. Ginsberg y Burroughs, que habían acordado encontrarse con él merced a su editor, fueron a visitarlo en Meudon, barrio residencial en decadencia. Más que entablar un debate literario, pretendían rendir homenaje a su persona.
Desde que había regresado de Dinamarca, Céline no recibía muchas visitas, excepto las de Arletty, que no había dejado de escribirle durante el exilio y seguía manteniendo con él una fiel amistad. Ella comprendía sus depresiones; además, ambos tenían mucho en común, aparte de haber nacido en Courbevoie. La actriz había realizado una grabación de su Muerte a crédito, en tanto que él escribió para ella un argumento cinematográfico llamado Arletty, Jeune Filie Dauphinoise, una especie de aventura picaresca a la manera dieciochesca con ciertas reminiscencias del Cándido de Voltaire. A Céline, de cualquier modo, no le quedaba mucho tiempo de vida: murió el 1 de julio de 1961, el mismo día que Hemingway.
La tortuosa relación que mantenía Francia con Estados Unidos no mejoró en 1954, cuando la guerra en Indochina, imposible de ganar, concluyó con la ignominiosa derrota de Dien Bien Fu. El dominio francés sobre el África septentrional estaba también condenado al fracaso: una combinación fatal de fanatismo, debilidad, mala fe y una obstinada falta de visión de futuro desembocaron en un rosario de humillaciones que, en conjunto, pueden compararse con la derrota de 1940. De nuevo, De Gaulle surgió como el único candidato capaz de rescatar Francia de las consecuencias del orgullo nacional y emprender la labor de reconstruirla.
Los violentos alborotos ocurridos en Argel le permitieron regresar al poder en mayo de 1958, a raíz de un golpe de estado que apenas contó con resistencia. El coronel Passy voló de inmediato a Londres, donde volvió a visitar los lugares que le eran conocidos en calidad de enviado del general ante los grupos de espionaje. Así, concertó un discreto almuerzo con el antiguo jefe de sección del SIS de París, que a la sazón se hallaba al cargo del Departamento Europeo. Como lugar de encuentro, eligió el Savoy, donde pidió arenque ahumado y una cerveza Bass a fin de rememorar las curiosidades gastronómicas londinenses. Lo que lo había llevado a la capital inglesa, sin embargo, era la intención de propagar entre los antiguos colegas el mensaje de que De Gaulle se había hecho con el poder movido tan sólo por la intención de resolver la crisis argelina y que no pretendía, en absoluto, perpetuarse en el cargo.
En realidad, el general no pensaba en otra cosa. Su regreso le permitía poner fin a la Cuarta República que tanto había despreciado desde su concepción. Esta vez estaba en situación de exigir que se crease la Constitución que él quería, que concentraba casi todo el poder en las manos del presidente. La Quinta República, que reducía a los políticos a meros autómatas, fue a todas luces creación suya.
La desconfianza que profesaba a británicos y estadounidenses no se había atenuado con los años. En 1961, el presidente Kennedy le envió un mensaje en el secreto más absoluto a París por medio de un emisario especial. La misiva ponía al presidente francés al corriente de que la CIA estaba comenzando a pedir informes a un exiliado ruso, y de que éste había revelado los nombres de algunos topos soviéticos infiltrados en altos cargos de la administración francesa. Si el presidente De Gaulle tenía a bien seleccionar a un oficial superior que hablase inglés y contara con experiencia en el ámbito del espionaje, éste podría acudir a Estados Unidos y unirse a las sesiones. De Gaulle convocó al punto al general Jean-Louis de Rougemont, que se hallaba al frente del estado mayor de inteligencia del Ejército, al palacio Elysée. Tras hacer hincapié en el carácter secreto de toda la operación, le expuso con pormenor lo que debía hacer.
—En cualquier caso —le dijo—, deberá usted averiguar si se trata de una trampa.
—¿De los rusos? —quiso saber Rougemont.
—¡No, de los estadounidenses! —fue la exasperada respuesta del general[553].
Si la actitud de De Gaulle para con los estadounidenses no había cambiado un ápice, otro tanto puede decirse de la estrategia concebida por el Kremlin en lo tocante a Francia. Tal como hemos visto, el Politburó soviético asignó a Borís Ponomarev el cometido de persuadir a Francia a abandonar la OTAN.
Ponomarev trabajaba codo a codo con Andrei Gromyko, ministro soviético de Asuntos Exteriores. En 1965 y 1966, este último lanzó una campaña diplomática concebida para incitar a Francia a firmar con Rusia el mayor número posible de tratados y acuerdos en lo referente a toda una serie de cuestiones, entre las que se incluían un trato que permitía a la Unión Soviética tomar el sistema galo de televisión en color y una oferta que capacitaba a los franceses para poner en órbita sus satélites con la ayuda de cohetes rusos. Couve de Murville visitó la Unión Soviética a finales de octubre de 1965 con objeto de discutir algunas materias como la mejora de relaciones entre los dos países, cuestiones europeas y el problema de Alemania. En junio de 1966, De Gaulle aceptó visitar Moscú poco después de haber alcanzado un acuerdo por el que los dos países se comprometían a compartir sus respectivos avances en la investigación nuclear. Tocaba a su fin el mes de septiembre cuando se constituyó en París una Cámara de Comercio franco-soviética, y once días después se firmó un pacto de colaboración técnica entre la industria soviética, por una parte, y la Renault y la Peugeot, por la otra. Todas estas iniciativas estuvieron acompañadas por una campaña relativa a la amistad franco-soviética lanzada por la prensa soviética y la de los comunistas franceses.
«Existía un segundo canal clandestino —escribió Aleksei Myagkov, desertor de la policía secreta rusa que la inteligencia británica consideraba una fuente fiable—: la actividad del KGB. Haciendo uso de los agentes con que cuenta entre los periodistas y los funcionarios de las diversas agencias de Francia», así como entre los integrantes de la asociación France-URSS, «propagaba de forma activa entre los políticos la idea de que la independencia política del país estaba sufriendo por ser éste miembro de la OTAN, y les recordaba que su territorio tenía aún apostadas tropas extranjeras, estadounidenses en su mayoría. Algo parecido se hacía ver a los ciudadanos franceses reclutados en círculos políticos».
La decisión tomada por De Gaulle el 1 de julio de 1967 de retirar Francia de la estructura militar de la OTAN fue «recibida con gran satisfacción en Moscú». Los dirigentes del KGB «no hicieron nada por ocultar su contento al ver reconocido el papel que también ellos habían interpretado en los acontecimientos». Aunque aún resulta imposible evaluar hasta qué punto fue efectiva esta participación, es evidente que el KGB la consideraba un gran éxito, como hace suponer el que, desde 1968, se emplease la operación a modo de «ejemplo instructivo en los cursos destinados a los oficiales» de la organización[554].
Si bien sus seguidores lo aclamaban en cuanto libertador de Francia, el general De Gaulle prefería verse a sí mismo en el papel monárquico de unificador de la patria y sanador de las heridas nacionales. En ningún momento olvidó que el capítulo de Vichy resultaba para el país más traumático en potencia que la derrota de 1940 o la ocupación alemana, por cuanto era la propia Francia la que lo había creado.
Amén de no satisfacer a los agraviados, los juicios y depuraciones llevados a cabo tras la liberación no habían logrado parecer justos a la población. Con todo, las conciencias intranquilas en lo relativo a la ocupación y las depuraciones ayudaron a De Gaulle a crear un mito de unidad nacional, una versión de los acontecimientos que logró cuajar por el hecho de expresar lo que necesitaba creer la mayoría de la población.
El traslado de los restos de Jean Moulin al Panteón en diciembre de 1964 constituyó la apoteosis del mito de que Francia se había liberado a sí misma y, por ende, había lavado su honor de la vergüenza de 1940. Una vez más, el general logró manipular los acontecimientos para hacer que la Resistencia pareciese una unidad militar medianamente bien entrenada y comandada por él. Las ceremonias duraron dos días. En el transcurso del primero, los restos permanecieron en el monumento dedicado a los mártires, custodiados con gran pompa por relevos de los Compagnons de la Libération. A las diez en punto de la noche se trasladó el féretro en procesión a los escalones del Panteón después de recorrer el corazón de la ciudad, y allí lo velaron toda la noche veteranos de la Resistencia.
Al día siguiente, André Malraux pronunció, flanqueado por De Gaulle y Georges Pompidou, un panegírico desde una tribuna situada frente al ataúd. Su discurso, empero, se centraba más en el general De Gaulle, le premier résistant, que en el propio Moulin, quien lo había acaudillado en el campo de batalla. El presentar la Resistencia como un ejército estatal en pugna frente al enemigo extranjero no era más que un modo mítico de desviar la atención de la realidad de una guerra civil. El acto se completó con un desfile protagonizado por unidades de la Garde Républicaine y los institutos armados. Para presenciar esta parte de la ceremonia, De Gaulle, Pompidou y Malraux abandonaron la tribuna para situarse en los escalones del Panteón, al lado del ataúd, de tal manera que quienes tomaban parte en la parada pudiesen «saludar con un solo movimiento a los restos mortales de Jean Moulin y al presidente de la República»[555].
En realidad, el mito no fue puesto en entredicho hasta después de los acontecimientos de mayo de 1968, momento en que la nueva generación comenzó a plantear incómodas preguntas. Algunos lo hicieron de un modo sesgado, en tanto que otros se mostraron inflexibles ante la realidad de la ocupación. De un modo u otro, lo cierto es que ésta hubo de someterse a una revisión. El documental Le Chagrin et la Pitié, de Marcel Ophuls, estrenado en 1969, fue una de las primeras películas que hicieron frente a los aspectos menos heroicos de la ocupación, lo que suscitó reacciones airadas entre los de más edad. De hecho, las autoridades prohibieron su emisión en la televisión francesa. A pesar de los defectos de que pueda adolecer, Le Chagrin et la Pitié constituyó en su época un ejemplo tan poderoso de cine testimonial que llevó a toda una generación de investigadores más jóvenes a escudriñar nuevos datos, así como a tamizarlos y volver a examinar los ya existentes, lo que no deja de ser una labor ardua, habida cuenta de que los archivos seguían aún cerrados a cal y canto. A despecho de los obstáculos, no tardó en hacerse evidente que lo más vergonzoso del período de Vichy fue el modo en que trató el régimen a los judíos.
En 1978, L’Express publicó una entrevista con el octogenario Darquier de Pellepoix, comisario de Asuntos Judíos del gobierno de Vichy, que dio pie a una oleada de protestas. Pese a que había sido condenado in absentia en 1947, las autoridades francesas no llegaron a solicitar en ningún momento a España su extradición. Darquier, que no había abjurado de su violento antisemitismo, mencionó la sorpresa que le producía el odio que se le profesaba a él en Francia cuando el responsable de la tristemente célebre redada de judíos parisinos (René Bousquet, antiguo jefe de la policía de Pétain) campaba por sus respetos convertido en un próspero banquero.
En 1980, tres exoficiales de las SS testificaron que la deportación de judíos procedentes de Francia se había beneficiado de un respaldo entusiasta por parte de los funcionarios de Vichy. Muchos seguían negándose a creerlo, pero la declaración de los alemanes quedó demostrada de manera irrevocable tras las investigaciones de Serge Klarsfeld, el sabueso más resuelto y de más éxito de los especializados en crímenes de guerra cometidos en Francia. Tras un meticuloso escrutinio de los archivos germanos, Klarsfeld dio con las minutas que habían conservado las autoridades de la ocupación tras mantener reuniones con altos cargos del gobierno de Vichy que colaboraban con la deportación de judíos. Las más desoladoras estaban relacionadas con la visita de Adolf Eichmann a París, ocurrida a principios de julio de 1942. René Bousquet, jefe de policía de Vichy, no se limitó a prestar su conformidad para que los hombres a su cargo efectuaran las detenciones, sino que propuso que se hicieran extensivas las expulsiones a los judíos no franceses que se encontraban en el país. Klarsfeld dio a conocer asimismo los telegramas que Bousquet había enviado a los prefectos de los départements de la zona no ocupada para ordenarles que deportasen no sólo a los judíos adultos, sino también a los niños, algo que los nazis no habían llegado siquiera a solicitar.
Bousquet era un administrador, y no un ideólogo antisemita. Aseguró haber actuado del modo en que lo hizo con la intención de salvar a los judíos franceses, y lo cierto es que el número de personas enviadas a Auschwitz era menor que el que habían esperado los alemanes. Con todo, no lo es menos que sobre sus hombres y él recae la responsabilidad de la infamante redada que acabó con el confinamiento de unos trece mil judíos en el Vélodrome d’Hiver entre el 16 y el 17 de julio de 1942, incluidos cuatro mil niños.
La existencia próspera y despreocupada de Bousquet se vio trastornada a raíz de la entrevista de Darquier. Hubo de renunciar a los diversos cargos que ocupaba y soportar las manifestaciones organizadas por los judíos frente al edificio de la avenida Raphaél en que vivía. Sin embargo, no fue sometido a juicio hasta 1989, cuando se le acusó de crímenes contra la humanidad. La investigación relativa a su causa no había concluido cuando, el 8 de junio de 1993, logró entrar en su piso Christian Didier, enfermo mental de cincuenta años que lo mató de un disparo.
También había salido a la luz información relativa a Maurice Papon, prefecto pétainista de Burdeos. Tras la liberación apenas había tenido problemas, lo cual no deja de resultar sorprendente. Poco después de que De Gaulle regresara al poder fue nombrado comisario de la policía parisina, puesto que ocupaba cuando, en octubre de 1961, se arrestó a once mil argelinos por manifestarse en la capital francesa. De éstos, se dice que unos sesenta perdieron la vida durante los días siguientes. Al parecer, los cadáveres de la mayoría fueron arrojados al Sena. Más adelante, Papón llegó a ministro de Presupuesto bajo la presidencia de Giscard d’Estaing. Su ascensión no se detuvo hasta 1981, año en el que Le Canard Enchaîné hizo pública una serie de documentos que ponían en evidencia su responsabilidad en la deportación de mil seiscientos noventa judíos durante la guerra.
Paul Touvier, jefe de la Milice de Vichy en Lyon y socio de confianza de Klaus Barbie, fue sentenciado a muerte después de la liberación, aunque recibió ayuda para escapar del penal en que se hallaba recluido. Durante años estuvo escondido merced al cobijo que le brindaron algunos grupos católicos tradicionalistas. El presidente Pompidou le concedió el indulto en 1971, si bien hubo de volver a ocultarse en 1981, cuando se hizo evidente que podría ser procesado por crímenes de lesa humanidad. Finalmente sufrió arresto en 1989. Con todo, su juicio y la subsiguiente condena a prisión de por vida se pospusieron hasta abril de 1994 dadas las evasivas del sistema judicial. Hasta entonces, la única persona juzgada en Francia por crímenes contra la humanidad había sido Klaus Barbie, que era alemán.
Es poco probable que la guerra civil entablada entre los historiadores tenga un final cercano. Los autores de mayor edad y más conservadores, que aún mantienen el respeto que profesaban al mariscal Pétain, se niegan a aceptar que el de Vichy fuera un régimen fascista. De hecho, en el sentido estricto del término no puede ser definido como tal, por cuanto poseía un carácter demasiado reaccionario y católico, pese a abogar de boquilla por una revolución nacional. Sin embargo, en un sentido más amplío, el culto personal tributado a Pétain, las leyes antisemitas, las organizaciones paramilitares y la ausencia total de derechos democráticos podrían justificar tal denominación, Esta escuela más indulgente es también de la opinión de que se ha concedido una importancia excesiva a las fotografías tomadas durante la reunión que mantuvo el mariscal con Hitler en Montoire en 1940. «Si Mitterrand —alega uno de ellos—, estrechó la mano de un criminal de guerra como Milósevic, ¿por qué no iba Pétain a hacer otro tanto con Hitler en Montoire?»[556] Lo que más lamentan es que el mariscal no pusiese a buen recaudo su reputación huyendo al norte de África en noviembre de 1942, cuando los alemanes invadieron la zona no ocupada.
A quienes se encuentran del otro lado —y en especial los historiadores más jóvenes congregados en torno al Institut d’Histoire du Temps Présent y el historiador estadounidense Robert Paxton, especializado en la Francia de Vichy—, no les preocupa tanto el hecho de que Pétain siguiese brindando su prestigio personal al colaboracionismo tras 1942 como la responsabilidad de Vichy en la deportación de judíos franceses y extranjeros a los campos de la muerte. «La colaboración del estado [de Vichy] fue atroz —afirmó Paxton en una entrevista concedida el día después del asesinato de Bousquet—. Toda vez que las órdenes procedían del Ministerio del Interior, los prefectos y el resto de las partes de la administración las obedecían, sin excepción. Se convirtió así en una maquinaria formidable para los nazis, que en consecuencia no necesitaban más que un puñado de hombres para poner en práctica sus planes.»[557]
La verecundia de Vichy —la vergüenza de la generación de sus padres—, ayudó de un modo evidente a perpetuar la atracción por el estilo revolucionario entre los jóvenes, que no han hecho sino cambiar los modelos que consideran dignos de imitación. Así, el desprecio del avanzado anquilosamiento del sistema soviético se vio acompañado de la admiración por los movimientos guerrilleros latinoamericanos.
Al hablar de los intelectuales franceses comprometidos en lo político —ya sea de Drieu, Brasillach, Malraux o Sartre—, el profesor Judt ha observado que la fascinación que sentían respecto a la violencia no estaba exenta de una «carga casi erótica»[558].
El estudio hace hincapié en el hecho de que, si bien durante mucho tiempo ha resultado sencillo burlarse de Hemingway, la postura de los intelectuales franceses, aunque más sofisticada, adolecía de una irresponsabilidad arrogante mucho más peligrosa y deshonesta. Sartre trató de reconciliar el existencialismo con su nueva etapa de compromiso político; sin embargo, como era de esperar, no consiguió nada más que ejercicios de prolija sofistería. Al final de su vida, llegó incluso a justificar las acciones terroristas.
Saint-Germain-des-Prés y el Quartier Latin siguieron siendo durante la década de los cincuenta y la de los sesenta caldo de cultivo de diversos ismos. El movimiento del nouveau román, que incluía las novelas de Nathalie Sarraute, Michel Butor y Alain Robbe-Grillet, llegó incluso a propiciar el chosism o «cosismo»: la descripción exhaustiva de objetos inanimados a fin de poner de relieve los extremos de despersonalización alcanzados por el mundo moderno. Con todo, el enemigo materialista se hallaba siempre al acecho. El Deux Magots acabó por venderse al comercio turístico como rendez-vous des intellectuels. El bulevar Saint-Michel no tardó en llenarse de comercios en los que podía adquirirse ropa de moda a bajo precio y de hamburgueserías. Tampoco hubo de pasar mucho para que en los quioscos del bulevar Saint-Germain ocupase la revista Playboy el lugar de Les Temps Modernes. «De este modo —escribió Marc Doelnitz—, hemos pasado del culto a la cabeza al culto al culo.»[559]
Al igual que el resto del mundo, Francia había comenzado a ganar su independencia cultural tras una enérgica acción de retaguardia, una batalla librada por comunistas y tradicionalistas por diversos motivos. De cualquier modo, y con independencia de si el «desafío estadounidense» comenzó el 6 de junio de 1944 en Normandía o en 1948 con la firma definitiva del Plan Marshall, lo cierto es que la pureza cultural de Francia estaba destinada a verse amenazada a la larga. Los acuerdos alcanzados por la izquierda durante la liberación y el entorno intelectual en que prosperaron se encontraron con muy pocas posibilidades de sobrevivir. El «dinero sucio», en forma, verbigracia, de guerra comercial en torno a las armas pesadas, estaba llamado a triunfar más tarde o más temprano.
Los sucesos de mayo de 1968 supusieron los postreros coletazos de la guerre franco-française y también los últimos grandes: momentos del compromiso político de la intelectualidad parisina. En esta ocasión, sin embargo, se hizo notar la ausencia del enfoque estalinista imperante tras la liberación. Louis Aragon fue el único miembro del Comité Central del partido que salió a la calle para dirigirse a los manifestantes, que lo acogieron con gritos de: «¡Cierra el pico, viejo chocho!». El propio Partido Comunista, convertido en la única organización seria de izquierda, hubo de implicarse a regañadientes en lo que consideraba una aventura trotskista o anarquista.
Hoy parece extraordinario que el presidente De Gaulle y sus ministros hubiesen podido temer que Francia se hallase de nuevo al borde de una guerra civil. Por otro lado, se dieron reminiscencias —curiosamente falsas—, de la liberación ocurrida veinticuatro años antes. Con la intención de intimidar a los estudiantes, se desviaron los tanques de la 2.ª División blindada a través de los barrios periféricos siguiendo un itinéraire psychologique[560].
Las huelgas y los disturbios minaron la confianza del gobierno hasta tal punto durante las dos semanas siguientes que, el 29 de mayo, De Gaulle abandonó la capital francesa sin ponerlo siquiera en conocimiento de sus colegas más allegados. Éstos llegaron al palacio Élysée poco antes de las diez para celebrar una reunión del Consejo de Ministros y quedaron horrorizados al saber que el presidente se hallaba en paradero desconocido. Enseguida se extendieron rumores de que se había retirado a Colombey-les-deux-Églises con objeto de anunciar su dimisión. Los parisinos permanecieron atentos a los informes contradictorios que emitían sus transistores con una aprensión comparable a la que los embargaba durante el levantamiento de agosto de 1944, cuando temían que los Aliados no llegasen a tiempo a la ciudad. Hubo incluso paniquards lo bastante pudientes para obtener combustible para sus vehículos que tomaron la carretera que llevaba a Suiza con todas sus pertenencias de valor.
Lo cierto es que De Gaulle había volado a Baden-Baden a fin de reunirse con el general Massu en el cuartel general de las fuerzas francesas destacadas en Alemania. Su yerno, el general Alain de Boissieu, se había encargado de concertar el encuentro. El presidente necesitaba que le garantizasen con toda seguridad que contaba con el firme respaldo de un Ejército que había mostrado su descontento a raíz de la decisión adoptada en 1962 de retirar las tropas de Argelia. El precio que hubo de pagar fue la liberación del general Salan, encarcelado después de que fracasase en el último momento el golpe de estado que preparaba aquel mismo año y que contaba con la participación de paracaidistas listos para embarcar en Argelia y tomar París.
A la mañana siguiente, la del día 30 de mayo, De Gaulle volvió a aparecer en el palacio Elysée tras aterrizar en helicóptero en Issy-les-Moulineaux. Se hizo público un comunicado. Tras la reunión del Consejo de Ministros, el presidente se dirigió por radio a la nación, lo que dio pie a inevitables comparaciones con el discurso emitido desde Londres el 18 de junio de 1940. Los seguidores gaullistas, enterados de que su dirigente estaba decidido a contraatacar, comenzaron a congregarse en el centro de la capital francesa armados de banderas tricolor y transistores. La alocución del general, que tuvo lugar a las cuatro y media, fue breve. Lejos de dimitir, había decidido disolver la Asamblea Nacional y designar a los prefectos para que asumieran el cargo de commissaires de la République, creado tras la liberación. De cualquier modo, entre líneas, su texto constituía un desafío a la izquierda: si lo que buscaba ésta era una guerra civil en lugar de un gobierno constitucional, no tardaría en conseguirla. Esta fue la última intervención dramática de De Gaulle. Al año siguiente dimitió de presidente de la República, a consecuencia del adverso resultado obtenido en un referéndum, para trasladarse a Irlanda. La sucesión, sin embargo, quedó garantizada por el nombramiento de Georges Pompidou como sustituto. La Quinta República, amparada por la Constitución dirigista que había ansiado De Gaulle en 1945, mantuvo su estabilidad mucho después de la muerte de su creador, acaecida dieciocho meses más tarde.
La tarde del 30 de mayo de 1968, día en que se emitió el comunicado radiofónico, los seguidores del general se reunieron exultantes en la plaza de la Concordia y los Campos Elíseos. «¡De Gaulle no está solo!», gritaban. De la multitud, constituida por casi un millón de personas, surgieron otras muchas consignas, de las que la favorita era: Le communisme ne passera pas! No cabe duda de que muchos de los congregados habían respaldado en otro tiempo al mariscal Pétain. Sin embargo, la inmensa mayoría estaba formada por ciudadanos que se consideraban franceses medios, hartos de las huelgas políticas y el caos que reinaba en el Quartier Latin. El camino sartreano de la libertad había llegado a su final. Las ideas radicales no habían logrado vencer a la burguesía.