Paris sera toujours Paris
Francia comenzaba a notar los efectos de la ayuda proporcionada por el Plan Marshall, que había impulsado la recuperación económica con más rapidez de lo que nadie se había atrevido a esperar. Ya en 1948 podían observarse signos de una nueva actitud incipiente. «Parece que mi comunidad empieza a dejarse llevar por un espíritu nuevo —señaló a Jacques Dumaine el gran rabino—. Hoy los padres ya no eligen a sus yernos entre los funcionarios estatales, cuando hace dos años hacían todo lo contrario. Tal vez se trata de un indicio de que la actividad comercial empieza a resucitar en Francia.»[535] Janet Flanner reparó en que, por vez primera desde antes de la guerra, los estantes de las tiendas habían dejado de estar vacíos. «El francés medio puede encontrar ahora en los establecimientos casi cualquier cosa que desee, excepto los medios para pagar lo que busca.»[536]
En noviembre de aquel año, el general Marshall visitó Francia con la intención de supervisar el desarrollo del proyecto que llevaba su nombre. Paul Claudel pronunció un discurso de bienvenida en el que decía: «Hasta ahora, la palabra plan no sonaba muy bien a nuestros oídos: para un pueblo agotado y sobrecargado, no significaba otra cosa que el sometimiento del ser humano a una serie de objetivos distantes. Sin embargo, el Plan Marshall lo podemos entender con gran facilidad, del mismo modo que entendemos, por ejemplo, la Cruz Roja»[537].
El país avanzaba hacia la recuperación una vez fracasada la última racha de huelgas. A despecho de todo el daño que había sufrido su economía, Francia se hallaba en una posición más ventajosa que Gran Bretaña a la hora de sacar provecho de la ayuda estadounidense a causa de la existencia del plan ideado por Monnet para reformar la industria nacional. Jean Monnet persuadió tanto al gobierno como a David Bruce, a la sazón director en Francia de la Administración Europea de la Cooperación Económica, entidad responsable de la ejecución del Plan Marshall, de la necesidad de destinar una porción considerable de los fondos disponibles a la regeneración industrial. En este sentido, se habían establecido una serie de prioridades que afectaban al acero, el carbón, la energía hidroeléctrica, los tractores y el transporte. Apenas se desaprovechó el tiempo, en tanto que el gobierno británico se dejó llevar por las ilusiones propias de un vencedor, convencido de no necesitar un plan a largo plazo para reconstruir su industria. En consecuencia, orientó las inversiones hacia la producción existente en lugar de dirigirlas hacia la creación de nuevas fábricas y nueva maquinaria para el futuro.
En los albores de 1949, Francia comenzó a ver cómo todo se iba encauzando. En enero, cuando apenas habían pasado unas semanas del final de las huelgas, se suscribió por completo un préstamo estatal, el primero tras la liberación. Se suprimió el racionamiento del pan, lo que se debió en gran medida a la ayuda brindada por el Plan Marshall, toda vez que la sequía de 1948 había reducido la cosecha de un modo drástico. Los productos lácteos dejaron de racionarse el 15 de abril de 1949, coincidiendo con el primer aniversario del Programa de Reconstrucción Europea. Los precios se tornaron menos inestables, las demandas salariales se calmaron y se frenó la inflación. Aun la cautela de que daban muestras los estadounidenses se hizo menos marcada, tal como puede inferirse del siguiente informe remitido a Washington por la embajada: «Bien que no pretendo hacer en ello más hincapié del necesario ni exagerar, creo que puede decirse que Francia presenta al fin signos de una mayor organización y parece estar en vías de recuperación»[538].
El año resultó tan exento de sobresaltos, en comparación con los anteriores, que los periodistas extranjeros enviados a la capital francesa se quejaban de no tener nada de lo que escribir. Este nuevo espíritu de inactividad se achacó al primer ministro, el doctor Henri Queuille, médico rural y veterano de los radicales. Tal vez tuviese una personalidad poco interesante, pero era más hábil de lo que parecía, y supo proporcionar al país la estabilidad que éste necesitaba con tanta desesperación. El nombramiento más importante que llevó a cabo fue el de Maurice Petsche, a quien hizo ministro de Finanzas y quien comenzó, sin ningún tipo de fanfarronería política, a liberalizar la economía y también el franco al reducir el tipo de cambio entre el mercado negro y el índice oficial.
Las importaciones procedentes de Estados Unidos habían sido por demás numerosas durante 1948 merced a la afluencia de productos agrícolas al país propiciada por el Plan Marshall; «pero, a finales de 1949 —informó más tarde a Washington Averell Harriman—, las exportaciones ascendieron a más del doble», mientras que se redujo el déficit comercial[539]. La producción de carbón se hallaba en aumento, y la de acero estaba cada vez más cerca de igualar las insólitas cotas de 1929 y, por ende, de alcanzar el ambicioso objetivo que se había fijado Monnet. Por su parte, la producción de vehículos se elevó de los cinco mil automóviles de 1947 a más de veinte mil a finales de 1949. El rápido aumento del tráfico —y del ruido de las bocinas—, propició uno de los cambios más chocantes de la época, en especial en el centro de París, donde cada vez era menor el número de bicicletas que podían verse circulando.
Los comunistas ya no se atrevían a criticar de frente el Plan Marshall, dado que hacerlo no suponía sino llamar la atención acerca del modo en que habían tratado de sabotear la recuperación del país. En consecuencia, las pancartas que salieron a la calle en la manifestación del Día del Trabajador se centraban en la campaña de paz. Los observadores de la Embajada Estadounidense comprobaron con moderada satisfacción que el número de participantes era muy inferior al del año anterior: «El Primero de Mayo más tranquilo que se ha dado desde la liberación refleja no tanto una mayor satisfacción por parte de los obreros en lo relativo a sus condiciones de vida como una creciente apatía por su parte y una falta de fe cada vez mayor en las consignas, fórmulas y organizaciones»[540]. Al otro lado de París, en el Bois de Boulogne, se congregó una multitud constituida por cien mil gaullistas y convocada por el RPF a fin de contrarrestar los efectos de la manifestación organizada por los trabajadores. Los partidarios del general acabaron por dispersarse sin más alteraciones. El día parecía subrayar el hecho de que, al menos por el momento, se habían calmado las pasiones políticas. Por otra parte, y como si quisieran confirmar la impresión de que los peligros más inmediatos habían dejado de existir, las fuerzas soviéticas destinadas en Alemania levantaron el bloqueo sobre Berlín antes de que hubiese acabado el mes.
La cosecha de 1949 resultó ser mucho mejor que la del año anterior, algo que se debió en parte a la excelente recolección de trigo. En septiembre, Queuille y su gobierno continuaron con su política de mayor libertad monetaria y dejaron que el franco se devaluase en un veinte por 100 con respecto al dólar. Los británicos, que se hallaban en una posición mucho más grave, se vieron obligados a devaluar la libra en un treinta por 100.
Ni siquiera la caída del gobierno de Queuille en octubre (lo que formaba parte de una maniobra socialista concebida para zafarse de las críticas procedentes de la clase obrera) repercutió demasiado en el mercado de valores. No había amenaza alguna de una posible huelga en el sector del carbón, y las reservas de combustible casi se habían doblado durante el año anterior. Lo más preocupante era el conflicto en Indochina, al que se habían destinado otros dieciséis mil reclutas, de tal modo que el número de soldados enviados a la zona ascendió a ciento quince mil.
A partir de la tercera semana de noviembre, los comunistas dejaron de centrar sus empeños en los asuntos nacionales para apuntar a lo que el partido consideraba un acontecimiento gozoso del ámbito internacional: la celebración, el 21 de diciembre, del septuagésimo cumpleaños de Iósiv Stalin. El comité central emitió órdenes de que todos colaborasen en el evento, de modo que el período que precedió al gran día se hizo semejante a la campaña electoral de un candidato a la presidencia, sin que faltasen treinta mil carteles con la imagen del heroico dirigente ni el medio millón de panfletos que se imprimió para la ocasión.
En la sede del sindicato de obreros del metal, sita en la calle Jean-Pierre Timbaud, se organizó una exposición de regalos más propia tal vez de una boda real. La sala, dotada de veintitrés paneles concebidos para ilustrar la vida del homenajeado, acogía unas cuatro mil aportaciones: bordados y todo tipo de manualidades, entre las que se incluían un gorro para muñeca confeccionado por una niña muerta en Auschwitz; la partitura de un Chant a Stalin compuesto para la ocasión; un buen número de poemas —entre ellos, uno de Eluard—, y obras de arte, casi todas pertenecientes al realismo socialista. Cierto pintor comunista de renombre se mostró horrorizado al encontrarse con un cuadro que había regalado con orgullo a Maurice Thorez para que lo colgara en su residencia de Choisy-le-Roi. Este rarísimo cargamento de baratijas acabaría por ser enviado a Moscú en un vagón de ferrocarril. Lo más seguro es que Stalin no llegase siquiera a molestarse en mirar su contenido ni el del libro de felicitaciones que habían firmado los cuarenta mil visitantes de la exposición.
El 19 de diciembre, los Bruce ofrecieron un almuerzo en honor de Ernest Hemingway, quien había luchado codo a codo con el embajador durante la liberación de París un lustro antes. Entre los invitados se encontraban Duff Cooper, Marie-Louise Bousquet, Pauline de Rothschild y Christian Dior. El plato fuerte consistía en perdiz con Romanee Conti. Hemingway se jactó de haber cazado más de ocho mil patos con un grupo de amigos cerca de Venecia. Con todo, el escritor no se hallaba entonces en su mejor momento. Estaba escribiendo Al otro lado del río y entre los árboles y padecía una crisis de impotencia que ni siquiera había podido aliviar aquella masacre cinegética. Al igual que el coronel estadounidense de su novela, era incapaz de asumir el hecho de que hubiese acabado la guerra.
El último año de la década tocaba a su fin y la política de la Cuarta República seguía recorriendo un sendero resbaladizo. Georges Bidault, que había logrado formar un nuevo ministerio a partir de retales tras la caída del gobierno de Henri Queuille, se preguntaba qué encontraría en su calcetín aquellas Navidades: «Fruta, supongo: una naranja, un plátano… o al menos su piel»[541].
La orilla izquierda se sumió en una atmósfera de celebración cuando se reunieron de forma espontánea Jean-Louis Barrault, Jean Galtier-Boissiére y otros amigos de Jean-Louis Vaudoyer, literato y director de la Comédie-Française durante la guerra, para felicitarlo por haber sido elegido para formar parte de les Immortals. Dispuestos en el sofá se hallaban los habits verts —los fraques verdes que constituían el uniforme de la Académie Française—, que también el abuelo y el bisabuelo del recién elegido habían tenido el privilegio de vestir.
Para Galtier-Boissiére, la noche más memorable fue la de Nochebuena, en la que reunió en torno a su persona a todos sus amigos en el apartamento que poseía junto a la plaza de la Sorbona. Aquel hombre colosal y generoso, fácil de reconocer por su bigote, sus «gros yeux affectueux» y su rostro colorado a golpe de una cosecha tras otra de Bouzy tinto, tenía un gran don para la amistad que no estaba reñido con su irreverencia convulsiva. Su esposa, Charlotte, mujer sacrificada y devota, se pasaba la vida reprendiéndolo por su proverbial mala conducta. En cierta ocasión, mientras se hallaba firmando libros en provincias, borracho como una cuba, se había dedicado a escribir dedicatorias eróticas a las mujeres que se acercaban a él con ejemplares de su obra. Sus maridos, indignados, no habían tardado en arrancar las páginas en que se hallaban tales escritos.
El amor que sentía Galtier-Boissiére por el París de los lupanares, los bals musettes y los restaurantes anticuados —un París que comenzaba a desaparecer a ritmo acelerado—, tan sólo es comparable al odio que profesaba a la demagogia de la política moderna. Los estalinistas como Aragon, por ende, volvieron a convertirse en el principal objetivo de su revista satírica mensual Le Crapouillot, que había vuelto a lanzar en junio de 1948 con otra fiesta que duró toda la noche y en la que no faltaron la bebida y sus canciones favoritas: Coeur Apache, L’Hirondelle du faubourg, etc. El escritor surrealista ya se había desquitado de los insultos de que había sido objeto antes de la guerra. Así, en su novela Aurélien, publicada poco después de la liberación, había descrito al altísimo y valiente Galtier-Boissiére como el miserable e insignificante Fuchs, editor de una revista llamada Le Cagna, que era como se denominaba, en la jerga de los poilus, el bunker-trinchera, como término opuesto a crapouillot, «mortero de trinchera»[542].
Aquella Nochebuena, Galtier-Boissiére y sus amigos rieron, bebieron, departieron y cantaron mientras esperaban para recibir la última Navidad de la década. Uno de sus invitados resultó ser un cómico brillante, y pasó la noche de número en número para conformar una pièce de résistance, «una asombrosa actuación de ventriloquia para la que empleó como compañero una de sus manos decorada con maquillaje. El climax llegó cuando el domador de leones hizo entrar a la famosa leona Saida en la jaula principal para que mostrase al público lo que sabía hacer… De pronto, reparamos en que habían dado las siete de la mañana»[543].