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La invasión de los turistas

Acabada la guerra, se hizo inevitable el deseo de viajar de paisano y no en calidad de soldado. En Gran Bretaña se extendió el anhelo de escapar a la austeridad del conflicto, el socialismo y los daños provocados por las bombas. No obstante, eran muy pocos los que podían permitirse un lujo como éste. Cuando tocaba a su fin el verano de 1945, Winston Churchill, convaleciente aún de la derrota electoral sufrida en los comicios generales, se dispuso a alojarse en el Hotel de Paris de Montecarlo. Se registró con el nombre de guerra de coronel Warden, y siguió «une véritable cure de Pommery Rosé 1934», a decir del sumiller, monsieur Roger, que hubo de solicitar más existencias de tan preciado champán[524].

Gran Bretaña hubo de depender del racionamiento durante mucho más tiempo que Francia, y parecía no tener muchas más posibilidades que ésta de salir de la indigencia. El milord anglais era a la sazón poco más que un recuerdo del pasado remoto, que resultaba llamativo tan sólo por ser una rareza. En abril de 1945, una vez que se despejaron las minas de aquella parte de la Costa Azul, los duques de Windsor regresaron a su villa La Croe y volvieron a reunir a una plantilla de veintidós sirvientes, entre domésticos y externos. Aquel verano, los condes de Dudley se dirigieron en coche al mediodía francés con nada menos que un millón de francos obtenidos en el mercado negro parisino por mediación de Loel Guinness a setecientos francos la libra.

El principal obstáculo, para aquellos que estaban dispuestos a respetar las leyes, eran las veinticinco libras que imponía por viajar el gobierno laborista. Cada vez eran más los británicos que eludían este gravamen ante la desesperación por escapar al carácter gris y austero de la Gran Bretaña de Attlee. A diferencia de Francia, ésta daba la impresión de haber progresado muy poco fuera de las barracas prefabricadas, el corte de pelo que dejaba más despejados los lados y la nuca, y el budín de sebo. El atractivo de la moda parisina, los cafés de bulevar y los manjares suntuosos resultaba abrumador.

A partir de mayo de 1948 se había permitido a los ciudadanos estadounidenses volver a sus hogares con bienes por valor de cuatrocientos dólares; aunque la verdadera oleada turística llegó en el verano del año siguiente. Por estas fechas resultaba más sencillo organizar un viaje, y Europa se hallaba algo más preparada. «Nos han informado de que se nos van a echar encima tres millones de turistas —escribió Nancy Mitford a Evelyn Waugh en abril de 1949—. En el Ritz dicen no tener habitaciones libres hasta el 10 de octubre.»[525]

«Los norteamericanos que visitan Europa —escribió a su familia Letitia Baldrige desde su puesto de trabajo en la Embajada de Estados Unidos—, provocan en ocasiones verdaderos dolor y animadversión. Me repugna pensar en la gente descuidada, gruñona y malacostumbrada que recorre a la carrera estos países erizados de dificultades haciendo que los europeos se sientan aún más resentidos e inferiores». De cualquier modo, todo apunta a que la queja más frecuente entre los europeos de la vieja escuela estaba relacionada más bien con la forma de vestir de los visitantes. «Tendrías que haberlos visto llegar al Ritz como los he visto yo esta mañana —refirió Nancy Mitford en una carta remitida a Waugh a finales de agosto—: vestidos con ropa de playa.»[526]

Para recibir a la invasión de turistas cargados de dólares, las tiendas de la rué du Faubourg Saint-Honoré habían basado la decoración de sus escaparates en los siete pecados capitales. Así, las naranjas y los plátanos frescos simbolizaban la gula —algo que tal vez pasasen por alto los que provenían de la tierra de la abundancia—, en tanto que en Lanvin se había representado la envidia con un maniquí sin cabeza vestido de brocado y cubierto de joyas. Cartier llegó incluso a proveerse de «palillos de oro para remover cócteles a once mil francos y una versión semiautomática a veintiún mil francos», productos que no podían sino horrorizar a los franceses[527].

Todo el mundo se vio atraído hacia París por una combinación de razones, entre las que se incluían los comercios, los lugares turísticos, la inspiración y emoción que provocaba el lugar o la simple curiosidad. A los que soñaban con la época dorada de Montparnasse les bastaba la voz de Jacqueline François cantando La Vie en Rose en un local nocturno para sentirse «como un personaje joven de Scott Fitzgerald empapado de romanticismo parisino»[528].

La ciudad era también un símbolo de la libertad sexual, algo que iba desde los tangas de lentejuelas de Les Folies Bergére hasta la excitación de ver a las integrantes del Bal des Quatzarts, que traían de cabeza a los estudiantes de arte. La noche del 5 de julio pululaban por Montparnasse, «vestidas o semidesnudas —anotó el embajador estadounidense al ver su coche cordialmente asaltado—, semejantes a guerreros indios o japoneses de rostro embadurnado y sin más prendas de vestir que taparrabos».

Con todo, mientras que el estadounidense más joven anhelaba tal libertad, sus compatriotas más anticuados no podían menos de hacer patente su desaprobación. La indisciplina francesa —en los ámbitos político, sexual, higiénico y gastronómico—, dieron pábulo a no pocas muestras de censura moral. Durante el verano de 1948, la primera remesa de turistas arremetió contra una crisis política que llevaba trazas de ser eterna, a juzgar por la incapacidad de que daban prueba los gabinetes que se sucedieron de julio a septiembre. Por su parte, los puritanos estaban escandalizados ante el desperdicio que suponía la grande cuisine en un momento en el que se suponía que toda Francia estaba viviendo «de limosnas». Muchos de ellos consideraban inmorales aun las extravagancias gastronómicas de la clase media francesa, y por lo general no guardaban sus opiniones para sí. A menudo su censura surgía de su propia incapacidad a la hora de enfrentarse a alimentos costosos o poco comunes. Cargados de remedios para las molestias estomacales, se sentían horrorizados ante la perspectiva de tener que colocarse en cuclillas sobre un agujero abierto en el suelo. La escasez del agua que trajo consigo la sequía de 1949 no supuso precisamente un alivio a su preocupación por la higiene.

Los franceses no eran los únicos sorprendidos ante los turistas intransigentes o ensimismados. En junio de 1949, una joven estadounidense que se alojaba en el Ritz telefoneó a su embajada para pedir a David Bruce que «le hiciera que le cambiasen el colchón, pues estaba lleno de bultos»[529]. Más adelante lo abordó en una fiesta una modelo neoyorquina y le exigió que le presentara a franceses interesantes a fin de poder «aumentar su vocabulario».

De cualquier modo, no puede decirse, ni mucho menos, que Bruce viviera de espaldas a la cada vez más nutrida comunidad estadounidense de París. Hacía lo que estaba en sus manos por acudir a toda velada ofrecida con motivo de la inauguración de alguna exposición protagonizada por jóvenes pintores estadounidenses, por mucho que le desagradara su obra. A la que acudió el matrimonio Bruce con más entusiasmo del habitual fue a la que hacía la esposa de Edward G. Robinson en la galería de André Weill. La venta de los óleos estaba destinada a la reconstrucción de una aldea francesa. Durante las semanas que siguieron, y en tanto que Robinson se hallaba filmando en la Costa Azul, Gladys se dedicó a disfrutar de su estancia en París. Los Bruce volvieron a encontrarse con ella para almorzar en el Maxim’s, «con algunos cócteles de más, pero muy divertida». Después, salió tambaleándose para probarse un vestido con Marcel Rochas.

Resulta difícil no sentirse frágil al reparar en la resistencia al alcohol que se requería en aquella época. El influjo estadounidense en París había hecho que los hoteles introdujesen la «hora del cóctel», una especie de sesión de calentamiento que tenía lugar antes de salir a cenar y a algún espectáculo. En realidad, se prolongaba hasta las dos horas y media, de las seis a las ocho y media, conque constituía un equivalente báquico del período de cinq a sept que se reservaba en Francia para el adulterio.

Había media docena de lugares predilectos para estos menesteres, por demás diferentes de los austeros establecimientos franceses, dotados de un mostrador de cinc y suelo de baldosas. El bar Crillon, lleno de periodistas y personal del Plan Marshall, tenía fama de ofrecer el mejor Tom Collins de todo París. El barman del Ritz, André Guillerin, era célebre por sus cócteles de champán. Quienes pasaban por la ciudad procedentes de Hollywood acostumbraban alojarse en el Georges V o el Prince de Galles, cuyo barman, Albert, recordaba los gustos y la resistencia aun del cliente menos asiduo. El Meurice y el Claridge disponían de bares tranquilos y pequeños en los que se podía conversar, mientras que el del Plaza Athénée ofrecía la ventaja de poder tomar un tentempié antes de ir al teatro.

Los visitantes que podían permitírselo gustaban de acudir a los lugares de mayor renombre. Albert, maitre d’hótel del Maxim’s, restituido ya a su antiguo puesto, hacía hondas reverencias al oír crujir los dólares, la moneda de lo que los comunistas llamaban «la nueva fuerza de ocupación». El Tour d’Argent seguía siendo famoso por su pato prensado y por las vistas nocturnas que ofrecía de Nôtre-Dame. En las cálidas noches estivales, los románticos de mediana edad no podían sustraerse a la tentación de visitar el Pavillon d’Arménonville, situado en el Bois de Boulogne, donde podían cenar a orillas del lago acompañados de la música cíngara que interpretaban los ubicuos violinistas a la luz de farolillos chinos colgados de los árboles. Cerca de éste se hallaba también el Pré Catalán, erigido en el terreno que se había elegido tradicionalmente para batirse en duelo.

Para la mayoría de los visitantes anglosajones poco duchos en la lengua francesa, las salidas al teatro se reducían a Les Folies Bergére, el Lido o el Casino más que a la Comédie-Francaise. Sin embargo, para los que no tenían este problema, el teatro parisino tenía mucho que ofrecer en el otoño de 1949. Jean Gabin ofreció, al parecer, una brillante interpretación en La Soif, de Henri Bernstein, en Les Ambassadeurs. David Bruce la describió como «una pieza sensual, algo anticuada, en el sentido de que es una repetición de todas las de Bernstein»[530].

El sábado, 1 de octubre, inauguró su temporada el Ballet de Montecarlo, dirigido por el marqués de Cuevas. La actuación de Tamara Tumanova y Rosella Hightower, una de las prime ballerine que había llevado aquél de Estados Unidos, digna de encomio, mereció el calificativo de soberbia. Jorge de Cuevas, chileno casado con una de las herederas de Rockefeller, se había hecho en 1947 con el ballet de Serge Lifar, con quien supuestamente se había batido en duelo. Nijinska era la maitresse de ballet de Cuevas, que reclutó también a Lichine y Markova. Como el hombre caprichoso y egocéntrico que era, no tardó en cambiar el nombre de su compañía por el de Grand Ballet du Marquis de Cuevas.

Al mes siguiente se estrenó Un tranvía llamado deseo, de Tennessee Williams, para convertirse en uno de los éxitos del año a pesar de las críticas desfavorables. Para los que habían visto el polémico montaje original neoyorquino, en el que aparecía Marlon Brando con la célebre camiseta rasgada, la versión francesa no dejaba de resultar original a su modo. Jean Cocteau, que fue quien la adaptó, introdujo muchos cambios. Para empezar, hizo una curiosa evocación de Nueva Orleans, para lo cual empleó «extraños bailes negros, que no tenían poco de erótico»[531]. David Bruce asistió al estreno formando parte de un nutrido grupo que incluía a Paule de Beaumont, quien se había encargado de traducir la obra. La escenografía era fabulosa, como no podía ser menos, toda vez que competía con otro invierno europeo. Cuando se abría el telón, el público oía el cantar de los grillos que lo transportaba a una asfixiante noche de calor sureña, a pesar de que en el teatro todos estaban congelados.

Si bien los críticos recibieron el montaje con cierta indiferencia, Arletty estuvo maravillosa en el papel de Blanche (personaje que al mismo tiempo estaba interpretando en Londres Vivien Leigh). Era la primera vez que pisaba un escenario desde que le prohibieron actuar. Su película Portrait d’un Assassin, con Maria Montez y Erich von Stroheim, se estrenó el 25 de noviembre, cuando la obra seguía en cartel.

Cierta noche, Arletty tuvo una visita inesperada en el camerino tras la actuación. Se trataba de Marlon Brando, que se encontraba en París disfrutando de unas largas vacaciones después de que su interpretación de Kowalski en el montaje original estadounidense lo hubiese lanzado a la fama. Tenía buenas razones para querer verla: Los niños del Paraíso era su película favorita, y adoraba la actuación de Arletty en el papel de Garance. En Estados Unidos le habían dado el papel del campesino criminal de El águila de dos cabezas, que Cocteau había escrito para su amante, Jean Marais. Sin embargo, la interpretación que hizo Marlon Brando del campesino, basada por completo en «el método» del Actor’s Studio, resultaba tan grosera (comportaba gestos como el de hurgarse la nariz o rascarse la entrepierna) que Tallulah Bankhead, quien representaba el papel de la reina de la que se enamora aquél —y que en el montaje parisino interpretaba Edwige Feuillére—, había llegado a tomar su vasta despreocupación por una afrenta para con su persona. En gran medida, se debió a su insistencia el que se excluyera a Brando cuando se llevó la obra a Broadway.

Sus nociones de diplomacia no habían mejorado con el tiempo. Así, cuando fue a conocer a Arletty se presentó en vaqueros y con una camiseta. La actriz, que en lo tocante al vestuario se comportaba como una verdadera parisina, no pudo menos de sentirse ofendida, y le correspondió con un recibimiento glacial. Él se limitó a encogerse de hombros y centrar su atención en Le Boeuf sur le Toit, aquella nueva colonia de la orilla izquierda del Sena en la orilla derecha, donde pasaba las horas con Germano-pratins de costumbres más relajadas en el vestir. Se procuró una modesta Mobylette, desde la que, sentada en la parte trasera, Juliette Gréco pudo hacerle visitas guiadas por París. Con todo, la cantante de la que se enamoró en el Boeuf fue Eartha Kitt.

Los clubes nocturnos parisinos ofrecían una variedad de espectáculos más amplia que los de cualquier otra ciudad del mundo. El Bal Tabarin era tal vez el más el más efectista. De entrada, daba la impresión de ser igual que cualquier otro local, provisto de mesas y sillas dispuestas en derredor de una pista de baile. Sin embargo, el espectáculo de semidesnudos constituía por sí solo un acto imponente, merced a las trampillas, los trapecios, las luces, los sonidos, los espejos y los animales circenses que creaban efectos mágicos. El Carrousel, sito en el número 40 de la rué du Colisée, a muy poca distancia de Le Boeuf sur le Toit, tenía por principal atracción a un grupo de imitadoras ataviadas con hermosos vestidos, aunque la noche acababa con un cancán interpretado por las muchachas de Les Folies Bergére, que acudían al local tras su actuación.

También había infinidad de establecimientos para homosexuales de uno y otro sexo, como era el caso de Le Monocle, en Montparnasse; pero La Vie en Rose, a pesar de que se conociese asimismo con el nombre menos romántico de la salle viande, o «sala carnal», era sin duda el más entrañable y excéntrico. Sir Michael Duff y David Herbert, eminentes filenos ingleses, llevaron allí una noche a Louise de Vilmorin, Diana Cooper y su joven hijo, John Julius. «Se trata de una sala de baile no muy grande —escribió Diana—, con orquesta y parejas de dentistas de mediana edad que bailan muy bien juntos, no mejilla con mejilla, como acostumbran los lánguidos jóvenes con las señoritas, sino con soltura y cierta formalidad. Un patrón con un dedo de pintura en la cara va de un lado a otro esperando a que llegue el momento de cambiar camisa y pantalón por un traje de noche eduardiano de lentejuelas y un sombrero a la Boldini. Entonces, a una señal de la orquesta, sale en tropel un grupo de ballet formado por caballeros entrados en años, maquillados y con escote, que se deleitan cuanto pueden mientras las parejas de hombres (y alguna que otra de mujeres vestidas de tweed) andan pavoneándose de un lado a otro.»[532]

Otro local nocturno bielorruso que venía a sumarse al Schéhérazade y el Troika era el Dinarzade, dirigido por Alexis de Norgoff y el coronel Tchikacheff, en el que no faltaban el caviar, el shashlik, el vodka y el champán. Les Grands Seigneurs, situado en la calle Daunou, cerca del Harry’s Bar, también conocido como Ciro’s, disponía de cortinas de terciopelo, paredes del color del vino tinto, enormes garapiñeras y violinistas gitanos que tocaban casi al oído del comensal. Al igual que sucedía con el vetusto Monseigneur, sito en la rué d’Amsterdam, al que se asemejaba, no era conveniente acudir a él si no era para iniciar una relación, a no ser que lo que se buscara fuese una ruina financiera.

Suzy Solidor ofrecía un espectáculo menos oneroso —a la par que menos predecible—, en su Club de l’Opéra de la calle Joubert. El establecimiento tenía una colección de más de cien retratos de la dueña, entre los que no faltaban obras de Christian Bérard, Cocteau, Dufy y Van Dongen. Los que gustaban de los ritmos tropicales podían elegir entre La Cabane Cubaine, en Montmartre, o Canne à Sucre, local martiniqués de Montparnasse. Entre los clubes de jazz informales destacan el de Honey Johnson o el Chez Inez de la calle Champollion, en el que la dueña, Inez Kavanagh, procedente del Harlem, contrataba a músicos en paro. Cuando disminuían los pedidos de pollo frito o costillas de cerdo, la propia jefa «cantaba una o dos melodías con voz estentórea»[533]. El Lapin Agile, sito en la rué des Saúles, de Montmartre, lugar al que había llevado Koestler a Mamaine durante la primera noche que pasaron juntos en París, tenía fama de estar atestado de pintores sin blanca, aunque habían acabado por buscar otro sitio a raíz de la afluencia de turistas.

El espectáculo que más solicitaban los extranjeros a principios del verano de 1949 era la gran reaparición de Joséphine Baker en Les Folies Bergére, donde protagonizaba una fastuosa actuación llamada Féeries et Folies. En junio, el actor Michael MacLiammoir describió la primera salida que hizo por París con una de sus amistades. La experiencia comenzó con un plato de caracoles en el Méditerranée. Luego fueron a ver a «Joséphine Baker, que interpretaba una serie de papeles a fin de representar la búsqueda del amor a través de los tiempos, desde una Eva tropical (acompañada por un Adán de cabello rubio ceniza, varias palomas y un brumoso amanecer en la selva edénica bajo una cascada gigante) hasta toda una sucesión de asombrosas encarnaciones de princesas griegas, emperatrices orientales y reinas de Francia. Después, se recrea en la interpretación de la emperatriz Josefina y María Estuardo. El espectáculo culmina en una catedral de color púrpura oscuro, donde la ejecutan públicamente (vestida de terciopelo negro suelto), tras lo cual aquella preciosidad decapitada, ataviada entonces con un reluciente vestido negro de estrás, canta el Ave María de Gounoud a los poderosos acordes del órgano mientras veintenas de ángeles descienden luminosos de sus vidrieras para celebrar el triunfo del de arriba sobre la materia, y ejecutan una majestuosa zarabanda rodeados de rayos violeta. Todo esto resulta émouvant en extremo. Nos encontramos demasiado cansados para ir a un club nocturno, metemos en la cama al pobre Paul, destrozado pero contento, y nos tomamos un chocolate en el Dome para calmar los nervios»[534].

Para los más resistentes, siempre quedaba la opción de acudir a Les Halles («la panza de París», a decir de Zola) por una sopa de cebolla antes del amanecer. Tras ingerir el caldo apenas líquido y un petit vi blanc, las elegantes parejas observaban a los mozos de cuerda de brazos fornidos y nariz colorada que transportaban, embutidos en monos azules, costillares de ternera. Después, caminaban sin prisas por el mercado de las flores, donde compraban ramos para llevarlas al hotel a su regreso. Allí, el conserje nocturno, a punto de acabar su jornada, las recibía con una mirada indulgente.

A principios de julio, el Consejo Municipal de la ciudad decidió culminar la Grande Semaine con una Grande Nuit de Paris. Se encendieron e iluminaron las fuentes de la capital y de Versalles. También se alumbró con focos, por vez primera, la torre Eiffel y se llevaron elefantes del circo para que actuasen bajo ella. Las autoridades organizaron una cena especial al precio de tres mil francos el cubierto, y las celebridades asistentes —entre las que se incluían Edward G. Robinson e Ingrid Bergman—, pudieron observar el espectáculo que tenía por colofón una exhibición de fuegos de artificio desde el Pont d’léna. La celebración, como cabe esperar, estaba en parte concebida para los extranjeros; sin embargo, constituía también una maniobra política que pretendía demostrar al pueblo de París que volvían los buenos tiempos.