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La traición de los intelectuales

En el interior de los círculos —principalmente de izquierda—, de la vida intelectual francesa empezaba a hacerse notar un enfrentamiento comparable al de David y Goliat entre un puñado de libertarios y la mayoría que se declaraba a favor del régimen estalinista. Sólo cuando la guerra fría comenzó a desarrollar su propia lógica maniquea se encontró el Partido Comunista a la defensiva.

Los comentarios de Thorez tras el golpe de Praga, que comportaban su admisión de que los comunistas respaldarían al Ejército Rojo en caso de guerra, los relegó a un gueto ideológico semejante al que trajo consigo la postura que adoptaron en 1939 tras el pacto nazi-soviético. Gran parte de la admiración por la Unión Soviética que se había dado en Francia durante los años 1944 y 1945 se tornó en desconfianza, y aun miedo, cuando la década tocaba a su final. El sector de la sociedad francesa que se resistió del modo más evidente a este cambio fue el de los intelectuales progresistas, que vieron su determinación alentada por la retórica en contra de Estados Unidos. Si bien el Partido Comunista no podía ya presentarse como el abanderado del patriotismo francés, aún le quedaba la posibilidad de erigirse en defensor de su cultura frente a la invasión transatlántica.

Poco después de que los ministros comunistas abandonasen el gobierno, Thorez pidió la creación de un front littéraire.

El partido, que estaba viendo cómo se escapaba de sus manos el poder político, quería asegurarse de tener bien asida a la élite del arte y el pensamiento. Esta resolución se hizo aún mayor al perder a un número elevado de militantes de la clase obrera a raíz de las desastrosas huelgas de 1947 y 1948. El comisario cultural, Laurent Casanova, instó a los escritores a formular nuevos valores. Bajo su dirección se reunía cada semana una comisión de intelectuales, entre los que se hallaban Annie Besse (hoy Annie Kriegel, historiadora) y Victor Leduc, hijo de un revolucionario ruso. Éste, académico fanático, pasó a ser miembro de la section idéologique, el equivalente al santo oficio en el Partido Comunista.

Para convencer a los intelectuales se apeló al idealismo y se recurrió al chantaje moral. Defraudar al partido del modo más ligero se presentó como una traición a las esperanzas del «total de la humanidad progresista». A menudo era necesario ejercer poco más que una presión mínima, toda vez que la mayor parte de los intelectuales comunistas anhelaban ser aceptados por la clase trabajadora, y sólo el engagement («compromiso») en el seno de su movimiento internacional podía absolverlos de la culpabilidad burguesa.

A su regreso de Estados Unidos, André Breton declaró: «El innoble término engagement, que se ha vuelto corriente desde la guerra, adolece de un servilismo que resulta terrible para la poesía y el arte»[503]. El engagement suponía erradicar la verdad al arbitrio del partido. Paul Eluard confesó haber rechazado un poema que había escrito acerca del bombardeo de Hiroshima después de que Aragon le hiciese saber que no seguía la línea trazada por el partido.

La política comunista de hacer que los intelectuales se mezclasen con los trabajadores era más simbólica que real. Annie Besse, que se hallaba al cargo del Quartier Latin (donde las vidas intelectual y obrera se solapaban en torno a la plaza de la Contrescarpe y la calle Mouffetard), logró la anhelada mezcla en el interior de las células. Con todo, y a pesar de que los representantes de ambos mundos vendiesen juntos L’Humanité los domingos en el mercado matinal de La Mouffe, el efecto resultaba forzado de manera irremediable.

Las reuniones semanales de la célula a la que pertenecía Emmanuel le Roy Ladurie se celebraban en un bistro o un café de la calle Gay-Lussac. Rodeados de vasos de cerveza barata, se dedicaban a «hablar sin parar durante horas en torno a la dialéctica del partido»[504]. En el Quartier Latin, el Partido Comunista podía tolerar cualquier excentricidad, incluidas las de Michel Foucault, el más impredecible de sus miembros, que «ya se hallaba absorto en sus investigaciones sobre la locura».

Paul Eluard, que se interesó de verdad por la vida de la clase obrera que se desarrollaba a su alrededor en el 18.º arrondissement, apenas albergaba ilusiones en relación con la posibilidad de que la intelectualidad y el proletariado pudiesen mezclarse con naturalidad. En 1945, el poeta había vuelto a vivir en la calle Marx Dormoy, cerca de los sitios que solía frecuentar con anterioridad. El interés que mostraba por la vida política del barrio era auténtico. Alentaba a los hijos de los trabajadores del partido a proseguir sus estudios, y llegó aun a escribir himnos para la organización local de jóvenes comunistas. A diferencia de algunas de las estrellas del partido, Eluard era un hombre modesto por naturaleza. Jean Gager, que lo acompañó a un encuentro de ferroviarios, recuerda que no abrió la boca durante el acto porque pensaba que no tenía nada útil que decir. Sin embargo, cuando salieron, se volvió hacia él y le dijo: «¿Seguro que no han cambiado su vocabulario porque estaba yo presente?». «Sí, tienes razón», hubo de admitir Gager. Su lenguaje había sido mucho más formal de lo habitual[505].

La sumisión de los intelectuales al dogma podía resultar sofocante a quien la observase desde fuera, pero el partido actuaba con astucia y sabía qué había de hacer para adular a los jóvenes escritores. Así, por ejemplo, Maurice Thorez llevó aparte a Pierre Daix durante un mitin para felicitarlo por su novela La Derniére Forteresse. Para un comunista de corta edad como él, aquél supuso el momento más importante de su vida. La compañera de Thorez, Jeannette Vermeersch, hizo aparecer a Daix en la portada de Femmes Francaises, la revista femenina del partido.

Los dirigentes comunistas sabían también halagar a los simpatizantes y manipular a los escépticos que podían servirle de algún modo. Georges Soria, uno de los periodistas veteranos del partido, declaró durante la reunión a la que asistió en el Kremlin en septiembre de 1948 que habían considerado útil a Julien Benda, autor de La traición de los clérigos, porque, «pese a que se opone al marxismo y al comunismo, secunda la política que defiende en estos momentos el partido en Francia». Soria pasaba entonces a referir que habían lanzado varias revistas, «Pensée, en particular, con el objeto de atraer a simpatizantes como Benda»[506].

La primera ocasión de relieve de demostrar la lealtad al comunismo tras la guerra llegó durante la primavera de 1948. Casi de la noche a la mañana, el mariscal Tito, héroe y modelo de conducta de quienes habían militado en la Resistencia francesa, fue declarado traidor por las autoridades soviéticas. Lo acusaron incluso de «esconder a los oficiales bielorrusos que torturaron y asesinaron a las madres y los padres de los bolcheviques durante la Revolución»[507].

La cúpula del Partido Comunista francés tenía una idea muy clara de cuál era la situación y no veía la hora de cumplir las órdenes de Moscú. Con todo, algunos de los militantes del partido, como es el caso de Louis Teuléry, antiguo miembro del gabinete ministerial de Tillon, no hicieron nada por disimular su convicción de que se había cometido una injusticia con Tito, y hubieron de pagar sus ideas con la expulsión sumaria. A Teuléry le advirtió un amigo: «Te van a acusar de trotskista[508]» Después de que lo echaran, sus camaradas —entre ellos algunos que mantenían una gran amistad con él desde los tiempos de la Resistencia—, se negaron a dirigirle la palabra —y sus esposas a la suya—, durante más de treinta años.

Varios centenares de miembros del Partido Comunista francés corrieron la misma suerte. La novelista Marguerite Duras abandonó la organización por las mismas fechas. Daix hubo de tragarse sus opiniones acerca del brutal cambio experimentado por la línea del partido por el simple hecho de que lo hubiesen aceptado sin rechistar hombres a los que él respetaba, como Charles Tillon. «Tienes que saber apretar los dientes», le había dicho Casanova[509].

La postración de algunos intelectuales ante el partido pudo proporcionar momentos que se hallaban más allá de cualquier sátira. Poco después de la guerra, Jacqueline Ventadour (más tarde esposa del pintor Jean Hélion) contrajo matrimonio con Sinbad Vail, hijo de Peggy Guggenheim, fundador de la revista literaria Points. Ella era comunista y pertenecía a la misma célula que Victor Leduc, profesor de filosofía en la section idéologique. Éste, a su vez, estaba casado con Jeanne Modigliani, hija del pintor y amiga íntima de Jacqueline y Sinbad. Austero y fanático, Leduc había renunciado a toda riqueza. Su esposa, desesperada por dejar el miserable apartamento de reducidas dimensiones en que vivían, necesitaba una entrada para poder mudarse a uno mejor, de modo que pidió el dinero prestado en secreto a Sinbad. Sin embargo, cuando Leduc supo que lo había obtenido de un capitalista estadounidense, sufrió un ataque de histeria por el temor de que el partido se enterase. Sinbad y Jacqueline hubieron de jurar que nunca dirían nada, y Leduc se dedicó a pedir dinero a los camaradas del partido a fin de devolverles la suma.

No hacía mucho de la ruptura de Tito y Stalin cuando Sinbad y Jacqueline fueron a cenar con Victor y Jeanne. Junto a ellos se encontraban algunos de los principales intelectuales comunistas de Francia, así como el agregado cultural húngaro, el escritor Zoltán Szabó. Como no podía ser de otro modo, la conversación giró en torno al traidor Tito, criminal impenitente. Alguien preguntó su opinión a Sinbad Vail, olvidando sin duda que no pertenecía al partido. Irritado por lo grotesco de aquel coloquio, aseguró que seguía pensando que Tito era un gran hombre. Entonces todos se sumieron horrorizados en un silencio absoluto. Finalmente, lo rompió un golpe de risa grave, sorda, del húngaro, que dijo no haber visto nunca nada tan gracioso como los rostros aterrorizados de aquellos intelectuales franceses[510].

Sartre se hallaba embarcado a la sazón en la única empresa política formal que emprendería en toda su vida. En otoño de 1947 se unió al Rassemblement Démocratique Révolutionnaire, partido fundado por Georges Altman y David Rousset con el fin de crear un movimiento independiente tanto de Estados Unidos como de la Unión Soviética.

Hacía tiempo que el Kremlin seguía los movimientos de Rousset, «trotskista y provocador»[511]. El Partido Comunista francés subrayó lo que tenía de peligroso la contribución de Sartre. «Existen dos peligros ideológicos en Francia —refirió Georges Soria a Kamenov—: el primero es el fascismo militante de Malraux y su falso heroísmo (la ideología del gaullismo); el segundo, la filosofía de la decadencia expuesta por Sartre, que ahora actúa sin tapujos en contra del comunismo y en favor de lo que él llama una “Tercera Fuerza”. Ambos tienen sus seguidores y cierta influencia, sobre todo entre los jóvenes.»[512]

Andrei Zhdanov fue el cerebro de los ataques dirigidos contra Sartre y su «filosofía reaccionaria burguesa»[513]. La campaña más violenta fue la que surgió a raíz del estreno de Las manos sucias, ocurrido en abril de 1948. La obra presenta la brutal política de poder en el seno del Partido Comunista de un país balcánico durante la guerra a medida que avanza por sus tierras el Ejército Rojo. Sartre expone los argumentos de uno y otro bando mediante el uso de inteligentes diálogos, y a pesar de que sus personajes carecen de profundidad psicológica, son al menos peones intelectuales más que políticos. La elección en apariencia inverosímil de Jean Cocteau para que hiciera de director resultó ser muy acertada, y ni el montaje ni la interpretación de los actores le fueron en zaga.

Cualquiera que estuviese en contacto con la realidad habría reparado en que este escalofriante retrato de la vida del partido estaba abocado a hacer montar en cólera a los comunistas. Sin embargo, tal como observó David Rousset, Sartre «vivía en una burbuja»[514]. Los comunistas franceses se hallaban aún más ofendidos, por cuanto Hoederer, el dirigente comunista asesinado por órdenes procedentes del interior del propio partido, había estado siguiendo un derrotero similar al de Maurice Thorez durante la guerra. Ilya Ehrenburg hizo saber a Sartre que no sentía nada por él sino desprecio. El escritor francés podría haber hecho caso omiso del comentario, pero, al parecer, quedó sinceramente consternado cuando se empleó Las manos sucias en cuanto propaganda anticomunista. El Kremlin la prohibió en Finlandia alegando que toda propaganda hostil a la Unión Soviética contravenía las condiciones de su tratado de paz. Sin embargo, transcurridos cinco años, la postura de Sartre había cambiado hasta tal punto que sólo daba su aprobación a los montajes de la obra que contaran con el beneplácito del Partido Comunista local, lo que, claro está, equivalía a proscribirla.

El odio que profesaban a Sartre los estalinistas estalló de un modo aún más violento en Wroclaw (antigua Breslau, que a la sazón pertenecía a la Polonia ocupada por los soviéticos), en agosto de 1948, en una asombrosa puesta en escena durante la celebración del Congreso de Intelectuales para la Paz Mundial.

A este acontecimiento característico del frente comunista, organizado por Andrei Zhdanov dos meses antes de que se iniciase el bloqueo de Berlín por parte de los soviéticos, se había invitado a medio millar de participantes procedentes de cuarenta y cinco países. El objetivo principal del congreso era protestar ante el plan trazado por estadounidenses y británicos para reconstruir Alemania y presentarlo como una conspiración concebida para propiciar una nueva agresión contra las democracias populares y la Unión Soviética. La elección de Polonia en cuanto lugar de encuentro no había sido casual.

Entre los integrantes de la delegación francesa se encontraban los pintores Pablo Picasso y Fernand Léger, así como los escritores Vercors, Roger Vailland, Jean Kanapa, Pierre Daix y Paul Eluard, aún de luto por la muerte de su esposa, Nusch. Laurent Casanova hacía las funciones de organizador y acompañante. La comisión británica, más variada, estaba compuesta por el historiador AJ.P. Taylor, el científico J.B.S. Haldane, el doctor Hewlett-Johnson —, el Deán Rojo de Canterbury—, y el joven George Weindenfeld. La rusa, por su parte, incluía a Alexandr Fadeiev, presidente de la Unión de Escritores Soviéticos, el ubicuo Ilya Ehrenburg y Mijaíl Shólojov, autor de El Don apacible. De Brasil acudió Jorge Amado, y de Hungría, George Lukács. La presidencia del congreso estaba compartida entre el neutral Julian Huxley, director general de la UNESCO, e Irene Joliot-Curie, comunista.

A su llegada, los delegados se encontraron con un recibimiento pródigo aunque poco agradable en medio de las ruinas. Los polacos brindaron a Picasso una acogida digna de un rey y reservaron para él el dormitorio que había empleado Hitler durante la guerra. Una vez iniciado el congreso, el pintor malagueño pronunció su primer discurso político en favor de la liberación de su amigo Pablo Neruda, encarcelado en Chile. Su intervención no duró demasiado, y su sencillez tuvo un efecto poderoso. El siguiente en salir a la tribuna fue Alexandr Fadeiev. Se hace difícil imaginar un contraste mayor.

Zhdanov había instruido de un modo concienzudo al orador, que estaba desesperado por lavar su nombre después de las críticas que había recibido su última novela, La joven guardia, por no haber exaltado la función del partido. En su discurso abogó por que se declarase la guerra sin condiciones a la decadencia de la literatura y el arte occidentales. Aunque no mencionó a Picasso de forma explícita, era evidente que a él se dirigía parte de su invectiva, toda vez que presentaba a los pintores del realismo socialista como los únicos dignos de aceptación al estar alineados con la clase obrera. Sin embargo, cuando describió a Sartre como un «chacal con pluma», los delegados occidentales, como movidos por un resorte, se quitaron los auriculares en ademán incrédulo. Sin dejarse intimidar por el efecto que habían tenido sus palabras en la sala, Fadeiev siguió leyendo sin más su discurso.

A despecho de la mirada vigilante de Laurent Casanova, fueron varios los miembros de la delegación francesa —Picasso, Léger y Vercors—, que no hicieron nada por disimular su indignación. Para Vercors, aquél supuso un golpe tremendo para su fe en el partido, contra el que se volvería antes de que acabase el año siguiente. De hecho, acabó por convertirse en un crítico formidable de los juicios propagandísticos de la Europa oriental. Tras mantener un breve intercambio de notas con Irene Joliot-Curie, Julian Huxley abandonó la sala y tomó el primer avión a su país.

Aquella noche, en el bar del hotel Monopol, Picasso, exasperado por las discusiones en que se había enzarzado con los pintores del realismo socialista, se emborrachó. Los periodistas no se cansaban de preguntarle cuál era su opinión acerca del encuentro, pero él se negó a contestar.

El último día del congreso, los delegados quedaron conmocionados ante la noticia de la muerte inesperada de Zhdanov, que resultó en especial devastadora para Fadeiev. El periodista Dominique Desanti vio cómo le temblaban las manos al saber de su defunción. Debió de dar por hecho que habían asesinado por orden de Stalin al encargado de vigilarlo (las circunstancias del fallecimiento de Zhdanov siguen aún sin aclararse) y tal vez temía seguir su misma suerte. Fadeiev, que había vendido su alma al sistema, se suicidó después de que Jrushchov revelara en el Vigésimo Congreso del Partido los crímenes cometidos por Stalin. Su autodestrucción constituye un final apropiado —si bien de un modo muy severo—, a una historia de aquellos tiempos.

Acabado el congreso, Picasso, Eluard y Daix visitaron Auschwitz, guiados por el Partido Comunista polaco, y Varsovia, donde pudieron ver —Picasso con los ojos llenos de lágrimas—, los escombros de lo que había sido el gueto. Las atrocidades nazis seguían siendo uno de los pilares de la propaganda estalinista. Según afirmaba ésta, la Unión Soviética era la única potencia capaz de impedir que se repitiesen crímenes de tal magnitud.

El Partido Comunista francés, no obstante, se encontró sumido en una posición aún más difícil de defender cuando comenzó la era de los juicios propagandísticos en la Europa oriental. Todo punto negativo se transformaba en uno positivo. Cuanto mayor fuese la mentira, más grande era el esfuerzo que había que hacer para mantener la fe y con más desesperación la defendían los leales al partido. Basaban sus razones en una de las manipulaciones lógicas más desvergonzadas que se hayan conocido. El camarada Stalin y los partidos comunistas de todo el mundo luchaban por el bien del pueblo. Por lo tanto, eran incapaces de torturar a un militante fiel para obligarlo a confesar horrendos crímenes.

El mayor reto al que tuvo que enfrentarse la reputación de la Unión Soviética surgió en los albores de 1949 con el proceso judicial de Kravchenko celebrado en París, un acontecimiento que se siguió con interés obsesivo en todo el planeta.

Viktor Kravchenko, ingeniero ruso que había desertado durante una operación comercial soviética llevada a cabo en Estados Unidos en 1944, publicó sus memorias con el título de Yo escogí la libertad. El libro se convirtió en uno de los más vendidos del período de posguerra y se tradujo a veintidós idiomas. Fue el primer testimonio de gran difusión escrito por un ruso de las colectivizaciones forzadas de Stalin, la persecución de los kulaks y las hambrunas de Ucrania. Asimismo, ofrecía una descripción de los campos soviéticos de trabajos forzados veinticinco años antes de Archipiélago Gulag de Alexandr Solzhenitsin.

El libro produjo sensación cuando apareció en Francia en 1947. Se vendieron cuatrocientos mil ejemplares, y se le otorgó el Prix Sainte-Beuve. Con todo, el poder que ejercía el Partido Comunista sobre el mundo editorial era tal que ninguna de las empresas editoras más importantes se había atrevido a publicarlo.

El partido se opuso a todas las alegaciones de la obra de Kravchenko, y en especial la idea de que hubiese campos de trabajos forzados en la Unión Soviética. Les Lettres Francaises fue la primera entidad en criticarlo, y lo hizo el 13 de noviembre de 1947 con un artículo firmado por un tal Sim Thomas, que supuestamente era un antiguo oficial de la OSS estadounidense. El escrito aseguraba que los autores del libro habían sido los agentes del servicio de inteligencia y no Kravchenko, a quien habían despedido por alcohólico y mentiroso compulsivo. A esta diatriba se sumaban otras surgidas de la pluma del escritor comunista André Wurmser. Al saber de estos ataques, Kravchenko, que se había establecido de forma temporal en Estados Unidos, presentó una demanda por difamación contra «Sim Thomas», André Wurmser, Les Lettres Françaises y su director, Claude Morgan, antiguo militante de derecha convertido al comunismo.

Cuando se inició el juicio, el día 24 de enero de 1949, el Palacio de Justicia se vio invadido por equipos de realización de noticiarios, periodistas y fotógrafos de prensa. Hubo que recurrir incluso a una compañía de la Garde Républicaine a fin de que restableciera el orden. El alcance y la significación de la batalla que tuvo lugar en aquella sala de justicia no tardó en ponerse de relieve. Por más que la defensa intentase convertir la causa en un proceso contra la persona de Kravchenko, el proceso no dejó de ser lo que éste había pretendido: un juicio por poder a la Unión Soviética y el estalinismo. Ambas partes presentaron sus testigos, aunque todos los gastos corrieron de parte del demandante. Bien que no proporcionaron respaldo financiero alguno a Kravchenko, las autoridades estadounidenses lo ayudaron a reunir a ucranianos procedentes de los campos de desplazados de Alemania a fin de que testificaran en relación con las condiciones existentes en la década de los treinta.

Los abogados defensores de Les Lettres Françaises pusieron la vista en la Unión Soviética a la hora de buscar testigos. El NKVD localizó a todo aquel a quien pudiese persuadir a desacreditar el carácter y la veracidad de Kravchenko. En este sentido, la persona más vulnerable de todas era la primera esposa del querellante, dado que su padre, antiguo oficial del Ejército Blanco, seguía en prisión.

Antes de que apareciesen los testigos soviéticos, la defensa intentó valerse del patriotismo francés para volverlo en contra de un hombre que se había pasado al bando contrario y, por lo tanto, desertado en tiempos de guerra. Cuando el abogado de Kravchenko esgrimió a modo de contraataque la deserción de Thorez en 1939 y el de Wurmser, el licenciado Nordmann, pidió «un peu de respect pour ce grand homme politique francais», estallaron risas de mofa en la sala.

Dado que la inmensa mayoría del público apoyaba sin reservas a Kravchenko, la prensa comunista declaró que los bancos estaban atestados de señoras de los beaux quartiers vestidas con abrigos de pieles. Es cierto que el juicio había levantado tal expectación en París que los bares estadounidenses habían incluido entre sus cócteles uno llamado «Yo escogí la libertad», mezcla de whisky y vodka, a modo de ardid publicitario. Muchos de los que acudieron a la sala de justicia lo hicieron por ver cómo dejaban a los comunistas con un palmo de narices. André Gide, por ejemplo, no habría sido humano si no se hubiese deleitado pensando en esta posibilidad después de lo que había dicho de su persona Les Lettres Françaises. Sin embargo, también asistieron muchos que no tenían ninguna predisposición contra los acusados, como era el caso de Sartre y Simone de Beauvoir.

Nordmann convocó a los simpatizantes más destacados a fin de que expresasen el desdén que profesaban a Kravchenko —Pierre Cot, ministro de Aviación del gobierno constituido en 1936 por el Frente Popular; Louis Martin-Chauffier, presidente del Comité Nacional de Escritores; Emmanuel d’Astier de la Vigerie; el doctor Hewlett-Johnson, y el general Petit—, así como a escritores comunistas —Pierre Courtade, Vercors y Jean Cassou, cuñado de Wurmser—, a Ferdinand Grenier, antiguo ministro comunista (que se presentó como trabajador de la panadería) y el ubicuo Frédéric Joliot, laureado con un Nobel, quien aprovechó su declaración para defender los procesos propagandísticos celebrados en Moscú durante la década de los treinta. El único testigo que la defensa no llegó a presentar fue «Sim Thomas», el supuesto autor estadounidense del artículo original, por la simple razón de que no existía: el escrito había sido obra de André Ulmann, editor de la Tribune des Nations, publicación respaldada por los soviéticos.

El 7 de febrero, la defensa llamó a declarar a la exesposa de Kravchenko, Zinaida Gorlova. La atmósfera de la sala se había hecho más tensa ante la perspectiva de su intervención. «Se trata de una rubia atractiva —escribió una testigo presencial—, de treinta y cinco años, con lo que solía llamarse “ventajas” ceñido fuertemente por un corsé. Lleva un vestido negro, y tiene el semblante pálido y la expresión reservada.»[515] Gorlova había sido trasladada en avión a París custodiada por una mujer —perteneciente al NKVD, según cabe suponer—, que la acompañaba a todos lados cada vez que salía de su apartamento alquilado por la Embajada Soviética en el bulevar Suchet. Con una voz monótona a fuerza de ensayos, refirió a la sala que Kravchenko la golpeaba, destrozaba la vajilla y la había obligado a abortar. Era un hombre mentiroso, mujeriego y borracho.

El licenciado Georges Izard, abogado de Kravchenko, apenas hubo de esforzarse para hacer que aquella desdichada se sintiese violenta. Se negó a admitir que su padre había sido miembro de la Guardia Blanca o que estuviese confinado en un campo de prisioneros. Por el contrario, aseguró que había muerto. También dijo no haber visto jamás las escenas del hambre en Ucrania que su exmarido afirmaba haber presenciado con ella. El esfuerzo que hubo de hacer fue tal que acabó por pedir una silla para poder sentarse. Nordmann, el abogado de la defensa, intentó impedir que Kravchenko hablase con la que había sido su esposa. El presidente del tribunal lo exhortó a permanecer callado, y entre ambos estalló una furiosa riña, durante la cual, Gorlova siguió reiterando de forma mecánica los insultos dirigidos a su antiguo cónyuge. «¡Siempre repitiendo la misma grabación!», exclamó Kravchenko mientras el presidente se apresuraba a levantar la sesión.

El proceso se sumió con frecuencia en el caos. Uno de los enfrentamientos culminó cuando el demandante se abalanzó sobre Wurmser y se hizo necesaria la intercesión de un gendarme. Muchos de sus comentarios no sólo tenían la virtud de ser astutos y divertidos, sino también, para deleite de los miembros del público que lo respaldaban, sumamente directos. En otra ocasión, Claude Morgan exclamó de súbito: «¡No son espectadores: son cagoulards!»[516]. Tampoco André Wurmser pudo menos de expresar sinceramente su indignación ante el hecho de que se concediese audiencia pública a un traidor.

En el transcurso de los días siguientes, el aspecto de Gorlova se fue mudando. Estaba decaída, tenía el rostro cetrino y el cabello descuidado, y había perdido peso. Kravchenko no pudo evitar sentir lástima por ella, pues sabía bien que el hecho de que no hubiese sido capaz de hacer una buena representación durante el juicio no auguraba nada bueno para ella ni para su familia. «Ella no ha venido a Francia por su propia voluntad», gritó al tribunal. Prometió cuidar de ella en Occidente por el resto de su vida: «¡Pero debe decir antes por qué ha venido!»[517]. La sala de justicia estaba electrizada. Gorlova se vino abajo mientras buscaba en vano un pañuelo en el bolso. La mujer que la custodiaba permaneció rígida en el asiento de al lado. Antes de que se reanudase el proceso la llevaron a Orly, donde la esperaba un avión militar soviético para llevarla de nuevo a Rusia.

Entonces llegó el turno de los testigos de Kravchenko. Si bien casi todos provenían de campos de desplazados de Alemania, el que resultó más efectivo había llegado de Estocolmo. Se trataba de Margarete Buber-Neumann, viuda de Heinz Neumann, uno de los dirigentes del Partido Comunista alemán de preguerra. Ambos habían solicitado asilo en Rusia cuando Hitler subió al poder y habían sido enviados a los campos soviéticos de trabajos forzados, acusados de desviacionismo político.

En 1940, firmado el pacto Molotov-Ribbentrop, la Unión Soviética los entregó a los nazis junto con algunos judíos alemanes. Margarete sobrevivió cinco años en el campo de Ravensbrück, y se las ingenió para escapar poco antes de la llegada del Ejército Rojo. A decir de Galtier-Boissiére, que observaba el juicio con gran interés, Claude Morgan y André Wurmser bajaron la mirada al suelo ante la descripción que hizo la testigo de los campos de trabajo soviéticos. Ella se mostró impávida mientras presentaba con claridad cada detalle con una entereza y un valor asombrosos. Tan sólo el estalinista más fanático habría tenido valor de dudar de su testimonio. El comunista renegado Arthur Koestler no pudo menos de sentirse exultante al ver el efecto que había tenido la intervención de Buber-Neumann, a quien él y Mamaine Paget alojaron en su domicilio durante un par de días.

El veredicto del juicio, favorable a Kravchenko, se hizo público el 4 de abril, el mismo día en que se firmó el tratado del Atlántico Norte. Casi como si quisiera demostrar que el demandante estaba en lo cierto, la prensa rusa sostuvo lo contrario: que la verdad de la postura soviética había dado al traste con la causa de Kravchenko. Nada de esto, sin embargo, fue óbice para que la noticia de la derrota sufrida en Francia por los comunistas llegase a Solzhenitsin, para quien supuso un atisbo de esperanza en el campo de prisioneros de Kuibishev[518].

El proceso vino a sumarse a los reveses sufridos por el Partido Comunista en 1947 y 1948 para empezar a convencer a Francia de que la Unión Soviética no era el paraíso obrero que pretendía ser. Los enfrentamientos de la sala de justicia propiciaron una oleada de cinismo que hizo que el pueblo perdiera el miedo a criticar abiertamente el comunismo. El último día del mes, los integrantes de la izquierda antiestalinista celebraron en la Sorbona una conferencia en torno a la guerra y la dictadura, algo que habría sido impensable dos años antes.

El 20 de abril, cuando apenas habían pasado dos semanas desde el final del juicio, la Unión Soviética probó una nueva táctica: El Partido Comunista francés fundó el Mouvement de la Paix durante un encuentro realizado en la Salle Pleyel y presidido por el profesor Joliot. La paloma de Picasso, emblema del movimiento, ocupaba un lugar destacado. El mismo día se llevó a cabo un mitin multitudinario, y las paredes de la ciudad no tardaron en quedar empapeladas con reproducciones de la paloma. Tampoco hubo de pasar mucho tiempo para que el grupo anticomunista Paix et Liberté contraatacase con su propia propaganda. Con este fin, se imprimieron carteles en que se representaba la paloma de la paz como un bombardero ruso con la leyenda: La colombe quifait boum!, en un intento por desafiar el monopolio que parecían tener los comunistas sobre los muros parisinos.

En la época del juicio de Kravchenko, Koestler y Mamaine se mudaron a una casa llamada Verte Rive y erigida en Fontainebleau, a orillas del Sena. Durante la mudanza estalló una nueva disputa, aunque en esta ocasión Koestler se puso del lado de Sartre y De Beauvoir y en contra de André Malraux. Éste había hecho pública su indignación ante la invectiva de que había sido objeto por parte de Les Temps Modernes, lo que había llevado a Gastón Gallimard a retirar de inmediato el respaldo que prestaba a la publicación. Sartre y De Beauvoir descubrieron que aquél, al parecer, había amenazado a Gallimard con revelar sus antecedentes durante la ocupación si no retiraba su apoyo a Les Temps Modernes.

Mamaine Paget recordaba la noche del 1 de marzo de 1949, en la que Koestler «se subió a las barbas» del novelista francés. «En un principio, cuando K. le preguntó acerca del asunto, Malraux se limitó a responder con evasivas. Sin embargo, acabó por reconocer, más o menos, que tenía razón… K. sintió entonces que la gran fe que profesaba a Malraux y la amistad que lo unía a él habían llegado a su fin. Lo cierto es que había hecho algo repulsivo… chantaje, simple y llanamente.»[519]

La última salida que hicieron juntas las tres parejas —Koestler, Sartre, Camus—, tenía cierto aire de déjà vu, aunque en esta ocasión no fueron al Schéhérazade, sino al Troika, otro local nocturno de categoría dirigido por bielorrusos.

Transcurridos unos días, Camus, Sartre y Simone de Beauvoir hablaron sobre aquella noche. El primero quiso saber: «¿Creéis de verdad que podemos seguir bebiendo así y trabajar al mismo tiempo?». Cuando Sartre y De Beauvoir volvieron a encontrarse con Koestler a la salida del hotel Pont-Royal y él propuso que volvieran a quedar, Sartre sacó su agenda como por costumbre antes de detenerse y responder:

—No tenemos nada más que decirnos.

—¡No me dirás que lo vamos a echar todo a perder por razones políticas! —repuso Koestler.

—Cuando dos personas tienen opiniones tan diferentes —contestó Sartre—, ni siquiera pueden ver juntos una película.

Koestler, que no eludió su parte de responsabilidad en el fin de su amistad, volvió a coincidir con Sartre en junio de 1950 en la Gare de l’Est, donde ambos habían de tomar el tren nocturno a Alemania. Koestler y Mamaine, por aquel entonces marido y mujer, se dirigían al Congreso sobre la Libertad Cultural, en tanto que Sartre iba a Frankfurt a dar una conferencia. Lejos de la presencia condenatoria de Simone de Beauvoir, los tres compartieron lo que llevaban de comer con dos polacos anticomunistas y el guardaespaldas que había designado a Koestler la Sûreté después de que los comunistas lo amenazaran de muerte.

A pesar de que tenía aspecto de estar muy enfermo, Sartre (quien, a decir de Mamaine, vivía prácticamente de una especie de anfetamina llamada Corydrane) hizo de tripas corazón, de tal modo que tuvieron un viaje muy entretenido. De cualquier modo, Koestler y su esposa no pudieron menos de compadecerse de él. «Aquella noche, en el coche cama —escribió el primero al final de su vida—, Sartre se quejó de que apenas salían al caer la tarde, dado que no quedaba casi nadie con quien estuviesen de acuerdo en lo tocante a la política.»[520]

El año 1949 vio cómo se tambaleaba la fe en el partido de no pocos intelectuales comunistas. Tanto Vercors como Jean Cassou, el cuñado de Wurmser, abandonaron sus filas, y hubieron de enfrentarse al consiguiente ataque de L’Humanité, que los motejó de traidores en el número del 16 de diciembre. Para Les Lettres Françaises, empero, y dado que pretendía interponer un recurso de apelación contra el veredicto de la causa de Kravchenko, resultaba embarazoso que dos de sus testigos hubiesen adoptado tal decisión.

Las desavenencias de Sartre y Camus también se habían hecho mayores. En diciembre de 1949, después de que este último regresase a Francia de Suramérica, se estrenó Los justos en el Théátre Hébertot, el mismo en el que había triunfado en 1945 con Calígula. La nueva obra, que giraba en torno a la violencia revolucionaria en la Rusia zarista, marcó aún más el alejamiento de Camus con respecto a sus contemporáneos communisants. Algunos la consideraron un ataque velado a la Resistencia, bien que el objeto de la crítica del dramaturgo era evidente: la idea de que podía justificarse la violencia revolucionaria con la vaga promesa de un futuro mejor. El siguiente paso en el distanciamiento respecto de Sartre tuvo lugar dos años después con la publicación de su ensayo El hombre rebelde, un ataque directo a los intelectuales que permitían que las consideraciones políticas corrompiesen su integridad artística.

Sartre no creía siquiera que un escritor pudiera mantenerse al margen en lo político. En su caso, el compromiso político estaba ya subordinando al arte. Veía con cierto aire de superioridad los escrúpulos de Camus y su resistencia a dejarse llevar por la corriente progresista de la historia. «Sólo se me ocurre una solución para tu caso —fue su conclusión—: las islas Galápagos».

La ruptura final no ocurrió hasta 1952. Sartre vio a Camus en el bar del Pont-Royal y le advirtió que esperase lo peor de la reseña de El hombre rebelde que había preparado Francis Jeanson para Les Temps Modernes. El comité editorial se había negado a censurar lo que había escrito.

Camus publicó su réplica el 30 de junio. Haciendo caso omiso de Jeanson, dirigió su carta a Sartre, a quien se refería como «Monsieur le Directeur». En particular, criticaba «el método intelectual y la actitud» del escrito. Cierto es que sus argumentos no rebosaban en rigor filosófico; pero también lo es que el autor formulaba preguntas certeras que dejaban a sus oponentes en una situación muy incómoda. «Uno no decide qué tiene de verdad un pensamiento considerando si es de derecha o de izquierda.»[521] Ponía de relieve lo que había de contradicción fundamental en el hecho de que los existencialistas justificasen un sistema que se oponía en redondo a la idea de la responsabilidad del individuo.

«Una polémica como ésta —comentó Raymond Aron—, apenas puede entenderse fuera de Francia y de Saint-Germain-des-Prés.»[522] Allí, más que en ninguna otra parte, los intelectuales progresistas seguían haciendo la vista gorda ante los métodos estalinistas. Algunos reconocían su existencia, pero los justificaban. Otros, como es el caso de Simone de Beauvoir, reconocían su existencia y los consideraban irrelevantes. Para De Beauvoir, quien les concediese demasiada importancia resultaba sospechoso de respaldar el capitalismo estadounidense. A pesar de la antipatía que profesaba a Kravchenko, admitía que el juicio había demostrado fuera de toda duda la existencia de campos de trabajos forzados en la Unión Soviética. Sin embargo, se delataba en la siguiente descripción del escritor norteamericano Richard Wright: «Con los ojos encendidos por el brillo de un fanatismo descaminado, relataba casi sin aliento por la emoción historias de arrestos clandestinos, traiciones y asesinatos que sin duda eran ciertas. Con todo, resultaba difícil entender el sentido y el alcance de lo que estaba diciendo»[523].

Esta nueva «traición de los clérigos» se hallaba de lleno en la tradición de los jacobinos, por cuanto giraba en torno a un terrorismo intelectual que justificaba el terror físico. El régimen de Stalin sería despiadado, según argumentaban sus apologistas; pero toda revolución contaba con una majestad terrible. Lo que importaba era que la filosofía declarada por la Unión Soviética se hallase del lado de la justicia humana. Ante esto, Estados Unidos no ofrecía ningún programa ideológico ni social que no fuese el de la libertad económica, que no era otra cosa que la libertad de explotar a los demás.

Los que no se hallaban confinados en burbujas de teoría vacías desde el punto de vista moral podían haberse visto cautivados por la atracción de un partido de mártires en tiempo de guerra. Sin embargo, no pudieron cerrar los ojos ante la sospecha de que los terribles sacrificios que habían impulsado al sistema soviético habían sido —y seguían siendo—, en vano. No puede construirse una Utopía sobre una fosa común.