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Un triángulo curioso

El de 1948 fue sin duda el año más peligroso de la guerra fría. Hoy, tras el repentino desmoronamiento del poder soviético, resulta cada vez más difícil imaginar el temor que debió de sentir el pueblo ante la posibilidad de una nueva guerra mundial y una segunda ocupación, protagonizada esta vez por el Ejército Rojo. Los acontecimientos se habían precipitado de tal manera que, para muchos, la reivindicación marxista-leninista del carácter inevitable de la historia comenzaba a parecer incontestable.

Nancy Mitford, que en 1946 se había permitido burlarse de los Windsor por aconsejar a la gente que guardaran las joyas en un lugar seguro antes de salir de Francia, escribió en marzo de 1948 una carta a Evelyn Waugh en un tono bien diferente, convencida de la inminencia de una invasión rusa. «Incapaz de enojarme con ellos —decía—, me encuentro asustada sin más. A veces me despierto en mitad de la noche empapada de un sudor frío. Gracias a Dios, no tengo hijos; así que siempre puedo tomar una píldora y decir adiós.»[481]

Tras el derrumbamiento de las huelgas, el Partido Comunista francés se preparó para volver a la clandestinidad. Auguste Lecoeur, joven cabecilla de los mineros que había dirigido la seguridad comunista con una inflexibilidad tan efectiva durante la Resistencia, no perdió el tiempo tras recibir sus instrucciones acabada la reunión del Kominform en la población polaca de Sklarska Poreba.

A los estibadores comunistas de los puertos más importantes —como, por ejemplo, el de El Havre—, se les encomendó la misión de obstaculizar la entrada de embarcaciones que transportasen suministros militares a las fuerzas estadounidenses desplegadas en Europa. El espionaje constituía la piedra angular de la guerra clandestina para ambos bandos, de tal modo que se restauraron las redes de informadores, procedentes en su mayoría de los grupos existentes durante el conflicto bélico. Los miembros del partido que pertenecían al sindicato de trabajadores de correos organizaron la interceptación del correo destinado a personajes de relieve. Con todo, los topos de mayor utilidad eran los militantes del partido sin identificar que trabajaban en los servicios de seguridad, en especial en los Renseignements Généraux, y los oficiales de menor graduación del Ministerio del Interior.

El golpe de Praga del 20 de febrero supuso la señal más evidente en Occidente del verdadero inicio de la guerra fría. El diplomático Hervé Alphand equiparó la toma de poder en Checoslovaquia por parte de los comunistas con la de Hitler en marzo de 1939, si bien reconoció que había sido algo menos tosca. Los demócratas del gobierno checo hicieron de un modo pésimo lo que tal vez no era más que una jugada imposible. Presentaron sus dimisiones en protesta ante la actuación del ministro comunista del Interior, dando por hecho que tal iniciativa obligaría al presidente Benes a destituirlo junto con el primer ministro, Klement Gottwald, también comunista. Sin embargo, siguiendo órdenes de la Unión Soviética, los comunistas no dudaron en aprovechar la oportunidad que se les brindaba. Organizaron un mitin de masas que hizo patente la amenaza de una guerra civil, y Benes acabó por ceder y permitió a Gottwald formar un nuevo gobierno compuesto por comunistas y simpatizantes. Jan Masaryk, ministro de Asuntos Exteriores ajeno al partido, cayó de una ventana del palacio Czernin para morir poco después. A pesar de que la tragedia constituyó tal vez un suicidio, provocado por la desesperación y la presión intolerable a que lo habían sometido los comunistas, no fueron pocos los parisinos que repararon con consternación en la coincidencia de que Jean-Louis Barrault estuviese representando entonces su versión de El proceso, de Kafka, en el Théátre de Marigny.

El 23 de febrero, tres días después del golpe de Praga, tuvo lugar la conferencia de Londres sobre el futuro de Alemania. Hervé Alphand y Couve de Murville tomaron en París el tren Golden Arrow, que enlazaba con el barco a fin de conectar Francia e Inglaterra. El tiempo siberiano, que combinaba un viento frío y cortante con ráfagas de nieve, parecía un símbolo del momento. El alivio que les produjo la llegada al Claridge’s disminuyó sobremanera cuando se encontraron con que la escasez de carbón de Gran Bretaña era semejante a la de su país.

El golpe de Praga tuvo al menos una consecuencia positiva para la Europa occidental, por cuanto logró horrorizar a Washington e impedir que la implantación del Plan Marshall volviera a verse sujeta a más actos de prevaricación. De hecho, el Congreso aprobó el proyecto de ley con una rapidez insólita. Por otra parte, el suceso sirvió para unir a los gobiernos europeos. El 17 de marzo se firmó el tratado de Bruselas, en el que participaron Francia, Gran Bretaña, Bélgica, Holanda y Luxemburgo. Truman anunció aquel mismo día al Congreso su firme respaldo. Esto culminó, un año más tarde, en el tratado del Atlántico Norte, que sirvió de piedra fundamental a la OTAN. La mayoría de los dirigentes europeos aceptaron a la sazón que, si querían sobrevivir, «debían atraer a Estados Unidos hacia Europa»[482].

En Francia, los comunistas se enfrentaban a un problema de estrategia: no sabían si centrar sus ataques en el gobierno o en De Gaulle. Instados por el Kremlin, presentaron al gobierno en cuanto un segundo régimen de Vichy en el que los estadounidenses representaban el papel de nueva fuerza de ocupación. Con todo, profesaban un mayor temor instintivo al general. Jacques Duclos pidió que se disolviese «la organización paramilitar de De Gaulle, ilegal y fascista, que no tiene otro objetivo que el establecimiento de una dictadura»[483].

Los encuentros del RPF se vieron interrumpidos desde entonces por la aparición de nutridos grupos de comunistas. Después de que los estudiantes acallaran a gritos a Raymond Aron, Malraux organizó un mitin aún mayor, aunque en esta ocasión se recurrió a un grupo numeroso de guardias de seguridad voluntarios pertenecientes al service d’ordre del Rassemblement con objeto de demostrar «que disponíamos de la fuerza necesaria para imponer respeto y organizar nuestros mítines cuando y donde quisiésemos»[484].

De Gaulle se condujo como si la suya fuese la única fuerza política capaz de impedir que los comunistas se hicieran con el poder. Seguía sin tener intención alguna de reconocer el papel que habían representado Schuman y Moch a la hora de contenerlos en noviembre. La Embajada Estadounidense, sin embargo, seguía impresionada por la firmeza de que estaba dando muestras el gobierno. Caffery señaló en un informe que «han pensado con mucho detenimiento en proscribir el Partido Comunista, en caso de una nueva ofensiva por su parte, y arrestar a todos los dirigentes que puedan ser detenidos»[485].

En abril siguieron circulando rumores alarmistas que hablaban de lanzamientos de armas en paracaídas que se estaban produciendo en la zona de Lyon y que, según las diversas versiones, tenían por destinatario a los comunistas, a la derecha o incluso a agentes sionistas. De cualquier modo, a esas alturas los estadounidenses confiaban en que Francia no se derrumbaría. El Plan Marshall debía empezar a hacer efecto en el transcurso del año siguiente.

Los gaullistas pusieron a sus «tropas de choque» a disposición de los prefectos por si había de llevarse a cabo alguna acción contra los comunistas. Los prefectos, sin embargo, sabían que tendrían problemas con el Ministerio del Interior si aceptaban. El gobierno llegó incluso a pedir a Jefferson Caffery que no mantuviese ningún encuentro con De Gaulle. El embajador se mostró comprensivo y, tras consultarlo con Washington, envió un mensaje a través del general De Bénouville por el que se advertía a De Gaulle que cualquier intento por su parte de derribar el gobierno de Schuman se consideraría «una prueba de que antepone la ambición personal a los intereses vitales de su país»[486].

El mensaje llegó a su destino y fue asimilado. Ridgway Knight, asesor político de Caffery, se reunió en privado con el coronel Passy, que le aseguró que De Gaulle sólo pretendía hacerse con el poder por medios no legales en la eventualidad de una invasión de los soviéticos o si el gobierno vigente no conseguía resistir ante el ultimátum de éstos.

Passy trató asimismo de convencer a Knight de que los integrantes más impulsivos del RPF se estaban apartando del partido a fin de unirse a grupos paramilitares de extrema derecha. El estadounidense, empero, estaba mucho más informado de lo que él pensaba, y a pesar de que había algo de verdad en la afirmación de que algunos de los mencionados elementos habían comenzado a separarse del Rassemblement, Knight conocía al jefe de estado mayor del service d’ordre gaullista parisino, el coronel Tchenkeli, quien le había hablado de todos los grupos de derecha a los que podían recurrir los gaullistas.

Los discursos del general De Gaulle se centraron cada vez más en la política exterior, lo que en la primavera de 1948 no era otra cosa que Alemania. En el que pronunció el 7 de marzo ante un encuentro del Rassemblement en Compiégne volvió a pedir que se dividiese el país en estados separados a fin de evitar que se crease de nuevo el Reich. Con todo, los acontecimientos ocurridos en cuestión de dos semanas en Alemania lo cogieron de improviso.

El 19 de marzo, cuarenta y ocho horas después de que Francia, Gran Bretaña, Holanda, Bélgica y Luxemburgo hubiesen firmado el tratado de Bruselas, el mariscal Sokolovski, comandante soviético en Alemania, se salió de la Comisión de Control Aliado en Berlín, un gesto que puso fin a la cooperación mantenida durante la guerra.

Robert Schuman, entre tanto, comenzaba a sentirse incómodo con la velocidad con que el ministro de Asuntos Exteriores aceptaba las posturas estadounidenses y británicas en lo referente a Alemania. Churchill había alentado a Bidault en octubre para que aceptase el carácter inevitable de la reconciliación.

La fuerza de cambio del interior del gobierno era, de hecho, Georges Bidault, aun a pesar de que algunos de sus colegas lo considerasen más bien un vagón enganchado al expreso anglo-estadounidense. Lo establecido en el Acuerdo de Londres en relación con Alemania quedó ratificado en la Asamblea Nacional por una mayoría de tan sólo catorce votos tras el debate del 16 de junio. Los comunistas, de un lado, y los gaullistas, del otro, ejercieron al respecto una implacable oposición. En una emisión radiofónica del 16 de junio, De Gaulle afirmó que el Acuerdo de Londres suponía «la formación de un Reich en Frankfurt», y que no había nada que pudiese «evitar el surgimiento de un estado totalitario en tales circunstancias»[487].

Muchos jefes del Ejército estaban persuadidos de que, a la postre, acabaría por prevalecer la postura del general. Era evidente que el gobierno de Schuman estaba a punto de caer, y el director del Departamento Europeo del Quai d’Orsay predijo que De Gaulle estaría en el poder en cuestión de uno o dos meses.

Había algo de cierto en estas predicciones: el que Bidault firmase en Londres acarreó la caída del gobierno de Schuman, acontecimiento que tuvo lugar el 19 de julio. Con todo, ni siquiera la subsiguiente crisis política permitió a De Gaulle hacerse con el poder. Después de esto, surgieron varias administraciones inestables que acabaron por derrumbarse. Francia estuvo sin un gobierno firme hasta el 11 de septiembre. Robert Schuman no pudo menos de horrorizarse ante las discusiones que se entablaron cuando Europa se hallaba al borde de la guerra y de las cuales el Partido Socialista era el principal culpable.

En Berlín, la introducción de una nueva moneda —el marco alemán—, en los sectores estadounidense y británico el 23 de junio fue recibida de inmediato con un bloqueo de la ciudad por parte del Ejército Rojo. El mariscal Sokolovski anunció que el gobierno militar aliado había dejado de existir. Por su parte, el general Lucius D. Clay, el comandante estadounidense autocrático e irascible conocido en el Ministerio de Asuntos Exteriores de su país como el Kaiser, manifestó su intención de abrirse camino hasta Berlín a través de la zona soviética a fin de restaurar los corredores de tierra que llevaban a la ciudad. Afortunadamente, Truman rechazó su petición en favor del transporte aéreo. El 29 de junio, las fuerzas aéreas estadounidenses y la RAF inauguraron el puente aéreo con el aeropuerto de Tempelhof, en el que aterrizaba una media de un avión de mercancías cada ocho minutos.

Entonces volvieron a intensificarse los rumores que hablaban de un enfrentamiento armado. En sus visitas a la capital francesa, los diplomáticos y oficiales estadounidenses que habían estado en Berlín hablaban de «la última posición de Custer»[488]. Bogomolov, el embajador ruso, no hizo nada por disimular lo peligroso de la situación. «Están ustedes siguiendo una política muy equivocada —refirió a un periodista—, y van a arrepentirse muy pronto, antes de que acabe el año.»[489]

Francia regresaba entonces a un estado de confusión que recordaba al del otoño anterior. El 25 de junio, un día antes de que comenzase el bloqueo de Berlín, se desató la batalla en Clermont-Ferrand. Los comunistas, a decir de Moch, intentaron sacar de la ciudad a las fuerzas gubernamentales. Resultaron heridos más de ciento cuarenta policías, algunos de ellos por quemaduras con ácido.

En agosto, el Ejército de Francia dio inicio a su participación en el puente aéreo al construir un nuevo aeropuerto en Tegel, en la zona de Berlín controlada por ellos. El Partido Comunista lanzó una campaña propagandística con carteles y comenzó una oleada de manifestaciones en las que se coreaban consignas como: «Abajo la guerra antisoviética», o: «El pueblo francés no luchará nunca contra la Unión Soviética». Los estibadores del bastión comunista de El Havre se negaron, a instancias de Lecoeur, a descargar los suministros militares destinados al Ejército estadounidense. De este modo, las renovadas luchas intestinas y los acontecimientos de Berlín aumentaron los temores y provocaron la fuga de capitales.

Aquel verano, los dirigentes del Rassemblement tuvieron aún más presente que durante el anterior mes de noviembre la amenaza que se cernía sobre ellos. El general De Bénouville recibió cierta noche una visita inesperada y anónima. El visitante resultó ser el coronel Deglian, cabecilla comunista al que había conocido en la Resistencia. «No me pregunte por qué he venido a verle —le dijo el recién llegado—. Pero dígame: ¿Es usted capaz de defenderse?»[490]

Los comunistas, a la sazón, habían ido más allá de los actos menores de sabotaje para perturbar los mítines del Rassemblement. Así, los grupos de militantes atacaban siempre que se les presentaba la oportunidad. Y el service d’ordre gaullista no dudaba en responder. Tras los ataques sufridos en los alrededores de Nancy y Metz, los miembros del RPF se jactaban de haber enviado «a unos cuarenta comunistas al hospital»[491].

Uno de los ayudantes de Malraux hizo saber a un funcionario de la Embajada Estadounidense de que el RPF había decidido «programar una serie de mítines en otras regiones de Francia en las que los comunistas podrían tratar de llevar a cabo serias tácticas de obstrucción». Caffery informó a Washington de que los comunistas parecían estar tratando de provocar un movimiento en falso de los gaullistas.

La gira electoral rápida que protagonizó De Gaulle por el sureste francés en septiembre constituyó la respuesta del Rassemblement al desafío de los comunistas. Tras un inicio bien orquestado en la Costa Azul, la organización del partido se desmoronó de un modo desastroso en Grenoble. La noche del 17 de septiembre, De Gaulle llegó a las afueras de la ciudad, donde, en el transcurso de una breve ceremonia, depositó una corona de flores en el monumento a los caídos. A la mañana siguiente, mientras se dirigían al centro de la población, el general y quienes lo acompañaban se encontraron con que habían esparcido clavos por toda la calzada. Al entrar a Grenoble, salió a su encuentro una manifestación comunista tan nutrida como ruidosa. Apenas había un solo miembro de la escolta del RPF en su lugar, y no se veían demasiados policías. El coche de De Gaulle no tardó en convertirse en blanco de proyectiles de todo tipo lanzados desde las ventanas. El alcalde de la ciudad, militante del Rassemblement, fue alcanzado mientras se hallaba al lado del general.

Aquella tarde, De Gaulle pronunció su discurso tal como estaba planeado. Sin embargo, más tarde, mientras salía de Grenoble, los miembros del servicio del orden se vieron atacados por los comunistas, con tal violencia que hubieron de buscar refugio en un gimnasio. Hay quien asegura que la policía se hizo a un lado cuando los comunistas intentaron prender fuego a las instalaciones. Entonces acudió en ayuda de los sitiados un grupo de ayudantes de organización del RPF que no dudó en abrir fuego, al igual que hicieron algunos de los gaullistas que se hallaban en el interior del edificio. En el tiroteo resultaron heridas varias personas, a lo que se sumó una víctima mortal perteneciente al bando comunista.

No existe una conexión clara entre incidentes como los de Grenoble y el estado de tensión internacional que se vivía alrededor de Alemania. No obstante, en Moscú, Foy Kohler, uno de los «kremlinologistas» más reputados del Ministerio de Asuntos Exteriores estadounidense, había estado observando lo sucedido en Francia con un recelo cada vez mayor.

Kohler sabía que el miedo que profesaba Stalin a Alemania era del todo visceral. La declaración que había hecho en 1943 durante la conferencia de Teherán y según la cual hacía falta ejecutar entre cincuenta y cien mil jefes alemanes no era tan sólo una frase ingeniosa concebida para impresionar a los presentes. Asimismo, tampoco sorprende la actitud paranoica de la cúpula soviética a que dieron pie las prisas con que los estadounidenses pretendían cambiar el Estatuto de Ocupación. La invasión alemana de Rusia había supuesto un duro trauma para Stalin, lo que se debía sobre todo al hecho de que hubiese subestimado de un modo tan desastroso la amenaza de invasión.

Merece la pena transcribir por entero el telegrama de Kohler:

A/at. Sr. Secretario de Estado n.º 2325,15 de octubre, 17.00

Desde Moscú, las algaradas promovidas en Francia por los comunistas parecen estar, a todas luces, concebidas de un modo deliberado para precipitar la llegada de De Gaulle al poder, un resultado que tiene por objetivo principal propiciar la destrucción de las decisiones de Londres y perturbar la unidad de las potencias occidentales, que resulta tan peligrosa para el Kremlin. Los dirigentes soviéticos dejaron bien claro durante las conversaciones de Moscú que lo que más les preocupa es la restauración de la Alemania occidental. Al mismo tiempo, se dieron cuenta de que no había posibilidad alguna de evitar esta restauración por medio de las negociaciones, ni siquiera si hacían concesiones en lo referente a Berlín. Habida cuenta de las opiniones que ha expresado de manera tan inequívoca, De Gaulle se presenta, al parecer, como única alternativa plausible a un gobierno comunista en Francia a la hora de poner en práctica estos objetivos soviéticos, y los comunistas franceses que puedan sufrir las consecuencias de su llegada al poder son sin duda «reemplazables»[492].

En Moscú, dos días antes de los sucesos de Grenoble, Georges Soria, miembro del Partido Comunista galo, había comunicado a Kamenov que, «en la situación actual, las labores del partido resultan complicadas sobremanera. Thorez ha advertido en un mitin de la inminencia de una lucha pertinaz, de un conflicto que podría incluso ser armado»[493]. La declaración, huelga decirlo, puede ser interpretada de modos diversos. De cualquier modo, el contenido general —así como las labores complicadas cuya naturaleza no especifica Thorez—, es del todo compatible con el análisis de Kohler.

Cierto es que el Partido Comunista francés podía considerarse el «hijo mayor de la Iglesia estalinista», pero también lo es que Stalin no estaba precisamente dispuesto a rehusar el papel de Abraham. Sabía que si los gaullistas se hubiesen hecho con el poder —eventualidad que resultaba más probable en aquel momento que desde la perspectiva actual—, no habrían dudado en reprimir a los comunistas galos. Sus planes de acorralar a los militantes del partido no era sino un secreto a voces. El coronel Rémy confirmó más tarde a Ridgway Knight que «el arresto de quinientos comunistas paralizaría, por decapitación, al movimiento, y el RPF sabe con exactitud dónde encontrar a esos quinientos hombres»[494]. El coronel Passy refirió a varios diplomáticos estadounidenses que el general debería empezar por fusilar a varios centenares de personas, pero que, «por desgracia, no tiene estómago para hacerlo»[495].

La hipótesis de Kohler, de ser cierta, da mucho que pensar. Es casi seguro que Stalin juzgó mal las intenciones de De Gaulle. Por más que éste abominase el pacto firmado en relación con Alemania o despreciara a los políticos, lo cierto es que sólo estaba dispuesto a tomar el poder si el gobierno cedía ante los comunistas o ante un ultimátum soviético. Los disturbios civiles, aun cuando se manifestasen en forma de ataques al Rassemblement, no constituían un motivo suficiente.

La crisis política parisina, que se había prolongado durante la mayor parte del verano dada la incapacidad demostrada por los sucesivos estadistas a la hora de formar gobierno, no llegó a su final hasta el 11 de septiembre. El doctor Henri Queuille, médico rural del Partido Radical cuya falta de gracejo resultaba proverbial, acabó por alcanzar su objetivo. Una de las primeras cosas que hizo fue restituir a Moch el cargo de ministro del Interior.

Los empeños llevados a cabo aquel otoño por el Partido Comunista, y que supusieron de nuevo la explotación de quejas razonables con fines políticos, volvieron a estar dirigidos por mediación de la CGT. Moch y otros miembros del gobierno pretendían desesperadamente reducir los precios de los alimentos, pero la situación económica aún no lo permitía. El 17 de octubre, el franco iba a devaluarse en un 17 por 100.

A partir del 8 de octubre comenzaron a extenderse las huelgas en el sector ferroviario, a las que no tardaron en sumarse otras industrias. El Partido Comunista, sin embargo, no se atrevía a hacer sentir su autoridad en el paro de Renault, después de haber salido de allí escaldado el año anterior. París se vio menos afectada por estas huelgas que entonces, toda vez que la mayoría de la población de la ciudad siguió trabajando como de costumbre. Para Samuel Beckett, éste fue probablemente el período más fecundo. El 9 de octubre de 1948 comenzó a escribir Esperando a Godot, obra con la que pretendía escapar del poco éxito logrado con sus novelas. La acabó antes de que hubiesen transcurrido cuatro meses, el 29 de enero de 1949.

Una vez más, los disturbios se centraron sobre todo en los distritos mineros de la Francia septentrional. El 20 de octubre se declaró el estado de sitio en la zona. Se llevaron a cabo cientos de arrestos, entre los que se incluía el del diputado comunista René Camphin. Los mineros ocuparon los pozos y cabrestantes, y se atrincheraron en las entradas de las minas. Aseguraron estar respetando las instalaciones, pero, habida cuenta del sabotaje del que había sido objeto la maquinaria durante los tumultos del año anterior, Moch se negó a creer su palabra e hizo llegar tropas y vehículos blindados de los destinados en Alemania para que derribasen las barricadas.

Esta guerra de desgaste, que se propagó a la industria pesada de Lorena y otras zonas, acabó por prolongarse hasta noviembre. Según informó a Londres el nuevo embajador británico: «Francia se ha erigido por el momento en la primera línea de frente de la guerra fría»[496]. Moch dio muestras de una resolución comparable a la del año anterior, dispuesto como estaba a no admitir otra cosa que la rendición incondicional. «El gobierno ha decidido mantener el orden con todas sus fuerzas y restablecer la autoridad del estado», recordó el ministro del Interior a uno de sus colegas[497]. El nuevo primer ministro, Henri Queuille, ordenó formalmente a Moch que prohibiese a todos los prefectos y los inspectores generales «cualquier tipo de negociación con los sindicatos» que no contase con su autorización[498].

Moch recibió un número de informes más que suficiente para convencerse de que se enfrentaba a una operación dirigida contra la República desde el extranjero. Estaba decidido a localizar la fuente de los fondos que estaba empleando el Partido Comunista con objeto de prolongar las huelgas. En un mensaje enviado al ministro de Hacienda con el sello de Tres Secret le pidió que investigara todos «los permisos de importación sin pagar»[499]. Estaba convencido de que la Unión Soviética estaba exportando, a través de rutas indirectas, bienes que posteriormente vendían los frentes comerciales del Partido Comunista francés sin pagar por ello.

Las predicciones de una guerra civil y del regreso del general De Gaulle dieron pie a una honda sensación de déjà vu. Durante un almuerzo que había congregado a una variopinta concurrencia —compuesta, entre otros, por el subordinado más inmediato de Bevin, Hector MacNeill (que había llevado consigo a París a su protegido, Guy Burgess), Loelia, duquesa de Westminster, y Esmond y Ann Rothermere—, Raymond Aron predijo «seis meses de huelgas y miseria; después, el regreso de De Gaulle»[500]. Los gaullistas, movidos tanto por convicción como por interés, tendían a exagerar la magnitud de los disturbios.

A pesar de que la popularidad personal del general estaba en decadencia, las elecciones del 7 de noviembre supusieron para el Rassemblement un éxito inesperado. La viuda del general Leclerc, la señora de Hauteclocque, «aceptó su inclusión en la lista de candidatos del RPF porque le garantizaron que no saldría elegida, y no pudo menos de quedar pasmada al encontrarse con un cargo político»[501]. De cualquier modo, la agrupación estaba condenada a declinar, por cuanto el otoño de 1948 supuso el último arrebato de paranoia en lo referente a la guerra civil. Pese a todas las predicciones de De Gaulle, la Cuarta República no se había derrumbado.

Mientras tanto, los comunistas habían visto esfumarse toda posibilidad de hacerse con el poder por medios constitucionales. Tras el golpe de Praga y las amenazas en relación con Berlín, la mayor parte de la población francesa sabía —con independencia de que le gustase o no la idea—, que el único lugar posible se hallaba en el bando occidental. No obstante, hasta la década de los sesenta, Francia siguió siendo el «principal objetivo» del KGB en el seno del «proyecto consistente en propiciar una escisión interna en la OTAN»[502]. Y el encargado de obligar a Francia a abandonar la organización no era otro que Boris Ponomarev.