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El apogeo de Saint-Germain-des-Prés

Los bares, bistros y cafés de París llevaban mucho tiempo haciendo las veces de incubadoras intelectuales, aunque nunca en la medida en que lo fue Saint-Germain-des-Prés tras la guerra. En tan sólo dos kilómetros cuadrados de la ciudad se había concentrado una extraordinaria selección de talentos en una época en la que el intercambio y la profusión de ideas parecían tener más interés e importancia que en ninguna otra, y en la que todas las artes semejaban a punto de emprender un nuevo viaje. Todo esto no habría sido posible sin la existencia de lugares en los que la gente pudiera reunirse, hablar, discutir y escribir desde por la mañana hasta altas horas de la noche.

Las ideas eran nuevas, pero el escenario del café resultaba familiar de un modo tranquilizador. Con independencia de que el suelo fuese de madera o embaldosado, los ceniceros triangulares anunciasen Byrrh o Dubonnet, los carteles de las últimas obras de teatro y exposiciones estuviesen fijadas con chinchetas en la puerta o con alfileres en los visillos, el olor era siempre el mismo: a un tiempo cálido y sociable, construido a través de los años por la acción de cuerpos aseados de un modo no muy perfecto, del humo del tabaco Caporal y del vino barato. Entrar en un café conocido era como volver a casa.

La vida en este tipo de establecimientos de Saint-Germain seguía determinadas convenciones. Sartre observó que «la gente entraba y se encontraba con que conocía a todo el mundo. Todos conocían los más mínimos detalles de la vida privada de sus vecinos, pero ni siquiera se molestaban en decir bonjour, como hubieran hecho de inmediato si se hubiesen encontrado en cualquier otro lugar»[467].

Antes de que los efectos de su fama le impidieran concentrarse, Sartre acostumbraba trabajar en el Café de Flore tres horas por la mañana y otras tres por la tarde. La sesión matinal comenzaba cuando atravesaba la puerta a la carrera, con los bolsillos llenos de libros y papeles. Entonces se dirigía por entre las mesas hasta su favorita, situada en un rincón, y, tras sentarse, encender su pipa y echarse al coleto un par de coñacs mientras distribuía sus papeles, comenzaba a escribir.

En un principio, el propietario del café, Paul Boubal, desconocía por entero la identidad de su cliente. A menudo acudía al establecimiento con una mujer de cabello oscuro que escribía también, en la misma esquina, aunque en una mesa diferente. Ambos se marchaban a las doce para volver después de almorzar y trabajar en la sala situada en la primera planta hasta la hora de cerrar.

Cierto día se recibió una llamada telefónica para monsieur Sartre. Boubal, que tenía un amigo llamado Sartre, informó a la persona que esperaba al otro lado de la línea de que no se encontraba en el café. Ante la insistencia de ésta, Boubal preguntó en voz alta en el local, a lo que se levantó el hombrecillo de la pipa y las gafas de cristal de roca. «Desde ese momento nos hicimos amigos, y a menudo charlábamos por las mañanas. Más tarde, las llamadas de teléfono se multiplicaron de tal forma que me pareció necesario instalar otra línea sólo para él.»[468]

La famille Sartre y la bande Prévert frecuentaban tanto el Flore como el Deux Magots. Éste había tenido su gran momento en el período de entreguerras, cuando, a decir de Vercors, el café estaba tan lleno de artistas, políticos y hombres de letras célebres que resultaba casi imposible encontrar un sitio libre, sobre todo cuando los jóvenes discípulos aparecían con sillas para sentarse alrededor de las diminutas mesas en dos y hasta tres filas a fin de no perder detalle de la conversación de las grandes figuras. Con todo, a finales de los años treinta el Flore había congregado también a un impresionante grupo de parroquianos entre los que no sólo se encontraba la bande Prévert, sino también André Breton, Picasso y Giacometti. Cuando la tarde tocaba a su final, no era extraño que la clientela pusiese rumbo al Deux Magots, donde podía disfrutar de lo que quedaba de la luz del sol.

Cuando no estaban en el apartamento de Marguerite Duras, los comunistas frecuentaban el Bonaparte, sito en el lado norte de la plaza de Saint-Germain, por donde pasaban los músicos de camino al Royal Saint-Germain, frente al Deux Magots, en el lado sur del bulevar. Caída la noche, cobraban vida otros lugares como la Rhumerie Martiniquaise, el Bar Vert y el bar del hotel Montana.

El centro de esta vida de los cafés se hallaba en el cuadrado que se extendía entre el Deux Magots y la vetusta abadía de Saint-Germain-des-Prés, reconstruida en buena parte. Los límites de este quartier estaban claramente definidos: al este, el bulevar Saint-Michel; al oeste, la rué des Saints-Péres; al norte, los quais del Sena, y al sur, la calle de Vaugirard. Las estrechas calles, aún adoquinadas, se introducían con suavidad por entre las altas casas que se inclinaban a un lado y a otro. Los tejados, los estucados, los ladrillos, los adoquines, los postigos y la pintura conferían al lugar todos los tonos de gris imaginables, desde el del cinc hasta el del hollín. De cuando en cuando, si estaba abierta la puerta de alguna porte cochére, podía vislumbrarse un patio con arbustos y geranios en macetas. De lo contrario, los únicos tonos verdes los proporcionaban las hojas de los plátanos de sombra que poblaban los anchos bulevares.

Como quiera que se consideraba un rasgo burgués el tener un apartamiento, los jóvenes intelectuales vivían en hoteles ruinosos que se convirtieron en el símbolo de la vida desarraigada y alejada del materialismo que llevaban los existencialistas. El Louisiane, en la rué de Seine; el Montana y el Crystal, en la Saint-Benoit; el Pont-Royal, en la Montalambert, o el Madison, en la plaza Jacques Copeau, eran lugares económicos que ofrecían poco más que una cama y un aguamanil. El conserje —las más de las veces la misma propietaria del establecimiento—, ser iracundo apostado tras el mostrador de recepción, era un personaje al que había que temer y apaciguar, más aún si uno iba atrasado en el pago de su habitación. A Juliette Gréco le producía tanto miedo la dueña del Louisiane que apenas si se atrevía a pedir su llave o su correo. Con todo, estos hotelitos tenían el ambiente feliz y familiar propio de una residencia universitaria.

Dado que en la mayoría de estos establecimientos estaba terminantemente prohibido cocinar en las habitaciones, los bistros cobraron gran importancia en la vida de Saint-Germain. En el Cheramy, Le Catalán, el Petit Saint-Benoît, Les Assassins, L’Escapule, etc., todos se conocían, si no en profundidad, sí al menos para intercambiar un: Bonjour, ça va?, en la calle o compartir citas de los Ejercicios de estilo de Raymond Queneau. Esta obrita de arte constituía una brillante demostración de la versatilidad del lenguaje, amén de ser uno de sus libros más divertidos y al alcance de todos.

A despecho del frío y la falta de dinero, los minúsculos teatros de Saint-Germain, como el Théátre de la Poche, el Vieux-Colombier, la Huchette y Les Noctambules, florecieron en aquella época. En ellos se daba vida al antithéátre, le théátre de l’absurde, le théátre révolutionnaire, le théátre des idees, «más ideas que teatro», según la crítica rezongona del especialista Jean-Jacques Gautier. Una de los dramaturgos más originales e ingeniosos de la escena de posguerra era Jacques Audiberti. Sus obras eran célebres por la fertilidad de su lenguaje, que lograba ser musical sin apartarse de lo cotidiano.

Estas pequeñas producciones funcionaban a modo de cooperativas en las que los actores hacían también las veces de tramoyistas y cosían los trajes, barrían el teatro y pintaban los decorados. En ocasiones, no era difícil convencer al «manitas» de la esquina para que preparase a la carrera un escenario o improvisara otro foco. En cuanto al público, se trataba de gente que llevaba la misma vida bohemia que los actores y, de un modo u otro, encontraba el puñado de francos que necesitaba para aplaudir a un amigo o ver el último montaje del que todos hablaban.

La juventud de Saint-Germain vivía de café, emparedados, cigarrillos, vino barato y préstamos nada cuantiosos procedentes de algún amigo. Era fácil reconocer a los varones por la camisa de tejido escocés a la estadounidense, el rapado cuartelero y las zapatillas de deporte. El tartán era el tejido más solicitado en los años cuarenta, en tanto que en los crudos inviernos que siguieron a la liberación, la canadienne —una chaqueta de fieltro concebida para los leñadores—, gozaba de la doble ventaja de ser cálida y de aspecto proletario. Las mujeres ya no llevaban el pelo recogido por encima de la frente: se habían puesto de moda los flequillos y la melena larga y suelta. En cuanto al vestido, se estilaban las blusas y los jerséis ceñidos y de cuello vuelto, las faldas negras y cortas y las zapatillas de ballet. Después de 1946 se fue imponiendo el negro como color de moda para ambos sexos.

El rostro y la voz que vinieron a personificar a la juventud de finales de los años cuarenta fueron los de una actriz sin experiencia llamada Juliette Gréco. Su padre era comisario de policía de Montpellier y su madre había estado en un tris de perder la vida en el campo de concentración de Ravensbrück. Juliette había llegado a Saint-Germain en 1943. Durante un tiempo militó en la organización juvenil comunista y vendió su periódico; pero acabó por abominarla. En cuatro años no había visto avanzar su carrera interpretativa, aunque más adelante habría de convertirse en el mascarón de proa de la juventud corrupta parisina sin llegar a perder el aire inocente, ingenuo, que la hacía tan atractiva. Cuando Christian Bérard diseñó para ella un par de pantalones de tartán ribeteados de visón a la altura de los tobillos, Gréco preguntó qué era el visón.

Entró a formar parte de la famille Sartre por mediación de Maurice Merleau-Ponty, hombre tranquilo de poderoso encanto a quien Boris Vian describió como «el único filósofo que sacaba a bailar a las mujeres». A Gréco le llamaba la atención el modo en que los camareros del lugar predilecto de él estaban acostumbrados a quedarse con su encendedor hasta que podía pagar lo que debía. Una noche, en el Bal Négre de la calle Blomet, se la presentó a Sartre y a Simone de Beauvoir. La actriz encontró al filósofo una persona accesible. «Tenía un gran talento para los chistes y le resultaba muy fácil hablar con los jóvenes», amén de contestar cualquier pregunta que se le formulara. Simone de Beauvoir, por su parte, tenía «un aspect plus difficile»[469]. En la mesa de Sartre y De Beauvoir se sentaba también una muchacha pelirroja con un conjunto de terciopelo negro llamada Anne-Marie Cazalis.

Cazalis era poetisa. También era dura y ambiciosa. Boris Vian la juzgaba semejante a una cabra «por su risa y su expresión maliciosa, algo obstinada, pero siempre diabólica». Simone de Beauvoir le profesaba una gran desconfianza, pues, según afirmaba, «llevaba el chismorreo a extremos indecentes»[470]. Gréco, a quien Cazalis brindó su protección, la describe como una mujer «llena de ideas ingeniosas y una imaginación fantástica, aunque maquiavélica»[471] No hubo de pasar mucho tiempo antes de que las dos compartiesen habitación en el hotel Louisiane y fuesen conocidas por «las musas de Saint-Germain-des-Prés». Gréco describe su vida en aquellos días como «une période nocturne mais lumineuse».[472].

El mejor jazz en directo de París era el de la banda Claude Luter, conocida como Les Lorientais, que actuaba en el club homónimo, situado en el sótano del Hotel des Carmes. Habían empezado tocando en surprise-parties durante la ocupación, y se trasladaron al citado hotel en junio de 1946 en calidad de poco más que entusiastas aficionados que tocaban tan sólo entre las cinco y las siete de la tarde.

Aun después de hacerse famosos, Luter y su banda seguían actuando en fiestas celebradas por sus amigos, como la que se organizó con motivo del regreso de Simone de Beauvoir de Estados Unidos en febrero de 1947. Era lo que Michel Leiris y Sartre gustaban de llamar un festival. Boris Vian se encargó del bar, que servía demoníacas mezclas alcohólicas. Giacometti se quedó dormido, tal vez a consecuencia de éstas, y cuando los organizadores recogieron el lugar tras la fiesta, alguien encontró un ojo de cristal en el piano.

Vian era tal vez quien poseía más talento de los jóvenes Germano-pratins. Había recibido la formación propia de un ingeniero, aunque también era escritor, novelista, poeta, fanático de los coches y trompetista de jazz, y su obra —tanto musical como literaria—, gozaba de la admiración de Sartre, Prévert y Queneau. Los de 1946 y 1947 fueron para él dos años de frenética actividad. Amén de tocar la trompeta en la banda de Claude Abadie, tenía una sección en Jazz Hot, en la que no sólo escribía de música, sino también acerca de la ignorancia, la injusticia, el racismo y los horrores de la guerra. Vian no era un intelectual (fingía estar convencido de que Heidegger era una nueva marca de tractor austríaco), aunque Sartre reconoció en él de inmediato a un écrivain engagé. Durante un breve período escribió también una columna para Les Temps Modernes titulada «Chronique du Menteur». La amistad de ambos se deterioró cuando Sartre comenzó la que iba a ser una larga aventura con Michelle, la esposa de Vian, a pesar de que, a la sazón, el matrimonio de éste estaba en las últimas.

Escupiré sobre vuestra tumba, la tercera novela de Vian —y la más escandalosa—, salió a la luz en noviembre de 1946. Apareció bajo el pseudónimo de Vernon Sullivan, un supuesto joven estadounidense a quien el autor decía haberse limitado a traducir. El libro, escrito en quince días, constituye una obra dura, enojada e iconoclasta acerca de la venganza erótica de un hombre negro sobre la raza blanca no exenta de escenas de asesinato y sexo explícito. La prensa se mostró indignada, el libro se convirtió en un clamoroso éxito de ventas y Vian mantuvo su anonimato durante tanto tiempo como le fue posible. Pero en abril de 1947, la campaña en contra de la novela se tornó seria cuando un hombre asesinó a su amante en un remedo de una escena sacada de Escupiré sobre vuestra tumba. Por si esto fuera poco, el asesino dejó un ejemplar abierto por la página exacta, con la escena subrayada, antes de apuntarse a sí mismo con la pistola. Vian se vio obligado a reconocer finalmente la autoría del libro, que fue prohibido. Asimismo, las autoridades le impusieron una multa de cien mil francos.

Por la noche no había ningún sitio al que se pudiese ir en Saint-Germain-des-Prés si no eran los cafés. Gréco y Cazalis frecuentaban, junto con sus amigos, el Bar Vert, sito en la calle Jacob, hasta más o menos la una de la madrugada, que era cuando cerraba. Entonces se creaban grupitos apiñados en el exterior, que golpeaban los pies contra el suelo para entrar en calor mientras encendían el último cigarrillo antes de separarse.

Sólo había un establecimiento que tardase más en cerrar que el Bar Vert: el Tabou, un cafecito situado en la calle Dauphine que servía café y cruasanes hasta bien entrada la madrugada. En 1946 se convirtió de forma progresiva en refugio de insomnes y noctámbulos, entre los que no faltaban Cazalis, Sartre, Camus, Merleau-Ponty y el cineasta Alexandre Astruc.

Bernard Lucas, del Bar Vert, persuadió a los propietarios del Tabou a dejarle disponer del sótano de su local. Se trataba de una sala en forma de túnel, de unos quince metros por ocho, con paredes de ladrillo visto que se curvaban para formar un techo abovedado a escasa distancia del suelo. Lucas instaló una barra, un piano a medio afinar, un gramófono y un puñado de mesas y sillas. Le puso por nombre Le Tabou, como el café de arriba, y delegó la labor de hacerlo popular y encargarse de la barra en Gréco, Cazalis y Marc Doelnitz, un actor joven, inquieto y pelirrojo, jaranero insaciable procedente de una familia muy bien situada, lo que le permitía sentirse tan en casa en la orilla derecha del Sena como en la izquierda.

La elección de Lucas había sido acertada: en el interior de todo grupo de personas hay siempre un reducido grupo de miembros que, de un modo u otro, personifican su espíritu. Doelnitz, Gréco y Cazalis se hallaban en el centro de la vida de Saint-Germain, y lo sabían muy bien. Le Tabou se inauguró el 17 de abril de 1947. Al cabo de pocas noches había logrado despertar un entusiasmo nada despreciable, a lo que habían colaborado en gran medida las sesiones de jazz improvisado y baile desmedido. Boris Vian tocaba a veces la trompeta. Entonces todos sabían que era el autor de Escupiré sobre vuestras tumbas, y este hecho confirió a Le Tabou una reputación aún más subversiva. Aquel establecimiento atestado de eufóricas parejas sudorosas y denso por el humo no tardó en convertirse en el único lugar que abría hasta más tarde de la medianoche en Saint-Germain. «El formar parte de la propia estructura de la vida Germano-pratin proporcionaba un satisfactorio sentido de superioridad», escribió Doelnitz[473].

Apenas había pasado un mes de su inauguración cuando apareció un artículo, por instigación de Cazalis, que hizo que todo París supiese —escandalizado—, de Le Tabou y sus habitués. Este escrito ilustrado vio la luz el 3 de mayo de 1947 en Samedi-Soir, encabezado por el siguiente titular: «Así viven los trogloditas de Saint-Germain». La fotografía principal mostraba a un joven despeinado (Roger Vadim) que sostenía una vela encendida y a una muchacha vestida con pantalones y con la cabeza llena de telarañas (Juliette Gréco), descritos como «dos pobres existencialistas». Estos jóvenes «existencialistas», según escribió el periodista Robert Jacques, vivían en los sótanos de noche y estafaban a sus caseras por el día. «Dilapidan sus vidas bebiendo, bailando y amando en las bodegas, y seguirán así hasta que caiga sobre París la bomba atómica (algo que anhelan con perversa fruición).»[474]

Sin llegar a decirlo de modo explícito, el Samedi-Soir daba a entender sin grandes dificultades que a sus bailes enérgicos, sus vestidos negros y su estilo de vida propio de indigentes había que sumar el que los existencialistas se entregasen a prácticas sexuales desenfrenadas. Con todo, la vida de la mayor parte de los jóvenes Germano-pratins era sorprendentemente casta. Así lo creía, sin duda alguna, un mujeriego incorregible como Sartre, que describía el baile del jitterbug como «una forma violenta de ejercicio, a un tiempo despreocupado y saludable, que les reporta un enorme bienestar físico y los deja demasiado cansados para albergar pensamientos lascivos»[475]. De cualquier modo, cabe pensar que Sartre estaba intentando restar importancia a todo el fenómeno de Saint-Germain, del que la prensa parecía querer responsabilizarlo. Lo acusaban de alentar el crimen y el suicidio entre los jóvenes. Los ataques contra su persona llegaron a ser tan virulentos que la revista Combat llegó a publicar un artículo con el irónico título de: «¿Habría que quemar a Sartre en la hoguera?».

A lo que sí presentaron objeciones Sartre y su círculo fue al empleo que hacía el artículo del término existencialista, que había pasado, de la noche al día, de representar un conjunto de ideas filosóficas a denominar de un modo genérico a fanáticos del jazz y el bebop. Esto se debió en parte a los jóvenes amigos de Sartre, que se describieron a sí mismos en el Samedi-Soir como «existencialistas».

El efecto más inmediato del artículo fue convertir Le Tabou y a sus exóticos moradores en una atracción turística. El local se tornó aún más frenético; el gramófono se sustituyó por una banda, y los curiosos y amantes de la moda bajaban como podían las estrechas escaleras a fin de ver a los «existencialistas». Los turistas regresaron a casa escandalizados de un modo delicioso después de una noche concreta en que competían muchachas en bikini por el título de «Miss Tabou».

El Partido Comunista francés comenzó a considerar que el fenómeno del existencialismo constituía una amenaza de primer orden a su propio influjo sobre la juventud del país. Maurice Thorez había criticado la escritura existencialista por juzgarla «la expresión de una burguesía putrefacta», y cualquier profano que pensase que los jóvenes rebeldes pseudoexistencialistas de Saint-Germain-des-Prés podían calificarse de comunistas habría arrancado una amarga carcajada a un estalinista convencido. Los rígidos puritanos comunistas estaban persuadidos de que los jóvenes deberían ver El acorazado «Potemkin» en lugar de abandonarse a las corruptas importaciones estadounidenses. Los informes de Moscú revelan una verdadera consternación y un gran enojo ante la idea de que la juventud parisina pudiese hallarse cautiva de tantos aspectos de la vida norteamericana. Dos periodistas soviéticos que aseguraban haber visitado Le Tabou escribieron más tarde en la Literary Gazette: «Aquellos jóvenes sumidos en la pobreza viven en la miseria y piden a quien se les acerca que pague sus bebidas. Se trata de una mocedad que se regocija en la más vulgar de las sexualidades»[476].

El ascenso meteórico de Le Tabou sólo puede compararse a la velocidad de su caída. Las autoridades hubieron de atender un número cada vez mayor de quejas a causa del ruido y otras alteraciones, por lo que acabaron por obligar al establecimiento a cerrar a medianoche. En consecuencia, pronto se vio más lleno de turistas que de Germano-pratins. Su época de esplendor no había llegado al año, pero sus efectos fueron más allá. Así, en diferentes partes de Francia surgieron establecimientos a imitación de Le Tabou, desde Toulouse, al suroeste, hasta Charleville, en las Ardenas.

En la capital no tardaron en aparecer diversos locales que ocuparon su lugar. Marc Doelnitz recibió el encargo de decorar y lanzar el Vieux-Colombier en el sótano del teatro homónimo. En junio de 1948 se inauguró el Club Saint-Germain. Boris Vian se unió a Marc Doelnitz para hacer de éste la atracción más novedosa de las ciudad. Todos los grandes músicos de jazz que pasaban por París —incluidos Duke Ellington, Charlie Parker y Miles Davis—, acudían allí en calidad de invitados de Vian.

En verano de 1948, la invasión turística de Saint-Germain-des-Prés se había convertido en una realidad incontestable. Los curiosos llegaban al Café de Flore y pedían que les enseñaran la mesa de monsieur Sartre (quien hacía mucho que había huido al bar del Pont-Royal). Janet Flanner describió el lugar como «un drugstore para chicas monas del interior con tejanos azules poco favorecedores y sus ligues de los estados centrales, que se han dejado crecer la apresurada barba propia de un estudiante de Bellas Artes»[477] [478].

Aquel otoño, las orillas izquierda y derecha del Sena se reunieron en torno a una nueva empresa: el ballet La Rencontre, que comenzó a representarse ante un público nutrido en el Théátre des Champs-Élysées. Se trataba de una versión de la historia de Edipo y la Esfinge. Lichine se había encargado de la coreografía; Henri Sauguet, de la música, y Sartre, de la descripción del programa. El ballet estaba ambientado en un circo tan colosal como lúgubre, y el decorado era uno de los últimos que logró completar Bérard antes de su muerte, que acaecería a principios del año siguiente. La Esfinge, apostada en una plataforma elevada bajo un trapecio, estaba interpretada por Leslie Caron, vestida con una malla negra, que saltó así a la fama a la edad de diecisiete años.

Alexandre Astruc trató también de adaptar una tragedia griega, en este caso al cine, con Ulysse, ou les Mauvaises Rencontres. Se rodó en el Vieux-Colombier, durante los meses fríos y neblinosos de 1948, y la relación de participantes constituye un homenaje a una época en la que la gente de éxito no dudaba en participar en una aventura por el mero hecho de encontrarla curiosa o divertida. Jean Cocteau hizo el papel de Homero, Simone Signoret era la Penélope del Ulises interpretado por Marc Doelnitz y Juliette Gréco actuó como Circe. Jean Genet iba a hacer del Cíclope, pero acabó por retirarse, y el propio Astruc se vio obligado a quedarse con el papel. No hubo ensayos, y «Astruc era el único que comprendía lo que estaba pasando»[479].

Gréco aún no había cantado nunca de modo profesional, y seguía considerándose actriz. Con todo, Anne-Marie Cazalis estaba convencida de que debía dedicarse a la canción, y así se lo indicó a Sartre una noche, cuando regresaban a pie de una cena. El filósofo no pudo menos de reírse antes de contestar: «Si quiere cantar, debería hacerlo». La aludida, que caminaba por delante de ellos, les aseguró por encima del hombro, irritada por el tono de su conversación, que no tenía intención alguna de dedicarse a cantar. Cuando Sartre quiso saber el porqué, ella repuso:

—No sé cantar. Y además, no me gustan las canciones que se oyen por la radio.

—Y si no te gustan ésas, ¿cuáles son las que te gustan?

Ella mencionó los nombres de Agnés Capri e Yves Montand. Sartre zanjó la conversación diciendo:

—Ven a verme mañana, a las nueve de la mañana[480].

Cuando Gréco llegó a la calle Bonaparte a la hora convenida, Sartre le había buscado algunos libros de poesía. Entre los poemas que eligió ella se hallaban «C’est bien connu», de Queneau, y «L’éternel féminin», de Jules Laforgue. Sartre le dio también un poema que había escrito él mismo para A puerta cerrada. Le dijo que fuera a ver al compositor Joseph Kosma, que vivía en la rué de l’Université. Éste puso música al poema de Queneau (al que llamaron «Si tu t’imagines»), al de Laforgue y a «La rué des blancs manteaux», de Sartre. Por estas canciones, y por otras como la versión de «Les feuilles mortes» de Prévert, a la que también puso música Kosma, se recuerda aún a Juliette Gréco.

Casi a la vez que sucedía todo esto, Marc Doelnitz había recibido la propuesta de resucitar el cabaré más famoso del París de entreguerras: Le Boeuf sur le Toit. La ocupación, el apogeo de Saint-Germain y la muerte de Louis Moyses, su creador, lo habían dejado al borde de la desaparición.

Doelnitz contrató a una bailarina, y tampoco carecía de cantante y trombón; pero lo que necesitaba era una estrella. No había fondos suficientes para pagar a Edith Piaf, Yves Montand o Charles Trenet; con que se decidió a poner toda la carne en el asador para crear una: Juliette Gréco. Ella contaba con no pocas recomendaciones, amén de con una buena voz. Por otra parte, había aparecido tantas veces en la prensa popular que la gente la paraba en la calle para pedirle su autógrafo y poseía un magnetismo inconsciente, lo que tal vez fue el factor que más influyó en la elección de Doelnitz.

No deja de resultar irónico el que Gréco triunfase por fin como cantante en la orilla derecha, en la rué du Colisée, cerca de los Campos Elíseos, y no en Saint-Germain-des-Prés. Tan sólo dispuso de unos cuantos días para ensayar, y los nervios de la primera noche se vieron intensificados de forma incalculable por el hecho de que le tout Saint-Germain hubiese cruzado el río para aplaudir su estreno. La noche siguiente, sin embargo, hubo de pasar la prueba definitiva, por cuanto el público estaba constituido en exclusiva por espectadores de la rive droite. Juliette Gréco no había hecho concesión alguna a la idea que se tenía del modo en que debía vestir una cantante. Así, salió al escenario con pantalón negro y sin más calzado que unas sandalias doradas. Las damas que habían ido a verla ataviadas de sombreros de plumas no pudieron menos de ofenderse, convencidas de la falta de decoro que suponía presentarse en público de tal guisa. Con todo, ni siquiera ellas pudieron sustraerse a la seducción, y salieron a la calle tarareando «Si tu t’imagines».

Para algunos, el salto de Gréco a la orilla derecha fue equivalente a una deserción, aunque en realidad no permaneció allí mucho tiempo. En cuestión de pocas semanas se halla en el sur de Francia con la banda de Claude Luter. A finales de 1949 habían pasado los años dorados de Saint-Germain-des-Prés. De cualquier modo, la fiesta había sido memorable. «En París, tal vez resulte necesaria una guerra para impulsar un quartier», señaló Jacques Prévert.