La República bajo control
La intranquilidad que había experimentado Francia durante el verano de 1947 se hizo menor llegado el otoño. El 28 de octubre estalló una batalla campal en las calles circundantes a la Salle Wagram, cercana a la plaza d’Étoile. Los anticomunistas habían organizado un mitin en la sala (que habían empleado hasta hacía muy poco los soldados estadounidenses para los bailes de los martes) a fin de denunciar los crímenes de Stalin. Unos diez mil comunistas se dispusieron a atacar a los asistentes. Sin embargo, su avance chocó con el cordón de seguridad establecido por las numerosas fuerzas de la policía, la gendarmería y las brigadas antidisturbios de la CRS. El brutal enfrentamiento se saldó con un muerto y trescientos heridos, entre los que se incluían concejales y alcaldes comunistas. La policía no se mostró menos severa con los fotógrafos de prensa y los equipos de los noticiarios.
Aquel día fue también testigo de una sesión agitada en la Asamblea. Jacques Duclos había acusado a los miembros del gobierno de haberse convertido en siervos pétainistas de Estados Unidos. «Fue una actuación parlamentaria notable —escribió un observador—, en la que logró sacar a todos de sus casillas mientras él permanecía sosegado por completo.»[446]
Dos semanas más tarde estallaron los disturbios en Marsella. A raíz de una subida de las tarifas del tranvía, los comunistas declararon una guerra sin cuartel al alcalde gaullista, el señor Carlini, vencedor de las últimas elecciones municipales.
La multitud saqueó los tribunales de justicia al intentar liberar a los prisioneros detenidos durante anteriores manifestaciones. Después se congregó en el Ayuntamiento, que tomó por asalto, y propinó una paliza a Carlini. La situación era tal que Gastón Defferre, magnate socialista de la ciudad, no se atrevía a salir en coche si no era con una metralleta en el regazo.
El 17 de noviembre, las regiones mineras del norte y el Pas-de-Calais se declararon en huelga sin previo aviso. En cuestión de cinco días se cerraron todos los yacimientos de Francia. La situación se tornó igual de inestable en París y sus alrededores. Los metalistas, incluidos los de la Renault, dejaron de trabajar a mediados de noviembre en demanda de un 25 por 100 de incremento salarial. De Gaulle advirtió a los suyos del peligro de que se desplomase el franco. El gobierno contaba tan sólo con un consuelo: al parecer, las depuraciones efectuadas en la policía de París habían surtido efecto. Depreux pudo enviar con toda tranquilidad a los agentes a evacuar la fábrica de Citroën ocupada por los huelguistas.
De Gaulle estaba cada vez más convencido de la inminencia de su regreso al poder. El gobierno de socialistas y democristianos presidido por Ramadier se estaba desmoronando a todas luces, así que el general hizo lo posible por considerar los resultados de los comicios municipales como el equivalente a un referéndum que había dado un voto de confianza al Rassemblement. Exigió la disolución de la Asamblea y la convocatoria de elecciones generales. Sin embargo, este hecho no hizo sino reforzar la resolución de los socialistas y el MRP a la hora de resistir.
Del entorno gaullista surgían señales contradictorias. Así, en tanto que uno de los asociados del general aseguraba a la Embajada Estadounidense que no tenía prisa por «retirar en este momento el respaldo brindado al gobierno», el propio De Gaulle anunció: «no hemos llegado al Rubicón para ponernos a pescar»[447]. Jacques Soustelle refirió el 3 de noviembre a un contacto de la Embajada Estadounidense que el general no quería hacerse con el poder antes de que hubiese acabado el crudo invierno, y Gastón Palewski repitió el mismo mensaje al día siguiente. Diez días más tarde vieron al coronel Passy almorzando con De Gaulle y Soustelle. También existía el convencimiento, compartido al parecer por gaullistas y estadounidenses, de que los comunistas estaban tratando de provocar una crisis «concebida para que De Gaulle llegue al poder antes de [estar] preparado»[448].
Paul Ramadier, agotado, siguió en el cargo tan sólo en respuesta a las súplicas del presidente Auriol. Los resultados de las elecciones municipales habían supuesto un duro golpe para su posición y su moral. Durante la segunda semana de noviembre sufrió un violento acceso de gripe en unas fechas en las que se veía sometido a la presión de sus compañeros del MRP, que lo instaban a efectuar una serie de cambios de ministros a fin de responder a los gaullistas. Finalmente, la tarde del 19 de noviembre, volvió a presentar su dimisión tras haberse enterado de que no contaba con el pleno apoyo de su propio partido. En esta ocasión, el presidente Auriol no tuvo más remedio que aceptarla. A la mañana siguiente (la del día en que la princesa Isabel contraía matrimonio con el príncipe Felipe de Grecia en la abadía de Westminster), Francia se hallaba sin gobierno y paralizada por causa de las huelgas.
Léon Blum, que contaba entonces setenta y cuatro años y cuya salud no se había recuperado aún de su cautiverio en Alemania, era, por las trazas, el único candidato capaz de reunir el respaldo necesario. El 21 de octubre advirtió, en el discurso pronunciado ante la Asamblea Nacional para presentar su candidatura a la presidencia del Consejo de Ministros, del doble peligro al que se enfrentaba el sistema político. Cuando se contaron los votos, poco antes de la media noche, Blum quedó a nueve del mínimo. Llegó entonces el turno de Robert Schuman, ministro de Hacienda. Al día siguiente, por la tarde, obtuvo la mayoría que necesitaba después de que sólo se opusieran a su candidatura el Partido Comunista y el no del todo oficial grupo de diputados gaullistas.
Schuman, sobrio católico soltero y firme moderado, tenía el rostro algo torcido y de aspecto gomoso, la coronilla calva y las orejas grandes. En cierta ocasión en que un oficial no supo reconocerlo, se quitó el sombrero para afirmar que sin duda reconocería su cráneo, anécdota que no pasaron por alto, ni mucho menos, los caricaturistas de los periódicos. Era originario de Lorena, lo que significaba que durante la primera guerra mundial se había visto obligado a servir en el ejército del kaiser, y de este avatar de su destino se sirvieron sin pudor los comunistas a la hora de criticarlo. Tampoco se abstuvieron en hurgar en la herida del brevísimo papel que representó en la primera administración de Pétain, en julio de 1940. Sin embargo, en ningún momento mencionaron que Schuman fue uno de los primeros políticos arrestados por los alemanes.
El otro miembro crucial del gobierno era Jules Moch, que se hizo con la cartera del Interior. Las gafas de concha redondas, el rostro demacrado y el bigote de cepillo le conferían el aspecto de un maestro de escuela provinciano. En realidad, era politécnico, y no había estadística ni cálculo matemático que pudieran resistírsele. Con todo, su predecesor, Édouard Depreux, lo describió como «un hombre sensible, leal y fiel a sus amigos», que poseía —lo que resultaba de vital importancia en los tiempos que estaba a punto de vivir—, «un hondo sentido del estado»[449]. Los comunistas lo tenían difícil para atacarlo: a fuer de judío, anticlerical y socialista, profesaba un odio sincero al régimen de Vichy, y su hijo había sido asesinado por la Gestapo.
Moch se enfrentó a la labor ministerial más complicada que se había conocido tras la liberación. La huelga otoñal del carbón, sumada a la escasez de suministros que venía arrastrando el país desde el terrible invierno anterior, dejó al gobierno en una posición en extremo vulnerable. Los mineros del norte de Francia adoptaron un espíritu combativo cuando se ordenó a las tropas coloniales que interviniesen para proteger las minas de sabotajes; pero los geules noires, como se hacían llamar aquéllos, recibieron un empuje inesperado cuando los espahíes de la guarnición de Senlis apilaron sus fusiles en el andén de la estación de Lens y se negaron a recogerlos a pesar de las amenazas que proferían sus oficiales. El Ministerio del Interior envió al punto a la policía antidisturbios de la CRS para que se incautara de sus armas y los introdujese en un tren que los devolviera a su cuartel.
En el yacimiento de Bully se unieron a los sublevados unos treinta prisioneros de guerra alemanes ataviados con sus abrigos de color gris campaña en contra de la CRS. Los mineros capturaron algunas carabinas de las fuerzas policiales e hicieron prisioneros a tres miembros de las CRS. Al parecer, estaban tan asustados que no dudaron en contar a sus captores todo lo que sabían. Cierto veterano de la Resistencia se mostró indignado: «¿Sabéis que algunos de nuestros amigos murieron bajo tortura sin haber dicho una sola palabra?»[450]. Los mineros los soltaron, aunque no sin antes sustraerles los documentos de identidad a fin de poder perseguirlos si rompían su promesa de no decir nada a sus superiores.
La idea de que los espahíes y los alemanes estuviesen ayudando a los mineros dio pie a grandes esperanzas en lo referente a la solidaridad internacional. La prensa del Partido Comunista alentó a sus seguidores a considerar esta batalla como el último empellón que se necesitaba para derrocar un régimen tambaleante.
Cuando la huelga se tornó más seria y las familias de los mineros se quedaron sin dinero para comprar alimentos, el partido organizó la evacuación de sus hijos a diversos hogares comunistas. El minero que, haciendo caso omiso de la convocatoria de huelga, acudía a su puesto de trabajo, recibía el nombre de canaripor ser jeune («amarillo», y también «esquirol»). Lo más normal era que a su esposa le tendiesen emboscadas las de los huelguistas en el exterior de las tiendas.
Cuando Moch tomó posesión del cargo de ministro del Interior, el 24 de noviembre, se encontró con que no disponía de los agentes antidisturbios necesarios para controlar los diversos brotes de violencia. También pudo comprobar que había heredado un sistema centralizado en exceso, que en ningún momento se había diseñado para arrostrar emergencias simultáneas en varios puntos del país. La situación resultaba desesperante, aunque este hecho obligó al gobierno a adoptar una actitud valiente.
El Ministerio del Interior se hallaba sumido en el caos más absoluto. Moch debía mantener un contacto permanente con no menos de noventa prefectos de départements. Muchos de éstos, temiendo no obtener refuerzos del Ministerio del Interior, recurrían al general que comandaba su distrito militar y, sin siquiera informar a París, solicitaban la presencia de sus tropas. Tampoco faltaban los que, al recibir instrucciones de proporcionar ayuda a sus homólogos asediados, cuestionaban las órdenes o retrasaban su cumplimiento por si estallaba una revuelta en su propia zona. Durante la última semana de noviembre y la primera de diciembre, el Ministerio recibió una media de novecientos telegramas diarios. En un período de veinticuatro horas, según informó más tarde Moch a los prefectos, llegaron a contarse 2.302. Como quiera que la mayor parte de los mensajes estaban en clave, no resulta extraño que los encargados de descifrarlos estuviesen desbordados.
Moch contaba con un número tan reducido de efectivos que en determinado momento se vio enviando cuerpos de policía antidisturbios formados por menos de cincuenta hombres de un lugar a otro del país, para después hacer que regresaran de nuevo al punto de partida. La comisaría de Brive, verbigracia, acabó por recibir la ayuda de cincuenta hombres de una compañía que tenía su sede en Agen y cien destinados en el macizo Central. Aún más alarmante resultó el que, a despecho de las purgas llevadas a cabo por el predecesor de Moch, aún quedasen unidades de la CRS con tantos comunistas procedentes de los FTP que hubo de prescindir de ellas por no considerarlas dignas de confianza.
«Las huelgas se han debido —escribió en una serie de instrucciones destinadas a los prefectos—, a que la situación económica ha proporcionado a la clase trabajadora motivos de sobra para quejarse[451]. El Partido Comunista ha dado muestras de gran astucia al explotar estas protestas legítimas a fin de poner en marcha un movimiento general con un carácter político e internacional definido, que contaba entre sus objetivos principales con el de disuadir a los estadounidenses de brindar a Europa su ayuda económica.»[452]
La Embajada de Estados Unidos se mostró inquieta sobremodo ante la determinación de los líderes sindicales comunistas. El modo en que destrozaban los huelguistas la maquinaria de las fábricas a fin de asegurarse de que a los patronos no les serviría de nada contratar a esquiroles hacía evidente su resolución de sabotear la economía antes de que pudiese hacer efecto el Plan Marshall. James Bonbright, Douglas MacArthur hijo y Ridgway Knight rogaron a Caffery que colaborase en la financiación de Forcé Ouvriére, una escisión no comunista de la CGT; pero éste se negó a considerar una intervención tal en los asuntos internos de Francia. En realidad, acabaron por obtenerse fondos de otras fuentes, que se hicieron llegar a su destinatario por mediación del movimiento sindical estadounidense.
La atmósfera de violencia se hizo más sofocante. Henri Noguéres, editor del diario socialista Le Populaire, recibió de Moch la advertencia de que los comunistas podrían efectuar una incursión contra su periódico. Sabedor de que la policía parisina se encontraba demasiado falta de personal para poderle ofrecer una protección permanente, Moch le hizo llegar dos cajas de armas con la intención de que la plantilla del diario pudiese defender el edificio con sus propias manos[453]. También hubo personajes de relieve del Rassemblement gaullista que se sintieron en peligro de sufrir un ataque sorpresa. «El coronel [Palewski] duerme con una pistola enorme al lado de la cama —escribió Nancy Mitford a su madre—, y lo más terrible, como puedes imaginar, es que no tiene ni idea de manejar un arma.»[454]
Por causa de un curioso acaso del destino, pocos días después murió en un accidente una de las figuras destacadas asociadas con De Gaulle. El 28 de noviembre, un día de niebla en que no había faltado la nieve en París, llegó por la noche la noticia de que el general Leclerc, que tres años atrás se había encontrado al frente de los libertadores de la ciudad, había muerto en un accidente aéreo cuando contaba tan sólo cuarenta y cuatro años. No tardó en extenderse el rumor de que alguien había puesto azúcar en el combustible del aparato, y muchos compararon su muerte con la del general Sikorski. «No hay en París —escribió Nancy Mitford, generalizando en exceso—, quien no esté convencido de que ha sido un acto de sabotaje que, además, ha perjudicado en gran medida a los comunistas.»[455] No cabe duda alguna de que se estaba haciendo eco del firme convencimiento del coronel.
Palewski, cuyo cuñado murió también en el accidente, había cenado con Leclerc una semana antes de su muerte, y aseguraba que Leclerc le había dicho aquella noche: «En estos momentos, todos estamos en peligro». También corrió la voz —casi con toda seguridad a partir de la periferia menos sensata del Rassemblement—, de que Leclerc había inducido a De Gaulle a hacerse con el poder. El hecho de que L’Humanité dedicase tan sólo un par de líneas a dar cuenta de la muerte de Leclerc fue para los gaullistas una prueba suficiente de la responsabilidad que habían tenido los comunistas al respecto.
Cuando ocurrió la muerte de Leclerc, las operaciones relativas al orden público estaban adquiriendo un cariz cada vez más militar. El Ministerio del Interior se hallaba en contacto permanente con el de Defensa, con el que intercambiaba información y discutía las distintas opciones. Se reforzaron las tropas francesas destinadas en el norte a fin de evitar que los comunistas belgas cruzasen la frontera de manera subrepticia para sabotear las minas e impedir así su apertura. No obstante, ni siquiera el Ejército disponía de hombres suficientes para las tareas que se les habían asignado. En total, se había llamado a ciento dos mil reservistas de los reemplazos de 1946 y 1947 desde mediados de noviembre. Además, el Ejército francés había reagrupado a las tropas senegalesas que custodiaban a los prisioneros de guerra alemanes en otros nueve batallones listos para el despliegue. Sin embargo, estos refuerzos no se consideraron suficientes: el 30 de noviembre, el gobierno anunció que iba a volver a llamar a otros ochocientos mil reservistas de la quinta de 1943.
En París se había producido un número relativamente bajo de disturbios. En el 18.º arrondissement tuvo lugar una insurrección de poca importancia cuando un oficial del cuerpo de bomberos encabezó a trescientos comunistas en un intento de capturar la central telefónica. Antes del asalto, los comunistas, de los cuales muchos eran hijos de ferroviarios, destrozaron todos los teléfonos de que disponía en la zona la policía. Los que no fueron arrestados tuvieron que afrontar una enérgica reprimenda de sus superiores en el partido por haber actuado sin recibir orden alguna. Roger Leonard, comisario de policía, apenas podía creer la suerte que había tenido de que los comunistas no se hubiesen implicado en más aventuras de este estilo, pues tan sólo contaba con ciento cincuenta policías reservados para toda la ciudad.
La capital, por otra parte, era en especial vulnerable a la acción de las huelgas. Para los que trabajaban en el centro de París y habían de llegar allí en metro o mediante el suburbano, la vida se trocó en poco menos que intolerable. «El tren va abarrotado y tiene que parar a menudo, ya debido al sabotaje, ya a la acción de las mujeres y los hijos de los huelguistas, que se tumban en las vías.»[456] Los paros en los servicios públicos afectaban al correo, a la recogida de basura y al suministro eléctrico. Cocinar se había vuelto imposible; la electricidad se cortaba sin previo aviso, tal como había ocurrido durante el invierno anterior, y la presión del agua era tan baja que en los pisos superiores de los edificios ni siquiera salía un hilo de agua del grifo.
De cualquier modo, la verdadera amenaza se hallaba en el exterior de París. Moch pensó que era su deber elaborar un plan de contingencia que concentrara todos sus efectivos en la capital y las rutas que iban de ésta a El Havre, Bélgica, Lyon y Marsella. La zona del país que quedaba fuera de estos corredores en forma de y quedaría abandonada hasta que pudiese recuperarse un número suficiente de las tropas enviadas a Alemania.
El 29 de noviembre, el día posterior al accidente aéreo del general Leclerc, el palacio Borbón —acordonado por policías y militares—, se convirtió en el escenario de las discusiones más virulentas de que hubiese sido testigo la Asamblea Nacional. El gobierno de Schuman presentó una serie de medidas concebidas para defender la República que incluía un proyecto de ley antisabotaje. El aire de tranquilidad de Robert Schuman impresionó a todos durante este tiempo. Y la actitud de Jules Moch no era menos resuelta. Era consciente de que tenía menos de una semana para dominar la situación del país. Si se desmoronaba el orden público, De Gaulle estaría en condiciones de hacer una jugada que podría soliviantar a los comunistas y sumergir el país en una guerra civil. Sin embargo, el general prefería esperar en un segundo plano mientras se veían las caras sus dos enemigos: los comunistas y el gobierno.
En el hemiciclo de la Asamblea Nacional, los comunistas insultaban a gritos a Robert Schuman y su gobierno. Así, se echaba en cara al primero el que hubiese servido al Ejército alemán durante la primera guerra mundial.
—¡Boche! —lo increpaba Duclos a voz en cuello.
—¿En qué bando luchó usted en 1914, señor primer ministro? —exclamaba Charles Tillon, uno de los amotinados en 1920 en el mar Negro.
—¡Prusiano! ¡Alemán! —vociferaba Alain Signor, autor de la servil misiva remitida a Stepanov al Kremlin.
El aluvión de insultos fue fluctuando en el transcurso de aquella sesión maratoniana. Los diputados de otros partidos tampoco se abstenían de lanzar sus pullas a los comunistas, a quienes recordaban la alianza entre Stalin y Hitler. De este modo, fueron saliendo a la superficie todo el resentimiento y las sospechas acumuladas desde la ocupación.
El domingo, 30 de noviembre, segundo día de la sesión, amaneció frío y neblinoso. Las calles de París estaban vacías. «Se diría que todo está tranquilo hoy —recogió en su diario el embajador británico—. No hace tiempo de revolución.»[457] Marie-Blanche de Polignac se negó a cancelar su tradicional salón musical del domingo por la noche.
El lunes también hubo niebla. Los aeroplanos no podían aterrizar ni despegar, de modo que, habida cuenta de la huelga ferroviaria, las valijas diplomáticas quedaron inmovilizadas. Desmoralizado por las comidas frías y la falta de agua y calefacción, Roger Martin du Gard no pudo menos de encontrar «siniestra» la atmósfera de la ciudad: anhelaba poder escapar a Niza, cosa que pensaba hacer en cuanto volvieran a funcionar los trenes. Nancy Mitford, que, como muchos, oscilaba entre la alarma y el desdén por los alarmistas, expresó su exasperación ante el modo en que informaba la prensa británica de los problemas franceses, no exento de cierta alegría del mal ajeno. «Le he dicho al hombre del Times —escribió a su hermana Diana—, que tiene el deber de señalar que la sangre no ha llegado al río.»[458] La electricidad volvió a fallar, y el concierto de Artur Rubinstein programado para aquella noche hubo de celebrarse a la luz de las velas.
El tercer día de sesión de la Asamblea Nacional, Raoul Calas, diputado comunista, subió a la tribuna para hablar. Hizo un llamamiento al Ejército para que no obedeciera a los asesinos del pueblo, lo que constituía de forma evidente una instigación al motín. Édouard Herriot, presidente de la Asamblea, puso en conocimiento de todos que era su deber mantener el respeto a la ley. Por ende, se aprobó una resolución para expulsar a Calas a despecho de las protestas de los comunistas. La sesión hubo de suspenderse en medio de una gran confusión.
De cualquier modo, Calas se negó a bajar de la tribuna, protegido por sus compañeros de partido, que se arracimaron en derredor para secundar su iniciativa. El punto muerto se prolongó así durante toda la noche. Poco antes de las seis de la mañana hizo acto de presencia el coronel Marquant, de la Garde Républicaine, con una orden de desalojar a Calas firmada por Herriot. Sin embargo, cada vez que el militar hacía ademán de avanzar hacia él, los comunistas rompían a cantar la Marsellesa, de modo que, al oír el himno nacional, había de cuadrarse y saludar. En cuanto dejaban de cantar, intentaba proseguir su camino, pero enseguida volvía a reanudarse el himno y él había de hacer el saludo de nuevo. Por fin, el coronel acabó por llegar a la tribuna y tomó a Calas por un brazo con suavidad. «Je cede a la forcé», señaló el diputado.
La sesión que se había abierto el 29 de noviembre no se levantó hasta el 3 de diciembre. Durante este tiempo, la balanza del poder se inclinó de forma decisiva en favor del gobierno. Ya habían comenzado a surgir indicios del final de las huelgas, pues los no comunistas regresaban a sus puestos de trabajo pese a las amenazas y la violencia de que eran víctimas. Entonces, en la madrugada del 3 de diciembre, un reducido grupo de mineros comunistas del norte acabó por destrozar su propia causa. Al oír que se dirigía hacia ellos un tren cargado de policías antidisturbios, y por iniciativa propia, decidieron sabotear la línea Lille-París, cerca de Arras. Sin embargo, en lugar de un ferrocarril policial, hicieron descarrilar el expreso París-Tourcoing. En el accidente murieron dieciséis personas, y treinta más sufrieron heridas de gravedad. Las noticias del desastre llegaron a la capital por la mañana. Por la tarde ya no quedaba tráfico en los Campos Elíseos, y la ciudad parecía hallarse en estado de sitio, con policías armados apostados en cada uno de los cruces del centro.
Cuando se conoció la noticia en la Asamblea Nacional, los diputados comunistas no expresaron pesar alguno por las víctimas. En lugar de eso, acusaron al gobierno de haber llevado a cabo el sabotaje y compararon el incidente con el incendio del Reichstag, que provocaron los nazis para culpar a los comunistas. La táctica no los benefició en absoluto. Hasta el lugar del accidente habían llegado a toda prisa las cámaras de los noticiarios. Las lentas panorámicas que tomaron de los restos proporcionaron crudas imágenes en blanco y negro de vagones destrozados en cuyo interior podían verse los cuerpos machacados. El comentarista hablaba, con la voz teñida de indignación, de un «abominable ataque» perpetrado por «criminales anónimos». El noticiario, proyectado en los cines de todo el país, tuvo un efecto muy poderoso. El descarrilamiento del expreso jugó en favor del gobierno de un modo inimaginable.
El día anterior a que se levantase la sesión de la Asamblea, Maurice Thorez se dirigió al norte para hablar a los mineros de Hénin-Liétard y hacer por conservar su respaldo. En ningún momento mencionó el descarrilamiento. Durante su ausencia explotó una granada —alemana—, en el jardín de su residencia de Choisy-le-Roi. Lo más seguro es que constituyese un intento de desviar la atención de las víctimas del accidente ferroviario.
Tal vez el efecto más decisivo de aquel desastre fuese la división que provocó entre los huelguistas en torno a la cuestión del empleo de métodos violentos. Los carteros, que acababan de volver a trabajar, recibieron protección policial. Otros trabajadores, que seguían secundando el paro, se vieron sometidos a la creciente presión de sus esposas, que los instaban a regresar a sus puestos antes de las Navidades. Tras el accidente se extendió con mayor celeridad aún el recelo que muchos profesaban a las intenciones del Partido Comunista y que demostró no ser infundado. Poco antes de morir, en 1993, Auguste Lecoeur admitió flemático al ser entrevistado por el realizador Mosco que los planes para sabotear la economía francesa y dividir Francia en lo político no eran sino parte de «la lucha contra el imperialismo estadounidense».
Cada vez era mayor el número de obreros que se sentía utilizado por los comunistas con fines políticos y exigía la convocatoria de votaciones secretas en las que se dirimiese si seguir o no con la huelga. En un principio, los comunistas lograron contenerlos por medio de la intimidación; pero durante la segunda semana de diciembre, la presión llegó demasiado lejos. «En estas circunstancias —escribió Moch en las instrucciones remitidas a los prefectos—, a los directores comunistas del CGT no les quedaba otra alternativa que iniciar una estrategia de retirada o sufrir una derrota total. Si hubiesen tardado otras cuarenta y ocho horas en dar la orden de que se volviera al trabajo, habrían perdido todo el control que poseían sobre los afiliados del CGT. El final de la huelga, en consecuencia, debe considerarse una retirada de los comunistas que les ha supuesto una derrota seria, pero no definitiva.»[459]
Las exequias del general Leclerc se habían programado para el día 8 de diciembre, e iban a celebrarse en Nôtre-Dame. El acto había adquirido, dadas las circunstancias, un fuerte cariz político. «Todos los muchachos de Leclerc están afluyendo a la ciudad —indicó en una carta Nancy Mitford a su hermana—, en algo semejante a una movilización. A Nôtre-Dame acudirán dos mil.»[460]
El presidente Auriol y la mayor parte del cuerpo diplomático estuvieron también presentes. «La ceremonia fue magnífica, digna de encomio —escribió Duff Cooper en su diario—; aunque los doce desdichados ataúdes que acompañaban a la figura central quedaron a la sombra de su grandiosidad sin siquiera sacar provecho de ella. Uno no podía menos de lamentar su presencia al tiempo que sentía una compasión doble por ellos. El funeral de un hombre constituye su última aparición, conque debería tener todo el escenario para sí». El embajador británico guió después al cuerpo diplomático a pie desde Nôtre-Dame a Les Invalides bajo dos chaparrones nada despreciables. La pérdida de Leclerc se sentiría sobre todo en la dirección de la política francesa en Indochina, por cuanto era uno de los pocos realistas que quedaban en los cuadros superiores. La insistencia con que había aconsejado que se negociase la independencia con Ho Chi Minh había enturbiado su relación con el almirante D’Argenlieu, su superior. Los políticos de París, incluidos los del Partido Socialista, se habían sentido en la obligación de respaldar a este último, sin llegar a darse cuenta siquiera de lo mucho que había cambiado el mundo.
La última huelga se vino abajo la mañana del 10 de diciembre. El titular de L’Humanité («Esta mañana han vuelto al trabajo 1.500.000 combatientes como una piña») suponía un intento desesperado de presentar la derrota como algo semejante a una victoria. En las calles de París aún se amontonaba la basura.
Aquella noche, Duff y Diana Cooper ofrecieron un baile de despedida en la Embajada Británica, «celebración que habría sido inimaginable hace una semana»[461] Nancy Mitford señaló en una carta a su madre que la Embajada había recibido seiscientas confirmaciones «a pesar de que hace una semana que no se reparte el correo».[462].
Churchill llegó en avión procedente de Londres la mañana de la fiesta. Hacía un día espléndido. La noticia de su visita hizo que se congregase toda una multitud en el exterior de la embajada, en la rué du Faubourg Saint-Honoré, y pidiese a coro su presencia. Cuando salió para dirigirse a la concurrencia en su inimitable versión del idioma francés, fue objeto de una sonora ovación, «algo que siempre agradece», según anotó su anfitrión con divertida solemnidad.
El baile comenzó a las diez y media. A él asistió casi la totalidad del cuerpo diplomático, con la «obvia excepción» de los embajadores ruso, polaco y yugoslavo[463]. Churchill entró, con una sonrisa de oreja a oreja, frac y todas sus condecoraciones, en el salón en el que habían contraído matrimonio sus padres, lord Randolph Churchill y Jenny Jerome. Del brazo llevaba a la hermosa Odette Pol Roger, ataviada con un espectacular vestido de satén rojo.
Los invitados recorrían presas de la admiración las salas de altos techos y profusos dorados. Al igual que Churchill, todos los hombres iban cargados de condecoraciones, de tal modo que las cintas y los fajines resaltaban sobre el frac negro y el chaleco almidonado. Diana Cooper había invitado a varios amigos diseñadores —Dior, Balmain, Rochas y Molyneux—, que se pasaron la noche mirando sus propias creaciones y las de los demás con ojo crítico.
Susan Mary Patten vestía un modelo de Schiaparelli de «tupido gorgorán color marfil con un enorme polisón, muy al estilo de El abanico de lady Windermere». Christian Dior se inclinó ante ella para declarar: «Uno de los vestidos más admirables que he visto en mi vida. Ojalá fuera mío»[464].
Los gaullistas que se hallaban presentes aquella noche, como era el caso de Gastón Palewski y Pierre de Bénouville, hicieron patente el orgullo que les había producido la declaración que había hecho John Foster Dulles el día de antes y que afirmaba que De Gaulle era «el próximo hombre de Francia». Dulles había llegado incluso a hacer cuanto estaba en sus manos por no hacer caso de Bidault durante la conferencia de Londres. Jefferson Caffery fue sólo uno de los muchos que se mostraron exasperados ante una intervención tan poco prudente en la política francesa. Un mensaje así de apoyo a De Gaulle habría resultado oportuno en 1944; en diciembre de 1947 no equivalía a otra cosa que a un insulto dirigido a Schuman y Moch, que habían actuado durante las dos semanas y media precedentes con una resolución y una energía admiradas incluso por Malraux y Palewski.
Susan Mary Patten no pudo menos de avergonzarse cuando se acercó a ella el dramaturgo Henri Bernstein para decirle a muy poca distancia de Robert Schuman: «Gracias a Dios, han acabado ustedes, los estadounidenses, por declararse en favor de De Gaulle. ¡Bravo por el señor Dulles!».
Tal vez aguijado por el encomio de Dulles a De Gaulle, Jules Moch se aseguró de que Estados Unidos apreciara los esfuerzos que estaba haciendo su gobierno por defender el orden de la República. Con todo, su principal objetivo era presionar a los estadounidenses para que acelerasen la ayuda financiera que pensaban prestar a Francia antes de que volviesen a surgir tensiones sociales. En el caso de Caffery, claro está, no hubo de afanarse, pues el embajador ya estaba convencido de su aptitud. Los informes que enviaba a Washington ponderaban las «medidas valientes y enérgicas tomadas por Moch, que están logrando fortalecer el gobierno y su propio prestigio personal»[465]. No obstante, también creía firmemente que si no se hubiese anunciado el Plan Marshall, el gobierno de Schuman nunca habría sido capaz de inspirar en sus funcionarios y colegas políticos la determinación suficiente para hacer frente a los violentos ataques de los comunistas.
El ministro del Interior, de cualquier modo, no se durmió sobre sus laureles durante los meses que quedaban de aquel invierno: bombardeó a los prefectos con informes y planes para mejorar el aparato de seguridad de todo el país. La Instrucción de Orientación Política n.º 1, del 26 de diciembre de 1947, exponía los antecedentes de las recientes huelgas. En ella, Moch advertía de que la mayoría de la población seguía sufriendo penalidades, y de que los comunistas intentarían aprovechar la situación. Las autoridades civiles, por ende, debían estar preparadas para arrostrar nuevas revueltas al año siguiente, tal vez entre mediados de febrero y mediados de marzo, por cuanto sería ése el período de mayor escasez de alimentos y carbón. (En realidad, la siguiente oleada seria de disturbios no se produciría hasta junio).
Moch aceleró el plan de eliminar a los comunistas de la policía parisina y de la CRS concebido por su predecesor, con tanto éxito que logró invertir por completo la balanza. Llegado el verano de 1948 había, según los cálculos, diecinueve mil policías anticomunistas de los veintitrés mil de que disponía la capital. El Ministerio del Interior, mientras tanto, había modificado la distribución del cuerpo de antidisturbios por el país, de tal manera que se destinaron más efectivos cerca de las principales zonas de peligro: los yacimientos de carbón del norte y los centros industriales más extensos del este. Moch solicitó también al Ministerio de Defensa la formación de nuevas brigadas de Gardes Républicaines de la gendarmería. En las regiones críticas, el Ejército debía colocar batallones de infantería a modo de reservas permanentes para misiones de seguridad.
La idea de establecer comandantes de regiones militares con poder le repugnaba. Decía que quería evitar «las desventajas psicológicas y políticas que iban ligadas a menudo a la declaración de la ley marcial»[466]. Sin embargo, tampoco confiaba en nadie más que pudiese dominar las sublevaciones civiles, pues en este sentido no podía contar, ni mucho menos, con el Ministerio de Defensa. Ni él ni Robert Schuman perdieron de vista en ningún momento el hecho de que el único modo de reducir el poder de los comunistas consistía en una verdadera mejora de los niveles de vida, lo que dependía sobre todo del Plan Marshall.