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Funestos augurios

El sábado, 7 de junio de 1947, el general Marshall, secretario de Estado estadounidense, pronunció un discurso en Harvard a causa de la concesión de un título honorífico. Nunca habían tenido tanta significación unas palabras de agradecimiento dichas en una universidad. Sin siquiera avisar de forma explícita a sus subordinados, Marshall había decidido que aquél era el momento de presentar la iniciativa más importante en el ámbito de la política exterior de todo el período de posguerra.

El terrible invierno de 1946 había dejado en evidencia que Europa era incapaz de salir por sí sola de la miseria en que se hallaba sumida. El desmoronamiento de su economía era inminente, y podía afirmarse con una seguridad casi completa que poco después se produciría una catástrofe política. Marshall declaró que Estados Unidos debía esforzarse al máximo para combatir «el hambre, la pobreza, la desesperación y el caos». Sin embargo, la iniciativa debía proceder de la propia Europa, toda vez que «no resultaría apropiado ni eficaz que este gobierno elaborase de forma unilateral un programa diseñado para volver a poner al continente en pie en lo económico».

El mensaje que había tras las palabras pronunciadas en Harvard por el general Marshall ya había sido formulado por otros, incluidos Eisenhower, Jean Monnet o Dean Acheson. Sin embargo, el modo de plantearlo, que evitaba todas las minas que sembraban un campo tan peligroso, era suyo por entero. Asimismo —y esto es lo más importante—, dejó bien clara su intención de hacer extensivo el proyecto a toda Europa, lo que incluía los países ocupados por el Ejército Rojo.

Una vez conscientes de su significación, los gobiernos europeos quedaron electrizados por la breve alocución de Marshall, que suponía la única esperanza que les quedaba. Rusia había quedado baldía tras la invasión alemana, por lo que no estaba en condiciones de prestar ninguna ayuda. Francia no contaba con reservas monetarias, y el déficit de la balanza de pagos ascendía a los diez billones de francos. Desde septiembre de 1944 había recibido una cantidad cercana a los dos billones de dólares en concepto de créditos para carbón, alimentos y materias primas, aunque no había servido más que para que el país pudiese sobrevivir. El Plan Marshall, empero, le ofrecía la oportunidad de llevar a cabo una reconstrucción económica. «Ejemplos de solidaridad como éste no se repiten a menudo en la historia», escribió Hervé Alphand[410]. Con todo, el Departamento de Estado insistía entre bastidores en que «Estados Unidos debe dirigir este espectáculo».

Ernest Bevin, ministro británico de Asuntos Exteriores, fue, según se dice, el primero en aferrarse a esta oportunidad. Tras un fin de semana de discusiones y deliberaciones, envió un telegrama tan urgente como secreto a Duff Cooper en plena noche por el que le indicaba la conveniencia de hablar con Bidault al respecto por la mañana. Una semana más tarde, el propio Bevin tomó un avión a París junto con un nutrido grupo de asesores pertenecientes a varios ministerios. La ciudad seguía sufriendo una interminable sucesión de huelgas. Tras cenar en la Embajada Británica con Ramadier, Bidault, Massigli, Chauvel, Alphand, Marjolin y Monnet, prosiguieron la ronda de discusiones. «Casi todos estaban de acuerdo en la postura que habíamos de adoptar —escribió Duff Cooper a la mañana siguiente—. Lo más importante es hablar con los rusos al respecto. Debemos invitarlos a participar y, al mismo tiempo, evitarles cualquier oportunidad de retrasar el proceso. Esto no va a ser nada fácil.»[411]

El 27 de junio se inició en el Quai d’Orsay una conferencia entre Bidault, Bevin y Molotov a fin de discutir el Plan Marshall. Al carácter asfixiante de la ola de calor que había sumido a toda la capital en un estado de apatía se sumaban las sospechas del representante soviético, que hacían la atmósfera aún más irrespirable. Molotov estaba persuadido de que Bidault y Bevin le habían tendido algún tipo de trampa durante la reunión privada que habían mantenido diez días antes. En este sentido no había ayudado en absoluto la imprudente declaración que había hecho para la prensa el Quai d’Orsay antes de comunicar a los rusos lo que estaba sucediendo.

Bevin se hallaba de un humor excelente a despecho del calor. Molotov intentó desde un principio, como era de esperar, obstaculizar las negociaciones. Bidault calificó su actitud de «flagrante et obstinée»[412]. (En lugar de niet, el representante ruso decía no K, convencido de que se trataba del antónimo de OK).

Un violento temporal desatado la noche del sábado, 28 de junio, aplacó el calor de forma pasajera, aunque la atmósfera amaneció más cargada aún la mañana del lunes. Haciendo caso omiso del objetivo de la propuesta, Molotov leyó una declaración que llevaba preparada, basada en un telegrama que, obviamente, acababa de llegar del Kremlin y que exigía que el gobierno estadounidense indicase por adelantado cuánto estaba dispuesto a conceder y si el Congreso iba a mostrarse de acuerdo.

A la caída de la tarde, Jefferson Caffery acudió a la Embajada Británica con el fin de comparar las distintas reacciones. Bevin, instado por Duff Cooper, «le hizo comprender la importancia de ayudar a Francia en aquel momento»[413]. Aun así, la respuesta de Caffery fue inequívoca: si los comunistas regresaban al gobierno, el país no recibiría un solo dólar de Estados Unidos. En palabras de Duff Cooper, aquélla fue «una noche interesante».

Bevin también se había decidido. Los empeños de Bidault por tender un puente sobre el abismo que los separaba de la Unión Soviética no fueron más que una pérdida de tiempo. No tolerarían más obstrucciones por parte de Molotov. A la mañana siguiente, había decidido «seguir a los franceses e invitar al resto de naciones de Europa a unirse a ellos»[414]. Aquella tarde, Duff Cooper voló a Londres a fin de poner al corriente de lo sucedido al primer ministro, Clement Attlee. Éste mostró su conformidad ante todo lo que estaba haciendo Bevin y solicitó su consejo en relación con el siguiente paso. Cooper respondió que las circunstancias no requerían una reunión del gabinete gubernamental, pero que el ministro de Asuntos Exteriores estadounidense sabría agradecer sin lugar a dudas una declaración de apoyo por su parte.

El 3 de julio se puso fin de un modo abrupto a la conferencia. Alphand escribió en su diario al día siguiente: «Al ver a Molotov bajar las escaleras del Quai d’Orsay, me dije que estábamos inaugurando una nueva era que podía prolongarse por mucho tiempo e incluso dar un giro inesperado»[415].

No se perdió el tiempo: se invitó a veintidós países europeos a una conferencia que se celebraría una semana más tarde y en la que iba a formularse un plan europeo que presentar al gobierno de Estados Unidos. No obstante, si cualquier estado del otro lado del telón de acero expresó interés al respecto, éste no tardó en disiparse a raíz de la presión de Moscú, lo que no sorprendió a nadie. Con todo, lo más importante era mantener el ímpetu de la cooperación. «Hasta ahora, todo va bien —apuntó el embajador británico el 7 de julio—, y el gobierno de Ramadier sobrevive.»[416]

El día 11 comenzaron a reunirse los ministros de Asuntos Exteriores para la conferencia, que tuvo lugar en el comedor del Quai d’Orsay. La mesa era tan larga que a los de un extremo les resultaba imposible oír lo que se decía en el otro. De cualquier manera, y a pesar de los problemas acústicos, la ausencia de Molotov garantizaba que no sería difícil llegar a un acuerdo por unanimidad. Las sesiones duraban a menudo menos de dos horas en lugar de días enteros, como de costumbre. Esto, claro está, no siempre quería decir que todos se comportaban de un modo ejemplar. A decir de Isaiah Berlin, que se había unido a la delegación británica a instancias de lord Franks, la actitud de los europeos ante la oferta estadounidense era la propia de «pedigüeños altaneros y exigentes que abordasen a un millonario aprensivo»[417]. Por otro lado, se observaba también una tendencia a caer en los estereotipos nacionales. Así, en determinado momento, el delegado italiano exclamó en tono dramático: «¡Si no lo logramos, correrá la sangre por las calles de Roma!». Dag Hammarskjöld, delegado sueco, repuso: «¿No cree que… tal vez… está usted exagerando?».

El buen tiempo había mejorado el humor de los parisinos, pese a que la sequía prometía ser aciaga para los granjeros y las provisiones alimentarias del invierno. La noche anterior al 14 de julio, día en que se conmemoraba la toma de la Bastilla, la gente bailaba en la calle cuando Duff y Diana Cooper regresaban alrededor de la medianoche, acompañados de Pierre Balmain, de una cena ofrecida en Verriéres por Louise de Vilmorin y sus hermanos. «Cerca de la Porte d’Italie, nuestro automóvil se vio rodeado por una multitud de jóvenes que, sin dejar de bailar, hicieron un corro a nuestro alrededor. Algunos se acercaban y nos besaban a través de las ventanillas. Todos tenían una actitud tan divertida, amistosa y encantadora… Aquélla era una noche cálida, y nosotros estábamos muy felices».

Las conversaciones relativas al Plan Marshall concluyeron el 15 de julio para satisfacción de todos, aunque habían salido a la superficie dos motivos de fricción: el intento, por parte de los británicos, de mantener el límite de la emigración judía a Palestina —era la época del éxodo sionista—, los había llevado a enfrentarse a los franceses, que habían permitido que los refugiados embarcasen en la Francia meridional a pesar de haberse acordado lo contrario.

A Bidault y sus funcionarios del Quai d’Orsay, por otro lado, los preocupaba más el saber que los estadounidenses planeaban llegar a un acuerdo privado con los británicos en relación con Alemania. Bevin intentó explicar la situación, aunque sin demasiados resultados. Al regresar a la embajada, él y Duff Cooper solicitaron la presencia de Caffery y Averell Harriman, que se hallaba en París a la sazón. Aquéllos les aseguraron que Bevin se había visto obligado a reconocer que se estaba llevando a cabo una serie de conversaciones en torno a Alemania, aun a pesar de que el general Lucius Clay se hubiese «opuesto de forma tajante a que se hiciera saber a los franceses nada al respecto»[418].

A la mañana del día siguiente, 17 de julio, Bevin fue a despedirse de su homólogo francés. «Bidault tenía aspecto de estar triste y cansado —escribió el embajador británico—, a pesar de que aún no sabía lo peor». Aún hubo de transcurrir buena parte de aquella mañana para que el propio Duff Cooper se enterase de que británicos y estadounidenses habían «llegado a un acuerdo para elevar el nivel de la industria alemana y ceder la dirección de ésta a su propio pueblo entre otras cosas». Y no ignoraba que éste sería «un golpe terrible para los franceses».

Cuando, aquella tarde, llegó la noticia a oídos de Chauvel, Alphand y Maurice Couve, del Quai d’Orsay, «fue recibida de muy mala manera»[419]. Los temores que De Gaulle había expresado en Marly a Hervé Alphand una tarde de invierno habían acabado por materializarse en ocho meses: sería Alemania, y no Francia, la que iba a ser resucitada en cuanto motor de la recuperación europea. No resultaba difícil imaginar cuál sería el siguiente paso: Alemania se convertiría en la pieza fundamental de la estrategia antisoviética de Estados Unidos. El pacto Clay-Roberston, como se conoció en honor de los gobernadores militares norteamericano y británico en Alemania, dio pie al siguiente titular en L’Humanité: «Las madres francesas deben empezar a temblar de nuevo».

El hermoso verano de 1947, que resultó desastroso para la agricultura, fomentó en París todas las formas imaginables de hedonismo. «La estación se ha tornado vertiginosa —escribió Nancy Mitford—. La gente hace todo tipo de cosas de las que acabará por arrepentirse. La otra noche en una fiesta, cierto individuo a quien todos conocemos se desprendió del cuello de la camisa y la corbata para dejar al descubierto su garganta bronceada y el adorno que llevaba alrededor: un collar de tres hileras de rubíes con una borla de esmeraldas y carbunclos que le caía por la espalda. Su protector, también presente, observó a secas: “X es un buen tipo, pero no podemos esperar que viva siempre de su encanto”[420]. (Al enseñar aquella joya, X había declarado: “No está mal para una chica de clase obrera”)»[421].

El verano proporcionó asimismo una nueva oleada de visitantes. Uno de ellos fue la señora Eva Duarte de Perón, que había ido de viaje oficial, oportunidad inmejorable para llevarse consigo a Argentina el new look de Dior. El gobierno francés, en señal de cortesía, le otorgó una condecoración de poca relevancia: lo que se conocía como «medalla de cena». Hervé Alphand fue el encargado de entregársela en el Quai d’Orsay. Sin embargo, cuando Evita Perón se despojó de su abrigo de verano dejó al descubierto un vestido tan escotado que el diplomático no supo dónde prender el galardón. Por fin se decidió por un lugar entre el pecho y la cintura.

Otro visitante del París de aquel estío fue el cineasta Alexander Korda, que accedió a comprar por un millón de francos los derechos cinematográficos del libro que había escrito Duff Cooper sobre el rey David. Resultaba irónico que lo hiciese cuando el autor se acababa de ver envuelto en la crisis del éxodo. Tras revisar el borrador del informe relativo al Plan Marshall con su autor, Isaiah Berlin, el embajador salió a cenar con Korda, Rita Hayworth y Cary Grant al Véfour para celebrar el trato. «Rita Hayworth es muy hermosa —escribió en su diario—, pero no me gusta el pelo teñido de rubio. Sus manos también son muy bonitas, aunque tiene las uñas demasiado largas y sucias. Se hace raro que una estrella de cine pueda ser tan descuidada.»[422]

La obra de teatro que más llamó la atención en 1947 fue, sin lugar a dudas, Las criadas, de Jean Genet. La idea de escribir una historia acerca de dos sirvientas que planean asesinar a su señora rondaba por su cabeza desde el otoño de 1943. Genet negó que estuviese basada en el tristemente célebre caso de las hermanas Papin, ocurrido antes de la guerra, y si bien existían coincidencias superficiales entre éstas y aquéllas, el argumento era por entero obra suya.

Bérard y Kochno hablaron en primer lugar con Louis Jouvet, excelente actor y director del Théátre de l’Athénée, de la obra de Genet cuando se encontraban en el Mediodía francés. Jouvet no quiso considerar la idea hasta haber llegado a París. A su regreso lo asaltaron Cocteau y Marie-Blanche de Polignac, entre otros, para hacerle una ferviente alabanza de la obra, Cocteau le tendió el manuscrito «como si de un tesoro se tratara»[423].

Durante el tiempo que estuvo en cartel en primavera, la obra escandalizó al público y la crítica. Genet llegó incluso a golpear a un periodista de Le Fígaro por lo que había escrito al respecto. Sartre y otros amigos lo respaldaron lealmente, hasta el punto de ingeniárselas para hacer que el jurado del Prix de la Pléiade le otorgase el galardón aquel año, a pesar de que Genet no reunía en rigor todos los requisitos.

Sartre no mostró una disposición tan buena hacia André Breton, que, tras regresar a Francia, había comenzado a organizar con Marcel Duchamp la segunda exposición internacional parisina de surrealismo en la nueva Galerie Maeght. Tenía pensado construir una escalera en la que cada peldaño estuviese modelada a la manera de la portada de un libro cuyo título estuviese ligado a la baraja del tarot. Habría una salle de superstitions, y otra detrás de ésta con una docena de celdas octogonales, dedicada cada una de ellas a un signo del zodíaco y provista de un altar vudú. La última sala estaría constituida por una cocina que serviría «un almuerzo surrealista, distinguido sobre todo por su nuevo sabor»[424].

Breton y sus amigos surrealistas pusieron fin a los preparativos de la exposición durante la primera semana de julio. Cuando madame Maeght, propietaria de la galería, vio lo que habían hecho, no pudo menos de gritar: «¡Estamos arruinados!»[425]. Con todo, el evento atrajo a un público multitudinario y, en su lugar, se creó la Galerie Maeght. No hubo de pasar mucho tiempo antes de que los Maeght expusiesen a Braque, a Miró y a Chagall, y —lo más importante—, consiguiesen el monopolio de la obra de Giacometti al pagar por todos sus vaciados[426].

La exposición incluía obras de Max Ernst, Miró y Tanguy; aunque Breton hubo de reconocer que el movimiento surrealista en conjunto no mostraba demasiados signos de vida, si no era, tal vez, en Rumania y Checoslovaquia. De cualquier modo, tuvo la oportunidad de consolarse con la controversia que había provocado la exposición a lo largo de tres meses. «Resulta maravilloso —observó—, que lo injurien a uno con esta edad.»[427]

Desde que los ministros comunistas abandonaron en mayo el gobierno de Ramadier se había apoderado de la cúpula del partido un peligroso aire de irrealidad. Thorez y sus colegas seguían hablando y actuando como si su salida del Consejo de Ministros constituyese tan sólo un percance temporal. En parte, habían sucumbido a la seducción de la arrogancia y todo lo demás que conllevaba el pertenecer a la clase ministerial; aunque no era menos poderoso en este sentido el instinto que les aseguraba que acabaría por adoptarse de nuevo una situación de tripartisme. En consecuencia, la única manera que tenía el partido de hacerse con el poder consistía en trabajar desde dentro. De cualquier modo, el verdadero problema tenía un carácter bien distinto: la ausencia de una dirección firme procedente de Moscú les había hecho sumergirse en una falsa sensación de seguridad. Aun Thorez y Duclos, que conocían de sobra la lógica caprichosa del Kremlin, parecían haber olvidado lo que podía hacer Stalin —quien anteponía la Unión Soviética a todo lo demás—, con tal de subordinar a los partidos extranjeros. No tardarían en despertar a una realidad brutal.

En septiembre de 1947, se invitó a nueve partidos comunistas de Europa a enviar delegados a Varsovia, donde se iba a celebrar una reunión secreta. El verdadero organizador de esta conferencia no era otro que Andrei Zhdanov, quien había dirigido la implacable defensa de Leningrado ante los alemanes.

El 22 de septiembre llegaron las distintas delegaciones a un espacioso refugio cinegético situado en Sklarska Poreba, en el suroeste de Polonia. Las únicas que provenían de fuera del bloque soviético eran la francesa y la italiana. En ellas no estaban ni Thorez ni el dirigente del comunismo italiano, Palmiro Togliatti. Jacques Duclos, acompañado de Etienne Fajon, se mostró afable y pagado de sí mismo. Todo hacía pensar que, como veterano en conferencias comunistas internacionales, confiaba en que sabría defenderse de un modo satisfactorio.

Zhdanov situó este encuentro secreto dentro de su contexto internacional tras la disolución del Komintern en mayo de 1943. No hizo mención alguna de la organización que había sucedido a ésta, la Sección Internacional de la Secretaría del Comité Soviético Central. Saltaba a la vista que, habida cuenta del abrupto cambio en la línea del partido que estaba a punto de revelar, resultaba más conveniente hacer ver que apenas habían existido más contactos entre Moscú y sus partidos satélite. Zhdanov, empero, alegó que «una separación tal entre partidos es negativa y no hace ningún bien, amén de no ser natural»[428]. Dicho de otro modo: la dejadez de la inmediata posguerra había llegado a su final.

No deja de resultar asombroso que un veterano del Komintern como Jacques Duclos no fuese capaz de percibir todo lo que implicaba el discurso de Zhdanov. Cuando negó su turno de palabra, hizo un resumen complaciente en extremo de las actividades del Partido Comunista francés desde la liberación. Zhdanov dejó que la delegación yugoslava, formada por Edvard Kardelj y Milovan Djilas, fuese la encargada de efectuar la humillación ritual de los comunistas galos. Duclos no pudo menos de horrorizarse al ver cuán honda era la trampa en la que habían caído. La única opción que les quedaba era humillarse sin vacilación.

La médula de la conferencia había quedado bien clara: a instancias de Stalin, Zhdanov estaba constituyendo un nuevo Komintern, que recibiría el nombre de Kominform y que tenía por objeto movilizar a los partidos comunistas del extranjero para que defendieran la Unión Soviética frente a una Alemania reconstruida y al respaldo económico en favor de una hegemonía estadounidense en Europa (el «Plan Truman-Marshall»). «Francia ha sacrificado la mitad de su autonomía —aseguró—, ya que los créditos ofrecidos por Estados Unidos en marzo de 1947 estaban condicionados a que se retirase a los comunistas del gobierno.»[429] Por ende, tanto Francia como Inglaterra se habían convertido en «víctimas del chantaje de los estadounidenses»[430].

«El camarada Stalin ha dicho —citó Zhdanov—: “En resumidas cuentas, la política de la Unión Soviética ante el problema alemán se reduce a la desmilitarización y la democratización de Alemania. Estas condiciones son fundamentales si se quiere establecer una paz sólida y duradera”. Esta política soviética en relación con Alemania choca con la frenética resistencia de los círculos imperialistas estadounidenses e ingleses. Los primeros se han salido del viejo camino trazado por Roosevelt para adoptar una nueva política, una política consistente en la preparación de nuevas aventuras militares»[431].

Duclos llegó a París hecho una furia. Poco después de su regreso se convocó una reunión del Politburó francés con el objeto de tratar la situación desastrosa en que se hallaba el partido. En ella resumió así las conclusiones: «Zhdanov dice que el que los comunistas estén en el gobierno o en la oposición no constituye un problema relevante, lo que nos ha preocupado sobremanera. El único objetivo es destruir la economía capitalista y unificar de forma sistemática las fuerzas vivas de la nación. En el futuro, al Kremlin le dará igual que los comunistas pertenezcan o no al Consejo de Ministros; lo que le interesa es que todos los partidos luchen contra la ayuda económica procedente de Estados Unidos. Además, insiste en la necesidad de desestabilizar al gobierno».

Thorez debió de haber reprimido una sonrisa irónica al recordar la orden que dio el propio Stalin de no poner las cosas difíciles a De Gaulle y la aprobación por parte de Ponomarev de la política que estaban siguiendo. Con todo, al igual que Duclos, tenía demasiada experiencia para quejarse. No había tiempo que perder: se hacía necesario darle la vuelta al Partido Comunista francés. Aun cuando fuesen capaces de ganar las siguientes elecciones, no podían contemplar la idea de formar parte del gobierno, un hecho que se asemejaría «demasiado a hacer concesiones».

El Kominform iba a tener su sede en Belgrado «para evitar problemas» como el de la «calumnia» de que el Kremlin intervenía en los partidos comunistas extranjeros y el de la «mentira» de que la nueva organización no era más que el viejo Komintern remozado[432]. El plan no duró mucho (Tito fue tachado de herético al año siguiente), pero las disposiciones básicas, y en especial el recién intensificado control sobre los partidos extranjeros, no se vieron afectadas. «Allí [en Belgrado] se cotejará y pondrá en orden la información relativa a grupos de ataque, centros de entrenamiento para oficiales y depósitos de armas. París y Roma pueden presentar sus propias propuestas, pero deberán acatar las decisiones tomadas por el Kominform en Belgrado. Duclos subrayó la importancia de esto último, dado que Moscú dominará por completo la actividad del Partido Comunista francés.»[433]

Auguste Lecoeur recibió instrucciones de Thorez para tomar todas las medidas necesarias a fin de acatar la orden de prepararse para la actividad clandestina, cuando no para la guerra de guerrilla. Se adquirieron garajes, así como vehículos que no pudiesen ser localizados por ningún miembro del partido; se obtuvieron o restauraron imprentas y transmisores secretos; se ordenó a una serie de grabadores expertos que preparasen juegos de documentos de identidad, pasaportes o cartillas de racionamiento, y se rescataron y limpiaron las armas que habían estado escondidas desde el otoño de 1944.

La mayoría permaneció indiferente, ajena a estos peligros, a pesar de los indicios que teñían el ambiente. Koestler y Mamaine Paget regresaron a París a finales de septiembre, lo que coincidió con la reunión que mantenía el Kominform en Polonia. La noche del 1 de octubre de 1947 se encontraron con André Malraux y su esposa, Madeleine, en el bar del Plaza-Athénée, que a decir de Mamaine estaba «lleno de sofisticados aspirantes a hombres de mundo ataviados con extravagantes vestidos». Tras una prolongada indecisión, Malraux resolvió llevarlos al Auberge d’Armailhés, donde comieron caviar con fruta de sartén rusa y soufflé sibérien, y bebieron vodka. El novelista francés acabó por emborracharse, y les refirió «que al servirse de su reputación de hombre de izquierda para ayudar a los reaccionarios estaba haciendo una apuesta muy arriesgada, que pensaba que iba a ganar. Sin embargo, en el caso de que no fuese así (es decir, si De Gaulle no actuaba como él suponía una vez en el poder), sentiría que había traicionado a la clase trabajadora y que no tendría más alternativa que se faire sauter la cervelle (“saltarse la tapa de los sesos”). Cuando K. dijo: “Y ¿qué hay del entorno del general?, Malraux contesto: “L’entourage du General, c’est moi”. Nos pareció una respuesta estúpida por demás, aunque más tarde nos enteramos de que, en realidad, él es la única persona que se atreve a aconsejar a De Gaulle, que lee sus discursos antes de que los pronuncie, etc.»[434].

Había transcurrido exactamente una semana de esto cuando Albert Camus y su esposa Francine organizaron para Koestler y Mamaine un almuerzo campestre para el que todos llevaron comida y bebida. Dando muestras de su compulsiva generosidad, rayana en la ostentación, Koestler aportó un pollo asado frío, un bogavante y champán para los demás, y almejas y camarones para él y para Mamaine. Los acompañaban la hermana gemela de ésta, Celia, y el periodista estadounidense Harold Kaplan, así como Sartre y Simone de Beauvoir.

Koestler, que apenas había visto a Sartre desde la crítica de su libro aparecida en Les Temps Modernes el otoño anterior, no pudo sustraerse a la tentación de provocar otra discusión. Después de que se marchase Harold Kaplan, Sartre lo tachó de «antisemita, enemigo de los negros y de la libertad»[435]. Koestler se sintió tan ofendido por el comentario «que se abalanzó sobre Sartre y le espetó que él no era nadie para hablar de libertad, después de haber dirigido durante años una revista communisant y justificar, en consecuencia, la deportación de millones de personas pertenecientes a los estados bálticos». Según Mamaine Paget, «su reacción cogió a Sartre por sorpresa, y dado que la atmósfera se había tornado irrespirable de todos modos, nos despedimos».

A la mañana siguiente, Koestler envió a Sartre una carta por la que le pedía disculpas, y «recibió a cambio una larga misiva escrita con su característica letra pequeña y pulcra, que resultaba tan entrañable»[436]. Con todo, tal como demostrarían en breve los acontecimientos, la amistad de Sartre no podía ir más allá de sus condiciones políticas, lo que en parte se debía a la influencia de Simone de Beauvoir.

La aversión que sentía Koestler por De Beauvoir se volvió aún más intensa. «En ocasiones, pensar en ella me hacía pensar en las tricoteuses.»[437] Al regresar a Gales, decidió escribir un artículo en torno a los intelectuales parisinos «en el que estarían representados por Le Petit Vieux Ivan Pavelitch, jefe de los Existenchiks, y Simona Castorovna y otros amigos»[438].

De cualquier manera, lo cierto es que Sartre seguía oponiéndose a los comunistas. Así, en el número de julio de Les Temps Modernes había escrito: «La política estalinista es incompatible con un planteamiento honrado de la profesión literaria». De hecho, los ataques procedentes del partido de que había sido objeto llevaron incluso al gobierno de Ramadier a ofrecer al Consejo Editorial de la revista un espacio semanal en la radio. No obstante, la sátira mordaz que dedicó a los gaullistas después de que el RPF se hiciese con una sensacional victoria en las elecciones municipales de octubre dio pie a enconados enfrentamientos. Algunos sugirieron que Sartre debía ser encarcelado, pero De Gaulle, guiado por el tradicional respeto a las ideas profesado por los franceses, repuso: «On n’embastille pas Voltaire» («Nadie encierra a Voltaire en la Bastilla»)[439]. El más enojado de todos los que rodeaban al general fue André Malraux, quien prometió vengarse.

De Gaulle no hizo nada por ocultar el desdén que sentía por la coalición de socialistas y democristianos a que pertenecía Ramadier y que se había ganado el nombre de Tercera Fuerza por el hecho de hallarse entre el gaullismo, a la derecha, y el comunismo, a la izquierda. Tenía buena parte de sus esperanzas puesta en una huelga general, pues estaba convencido de que provocaría el colapso necesario para persuadir al país de la necesidad de que regresara al poder. Su «égocentrísme vertigineux», como lo describió Claude Mauriac, parecía verse ratificado por el éxito del que gozaba su Rassemblement[440]. El discurso que pronunció durante un mitin del RPF celebrado en Vincennes el 5 de octubre y que se centraba en una crítica a la dictadura soviética tuvo «una aceptación espectacular», a decir de un informe remitido a Washington que se hacía eco de una opinión compartida por muchos[441].

Otros mítines del partido resultaron menos decorosos, en especial cuando tenían lugar en barrios obreros. Gastón Palewski había ingeniado «una nueva burla maravillosa para los comunistas —escribió Nancy Mitford a su hermana—. Hace que el cabecilla de los agitadores suba al estrado y luego anuncia que tan sólo desea hacerle una pregunta: “Si les blindes russes invahissaient la France, lucharías para defender le territoire?”. De este modo, el pobre type no sabe qué responder, por lo que siempre acaba organizándose una refriega general»[442]. El 17 de octubre, cuando un socialista acusó a Thorez de desertor a voz en cuello, el fornido minero retirado le contestó con un golpe en la cara y dejó después que sus guardaespaldas acabasen la tarea.

El mayor triunfo para el RPF llegó con los resultados de los comicios del domingo, 19 de octubre. En ellos, los candidatos del Rassemblement se hicieron con el 38 por 100 de los votos, frente al 30 por 100 de los comunistas. Los socialistas, por su parte, sólo lograron un 19 por 100. Estos resultados, que se agravaron merced a un viraje aún más marcado en favor de los gaullistas durante la segunda ronda, levantó la moral de los conservadores.

Pocos días después, mientras almorzaban en el Escargot, Duff Cooper y Louise de Vilmorin supieron de las últimas noticias acerca del Rassemblement por mediación de Malraux, que los informó de que los gaullistas estaban «encantados con la historia según la cual, cuando empezaron a retransmitir por radio los resultados de las elecciones del domingo, [el general] apagó su receptor y se dedicó a hacer solitarios»[443].

Al margen de cuáles hubiesen sido los logros de los gaullistas, lo cierto es que la verdadera batalla se estaba librando entre el Partido Comunista y la CGT, de un lado, y el gobierno, del otro. El objetivo de los primeros consistía en destruir la economía francesa antes de que pudiera ponerse en funcionamiento el Plan Marshall.

Gran Bretaña, que seguía teniendo las obligaciones propias de una potencia mundial, fue a la bancarrota en octubre, y Europa en su conjunto quedó arruinada aquel invierno tras la sequía y el carácter desastroso de la cosecha. Para muchos, desde que Vyshinsky había acusado a los estadounidenses y los británicos de estar preparándose para combatir, la pregunta no era si el Plan Marshall tenía posibilidades de funcionar, sino más bien si no estallaría antes una tercera guerra mundial. La señora De Gaulle interrumpió con timidez una discusión de sobremesa para señalar que el enemigo no dudaría en lanzar tropas en paracaídas por los alrededores de Colombey-les-deux-Eglises durante las primeras horas de las hostilidades.

En casi todas las reuniones celebradas en París durante aquel otoño podía palparse la tensión en el ambiente. «¡Nadie habla de otra cosa que no sea la inminencia de una guerra! —escribió Roger Martin du Gard a André Gide, a quien acababan de conceder el Premio Nobel—. Todos están de acuerdo en que va a haber una: sólo discuten acerca de la fecha en que estallará. Se hace difícil reaccionar frente a un ambiente así de catástrofe inevitable.»[444] En las fiestas, los funcionarios y embajadores se veían acosados por mujeres y hombres asustados que deseaban saber cuánto tardarían los rusos en llegar a los puertos del canal de la Mancha o a los Pirineos.

La fiebre de la guerra fría se había propagado por ambas costas del Atlántico. A decir de Duff Cooper, resultaba depresivo, si no sorprendente, el que ni siquiera Bidault fuese a librarse de quedar contagiado «cuando personas como el senador estadounidense Bridges, que se suponen responsables, hacen callar a los comensales reunidos en torno a la mesa de su embajada para gritar: “Díganos, Bidault: queremos saber qué piensa hacer cuando lancemos nuestro primer huevo atómico sobre Moscú”»[445].