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El contraataque frente a los comunistas

«Da la impresión de que los comunistas se están saliendo con la suya en todas partes —escribió en 1946 el embajador británico—. Juegan con la gran ventaja de saber qué es lo que quieren.»[389] Aunque generalizada, esta creencia no era del todo cierta. La cúpula comunista francesa seguía recibiendo poquísimas instrucciones de Moscú, y el relativo éxito obtenido en el seno del sistema democrático le había infundido una falsa sensación de seguridad.

Sobre el papel, el poder de los comunistas resultaba abrumador. Benoit Frachon, durante las conversaciones secretas que mantuvo en junio con Suslov en Moscú, aseguró que el movimiento sindical controlado por el partido superaba los cinco millones y medio de militantes; y aunque hubiese inflado la cifra, su aserto de que «el Partido Comunista hace real su influencia sobre la clase obrera a través de la CGT» era cierto en gran medida[390].

Los comunistas franceses, empero, hicieron lo posible porque no saliera a la luz el poder que ejercían sobre la citada federación sindical, tal como reconoció uno de los altos cargos del partido en una carta dirigida al Kremlin: «Tras el congreso de la CGT hemos acabado por tener un comité constituido por siete comunistas y seis reformistas, un resultado condicionado por nuestra propia situación, pues no debemos brindar argumentos a nuestros enemigos reaccionarios al dejar que puedan calificar a la CGT de comunista»[391].

En el informe que hizo ante Suslov, Frachon no pintó una situación demasiado optimista. Cabe, claro está, la posibilidad de que se tratase de una medida defensiva ante las exigencias de Ponomarev, que insistía en la necesidad de que el partido dirigiese la zona francesa de Alemania. Éste ejercía, según le hizo saber Frachon, una influencia «muy débil» sobre un Ejército «lleno de pétainistas», lo que explicaba «la política reaccionaria de la administración militar francesa en Alemania y Austria». A esto añadió que, con independencia de cuáles fueran los contactos con que contasen en el Ejército, «no creo que las fuerzas reaccionarias estén tramando emplearlo en nuestra contra en un posible golpe de estado».

La presencia cada vez más palpable de De Gaulle en las esferas políticas comenzó a alarmar por igual a la izquierda y al centro. Tras el discurso pronunciado en Bayeux en junio de 1946, el general permitió a René Capitant fundar la Union Gaulliste, una forma de tantear el terreno sin poner en peligro su propia dignidad. Este prototipo, sin embargo, se derrumbó prácticamente bajo su propio éxito repentino, tras atraer en septiembre a medio millón de miembros y a veintidós integrantes de la asamblea constituyente. Los comunistas renovaron sus acusaciones de que le general factieux deseaba regresar al poder en calidad de dictador. Los democristianos del MRP comenzaron asimismo a temer que los gaullistas se apropiasen de sus seguidores.

Bidault, primer presidente del consejo de ministros perteneciente al MRP, esperaba formar una alianza con De Gaulle; pero éste no había olvidado la debilidad de que había dado muestras su partido durante la crisis ministerial de noviembre de 1945.

El general centró su ira en la propuesta de la nueva Constitución, que criticó en un mordaz comunicado el 20 de diciembre a través de la Agence France-Presse. Nueve días más tarde, se celebró una votación relativa al borrador por mediación de la asamblea. Resuelto a no darse por vencido, De Gaulle habló pocas horas después en Epinal e instó a los votantes franceses a rechazarla. «Franchement non! —exclamó—. Un acuerdo como ése no nos parece el marco más indicado para la República.»[392] Para el canon gaullista, transigir seguía siendo un pecado mortal.

Por irónico que resulte, De Gaulle estaba incurriendo en el mismo error que habían cometido los comunistas en mayo al convertir el referéndum de la Constitución en un plebiscito a favor o en contra de su persona. Cuando se cerraron los colegios electorales el 13 de octubre, pudieron computarse tres millones de abstenciones más que en mayo. A pesar de todo, se aprobó el esbozo propuesto para la Constitución de la Cuarta República. El general, empero, no desistió, y dado que sólo había votado en su favor el 35 por 100 de los que gozaban del derecho al voto, decidió crear su propio movimiento de masas.

El gobierno de Bidault dimitió tras unas nuevas elecciones legislativas, celebradas el 10 de noviembre, en las que los comunistas volvieron a ganar el mayor número de escaños. En total habían incrementado la proporción de votos al 29 por 100, por lo que Maurice Thorez exigió, a fuer de dirigente de le premier parti de France, ser nombrado primer ministro.

El Partido Socialista se enfrentaba a un dilema nada sencillo que empeoró la estudiada moderación de que dio muestras Thorez mientras presionaba con dignidad y poniendo en juego todo su encanto a fin de obtener respaldo. Se cuenta que uno de sus dirigentes alzó la voz entre sollozos diciendo: «¡Antes me corto las muñecas que votar a Thorez!»[393]. Sin embargo, Gouin alegó que no tenían otra elección si querían conservar su credibilidad, pues los trabajadores no entenderían que, tras haber secundado al democristiano Bidault, se negasen a respaldar a un comunista. Con todo, tenía razón al afirmar que, aun contando con su apoyo, Thorez no iba a lograr nunca la mayoría absoluta que necesitaba. Vincent Auriol, socialista de la vieja escuela, tan lúcido como experimentado, se mostró de acuerdo con él.

La votación del 4 de diciembre dejó bien claro que se hallaban en lo cierto: Thorez había perdido. Jacques Duclos, que defendió su candidatura pocos días después en la Asamblea Nacional, cometió un error poco común al elogiarlo en cuanto «un hombre invicto en la batalla»[394]. Sonoras carcajadas llenaron los escaños no comunistas ante tal descripción del desertor más famoso de toda Francia. Los diputados comunistas hubieron de permanecer sentados e intentar que sus rostros no reflejasen la cólera que sentían. Tras el de Thorez, llegó el turno de Bidault; mas éste recibió menos votos aún.

Una semana después, y tras la dimisión de Blum, el presidente Auriol eligió a Paul Ramadier para que formase un nuevo gobierno, no sin antes consultar a Félix Gouin por cubrir las apariencias, a modo de expresión de confianza tras el escándalo del vino. Las barbas de chivo de Ramadier y su aire de profesional quisquilloso lo convertían en blanco fácil de los caricaturistas. Tenía fama de hombre dado a transigir y tomar decisiones de forma demasiado lenta y meticulosa. Sin embargo, no se dejaba llevar por la ambición, y era escrupulosamente honrado en una profesión que no destacaba por su probidad. Había aceptado el cargo de ministro de Abastecimiento en el gobierno de De Gaulle aun sabiendo que lo convertiría en alguien impopular. Además era un trabajador incansable, que a menudo seguía sentado frente a la mesa de su despacho a las cuatro de la mañana. Cuando comenzaba a telefonear a sus ministros poco después, se sorprendía de encontrarlos aún en la cama.

En la Embajada Estadounidense, no obstante, cundió la intranquilidad cuando el recién investido primer ministro puso al comunista François Billoux al frente del Ministerio de Defensa Nacional. También quienes lo criticaban desde la derecha pasaron por alto el que Ramadier se las hubiese ingeniado para restringir la posición de Billoux a un papel poco más que simbólico.

Caffery se había vuelto mucho más alarmista en el transcurso de los últimos nueve meses. En marzo, tras una oleada de huelgas en las que participaron incluso los sindicatos de prensa y la policía parisina, advirtió al secretario de estado que, si bien los comunistas no tenían la fuerza suficiente para «alinear a Francia con los soviéticos en contra de Occidente», el país podía rechazar a las potencias occidentales. «La acción armada de los comunistas, sumada a las huelgas paralizadoras, el sabotaje y otras actividades subversivas pueden allanar el terreno a una intervención soviética mayor aún que la efectuada durante la guerra civil española.»[395] No todos los estadounidenses veían las huelgas de un modo tan dramático, empero. «Los franceses parecían encantados de tener a la policía en huelga —escribió a una amiga Susan Mary Paiten—. Se lo pasaron en grande conduciendo por las calles en el sentido contrario. La cocinera decía que ya era hora; que, al fin y al cabo, la policía no era más que una gavilla de asesinos.»[396]

Los comunistas, por su parte, se hallaban también recelosos ante el rumbo que estaban tomando los acontecimientos. El pacto franco-británico al que se oponían de un modo tan resuelto se hizo realidad el 4 de marzo de 1947 con el nombre de Tratado de Dunkerque, lugar elegido por Bidault para simbolizar el momento más aciago de la guerra. Para socialistas como Blum o Depreux, suponía un contrapeso al pacto franco-soviético firmado por De Gaulle. Después, Duff Cooper, que tanto había trabajado por esta expresión de amistad entre los dos países, se sintió capaz de escribir en su diario: «Nunc dimittis». Había alcanzado el principal objetivo que ansiaba lograr en su último puesto de trabajo.

Seis días más tarde se reunieron en Moscú los ministros de Asuntos Exteriores de los Cuatro Grandes: el general Marshall, Bevin, Bidault y Molotov. Sólo los dos primeros sabían que las relaciones de posguerra estaban a punto de experimentar un giro decisivo. Para Bidault, la conferencia de Moscú constituyó un acto de traición por parte de los soviéticos. Tenía la impresión de haberse conducido con toda corrección con Molotov. No obstante, el ministro soviético, que le había hecho albergar esperanzas de que se cedería el Saar a Francia, cambió de actitud y se negó a respaldar a Bidault. Éste nunca olvidó lo que consideró una terrible humillación personal, aunque Molotov tampoco se mostró dispuesto a perdonar un tratado que, para él, no era más que un ataque directo a la Unión Soviética.

El general George C. Marshall, uno de los funcionarios más honrados y desinteresados de Estados Unidos, había aceptado la cartera de Secretario de Estado el 21 de enero de 1947. A pesar de no contarse entre los que preferían la fuerza militar a la diplomacia, tenía mucha más determinación que James Byrnes, amén de una actitud pragmática y concienzuda. Esperaba de sus subordinados que se comportasen guiados de una «sinceridad brutal», y les aseguraba que no tenía sentimiento alguno, «a excepción de los que reservo para la señora Marshall»[397].

Cuando el mes de febrero tocaba a su final, la Secretaría de Estado estadounidense recibió del embajador británico en Washington la advertencia de que, a consecuencia del derrumbamiento de su economía, a Gran Bretaña le resultaba imposible seguir proporcionando ayuda a Grecia, que a la sazón se hallaba sumergida en una guerra civil, ni a Turquía, aún amenazada por los tanteos que estaban llevando a cabo los soviéticos en su frontera nordeste. El presidente Truman convocó a los dirigentes del Congreso a una reunión en la Casa Blanca la mañana del miércoles, 26 de febrero. Como para señalar hasta qué punto habían cambiado las cosas, quien abogó de forma más apasionada en favor de la intervención estadounidense a fin de frustrar la amenaza soviética fue el subordinado inmediato de Marshall, Dean Acheson (el mismo hombre que se había horrorizado ante el plan de trasladar las tropas a Francia el anterior mes de mayo). «Cuando se solicitó nuestra presencia para empezar a tratar aquel asunto —escribió en tono dramático—, yo ya sabía que nos hallábamos ante la guerra del fin del mundo.»[398]

«La presión ejercida por la Unión Soviética sobre el estrecho [de los Dardanelos] —refirió a los miembros del Congreso—, sobre Irán y sobre la Grecia septentrional había llevado a los Balcanes a un punto en el que un más que posible ataque de este estado estaría en condiciones de exponer tres continentes a la penetración soviética. Del mismo modo en que una manzana podrida acaba estropeando a las demás, la corrupción de Grecia acabaría por inficionar a Irán y a otros países de Oriente, así como a África, a través de Asia Menor y Egipto, y a Europa, por mediación de Italia y Francia, amenazadas ya por los partidos comunistas nacionales más poderosos de la Europa occidental». A su intervención «siguió un prolongado silencio», tras el cual, el senador Vandenberg observó en ademán solemne: «Señor presidente, si dice eso ante el Congreso y el país, puede contar con mi apoyo, y me atrevería a afirmar que con el de la mayor parte de sus miembros».

Las predicciones que hablaban de un conflicto entre Estados Unidos y la Unión Soviética fueron tomando, en ambos bandos, la forma de una profecía que acabaría por hacerse realidad por sí misma. En Washington eran pocos los que ponían en duda que estaban asistiendo a «un punto de inflexión de primer orden en la historia estadounidense». El 12 de marzo, el presidente Truman se dirigió a la Cámara de Representantes. «Creo —les indicó—, que la política de Estados Unidos debe basarse en respaldar a los pueblos libres que resisten a la subyugación que pretenden imponer las minorías armadas o la presión extranjera. Creo que debemos ayudar a los pueblos libres a trazar sus propios destinos como ellos juzguen conveniente.»[399] Esta declaración no tardó en conocerse como la Doctrina Truman.

En Francia se había hecho patente una «nueva resistencia» ante la infiltración comunista a raíz del discurso del presidente de Estados Unidos. Algunos ministros estaban empezando a hacer cambiar la postura de varios ministerios así como la de la policía parisina.

Edouard Depreux, ministro socialista del Interior y gran admirador de Léon Blum, no dejó pasar una sola oportunidad de reducir la influencia que ejercían los comunistas sobre la administración. Había destituido de su cargo al prefecto comunista de Haute-Vienne en julio de 1946 tras acordar una compensación financiera. Sin embargo, su mayor preocupación seguía siendo la policía de París, en la que se habían infiltrado los comunistas durante la liberación y después de ésta. Depreux responsabilizaba a Charles Luizet, jefe de policía nombrado por De Gaulle en agosto de 1944, de no haber hecho lo suficiente por atajar esta situación. La oportunidad que esperaba se la brindó el escándalo del célebre traidor Joanovici, que había estado sobornando a diversos oficiales de policía, con quienes jugaba al póker para perder generosas sumas[400]. A Joanovici, que había testificado contra sus antiguos camaradas de la banda de Bonny y Lafont, le resultaba tan grato ganar dinero de los comunistas como de los nazis. El ministro dio de inmediato órdenes de arrestar a dos comunistas de relieve pertenecientes al cuerpo de policía que tenían tratos con él, lo que no dejó de ser una iniciativa arriesgada, habida cuenta de las pocas pruebas que poseía a la sazón. La prensa comunista montó en cólera, pero Depreux no perdió la calma.

Su otra jugada consistió en sustituir a Luizet por Roger Leonard, persona de firmes convicciones anticomunistas y reputación de «administrador muy eficiente»[401]. Durante la ocupación, Leonard había sido funcionario de la administración de Vichy; sin embargo, tuvo la suerte de que sus superiores lo expulsaran con suficiente antelación para pasar inadvertido ante los comités de depuración durante la liberación. La Embajada Estadounidense señaló que, con toda probabilidad, había llegado a fingir simpatía por los comunistas «por razones de oportunismo político provisional».

El propiciar un retroceso de la infiltración de los comunistas era tan sólo un aspecto de la estrategia de Depreux. Lo que más temían él y sus colegas era una intentona golpista por parte de la derecha, que dejaría paso franco a los comunistas para arrogarse el papel de salvadores de la libertad de la República. Depreux sabía que, por encima de todo, debía evitar que lo considerasen un mero anticomunista. En consecuencia, llevó a cabo llamativas acciones en contra de los conspiradores de derecha, lo que incluía maniobras tan cínicas como el arresto de un grupo de sacerdotes y monjas que habían ofrecido refugio a colaboracionistas.

Depreux y sus colegas tenían razones de peso para temer una conspiración de la derecha que acabase por hacer el juego a los comunistas. En mayo de 1947, la Embajada Estadounidense recibió un informe relativo a dos coroneles del Ejército de Estados Unidos asignado a Alemania que se habían ofrecido a armar a grupos derechistas. Sin embargo, se prefirió echar tierra a este turbio asunto. Aun así, Depreux sacó a la luz una conjura diferente conocida como el Plan Bleu a causa del color azul del papel en que se hallaba el documento en cuestión.

La policía llevaba varios meses recogiendo pruebas, aunque Depreux decidió esperar al último momento antes de hacer pública ninguna información al respecto. La oportunidad se le presentó en junio de 1947, poco antes de que los comunistas abandonasen el gobierno de Ramadier. El instante que eligió para anunciar que se había frustrado un complot contra la República perjudicó, tal como lo había planeado, a elementos de su propio partido, toda vez que el ala izquierda de los socialistas pretendían atacar la postura anticomunista de sus ministros.

Los detalles de la conspiración eran demasiado poco sólidos para resultar convincentes. En ella se hallaban implicados, según parecía, el general Guillaudot, inspector general de la Gendarmerie Nationale, y varios anticomunistas veteranos entre los que se incluía Loustaunau-Lacau, único miembro de la Resistencia que declaró en favor del mariscal Pétain. El general De Larminat también quedó separado de su cargo por sospechoso de confabulación. La sublevación en contra del gobierno iba a iniciarse, según se suponía, en Bretaña, donde una serie de grupos reducidos se encargaría de tomar los arsenales y los almacenes estadounidenses de provisiones a fin de equipar a las formaciones rebeldes. «Al mismo tiempo pensaban avanzar hacia París cuatro grupos tácticos, uno de ellos blindado.»[402]

Caffery temía que Depreux hubiera ido demasiado lejos. La dramática versión que había ofrecido del complot había permitido a los comunistas «explotar la conjura al máximo y difamar a todos los elementos comunistas, reales o en potencia, como los generales De Larminat, Koenig o De Gaulle, e incluso ampliar su ataque para incluir al MRP, “partido de las sotanas y el Occidente reaccionario”».

El siguiente movimiento de Depreux, efectuado diez días más tarde, consistió en privar a la Compagnie Républicaine de Sécurité, la policía antidisturbios, de sus metralletas y morteros. La CRS contaba con una fuerte representación comunista, conformada por miembros del partido provenientes de la Resistencia que se habían afiliado tras pertenecer a las FFI. El Partido Comunista francés acusó de inmediato esta medida de intento de dejar indefensa a la República frente a aspirantes a dictadores militares.

François Mitterrand, nuevo ministro de los Anciens Combattants et Victimes de la Guerre, impresionó también a muchos por la energía y efectividad de sus empeños por reducir la presencia comunista en su jurisdicción, que había ido creciendo desde la época en que se hallaba al frente de esta cartera Laurent Casanova.

En el Ministerio de Defensa, el general Revers, principal enemigo de los comunistas, se las ingeniaba para resistir ante quienes pedían su destitución en cuanto jefe de estado mayor del Ejército francés. Sin dejar de mostrar una meticulosa actitud cortés hacia el nuevo ministro de Defensa Nacional, Revers se apresuró a retirar a comunistas y simpatizantes de los cargos de relevancia. También depuró la Gendarmerie Nationale, que pasó a estar bajo control del ministerio. Muchos de los dos mil oficiales del Ejército —procedentes en su mayoría de las FFI—, considerados afines al Partido Comunista se habían visto ya marginados mediante mecanismos tales como la llamada «Opération de Tarbes». Ésta no consistía en otra cosa que en destinar a los oficiales que simpatizaban con la izquierda a puestos avanzados como el de Tarbes, en los Pirineos, donde languidecían en trabajos inexistentes sin acceso alguno a la información confidencial.

El de marzo de 1947 fue un mes azaroso en París tanto como en Washington. El mismo día en que Truman se dirigió al Congreso, el Partido Comunista francés se encontró en una posición difícil en lo relativo a la cuestión indochina, donde había estallado la lucha durante el anterior mes de diciembre entre las fuerzas galas y los seguidores de Ho Chi Minh, dirigidos por el general Giap. Moscú había dado instrucciones explícitas al respecto: los diputados comunistas habían de respaldar al Viet Minh y oponerse a la política establecida por el almirante Thierry d’Argenlieu.

El 18 de marzo, la asamblea guardó silencio en memoria de los soldados franceses muertos en Indochina. François Billoux, ministro comunista de Defensa Nacional, permaneció sentado, gesto que se convirtió al punto en una cuestión de patriotismo.

Cuanto mayor era el número de comunistas excluidos, más se encerraban en sí mismos. Si los discursos pronunciados por los comunistas en la Asamblea Nacional ocupaban la mayor parte del tiempo no era tanto por su contenido como por el hecho de que sus diputados hiciesen de alabarderos para aplaudir las intervenciones de sus dirigentes cada vez que éstos hacían una pausa. Alguien observó con cinismo que sus manos estaban callosas, no de trabajar, sino de aplaudir.

Fueron varios los factores que alentaron al general De Gaulle a regresar a la palestra política durante la primavera de 1947. Uno de los más inmediatos fue el nombramiento de Billoux como ministro de Defensa Nacional llevado a cabo por Ramadier. La idea del destino que tenía el general (en cierta ocasión admitió que pasaba varios minutos al día preguntándose cómo vería la historia sus acciones) le dijo que el pueblo de Francia reclamaría en breve su presencia en el poder.

Para alivio de quienes lo secundaban, De Gaulle comenzó a pasar cada vez más tiempo en París. Las tres horas en coche que separaban la capital de Colombey-les-deux-Eglises los llenaba de espanto. A esto se sumaba la atmósfera de la casa, La Boisserie, tan lúgubre como su emplazamiento. Allí, fumando un cigarrillo tras otro, rodeado de recuerdos de guerra, redactaba el general sus memorias y firmaba fotografías de antiguos dirigentes mundiales mientras «la señora De Gaulle hacía sonar sus agujas de hacer punto y la lluvia golpeaba las ventanas»[403].

En París, De Gaulle estableció su cuartel general en La Perouse, el hotel situado a poca distancia del Arco de Triunfo que había usado su servicio secreto de tiempos de guerra como sede inicial durante la liberación. El domingo, 30 de marzo de 1947, pronunció un discurso en Bruneval, Normandía, lugar donde se produjo la incursión de un comando durante la conflagración. Como si de una conmemoración oficial se tratase, la ocasión atrajo a los embajadores de Gran Bretaña y Canadá, así como a destacamentos de las fuerzas armadas de ambos países. Con todo, la idea de tal celebración había surgido del coronel Rémy, que la había concebido como un modo de reunir a los antiguos militantes de la Resistencia bajo el nuevo estandarte del general De Gaulle. Ramadier estaba exasperado; sin embargo, cualquier intento que hiciese el gobierno de limitar al Libertador (tal como llamaban los gaullistas a su líder) constituiría una falta de consideración. Los comunistas, mientras tanto, aseguraban que su público estaba compuesto de «damas con abrigos de visón y viejos coroneles que olían a naftalina»[404].

De Gaulle decidió a la postre seguir con el plan de crear un movimiento de masas, el Rassemblement du Peuple Francais. Tal como acostumbraban decir sus asociados durante la guerra: «On va refaire la France Libre, les hommes de Londres». Con todo, el que se tendiera a referirse al movimiento por sus iniciales disgustaba al general. El RPF sonaba a otro de los partidos políticos que él tanto odiaba, por lo que insistía en llamarlo le Rassemblement sin más.

La creación del RPF se comunicó al pueblo francés en Estrasburgo el día 7 de abril. Soustelle fundó aquella tarde el primer grupo en la capital alsaciana. Una semana después se registró oficialmente el movimiento. Las celebraciones de Estrasburgo volvieron a ligarse a un acontecimiento semioficial que hizo viajar a Jefferson Caffery, embajador estadounidense, desde París. Éste pasó revista junto con De Gaulle a la guardia de honor, lo que vino a confirmar las sospechas de los comunistas. Aun así, franceses y rusos se equivocaban al dar por hecho que la asistencia de Caffery equivalía a que el gobierno de Estados Unidos había decidido respaldar a De Gaulle. En circunstancias normales, el embajador se negaba siempre a encontrarse con el general, y sólo hacía una excepción en ocasiones como aquélla.

Entretanto, se había desatado una batalla propagandística en un ámbito trivial en extremo. Cuando Nancy Mitford había querido dedicar su novela En busca del amor, que había obtenido un éxito inesperado, a su adorado «coronel», éste, halagado, le había pedido que pusiese su nombre completo en la dedicatoria, y no sólo sus iniciales. Tuvo tiempo de arrepentirse cuando los comunistas se dieron cuenta de que Nancy era hermana de Unity Mitford. En febrero, cierta publicación del partido editó un artículo inexacto bajo el titular, no más certero, de: «La hermana de la amante de Hitler dedica un osado libro al señor Palewski», al que siguieron otros escritos[405]. Ante el temor de despertar la ira del general, Palewski persuadió a Nancy a marchar al extranjero hasta que se aplacase el alboroto. Ella, obediente, se exilió durante un tiempo y, a mediados de abril, le escribió desde Madrid: «Como el arcángel Gabriel, me expulsas del celestial París». Sin embargo, añadía, para volver las tornas con los comunistas pensaba dedicar su próximo libro a Jacques Duclos: «A ver si es capaz de hacer chistes al respecto»[406].

A finales de abril, el primer ministro socialista, Paul Ramadier, había llegado a pensar que, a fin de cuentas, iba a ser posible gobernar sin los comunistas. El fin del tripartisme se aceleró a raíz de la contradicción en que incurrieron los diputados comunistas al votar contra el gobierno en que se hallaban, en calidad de ministros, sus propios dirigentes. Ramadier, con estudiada cortesía, insistió en el principio de responsabilidad colectiva en el interior de un gobierno.

El 25 de abril se extendió como la pólvora una huelga no oficial de una fábrica Renault a otra, lo que cogió desprevenidos a los comunistas. Éstos acusaron a los trotskistas de fomentar el desorden, pero el paro alcanzó tal popularidad que sus dirigentes hubieron de cambiar de postura si pretendían conservar alguna credibilidad entre los trabajadores. El Politburó del partido atacó a la administración por negarse a subir los salarios. Thorez, vicepresidente del gobierno, no pareció preocuparse ante una paradoja tan evidente. Se negó a creer que Ramadier estuviese acariciando la idea de un consejo de ministros sin comunistas.

No era el único que pensaba así: los seguidores de De Gaulle estaban convencidos de que a los socialistas les resultaría imposible seguir en el gobierno, lo que los llevó a pensar con optimismo que la subsiguiente crisis sólo podría resolverse si el general volvía a hacerse con el poder. Por su parte, los socialistas situados más a la izquierda nunca imaginaron que pudiese darse un paso tan trascendental sin su consentimiento.

Bidault, al regresar de Moscú, no calló ante sus camaradas comunistas del Consejo de Ministros lo que pensaba de Molotov y Stalin. Thorez no dudó en expresar su adhesión a Stalin y rechazó el comunicado del gobierno. La víspera de la manifestación del Primero de Mayo, Ramadier convocó al general Revers y le pidió que pusiese el Ejército en estado de alerta con discreción y preparase el transporte militar por si se daba una huelga general. Entonces se sacó de Rambouillet una serie de vehículos blindados pertenecientes a la 2e DB para ocultarlos en la École de Guerre.

El domingo, 4 de mayo, fue un día decisivo. Los comunistas habían retirado de manera oficial el respaldo a la política gubernamental de congelación de salarios, por lo que Ramadier había solicitado un voto de confianza a la Asamblea Nacional, que ganó por amplia mayoría (360 votos frente a 186) merced al apoyo del democristiano MRP. Poco después de las nueve de la noche, se convocó a los ministros comunistas a la reunión del Consejo celebrada en la residencia del presidente de éste, el hotel Matignon. Ramadier se mostró cortés pero inflexible. Thorez se negó a dimitir, a lo que aquél respondió leyendo el apartado de la Constitución por el que se le otorgaba el derecho de retirar las carteras que juzgase convenientes. Thorez y sus cuatro compañeros de partido salieron de la habitación, y el resto de ministros permaneció sentado, presa del asombro al ver lo sencillo que había resultado todo.

Esta reestructuración no fue exclusiva de Francia: en Bélgica los ministros comunistas habían abandonado el gobierno en marzo, en tanto que, en Italia, habían sido expulsados en abril. La Europa occidental estaba entrando, a todas luces, en una nueva etapa de su historia.

Seis días después, Paul Ramadier hubo de cumplir con una obligación menos ardua: la entrega de la Médaille Militaire a Winston Churchill. Se trata del más alto galardón militar francés, que sólo puede otorgar un hombre que ya se encuentre en posesión de una. Ramadier era un candidato impecable a este respecto, pues se había hecho merecedor de tal condecoración siendo sargento durante la defensa de Verdún.

Ataviado con el uniforme de su viejo regimiento, el 4.º de húsares, Churchill fue recibido al entrar al amplio patio de Les Invalides por una reducida guardia de soldados con las bayonetas caladas. Entonces lo condujeron hasta donde lo esperaba Ramadier con un batallón al completo en formación de revista. El galardonado lloró de emoción durante el discurso del primer ministro francés.

Aquella noche, el presidente Auriol organizó una cena en su honor en el palacio del Elíseo. «Churchill —escribió en su diario Jacques Dumaine—, se paseó, con el frac cubierto de condecoraciones y un puro asomando en mitad de su sonrisa, por la calle Faubourg Saint-Honoré de camino al banquete. Ante una visión como ésta, las ventanas se llenaron de gente que lo vitoreaban al pasar.»[407] El anciano hombre de estado estaba encantado con la anécdota de dudosa autenticidad que afirmaba que cualquiera que estuviese en posesión de la Médaille Militaire gozaba del derecho de volver a casa conduciendo, aun en el caso de estar bebido, sin que la policía pudiese multarlo.

Al día siguiente, Churchill fue objeto de una enardecedora acogida por parte de la multitud durante el desfile celebrado en Vincennes para conmemorar el segundo aniversario de la derrota alemana. Después, Duff Cooper lo llevó a cenar al castillo de Saint-Firmin, en Chantilly. Allí conoció a Odette Pol Roger, una de las tres hijas del general Wallace, cuya célebre belleza las había hecho merecedoras del sobrenombre colectivo de «la colección Wallace». La señora Pol Roger se convirtió en el último amor de Churchill.

El gobierno de Ramadier había ofrecido asimismo la Médaille Militaire al general De Gaulle, pero él había declinado el honor con brusquedad. También hizo otro tanto con la invitación que le envió Auriol para que acudiese al ágape celebrado en honor de Churchill. A pesar de que las circunstancias no le permitían admitirlo, lo exasperaba la postura que mantenía Ramadier en contra de los comunistas. De cualquier modo, se negó a cambiar su cantinela. «No os equivoquéis —refirió a Claude Mauriac—: estamos inmersos en otra República de Weimar.»[408]

El pacto que había firmado con Stalin tres años antes lo había desacreditado a los ojos de muchos seguidores potenciales de derecha. Sin embargo, el 27 de julio atacó sin ambages a los «separatistas» en Rennes. Describió el Partido Comunista francés como «un grupo de hombres cuyos dirigentes supeditan todo lo demás al servicio a un estado extranjero. Y lo digo con todas mis fuerzas, porque yo mismo he intentado, por todos los medios que me han permitido la ley y los límites de lo posible, atraerlos al servicio de Francia».

En tanto que De Gaulle comparaba la administración de Ramadier con Weimar, los comunistas hacían otro tanto con los multitudinarios encuentros organizados por el RPF y el mitin de Núremberg. Nancy Mitford fue al Vélodrome d’Hiver el 2 de julio con la intención de ver a su adorado «coronel» dirigirse a una nutrida concurrencia. Palewski obtuvo un éxito mucho mayor de lo que nadie esperaba. Según escribió Claude Mauriac, «quedó transfigurado de súbito». Llegó después el turno de Malraux, que comenzó su discurso del modo habitual, difícil de entender, aunque «fue encontrando su ritmo poco a poco, como un torrente que fuese excavando su lecho. Entonces salió a la superficie una poderosa voz profética que electrizó a todos los presentes. Era la voz de un sabio, un poeta, un líder religioso»[409].