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Historia de dos ciudades

La visión que tenían los comunistas de París no era tan sólo la de una ciudad de marcados contrastes, sino la de dos ciudades diferentes yuxtapuestas. «Está el París de los bancos, los consejos directivos, los ministerios, el cine estadounidense, los insolentes soldados del Ejército de Estados Unidos, los coches yanquis de la Embajada a la que se ha anexionado el gobierno; es el París del lujo nauseabundo, de las casas señoriales de ciudad habitadas por ancianas viudas ricas que se pierden en sus dédalos de habitaciones». Por otra parte, había «el otro París… a un tiempo mucho más antiguo y mucho más joven», el París obrero de «Belleville, La Chapelle, la rué Mouffetard, Charonne, Ménilmontant…»[371].

Retórica política aparte, la cruda visión de un París dividido en beaux quartiers y quartiers pauvres procedía en gran medida de la drástica reforma de la ciudad llevada a cabo por el barón Haussmann durante el Segundo Imperio. Los populosos barrios bajos del centro fueron entonces arrasados después de que se desahuciase a la fuerza a sus habitantes, y los estratégicos bulevares que había concebido y que constituían un inmejorable campo de tiro frente al populacho revolucionario dieron pie a un auge dorado de especulación inmobiliaria sin restricciones. La máxima de Haussmann según la cual «la arquitectura no es más que administración» convirtió la planificación urbana en algo semejante a una campaña militar acometida en nombre de una burguesía que triunfaba de un modo avasallador. No cabe duda de que, tal como expuso en 1946 el sociólogo J.F. Gravier, la limpieza de los estratos sociales más bajos del centro de París efectuada por Haussmann «fortaleció sobremanera la conciencia de clase»[372].

Este cambio en lo concerniente a la población dio lugar a nuevos barrios desfavorecidos en las zonas septentrional, oriental y meridional del perímetro de la capital francesa, bautizadas en los años treinta como ceinture rouge, aun cuando nunca llegó a rodear por completo la ciudad. Los pobres desarraigados y las sucesivas oleadas de inmigrantes que llegaban a la capital se vieron obligados a vivir en casas de vecinos construidas con pocos recursos que no tardaron en empezar a desmoronarse. Cuando terminó la guerra, más de un sexto de todos los edificios parisinos se hallaban en un serio estado de decrepitud, proporción que se elevaba a mucho más de un cuarto en los distritos obreros. El problema fundamental era que los alquileres estaban sometidos a un control tan excesivo y eran tan bajos (en 1945 suponían tan sólo un cuatro por 100 del presupuesto familiar, frente al casi 19 por 100 de 1908) que los propietarios no gastaban nunca en reparaciones y mucho menos en mejoras de sus inmuebles. Cerca de una cuarta parte de las casas y apartamentos dependían de un grifo situado en el patio o en el rellano de las escaleras, y apenas la mitad contaba con un lavabo en el interior. La falta de higiene se extendía al acto de cocinar, que se hacía peligroso dadas las condiciones de hacinamiento en que vivían los inquilinos. El prefecto del Sena hablaba en un informe remitido al Consejo Municipal de «barrios bajos que arruinan la salud y la moral de los trabajadores de nuestra ciudad»[373].

Unas cuatrocientas cincuenta mil personas —lo que suponía aproximadamente una décima parte de la población de París y sus alrededores—, podían englobarse bajo el eufemismo burocrático de les plus défavorisés. Lo peor de todo eran les ilots insalubres, las barriadas de callejuelas estrechas a las que no llegaba el sol, formadas de apartamentos miserables, en las que vivía un total de 186.594 personas repartidas en 4.290 edificios a razón, muy a menudo, de cuatro o cinco por habitación. De éstos, hasta un 30 por 100 sucumbía de tuberculosis, una proporción tan escalofriante como la de 1918. En cierto barrio, la tasa de defunciones se elevaba al 43 por 100. No obstante, el prefecto parecía más preocupado con la vertiente moral del hecho de que padres e hijos compartiesen un mismo lecho: «Nos enfrentamos a una enorme crisis de implicaciones sociales desastrosas… La vida de familia se da en un ambiente de desintegración en el que el grado de promiscuidad resulta terrible».

Las oleadas migratorias anteriores a la guerra inundaron la ciudad de Saint-Denis, tan hermosa como antigua, situada junto al límite septentrional de París. «Se hace difícil —escribió Gravier—, perdonar a los arquitectos, los promotores y las compañías inmobiliarias que construyeron las viviendas de renta barata en Saint-Denis y transformaron así una ciudad henchida de vida e historia en un sórdido campo de refugiados para inmigrantes.»[374]

Una porción nada despreciable de los que emigraron a París procedían de Bretaña y Auvernia. A pesar de ser católicos devotos, tenían, una vez llegados a la ciudad, muchos menos hijos que la media de las comunidades de las que procedían. En un país obsesionado con incrementar su tasa de natalidad tras la carnicería de la primera guerra mundial, París estaba considerado como un vampiro que despoblaba las zonas rurales al atraer a sus jóvenes y reducir de golpe su fertilidad. Cierto escritor argumentaba que el descenso de nacimientos que había provocado la migración interna en dirección a la capital entre 1921 y 1936 venía a ser equivalente al total de las víctimas sufridas por Francia durante la segunda guerra mundial. Las principales causas de este abrupto cambio demográfico eran de una simplicidad brutal: las restricciones que imponían los diminutos apartamentos de las casas de vecinos y el coste de los alimentos. Eran demasiadas las esposas jóvenes que habían de recurrir a medicastros de callejón para que les provocasen un aborto.

Al este de París se extendían los distritos de Belleville y Ménilmontant, entre el Pare des Buttes Chaumont, la Porte des Lilas y el cementerio de Pére-Lachaise, de triste memoria a causa de la masacre de los comuneros, sucedida en 1871. Las callejuelas, los caminos escarpados de adoquines y las casas de postigos grises y enlucido ceniciento y descascarillado daban testimonio de una historia muy diferente de la de un centro urbano tan grandioso como amplio.

Tras la gruesa capa de nieve derretida que había dejado el invierno, el único color que aportaba la primavera provenía de un puñado de lilas atrofiadas y contaminadas o de optimistas retoños nacidos de plátanos desmochados de un modo despiadado. La fachada románica manchada de hollín de Nôtre-Dame-de-la-Croix, que se erigía en la plaza de Ménilmontant, parecía más propia de una ciudad industrial del norte que de París. Apenas había edificios que coincidiesen en altura, lo que daba lugar a un perfil de tejados que nada tenía que ver con la disciplina que Haussmann había impuesto en el centro de la capital. Tampoco había muchos comercios: tiendas de ultramarinos mal abastecidas que se anunciaban con el optimista rótulo de Alimentation Genérale, establecimientos lóbregos y minúsculos dirigidos por inmigrantes de Auvernia que vendían vino, leña y carbón, y cafés vacíos con tan sólo un mostrador de zinc que frecuentaban aquellos que, vestidos con un mono azul y gorra de tela, necesitaban un petit vin blanc para comenzar el día. Las amas de casa seguían haciendo la mayor parte de la compra en los mercados callejeros, como el de la calle de Ménilmontant.

Además de las talabarterías judías y los talleres de zapateros y sastres de Belleville, la zona estaba llena de artesanos de todo tipo: relojeros, tallistas, canasteros, ebanistas, marmolistas para las lápidas de Pére-Lachaise, etc., que trabajaban en locales diminutos y de iluminación pobre, que en la mayoría de los casos no pasaban de ser un cuchitril con un banco de trabajo, casilleros y una simple bombilla colgada de un cable.

De las alcubillas que daban al cementerio de Belleville hasta los campos empantanados y los talleres ferroviarios de La Chapelle, pasando por los mataderos de La Villette, el este y el norte de París eran zonas en la que la clase trabajadora daba muestras de una gran solidaridad, por fragmentada que pudiese estar su población.

En el 18.º arrondissement, que incluía los talleres centrales de los ferrocarriles franceses, los jóvenes comunistas adoraban como a héroes a sus hermanos mayores que habían tomado parte en la Resistencia. (El centro de actividades de estos últimos había sido el club de baloncesto).

Los domingos por la mañana, los varones de la familia Gager se ponían sus mejores ropas y salían a vender periódicos del Partido Comunista. Hersz Gager, el padre, vendía L’Humanité, y su hijo mayor, Georges, L’Avant-Garde. Cada uno tenía su propio puesto en la rué de l’Olive, al lado del mercado.

Las actividades de las juventudes comunistas se tomaban tan en serio como las que realizaban en la iglesia los jóvenes católicos. Se organizaban excursiones para ver obras de teatro cuyo contenido político hubiese sido aprobado por el partido, participar en el programa cultural de l’Association France-URSS —que por lo general consistía en la proyección de películas acerca del heroísmo del Ejército Rojo—, o acampar en un ambiente de puritanismo entre chicos y chicas. La única oportunidad de esparcimiento real tenía lugar cuando los jóvenes comunistas del 18.º arrondissement organizaban los bailes conocidos como la Goguette, cuyo nombre provenía de las fiestas organizadas las noches de los sábados a orillas del Marne antes de la primera guerra mundial. Allí bailaban le swing y disfrutaban con le bebop. El Partido Comunista decidió no aplicar de un modo demasiado estricto su política contra el jazz, dada la necesidad que tenía de atraer a los jóvenes.

La reunión semanal de la célula a la que pertenecía el cabeza de familia de los Gager se celebraba en la calle Jean Robert y comenzaba después de cenar. Antes de ponerse en camino, Hersz se afeitaba con gran cuidado. (Las células se reunían también en las fábricas, después de la jornada laboral; sin embargo, la mayor parte de los obreros prefería evitar unirse a una célula ligada a su trabajo, ya que el que era descubierto por el patrono no tardaba en ser despedido).

El año comunista contaba también con sus días festivos y sus días de observancia política. El más feliz de todos, según cabe suponer, era la féte des remises de cartes, algo semejante a un antiguo rito primaveral. Se trataba de un acontecimiento familiar, en el que no faltaban los pasteles y el vino ni las canciones y el baile al compás de un acordeón. El secretario de la célula pronunciaba un discurso y otorgaba los carnés del partido con comentarios jocosos como: «¡A ver si este año te las arreglas para vender algunos ejemplares más de L’Huma[375] Entre otras fiestas destacadas cabe señalar el Primero de Mayo, la peregrinación masiva al Mur des Federes de Pére-Lachaise, donde fusilaron a los comuneros, y la Féte de l’Humanité. Aun las marchas de protesta se convertían en un acontecimiento social, por serios que fuesen sus propósitos.

En el extremo de París opuesto al de los talleres artesanales de Belleville se extendía el complejo Renault de Boulogne-Billancourt, no por vasto menos disciplinado. Las sirenas regulaban el día. Cada mañana se congregaba una multitud de trabajadores con la cabeza cubierta ante las altas puertas de la entrada y, cuando éstas se abrían, avanzaban sin prisas ante la mirada de los guardias de seguridad. Entonces, las puertas volvían a cerrarse. Un joven intelectual que se unió a la plantilla a fin de compartir la experiencia de los trabajadores lo comparó en un artículo para Les Temps Modernes al hecho de entrar en una prisión un día tras otro.

La comida seguía siendo la principal causa de preocupación en los distritos pobres de París. Sus habitantes, fueran trabajadores industriales o empleados del estado, eran los más vulnerables de toda Francia. Tal como indicaba un informe del SHAEF, el país sufría de «una escasez crónica de alimentos, empeorada por un desequilibrio en el consumo». Los ingresos medios seguían siendo un 20 por 100 más bajos que antes de la guerra, y los pobres de la ciudad y quienes dependían de salarios semanales recibían un 30 por 100 menos de la parte que les correspondía de los ingresos nacionales.

Nueve meses después de la liberación, el SHAEF advirtió que «la situación alimentaria de Francia sigue siendo grave. La Francia urbana aún no se ha acercado en ningún momento a las 2.000 calorías per cápita»[376]. La ración que pretendía obtenerse para la «población no agrícola» en el verano de 1945 consistía en 350 gramos de pan al día, 100 gramos de carne a la semana y 500 gramos de grasas al mes. En abril, la media de los habitantes de París llegaba tan sólo a 1.337 calorías diarias, aunque esta cifra general oculta terribles desequilibrios entre los beaux quartiers y los distritos obreros, en los que abundaban quienes morían prácticamente de hambre, en especial entre la población anciana. De cualquier manera, los efectos que tenía la desnutrición entre los jóvenes tampoco deben infravalorarse. La altura media de los niños, por otra parte, estaba abocada a descender de un modo drástico.

Las mejoras posteriores llevadas a cabo durante 1945 resultaron efímeras. El anuncio de que, tras un relajamiento relativo, se pretendía introducir de nuevo el racionamiento del pan el 1 de enero de 1946 había provocado cierta confusión durante las últimas semanas de la administración De Gaulle. Ante esta medida, pusieron el grito en el cielo grupos que no tenían nada en común en el ámbito político, desde el recién formado Comité de Défense de la Petite et Moyenne Boulangerie hasta la Union des Femmes Francaises, organización dominada por los comunistas. Y justo antes de Año Nuevo, el pueblo asaltó las panaderías llevado de un frenético afán por comprar que, por ejemplo, impulsaba a los clientes que esperaban al final de la cola a atacar a los que salían con varias barras, aun cuando ellos tuviesen pensado hacerse con otras tantas cuando les estuviera permitido.

Quienes tenían familiares campesinos a no mucha distancia de París gozaban de muchas más posibilidades de obtener provisiones. Los menos afortunados debían poner en juego todo su ingenio para sobrevivir. Al igual que había sucedido durante la ocupación, se hizo necesario recurrir al Systéme D, consonante que hacía referencia a (se) débrouiller, es decir, salir de una situación problemática por cualquier medio. Este método lo abarcaba todo, desde criar conejos y gallinas hasta hacer negocios en el mercado negro con artículos robados del lugar de trabajo y, sobre todo, evitar la compraventa en efectivo. Casi todo el mundo intercambiaba bienes y servicios: las prostitutas, los mecánicos, los fontaneros y los artesanos cobraban muy raras veces en dinero contante. A menudo, incluso los empleados de las fábricas cobraban en productos de su lugar de trabajo, que venían a sustituir a los salarios. En consecuencia, no resulta sorprendente que al gobierno le resultase tan difícil recaudar los impuestos.

La miseria aquejaba por igual a quienes contaban con unos ingresos fijos y a los trabajadores industriales. La esposa de un diplomático estadounidense que lanzó un cigarro a medio fumar enfrente del Ritz se sintió avergonzada en lo más íntimo al ver a un anciano bien vestido abalanzarse sobre él. Llegó a organizarse incluso un comercio de colillas, que se vendían por decenas. Los que disfrutaban de un salario escaso se defendían tan bien como les era posible. Los revisores de trenes atestados requerían propina si habían de encontrar un asiento libre para algún pasajero, práctica que llevaba a los miembros de la clase media a protestar ante lo que consideraban una forma de extorsión.

Algunos tenderos, y en especial los carniceros, eran famosos por esconder el género para venderlo a clientes más ricos y aumentar así sus ingresos. «Si quiere usted entrecot, señora, queda algo… auprix fort.» En Barbizon, población cercana a París, se vendió a dueños de tales establecimientos al menos media docena de las mejores propiedades inmobiliarias. Uno de ellos ofreció por una casa en venta tres millones y medio de francos en billetes usados a condición de que los propietarios la dejasen libre al día siguiente. En enero de 1946, el ministro de Abastecimiento ordenó al jefe de policía que arrestase a cuatro de los dirigentes del Syndicat de la Boucherie, aunque esto no pasó de ser un gesto.

El mayor escándalo de todos estuvo relacionado con la desaparición de grandes cantidades de vino importadas por el Ministerio de Abastecimiento de Argelia, en un tiempo en que la ración de dicha bebida se reducía a tres litros por adulto y mes. Como de costumbre, por las manos de quienes observaban la ley pasó muy poco vino, mientras que el resto sacó provecho de la situación, desde los que se inscribían en varias bodegas a fin de multiplicar su ración o mantenían en el registro a los familiares fallecidos («Los muertos, por lo general, prefieren beber seco», señaló el secretario general de la Confédération des Agriculteurs[377]) hasta los mayoristas de renombre que obtenían, según se comentaba, enormes beneficios de la exportación ilícita de su producción. Yves Farge, ministro de Abastecimiento, expulsó a cuarenta miembros de la junta directiva que negociaban con vino, si bien lo más probable es que su culpabilidad se derivase más de la inexperiencia que de la maldad. La épuration administrative había dejado a la administración sin buena parte de sus funcionarios competentes, cuyos puestos habían recaído a menudo sobre candidatos que contaban con una buena hoja de servicios en cuanto a militantes de la Resistencia, pero que apenas eran aptos para tales menesteres.

El asunto en cuestión avanzó de manera rápida, y en él se vio implicado un número cada vez mayor de nombres destacados del Partido Socialista. Finalmente acabó por quedar manchado el mismísimo Félix Gouin, antiguo primer ministro. La única que se benefició de verdad con el sonado escándalo del vino de 1946 fue la prensa, que disfrutó a sus anchas[378].

Casi todo aquel a quien pescaban con productos obtenidos en el mercado negro afirmaba ser el cabeza de una familia numerosa que intentaba alimentar a sus famélicos pequeños. Muchos no dudaban en decir la verdad, pero al menos la mitad de la población parecía estar implicada en hurtos y negocios de un tipo u otro. Así, por ejemplo, se descubrió a una cuadrilla de escolares del Lycée Condorcet, cuyo jefe no había cumplido siquiera los catorce, que compraba chicle en grandes cantidades a los estadounidenses para venderlo después a un precio elevado, lo que les reportaba colosales beneficios. El tesorero del grupo llevaba consigo diez mil francos cuando lo detuvieron.

Nadie se limitaba de manera escrupulosa a los bienes de su propio negocio si tenía la oportunidad de obtener un producto diferente que pudiera revender au prixfort. El barbero de Galtier-Boissiére, verbigracia, le ofreció chocolate estadounidense a ochocientos francos. Un par de días después, su esposa Charlotte le dijo que había conseguido cierta cantidad de pescado. «¿Dónde?», quiso saber él. «En la carnicería».

Los que tenían algún contacto con el mundo de la hostelería se las ingeniaban siempre para sobrevivir. Durante la ocupación, por ejemplo, quienes componían el ballet de Roland Petit, que tenía por estrella a Zizi Jeanmarie, comían gratis en el restaurante que poseía en Les Halles el padre de aquél, quien apenas cabía en sí del orgullo que le producía el éxito de su hijo. Los diplomáticos, jefes y oficiales que disponían de un vehículo y combustible no dudaron en buscar a un granjero que pudiese abastecerlos con regularidad, de manera que, un fin de semana tras otro, salían al campo a comprar huevos, mantequilla y aun jamón. Ni siquiera se molestaban en ocultar lo que habían obtenido, ya que era frecuente que se detuviese a los coches, y en especial a los vehículos oficiales.

No puede decirse que los diplomáticos pasasen precisamente penalidades. «Estoy aquejado de una pequeña resaca —escribió tras una fiesta en la Embajada Turca uno de los invitados—. Los otomanos nos trataron a cuerpo de rey. La mesa parecía querer ceder ante el peso de tanta comida. Me habría sentido avergonzado en pleine revolution, pues es así como se refieren aquí a estos días, ante tal cantidad de langostas, paté rosado, ostras y alas y pechugas de pollo flotando en salsa turca de nueces.»[379]

Algunos hacían gala ante la situación de una frivolidad que resultaba vergonzosa. Noel Coward describió en su diario cierto banquete ofrecido a los duques de Windsor: «Los regalé con un delicioso ágape compuesto de consomé, calabacín en tostadas, langosta a la parrilla, turnedó con salsa bearnesa y soufflé de chocolate. Pobre Francia famélica»[380]. No faltaron quienes encontrasen actitudes como ésta difíciles de perdonar. Yves Montand, que cantaba en Le Club des Cinq, se sintió tan furibundo al ver a uno de los espectadores situados ante el escenario pedir una langosta entera y, después de tomar un trozo sin ganas, apagar el puro que se estaba fumando en el crustáceo a medio comer, que no dudó en bajar a propinarle un puñetazo.

El resentimiento se hizo aún mayor debido a la existencia de tres tipos de reglas diferentes: uno para los pobres, otro para los ricos y un tercero para estadounidenses y británicos. Los parisinos avispados que poseían una casa en el campo podían permitirse complementar la escasísima ración de carne con lo que cazaban y llevaban a la ciudad. Como quiera que se habían sacrificado pocos ciervos tras la prohibición del uso de armas de fuego durante la ocupación, todo aquel que se las ingeniara para conseguir munición tenía garantizadas grandes cantidades de carne de venado. No podía desperdiciarse un solo disparo, ya que la ración de cartuchos estaba limitada a veinte por año. Puestas así las cosas, no resulta extraña la alegría de cierta parisina al descubrir dos cajas de tales proyectiles colocadas bajo un montón de libros en su ático antes de la guerra. Por mediación de un complicado trueque efectuado con un amigo experto en las artes venatorias, logró transformarlas en «dos faisanes, un kilo de mantequilla y un asado de ternera»[381].

Los británicos y los estadounidenses gozaron de un número aún mayor de privilegios durante el invierno de 1946, toda vez que el dólar había alcanzado en el mercado negro un precio de 250 francos, y la libra esterlina se cotizaba a 1.000 en una época en la que podían obtenerse los servicios de una ama de llaves cocinera por 2.500 francos al mes. Hubo algunos diplomáticos y periodistas que hicieron honrosos intentos por no tener nada que ver con el mercado negro. Cy y Marina Sulzberger, por ejemplo, no dejaban a su hija jugar siquiera con niños cuyos padres recurrían a la compraventa clandestina. Bill Patten prohibió a quienes habitaban su casa cualquier trato con dicho mercado. Expuso a su cocinera, madame Vallet, cómo había de tostar galletas con las raciones proporcionadas por el Ejército. Sin embargo, en cuanto se dio la vuelta, la sirvienta no dudó en dirigirse a Susan Mary y ponerla al corriente sin ambages de la necesidad de hacer uso de la compra clandestina sin que el señor se enterase.

La tentación de sucumbir resultaba abrumadora en una época en la que todos los demás daban por sentado que, bajo el Systéme D, las normas estaban para transgredirlas. Cuando Susan Mary Patten acudió a una agencia de trabajo con la intención de contratar a una criada, la patrona observó con cierto destello en la mirada: «Naturellement Madame aura les provisions de l’armée américaine». La importancia de las raciones del Ejército estadounidense había sido evidente desde un principio, a pesar de que llegaban cada seis semanas y en cantidades poco oportunas (en colosales latas de verduras cocinadas, zumo de frutas, tocino entreverado y huevos y leche en polvo, conocida esta última como Klim). No había mucha variedad, pero para los franceses constituían verdaderos tesoros en una época en la que un pomelo equivalía al sueldo de cuatro días de un trabajador cualificado. El ama de llaves de Susan Mary Patten «acariciaba las latas con lágrimas en los ojos»[382].

Durante el otoño de 1946, las prostitutas sintieron una necesidad aún mayor de recurrir al Systéme D, ya que, para consternación de muchos hombres y la mayoría de la profesión médica, las autoridades decidieron declarar ilegales los prostíbulos.

Los lupanares parisinos recibían en ocasiones el nombre de maisons d’illusions, un eufemismo como otros de los muchos a los que ya se habían acostumbrado los extranjeros que vivían en la ciudad. Más técnicas resultaban las expresiones maison de tolérance, que designaba el lugar en el que vivían, comían y trabajaban las busconas, y maison de rendez-vous, donde «acudían las mujeres para trabajar de prostitutas, normalmente por la tarde»[383].

La Brigada Anticorrupción (el Service des Moeurs) era la responsable de hacer respetar la abundante legislación al respecto. Las ventanas y los postigos debían permanecer cerrados; los bajos y los primeros pisos debían tener contraventanas de madera maciza en lugar de persianas, y cada una de las pupilas debía estar registrada por la policía y poseer una cartilla sanitaria actualizada, de lo que se encargaba dos veces a la semana un médico designado para tal misión.

El 13 de abril de 1946 se aprobó la nueva ley que proscribía las mancebías y que entraba en vigor el 6 de octubre. Una de las principales razones que motivaron esta medida no tenía nada que ver con la moral o la salud. Marthe Ricard, edil de la ciudad de París que se encontraba entre los candidatos del MRP elegidos para la Asamblea Constituyente, presentó el proyecto de ley que ordenaba la expropiación de las casas de lenocinio y su conversión en residencias para estudiantes sin recursos económicos. La capital francesa adolecía de una escasez desesperada de alojamiento para estudiantes, aunque este hecho no hizo sino complicar el debate relativo a las ventajas y desventajas de las mancebías registradas.

La batalla más importante se centró, al parecer, en una cuestión sanitaria: si se suprimían los burdeles oficiales, las siete mil prostitutas registradas pasarían directamente a engrosar el número de «clandestinas» que recorrían las calles, lo que favorecería una rápida propagación de diversas enfermedades. Con todo, la mayor parte de los que secundaron la medida lo hicieron porque consideraron que el antiguo sistema (bajo el que «les pouvoirs publics organisaient la prostitution») reprensible en lo moral y susceptible de dar pie al abuso de autoridad por parte de la policía.

Para muchos tradicionalistas, la citada legislación suponía un ataque a la cultura francesa. Pierre Mac Orlan señaló: «Lo que se está derrumbando no es otra cosa que los pilares de una civilización milenaria[384]».

Galtier-Boissiére sufría también nostalgia de los chismorreos y las bromas de la vida de los prostíbulos. Sus maisons de tolérance favoritas se hallaban en las calles Sainte-Apolline y Blondel. Se trataba de lugares como Aux Belles Poules (uno de los que recogía la lista elaborada para las tropas estadounidenses) y Aux Belles Japonaises, que frecuentaba junto con el pintor Jean Oberlé y Claude Blanchard, grandes amigos y colegas de la revista Crapouillot. Ambos se mostraban mucho menos encantados que su cabecilla. A éste lo fascinaba el París clandestino (ble Mílieu), y aprovechaba las salidas de los tres a fin de reunir para una novela información acerca de los ambientes y diálogos de dicho mundo. «Las pupilas de la mayor parte de estos burdeles —escribió Oberlé—, me sorprendían por su aspecto horripilante, su rostro maquillado con violencia y sus combinaciones chillonas de seda, que ocultaban lo que en la mayoría de los casos no eran sino cuerpos lamentables.»[385]

Oberlé y Blanchard se sentían mucho más felices cuando acompañaban a Galtier-Boissiére a los bals musettes, menos afectados, del As de Coeur, en la rué des Vertus; de La Java, en el Faubourg du Temple, y del Petit Balcón, en la calle de Lappe. Los tres elegían una mesa y pedían una de las bebidas básicas de la época: un biabolo-menthe o un vaso de vino blanco agriado. Cuando acababa cada uno de los bailes, y mientras los músicos descansaban unos instantes, el dueño del establecimiento gritaba: Passons la monnaiel, y recorría el local para hacer la colecta con una bolsa atada a la cintura. Una vez acabada la recaudación, gritaba a los tres músicos —acordeón, banjo y armónica—, del anfiteatro: Allez, roulez! Entonces, las parejas volvían a sumergirse en un vals o una java. Las prostitutas que acudían a estos lugares para descansar de su trabajo en las calles se abrían camino por entre las mesas para dar unos cuantos pasos de baile sobre la superficie bien encerada del suelo de parqué por mero placer, sin intención alguna de atraer a la clientela.

Cualquier ilusión que pudiesen haber albergado los ciudadanos durante el verano de 1946 de que Francia había pasado ya lo peor se fue al traste pocos meses después, durante un invierno que a menudo se ha descrito como el más inclemente del siglo. Para muchos, el recuerdo del frío ha perdurado con mucha más fuerza que el del hambre. La tremenda escasez de combustible (no faltaban las zonas que recibían tan sólo un tercio o un cuarto de lo que les correspondía) dejó sin calefacción a escuelas y oficinas por igual. Los niños tenían tales sabañones que no podían escribir, en tanto que las secretarias del Quai d’Orsay tan sólo eran capaces de usar sus máquinas de escribir si vestían mitones. A Nancy Mitford le era imposible trabajar en casa. Escribió a Gastón Palewski —ya que los teléfonos no funcionaban—, para rogarle el envío de tres o cuatro troncos, por cuanto sus manos estaban tan frías que no bien le permitían sostener la pluma. «Cada inspiración duele como una espada», escribió a una de sus hermanas[386].

Ante la necesidad de recortar el consumo de electricidad, se prohibieron todos los letreros luminosos, se dejaron sin iluminar los escaparates de los comercios y se apagaron de forma arbitraria las farolas. En realidad, se ofrecía al pueblo una información tan escasa de cuándo se iba a cortar la corriente que, en los hospitales, los cirujanos se encontraban con frecuencia a oscuras en plena operación.

En este sentido también eran de gran ayuda las influencias, aun cuando en ocasiones surgiesen de una situación involuntaria. Susan Mary Patten quedó avergonzada en lo más hondo cuando cierto general estadounidense que había reparado en un sabañón que tenía en un dedo durante una cena en la residencia caldeada en exceso de los Windsor le hizo llegar a la mañana siguiente un camión de carbón, que descargó para ella un grupo de prisioneros de guerra alemanes.

La falta de combustible dio pie a un desdichado círculo vicioso: las ventiscas de nieve detenían la producción de carbón e impedían avanzar a los trenes que transportaban el combustible. Las cañerías se congelaban, reventaban y dejaban escapar su contenido, que volvía a congelarse en forma de colosales carámbanos. «Nunca he visto nada semejante a las tuberías reventadas de esta ciudad —escribió Nancy Mitford a su hermana Diana—. Todas las casas tienen su propia cascada.»[387]

Una mañana tras otra, docenas de niños, bien envueltos en ropa a excepción de las rodillas, que asomaban azules sobre los gruesos calcetines, salían de sus casas para comprar leche con bidones metálicos. Dado el peligro de tuberculosis, se hervía la leche en un enorme tanque dispuesto en la laiterie antes de que el lechero vertiese la humeante ración en los recipientes de los niños con la ayuda de un cazo con capacidad para un litro exacto.

Es inevitable que el racionamiento en tiempos de gran escasez dé lugar a transacciones en el mercado negro, y existen demasiados ejemplos de los efectos contraproducentes que tuvo esta actividad sobre la economía francesa. Uno de los más llamativos podía verse en los puertos pesqueros bretones, en los que los propietarios de las embarcaciones ganaban más dinero vendiendo su asignación de combustible en el mercado clandestino que enviándolas a la mar.

Por otra parte, el no haber mantenido el racionamiento habría desencadenado peligrosas tensiones y acabado con cualquier gobierno que intentase seguir esta política. Las desigualdades se daban de un modo mucho más terrible en Francia que en Gran Bretaña, donde el sistema de distribución se aplicaba de manera más meticulosa y efectiva. De cualquier manera, cabe alegar que esta eficacia contribuyó en gran medida a la lentitud con que se recuperó la economía británica tras la posguerra.

La francesa, pese a haberse dejado llevar de forma extraoficial hacia el libre mercado que originó tanta miseria, se encontró en una posición mucho mejor llegada la hora de despegar en 1949, una vez obtenida la ayuda extranjera en cantidades suficientes para dar un empellón a la actividad comercial. «Es un triunfo para la empresa privada —escribió Diana Cooper—, si bien a largo plazo puede que sucumba a causa de la inmoralidad.»[388]