Política y cartas
En los días previos al referéndum del 5 de mayo de 1946, bien podía decirse que «todo vale en la guerra y en política». Los de derecha aseguraban, sin proporcionar prueba alguna, que el Kremlin estaba financiando al Partido Comunista. El Parti Républicain de la Liberté hizo correr la voz de que el dirigente de aquél, Maurice Thorez, tenía una aventura con Marie Bell, de la Comédie-Francaise, a quien enviaba gigantescos ramos de orquídeas por valor de cincuenta mil francos. A Galtier-Boissiére no lo convencía el rumor: le costaba imaginar «al ojito derecho de la nación, a quien tanto empeño pone el partido en vigilar, haciendo la corte a una dama ante la atenta mirada de seis guardaespaldas armados con metralletas»[324].
El cardenal Suhard pidió a sus fieles: «Votad, y votad bien», contra una Constitución anticlerical y de izquierda. Su mensaje se repitió desde los púlpitos de las catedrales y las iglesias de toda Francia. El arzobispo de Burdeos declaró sin ambages que los católicos debían negarse a ratificar la Constitución. Todo esto hizo temer a los de centro que la intervención de la Iglesia pudiese hacer el caldo gordo a los comunistas.
La muestra más ingenua de propaganda ilegítima se debió a los propios comunistas, que poco más de dos semanas antes de las elecciones se las ingeniaron para que uno de sus dirigentes sindicalistas más célebres fuese arrestado a raíz de una serie de cargos que en un principio le imputó el gobierno de Vichy. El Ministerio del Interior no tuvo nada que ver con esta detención: según una «fuente fiable», la llevaron a cabo oficiales de la Jefatura de Policía, en la que había comunistas infiltrados[325].
Tal como cabía esperar, la prensa del partido no dudó en protestar al respecto, y asegurar que aún había en el poder reaccionarios de Vichy y que el régimen de Pétain estaba actuando después de muerto. El éxito de la operación fue completo, para frustración de Édouard Depure, ministro socialista del Interior, a quien odiaban los comunistas. Henaff, el dirigente sindicalista, quedó en libertad ante calurosas muestras de triunfo, en tanto que Depreux obtuvo cierta fama de pétainista. Mas no hubo de pasar mucho para que comenzase a tramar su venganza.
Los comunistas pedían el voto favorable al borrador de la Constitución, aunque permitieron que el referéndum de mayo se convirtiese en un «plebiscito en favor o en contra del comunismo», actitud a la que más tarde dieron pábulo ellos mismos.[326] Algunos paniquards acomodados llegaron a planear huir del país si ganaban. El embajador estadounidense criticó con sorna la suposición fatalista de que «los cosacos no tardarán en llegar a la plaza de la Concordia».[327].
De Gaulle fue uno de los poquísimos que predijeron el fracaso de los comunistas a despecho de lo que afirmasen los sondeos de opinión. Refirió a su secretario, Claude Mauriac, hijo de François, que aquéllos habían cometido un error mayúsculo al permitir, llevados de un exceso de confianza en sí mismos, que acabasen por volverse las tornas. Hasta entonces, la izquierda se las había agenciado para manipular y definir todo asunto en términos de fascismo y antifascismo. Sin embargo, por vez primera se hablaba de comunismo y anticomunismo. «Y éste es un paso de vital importancia para el futuro», aseguró el general, henchido del aire satisfecho propio de un hombre que acaba de trazar un plan astuto. «He logrado atarles una buena cacerola a los tobillos con el referéndum», dijo[328]. Ésta fue una de las pocas medidas electorales que había conseguido llevar a cabo en contra de la Asamblea Constituyente.
La semana anterior al plebiscito, las paredes de París estaban llenas de pintadas de tiza que rezaban Oui o Non y que a menudo habían sido tachadas por activistas del bando contrario.
En el 16.º arrondissement podía verse a niñas bien vestidas y armadas de cepillos y cubetas para borrar los síes. En una parte menos elegante de la ciudad, un urinario público de metal verde servía de soporte a una consigna de corte más anarquista:
Voter oui, voter NON;
Vous serez toujours les CONS!
(«Votéis lo que votéis,
gilipollas seréis)».
Ningún Primero de Mayo podía estar completo en París sin el aroma de los lirios de los valles. Los comerciantes llegaron aquella mañana a la ciudad con grandes cestas colgadas del brazo y llenas de ramilletes de flores, y todo el mundo llevaba una ramita en el ojal. Tras el desfile, que partió de la plaza de la República para acabar en la plaza de la Nación, se celebró a las seis un mitin comunista en la plaza de la Concordia. Thorez no sabía que lo observaban desde arriba mientras se dirigía a la multitud congregada bajo el sol de la tarde. El barón Élie de Rothschild y otros amigos habían llevado a tal objeto prismáticos a una fiesta en la terraza del ático que tenía Donald Bloomingdale en el hotel Crillon, a pocos metros de distancia.
«No me cabe duda de que ganará el sí —escribió Duff Cooper en su diario el domingo, 5 de mayo, día de la votación—. Mis amigos de derecha aseguran que será el final de Francia, lo que no deja de ser una tontería».
A la mañana del día siguiente, 6 de mayo, fecha en que los estadounidenses estaban listos para enviar sus tropas a Francia, se confirmó la ajustada victoria del no. Dado el empeño que habían puesto los comunistas en el referéndum, el resultado se consideró un gran revés en su contra. «De Gaulle tenía razón», anotó Claude Mauriac en su diario.
La delegación que había enviado Estados Unidos a la conferencia de paz de París, ya en marcha por entonces, no hizo nada por ocultar su alegría durante un almuerzo celebrado en el Quai d’Orsay. Jacques Dumaine no pudo, a pesar de sentirse también aliviado por los resultados, menos de observar que sus integrantes no sabían pensar si no era en blanco y negro. «Imaginan que Francia está dividida en dos bandos, de los cuales uno acabará venciendo al otro»; por ende, olvidan «la refriega heterogénea que caracteriza a la política francesa»[329]. Sin embargo, también en Francia, al igual que en la mayoría de los países del mundo, estaba la política condenada a concentrarse en dos polos opuestos a raíz de la guerra fría.
Simone de Beauvoir había quedado para almorzar aquel día con Merleau-Ponty en el Petit Saint-Benoit con el fin de hablar sobre el referéndum. Sin embargo, por la noche, la famille Sartre se olvidó de la política para reunirse en torno a Jean Genet, que estaba pasando por la peor pesadilla que puede vivir un autor: al parecer, Gallimard había perdido el único manuscrito de que disponía, lo que dio pie a todo un rosario de enfrentamientos entre el dramaturgo y el hijo de Gastón Gallimard, Claude.
La otra noticia que hubo de digerir el pueblo aquel día tenía relación con un escándalo en el ámbito de los servicios de información. Durante la víspera, poco antes de que acabase la votación, la Agence France-Presse anunció la detención del coronel Passy. Aún no está claro qué fue lo que hizo que se hiciese público en aquel preciso momento. Cabe la posibilidad de que, alarmado por el trastorno de las elecciones, el gobierno de Félix Gouin hubiese filtrado la noticia en un intento tardío de alterar el resultado o a fin de advertir a De Gaulle, que vería aumentar su prestigio a causa de los resultados. El escándalo provocado por la noticia convirtió el arresto de Passy en un asunto turbio del que el gobierno salió desacreditado.
El 4 de mayo se convocó a Passy a las instalaciones de la organización que él mismo había establecido en un principio en Londres y que había acabado por convertirse en el SDECE[330].
«Hemos descubierto algunas irregularidades —le comunicó el nuevo jefe—. ¿Dónde están los fondos reservados?»[331] A pesar de que no se le imputó cargo alguno, se acusó a Passy de malversación de fondos pertenecientes al Servicio de Espionaje y se le mantuvo incomunicado. Su esposa, que ignoraba lo sucedido, estaba frenética. Una de las razones por las que se anunció de modo súbito su detención la noche del 5 de mayo fue la dificultad de mantener el secreto durante más días.
El Servicio Secreto estadounidense, al que tal vez confundieran representantes del gobierno, informó de que las irregularidades financieras se conocían desde hacía un tiempo. La verdadera razón del arresto de Passy era, según declaró, que había estado intentando sabotear los esfuerzos llevados a cabo por Léon Blum por conseguir de Estados Unidos un préstamo que necesitaba con urgencia el partido. Los socialistas y sus compañeros de coalición se mostraron a un tiempo airados y alarmados.
En ningún momento se planteó que Passy hubiese malversado fondos para uso personal, y la acusación principal de irregularidades en Londres resultaba ridícula. El BCRA había tenido tanto miedo de las posibles infiltraciones pétainistas que apenas había conservado documentos escritos. Lo que es muy probable que hubiese intentado hacer Passy era establecer un fondo de emergencia en Suiza, de tal manera que, si los comunistas se hacían con el poder en Francia, la resistencia gaullista no hubiese de mendigar ante británicos ni estadounidenses.
Passy fue encarcelado sin que mediase forma alguna de juicio ni se le permitiera hablar con un abogado. Las condiciones de su reclusión eran pésimas, y sus carceleros lo drogaron. Cayó gravemente enfermo, perdió veintitrés kilos y su presión arterial descendió de un modo alarmante. Cuando su esposa logró por fin que lo trasladasen al hospital del Val-de-Gráce, el facultativo que lo atendió le comunicó: «Ha sido usted envenenado». Cuando el enfermo quiso saber cuál había sido el tósigo empleado, la lacónica respuesta fue: «Lo sabremos después de la autopsia»[332].
Estando aún en prisión, Passy hizo llegar a los estadounidenses un mensaje que aseguraba que el gobierno de Gouin lo estaba sometiendo a chantaje para que les entregase cualquier orden escrita de De Gaulle en relación con lo que había de hacer con el dinero. Una prueba así habría permitido a Gouin y a su gobierno mancillar la reputación del general y dar al traste con sus esperanzas políticas; pero eso era algo que no estaba dispuesto a hacer Passy. Lo que resulta evidente es que el gobierno no quería que se celebrase un juicio público. «Parece que cuanto más se ahonda en la investigación —refirió Caffery en un informe enviado a Washington—, más salta a la vista que toda una serie de políticos importantes, pertenecientes a diversos partidos, se han manchado las manos o han recibido dinero de fondos reservados.»[333]
A finales de agosto se desposeyó al coronel Passy de su rango, de la Legión de Honor y de la Orden de la Liberación por orden del Consejo de Ministros, que mandó también la confiscación de sus propiedades personales por valor de la suma exportada. (Más tarde se le devolvió la mayor parte de sus distinciones, incluida la Legión de Honor). Hecho una furia y cargado de razón, el detenido alegó que el Consejo de Ministros no era ningún Tribunal de Justicia: si había de ser juzgado, debía ser ante un tribunal constituido según mandaba la ley. El propio Teitgen, ministro de Justicia, expresó en privado el pesar que le producía el modo en que se estaba llevando aquel asunto.
Por más que el escándalo Passy se hubiese convertido en la comidilla de París, todo apunta a que no tuvo gran repercusión en Saint-Germain-des-Prés. Simone de Beauvoir se hallaba más ajetreada que nunca, tal como muestra la entrada correspondiente a la tarde del viernes, 10 de mayo. Aquel día se dirigió, tras almorzar en la Brasserie Lipp, a las instalaciones de Les Temps Modernes, cedidas por Gastón Gallimard, que recibían la visita de Vittorini, militante del Partido Comunista italiano. Éste hizo patente su disgusto al saber que tanto ella como Sartre iban a convertirse en huéspedes de «un éditeur réactionaire» durante el viaje que tenían planeado a su país.
Luego llegó Gastón Gallimard, y Simone de Beauvoir entró en su despacho. En su interior se encontró con André Malraux y Roger Martin du Gard. Incómoda por el hecho de hallarse de pronto ante un enemigo político, no tuvo más remedio que estrechar la mano de Malraux. Luego hubo de oír la explicación de Gallimard acerca del manuscrito perdido de Genet antes de poder escapar. Al regresar a su propio despacho, la abordó un joven novelista con un original mecanografiado para que lo leyese. Con aire ingenuo, el recién llegado le preguntó si Sartre votaría en su favor como parte del jurado del Prix de la Pléiade. Después de esto mantuvo una breve charla con Michel Leiris, y llevó a Jean Paulhan el manuscrito de la novelista Nathalie Sarraute. Él le mostró la obra de pequeño formato de Wols —pintor a quien también Sartre profesaba una gran admiración—, que acababa de comprar. Por último, a las siete de la tarde salió del despacho y fue a encontrarse con Raymond Queneau en la cafetería del hotel Pont-Royal.
Aquel día fue sencillo en comparación con otros, y no cabe dudar de que Castor agradecía en el fondo la actividad maniática que se desarrollaba en derredor, por cuanto debió de ayudarla a olvidar sus miedos en un momento en el que Nathalie Sarraute intentaba ocupar su lugar en calidad de compañera intelectual de Sartre.
El 12 de mayo hubo una ceremonia en el Arco de Triunfo para conmemorar la victoria del año anterior. Félix Gouin «pronunció un buen discurso —recordaba Duff Cooper—, pero tiene un aspecto por demás insignificante en ocasiones como ésta. Su generosa alusión a De Gaulle fue recibida con una sonora aclamación»[334]. De cualquier manera, el general había declinado la invitación de Gouin y, en lugar de asistir al acto, se dirigió a la Vendée con el propósito de rendir homenaje a la tumba de Clemenceau aquel mismo día, en que se conmemoraba a Juana de Arco.
Pocos días antes, Claude Mauriac le había preguntado si no pronunciaría un discurso durante su visita. «Sí, tal vez diga algunas palabras —contestó—, pero no debemos decírselo a nadie.»[335] La respuesta tenía mucho de solapado, pues Claude Guy, su ayudante de campo, estaba ya organizando una recepción para los periodistas.
La alocución pronunciada sobre la tumba de Clemenceau sería el primero de una serie de discursos que, pese a estar supuestamente destinados a conmemorar un acontecimiento o aniversario particular, tenían un propósito político definido. Sabedor de que su prestigio se hallaba de nuevo en alza, De Gaulle no había dudado en preparar el terreno para la fundación de todo un movimiento político de adhesión. André Malraux aseguró a Louise de Vilmorin que el general «será presidente de la República en septiembre, y él, Malraux, será ministro del Interior»[336].
La multitud que esperaba al general en la tumba de Clemenceau no era escasa. Claude Mauriac se sentía inquieto ante los gritos de: De Gaulle au pouvoir!, y avergonzado por el aspecto ligeramente fascista del acto. La visita, que se suponía modesta, fue objeto de un amplio seguimiento por parte de la prensa francesa e internacional, a la que había informado un miembro del personal gaullista.
Al día siguiente, empero, se prestó poca atención al discurso de la Vendée en el restaurante Casque d’Or, donde almorzaban Simone de Beauvoir y el escultor Alberto Giacometti en compañía de algunos amigos. La conversación giró en torno al modo en que se recibiría a André Breton —uno de los pocos surrealistas que acabaron por denunciar al estalinismo—, a su regreso de Estados Unidos.
Como cabe suponer, los comunistas habían quedado escarmentados por el resultado del referéndum de mayo. El revés había resultado embarazoso por partida doble para la cúpula del partido, por cuanto Molotov se hallaba a la sazón en París, donde debía reunirse con otros ministros de Asuntos Exteriores.
En 1946, la mayor parte de las agencias de espionaje contaban con una información muy escasa acerca de los objetivos comunistas. En París se intentó por varios medios penetrar en el corazón del Partido Comunista francés, aunque la única operación de éxito fue, al parecer, la puesta en marcha por la antigua dirigente de la Resistencia, Marie-Madeleine Fourcade. Si Kim Philby había rechazado sus informes, parece ser que tuvo mejor suerte a la hora de hacer que los aceptase Estados Unidos.
El primer sumario procedente del Servicio de Inteligencia Militar del Ejército estadounidense se centraba en una reunión del Politburó celebrada el 16 de mayo y presidida por Marcel Cachin. En ella se trataba con consternación del contratiempo sufrido por Molotov durante el encuentro de los Cuatro Grandes en París. La firmeza de James Byrnes y Ernest Bevin, ministros de Asuntos Exteriores estadounidense y británico, había sorprendido a la delegación soviética.
Allí, Thorez, escaldado a raíz del fracaso del plebiscito del 5 de mayo, puso de relieve el pesimismo con que afrontaba la llegada de las elecciones del 2 de junio. El Partido Comunista francés tendría que decidir si permanecía en el gobierno o pasaba a formar parte de la oposición. El dirigente temía que se diese una «actividad anticomunista intensiva en Francia»[337]. Se sentía furioso con Blum por haberse opuesto al proyecto comunista de «liquidar al Partido Socialista francés mediante una fusión o cualquier otro medio». Si dejaban pasar de manera definitiva la oportunidad de hacerse con los votos de los socialistas, debían «reflexionar seriamente antes de recurrir a cualquier acto violento». La diplomacia soviética necesitaba paz, y no podía correr riesgo alguno al respecto.
Otro informe llegado a manos de los estadounidenses afirmaba que Molotov estaba «mortificado en lo más hondo» por los resultados del referéndum y había advertido con ahínco a la cúpula del Partido Comunista francés de lo inconveniente que podía resultar atacar a Léon Blum y los socialistas. Algo así no haría sino obligarlos a aliarse con otros partidos de centro-izquierda y «empujarlos aún más en dirección al gobierno laborista británico. Esto, a su vez, traería como consecuencia un pacto franco-británico que constituiría la base de un bloque occidental»[338].
En otra reunión del Politburó, celebrada el 20 de mayo, se hicieron más intensas las peleas relativas a la toma de poder. Laurent Casanova defendía la idea de hacer uso de la acción armada en un futuro inmediato, pues si los comunistas fracasaban durante los siguientes comicios, el nuevo gobierno purgaría todas y cada una de las partes de la administración. Este hecho constituiría «la peor catástrofe que podía arrostrar el Partido Comunista de Francia». Advirtió que, si se veían obligados a provocar un levantamiento armado, no podrían contar con el respaldo de Moscú durante «al menos treinta días». En resumen, opinaba que sería «un grave error salir del gobierno para pasar a la oposición»[339].
Estos informes resultan verosímiles a juzgar por otras pruebas, entre las que destacan los documentos contemporáneos de la sección internacional del Kremlin. El Partido Comunista francés no recibía a la sazón instrucciones detalladas.
Para las elecciones de principios de junio, los comunistas adoptaron una posición discreta, y se centraron más en campañas de murmuraciones en los cafés y las colas que en una propaganda estridente. Este hecho no fue óbice para que el Partido Comunista de Francia afirmase que habían salido de los puertos del mar Negro en dirección a Francia trescientas cuarenta mil toneladas de cereal ruso, del que aún quedaban por llegar en el futuro ciento sesenta mil toneladas. La Embajada de Estados Unidos estaba furiosa, toda vez que no se habían mencionado siquiera los siete millones de toneladas de provisiones que había enviado su país desde marzo de 1945.
Cuando se anunciaron los resultados el 3 de junio, los comunistas se encontraron con que no habían salido tan mal parados como temían. En esta ocasión fueron los socialistas los frustrados, lo que en parte se debió a la política imprudente que pusieron en práctica durante el referéndum. Así, perdieron a la mayor parte de los que, sin ser socialistas, habían votado a su partido por mantener a raya a los comunistas. Estos votantes tácticos pasaron en los comicios siguientes a respaldar a los democristianos del MRP, que, para irritación de los comunistas, los reemplazaron en calidad de primer partido de Francia.
En un primer momento, los comunistas se opusieron a la idea de trabajar para un gobierno encabezado por Georges Bidault, e hicieron lo posible por resucitar una nueva administración Gouin. Sin embargo, los socialistas preferían dejar en manos de otros la responsabilidad de enfrentarse a una economía al borde de la bancarrota. Los comunistas, al ver que si se negaban a respaldar a Bidault acabarían con el tripartisme, no dudaron en secundarlo, y el tantas veces humillado ministro de Asuntos Exteriores de De Gaulle acabó por alcanzar el puesto que tanto ansiaba.
El acontecimiento más importante que siguió a las elecciones fue el regreso del general De Gaulle al escenario político. Su prestigio había ido en aumento durante los dos últimos meses de incertidumbre, y las noticias de que había rechazado la invitación de Gouin para celebrar el aniversario de la alocución que él mismo había pronunciado desde Londres, unido a su estrategia de hablar en Bayeux dos días antes, provocó un gran interés.
El discurso de Bayeux, según un informe del embajador estadounidense, «provocó por todo el país una respuesta mayor de lo que hacía pensar la recepción que le brindó la flemática concurrencia normanda»[340]. El encuentro tuvo lugar bajo una intensa lluvia, y el general llevaba la cabeza descubierta y un uniforme sin condecoración alguna. Advirtió a los franceses del peligro que comportaba la poco acertada inclinación que mostraban a dividirse en diferentes partidos; de cualquier manera, el acto estuvo revestido de un marcado aire de movimiento militar, dada la presencia, entre los que acompañaban a De Gaulle, del almirante Thierry d’Argenlieu y los generales Juin y Koenig —todos de uniforme—, junto con Malraux, Palewski y Soustelle.
El discurso no estuvo exento de importancia. De Gaulle hizo pública su idea de cómo debería ser la Constitución de la República francesa. En muchos sentidos, se trataba del anteproyecto de la Quinta República, la que acabó por establecer tras regresar al poder en 1958.
De Gaulle siguió siendo sospechoso a los ojos de muchos de sus potenciales seguidores, en particular de los que habían respaldado al mariscal Pétain, ya que había hecho pactos con el demonio comunista durante la guerra y había accedido a viajar a Moscú para firmar un trato con Stalin. Esta actitud se aplacó un año más tarde, cuando el general adoptó una postura abiertamente anticomunista. Desde ese momento, y a pesar de la antipatía que profesaba al establecimiento de dos bloques en derredor de sendas superpotencias, De Gaulle hizo cuanto estuvo en sus manos por obligar a la política francesa a entrar en el marco de la guerra fría.