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Comunistas en el gobierno

La tarde del lunes, 7 de mayo de 1945, corrió por todo París la voz de que la guerra había acabado tras la rendición de Alemania. Todos esperaban volver a oír tañer las campanas, mas sólo los periódicos, salidos a toda prisa de las prensas, confirmaron la noticia.

Jean Galtier-Boissiére había esperado que las calles se llenasen de gente después de cenar; sin embargo, lo único que hacía pensar en una celebración a esas horas era el ocasional paso de un todoterreno a gran velocidad, conducido por un soldado estadounidense y atestado de jóvenes francesas que agitaban con desesperación banderas aliadas. Galtier-Boissiére se dirigió con algunos amigos a la vieja sala de fiestas Le Boeuf sur le Toit, donde Moyses, el dueño del establecimiento, les ofreció gratis una botella de vino («une bouteille de la Victoire») para festejarlo. Entonces se les sumó el pintor Jean Oberlé, y juntos oyeron a la orquesta tocar Tipperary y Madelon mientras los oficiales estadounidenses, británicos y franceses coreaban la letra en voz alta.

Todo el mundo estaba exultante. Sin embargo, a las tres de la mañana más o menos tuvo lugar un curioso incidente: Oberlé se negó a estrechar la mano de un hombre que se había acercado a él, y éste, con el rostro encendido por la ira, quiso saber por qué. El pintor respondió que no estaba dispuesto a dar la mano a alguien que había sido locutor en Radio-Paris, emisora dominada por los alemanes. El recién llegado comenzó a lanzar bravatas y a asegurar que había estado encarcelado y que, durante su reclusión, alguien se había hecho pasar por él. Los que se encontraban en las mesas de alrededor se unieron a la discusión. De súbito, uno de los camareros extendió un dedo acusador al tiempo que gritaba:

—¡Yo he visto a ese tipo cenar con oficiales alemanes!

Esta afirmación suscitó un gran alboroto, hasta que levantó la voz un individuo de cabello largo y aspecto de zazou para defender al acusado.

—¿Y usted quién es? —preguntaron al punto varios de los presentes.

—Soy inspector de policía —repuso mientras, pagado de sí mismo, se ponía en pie.

Su intervención provocó una homérica carcajada general. Acto seguido, René Lefévre, uno de los amigos de Galtier-Boissiére, comenzó a discutir con el policía de paisano y lo derribó de un golpe. Cuando el agredido se levantó, Lefévre lo llevó a rastras hasta la puerta y lo sacó a la calle a patadas. El cielo había comenzado a iluminarse al este de París: había amanecido el día de la victoria en Europa[263].

La mañana que tanto tiempo habían esperado todos resultó soleada, aunque, por curioso que pueda parecer, las calles de la ciudad permanecieron desiertas hasta después de mediodía. Alrededor de las tres de la tarde comenzaron a llenarse de gente la plaza d’Étoile (en la que ondeaban enormes banderas tricolor bajo el Arco de Triunfo), los Campos Elíseos y la plaza de la Concordia. Apenas había edificios ni vehículos que no estuviesen decorados con la enseña nacional. Los todoterreno llenos de soldados y muchachas se veían obligados a detenerse ante la juventud parisina (la mayor parte de los ciudadanos ancianos y de mediana edad había preferido quedarse en casa). La tarde se llenó de ruidos: los automóviles hacían sonar sus bocinas, los aviones Flying Fortress sobrevolaban la ciudad, la artillería disparaba salvas, las campanas de las iglesias doblaban y las sirenas que anunciaban los ataques aéreos daban la señal definitiva de cese de peligro.

La radio emitió el comunicado del general De Gaulle a la nación, en el que concedía gran importancia al hecho de que Francia hubiese estado representada en la ceremonia de rendición y fuese una de las naciones vencedoras. Acabado el discurso, la plaza de la Concordia se llena aún más. Tal era el gentío que los cascos blancos de la policía militar norteamericana habían de abrir a empellones un pasillo para permitir el acceso a la embajada de Estados Unidos. En determinado momento salió al balcón un hombre de uniforme caqui e hizo el saludo de la victoria, y la muchedumbre lo recibió con una gran aclamación, convencida de que era Eisenhower. En realidad, se trataba de William Bullitt, embajador estadounidense antes de la guerra.

Cuando cayó la noche, se iluminaron por vez primera desde el principio del conflicto armado los monumentos más famosos del centro de París: el Arco de Triunfo, la plaza de la Concordia, la Madeleine y la Ópera. Las luces que alumbraban esta última eran rojas, blancas y azules. Asimismo, se volvieron a conectar e iluminar las fuentes.

La policía parisina luchaba por contener a la multitud de la calle Royal para dar paso a la presentación ceremonial de la Garde Républicaine a caballo, que acudía al trote desde la Madeleine. De cualquier numera, su llegada resultó tan caótica como las escenas que se sucedían a su alrededor. El uniforme de gala, formado por relucientes armaduras y cascos del cuerpo de dragones dotados de largas colas de caballo a modo de penacho, quedaba deslucido de forma drástica por el hecho de que casi todos los soldados llevasen «al menos una muchacha montada a la grupa del caballo, aferrada al traje napoleónico y dando gritos»[264].

A medida que avanzaba la noche se fue levantando una fuerte brisa que hizo que se rasgasen muchas de las banderas que ondeaban sobre los edificios públicos. La multitud que se había congregado debajo seguía entonando la Marsellesa, Madelon, el Chant du Départ y las canciones propias de la Resistencia. Los oficiales del Ejército Rojo, a los que era fácil reconocer por sus gruesas hombreras, eran objeto de calurosas felicitaciones; pero cuando un amigo bielorruso de Simone de Beauvoir se acercó a un grupo de soldados soviéticos para departir con ellos en su propia lengua, éstos le preguntaron con aire severo qué estaba haciendo en París y por qué no estaba en la madre patria.

Castor se dirigió con un par de amigos a Montmartre a fin de terminar la noche en la Caballe Cubuine. Después, los acercaron a casa en un todoterreno. Se sentían ligeramente abatidos. «Aquella victoria había tenido lugar muy lejos de nosotros; no la habíamos estado esperando como había sucedido con la liberación, con cierta angustia febril debida a la impaciencia.»[265] A medianoche sonó un toque de trompetas del cuerpo de bomberos de París que anunciaba el alto el fuego. Con todo, De Beauvoir no era la única que opinaba que aquella celebración tenía mucho de artificial, lo que la distinguía de la que tuvo lugar tras la liberación, y esto se debió en parte a que todos se hallaban «demasiado cansados para aplaudir ante un final que habíamos esperado durante demasiado tiempo», aunque también a que el hincapié que había hecho el general De Gaulle en la gloriosa participación de Francia no había sonado nada convincente[266]. El pueblo no tenía la impresión de haber vencido.

Los únicos que tenían posibilidades de sentirse vencedores eran los comunistas, que disfrutaban de forma indirecta de la gloria del Ejército Rojo y de la convicción de que el partido acabaría por asumir el poder en un futuro no muy lejano.

En 1945, el Partido Comunista francés era la formación política más poderosa de todo el país. De él dependía, además, una serie de organizaciones fachada: el Frente Nacional, la Unión de Mujeres Francesas, la Unión de Jóvenes Republicanos Franceses, una asociación de veteranos y la mayor parte de los sindicatos más importantes de la CGT (Confédération General du Travail). No obstante, adolecía de algunos puntos débiles difíciles de pasar por alto, en especial en París y sus alrededores, donde el número de miembros no había logrado alcanzar los niveles de 1938. Benoît Frachon, secretario general del movimiento sindical de la CGT, señaló en un informe: «la razón principal… radica en una cierta decepción pasajera entre los trabajadores. Los obreros daban por hecho que se produciría una revolución fundamental en Francia y que a la expulsión de los alemanes seguiría, de forma inmediata, la liberación social»[267]. Sea como fuere, Frachon no menciona que el número de trabajadores de los suburbios que habían perdido para la causa era más grande de lo que se había reconocido. En parte lo habían camuflado merced a la cantidad de intelectuales que se afiliaron al partido en la capital.

Muchos obreros se habían unido al comunismo durante la Resistencia convencidos de que la victoria desembocaría en la revolución. No fueron pocos los que hubieron de hacer un gran esfuerzo por contener el estupor y la indignación cuando Maurice Thorez —quien en 1939 había sido el desertor más célebre del país—, pidió al regresar a Francia que se aumentase la producción y se creara un ejército francés poderoso.

Nada de esto, claro está, quería decir que el Partido Comunista francés se hubiese convertido en una entidad burguesa, aun a pesar de que algunos de sus dirigentes, en especial el propio Thorez, se habían dejado llevar a un cierto embourgeoisement debido a todo lo que conlleva el poder. Sin embargo, su política seguía teniendo dos vertientes, al menos hasta que llegaron de Moscú instrucciones distintas. Por una parte, el partido estaba consolidando su posición en el interior del sistema de democracia parlamentaria con el fin de colocar a tantos integrantes como le fuera posible en puestos importantes. Como quiera que su voto se elevó a casi un tercio del total, la posibilidad de hacerse con el poder por vías constitucionales no era desdeñable. Mientras tanto, por otra parte, se mantenía la moral revolucionaria por mediación de los ataques a los colaboracionistas y a «la quinta columna fascista de Vichy».

La persistente obsesión por la quinta columna estaba inspirada en parte por la campaña concebida para eliminar a más miembros de la oposición —adaptación del clásico método estalinista consistente en justificar todo contratiempo achacándolo a la incompetencia de otros—, si bien el convencimiento de que existía un cuerpo de saboteadores pétainistas tenía también mucho de genuino.

A pesar de que la tensión entre el partido y el general De Gaulle era cada vez mayor, los ministros comunistas no abandonaron el gobierno, y Thorez demostró ser un aliado útil en extremo. El 21 de julio de 1945, en Waziers, sorprendió a su público al advertirle que debía poner fin a la caza de colaboracionistas y llamar la atención sobre el elevado número de huelgas que se estaba produciendo. El 1 de septiembre, Duclos proclamó que el discurso de Thorez había logrado incrementar la producción de carbón. «Debemos agradecer al Partido Comunista —añadió—, el que la población cuente con combustible este invierno». El gobierno y sus funcionarios apenas podían creer la suerte que estaban teniendo con la nueva postura responsable de Thorez; aun así, preferían no hacerse ilusiones en lo referente a los esfuerzos simultáneos que estaba llevando a cabo el partido a fin de infiltrarse. Cierto funcionario muy veterano del Ministerio del Interior, responsable de la red de información extendida por todo el país (no en vano hacía gala de tener cinco mil agentes repartidos por toda Francia para vigilar de cerca las actividades comunistas), informó a la Embajada Estadounidense de que el partido estaba depositando sus mayores empeños en colocar a sus miembros allí donde pudiesen ejercer alguna influencia. En las fuerzas armadas estaban teniendo un éxito mucho menor del esperado, pero se las habían agenciado para dominar casi por completo el movimiento sindical de la CGT. «Cada semana que nos respaldan —señalaba sin embargo—, es para nosotros tiempo ganado y refuerza nuestras posiciones.»[268]

Para ser un partido materialista, y para el gran cinismo de que había dado muestras en cuestiones de realpolitik, el comunista consagraba una parte asombrosamente grande de sus esfuerzos —y de politiqueo despiadado—, al cultivo de mitos y símbolos heroicos. En enero de 1945, el partido había lanzado una campaña para que se enterrase en el Panteón a Romain Rolland, el escritor más emblemático con que había contado en los años anteriores al conflicto bélico. Asimismo, presionaba para introducir a miembros del partido en la Académie Francaise. Sin embargo, en nada había sido tan avispado como a la hora de hacer que se volviesen a nominar calles y estaciones de metro con el nombre de los héroes comunistas de la Resistencia.

A la manera del modelo estalinista, se desarrolló un culto personal en torno a la figura de Maurice Thorez. Con independencia de lo que pueda opinar cada uno acerca de su modo de hacer política, lo cierto es que Thorez era un hombre de un talento formidable. Quizá sus enemigos viesen en su rostro musculoso, de tez semejante al caucho, una máscara del engaño: sin embargo, dada su condición de estalinista devoto, creía en la mentira como en algo necesario. Minero de nacimiento y oficio, había sabido superar su falta de formación a costa de una gran fuerza de voluntad que le permitió desarrollar un formidable poder de concentración.

El Partido Comunista francés lo proclamó «el hijo del pueblo», expresión que da título a su autobiografía oficial y que le confería una dignidad cercana a la del Cristo del proletariado. Con todo, y como si se hubiese querido demostrar cuál era el lugar que le correspondía dentro del universo comunista, cuando pidió en Moscú permiso a Dimitrov para ser entrevistado por un periodista, su requerimiento recibió una negativa tan fría como la que podría haber esperado un oficinista que solicita unas vacaciones extraordinarias.

En su quincuagésimo cumpleaños, los escolares dieron en cantar: «Nuestro Maurice cumple cincuenta. / ¡Feliz, feliz cumpleaños, / para Jeannette, para sus hijos, / para su madre!». A Jeannette Vermeersch, su compañera y madre de su descendencia, se la describía en cuanto modelo de valor proletario. Se narraba la pobreza de su infancia como el equivalente estalinista de un relato bíblico. Ella tampoco se abstenía de cultivar la leyenda, y basaba su exaltacia oratoria en la de la Pasionaria, a quien profesaba gran admiración.

La otra paradoja, que tal vez no resulte tan sorprendente, radicaba en el imperio comercial del Partido Comunista. Las oportunidades de expansión se habían visto aumentadas en gran medida con la liberación, que había permitido expropiar los edificios pertenecientes a los colaboracionistas. El diario del partido, L’Humanite, verbigracia, se apoderó de las instalaciones de la rué d’Enghien que habían correspondido al periódico populista Le Petit Parisién.

El Partido Comunista poseía su propio banco, el Banque du Nord, y una empresa naviera, France Navigation, con la que se habían hecho durante la guerra civil española y que, casi con toda certeza, habían comprado con parte de las reservas de oro de la República española, empleadas para comprar suministros militares procedentes de la Unión Soviética.

El imperio editorial del partido tampoco era desdeñable, ni en París ni en las provincias, por cuanto contaba con doce diarios y cuarenta y siete semanarios. A estos últimos venían a sumarse los diecisiete que publicaba el Frente Nacional, coalición dirigida por los comunistas, quienes ejercían un control férreo sobre todas sus publicaciones. No había día en que no se diesen a todos los periódicos provinciales de su organización fachada instrucciones relativas a la «orientación política» que debían seguir.

El buque insignia del imperio mercantil del partido era «Le 44», el ciclópeo cuartel general de ladrillo situado en la calle Le Peletier. Se hallaba estrechamente custodiado por un número de guardias de seguridad que nunca bajaba de la media docena. Lo integraban miembros escogidos, listos para contrarrestar un ataque sorpresa llevado a cabo por una facción de la quinta columna.

Los dirigentes del partido contaban también con que se producirían atentados. Thorez acudía todos los días a «Le 44» en una limusina blindada acompañado de guardaespaldas. En el preciso instante en que llegaba al exterior del edificio, los integrantes de la escolta formaban junto con los miembros de seguridad del interior una pantalla humana de tal modo que él pudiese entrar sin peligro alguno. En el domicilio de Thorez, un palacete de Choisy, los guardaespaldas servían la mesa para después comer en la cocina. Uno de sus visitantes describió el lugar como «tristement petit-bourgeois»[269]. Contaba con una sala de proyección privada, por cuanto los dirigentes comunistas (a excepción de Laurent Casanova) no se atrevían a salir a lugares públicos. La casa poseía también una irregular colección de arte. Todas las piezas que la integraban habían sido donadas y dedicadas a le camarade Maurice por sus autores, militantes del partido.

En 1945, el Partido Comunista francés, que se hallaba a la sazón en su apogeo, decidió poner en marcha su estrategia más ambiciosa: apoderarse del Partido Socialista mediante una fusión. La cuestión de la unidad de la clase obrera resultaba muy atractiva en aquel tiempo a la mayoría, y en especial a los jóvenes, que no sabían por experiencia lo despiadados que podían llegar a ser los comunistas en su búsqueda de poder.

Jacques Duclos declaró que sólo los enemigos del pueblo podían oponerse a la unificación de la clase trabajadora: los socialistas reticentes no eran más que «separatistas». Sin embargo, los veteranos, como el dirigente socialista Léon Blum, tenían demasiado presentes los empeños del Partido Comunista de España por absorber al PSOE llevados a cabo en 1936, a principios de la guerra civil, así como la apropiación de la federación sindical de la CGT en nombre de la unidad de la clase obrera.

La Embajada Estadounidense seguía de cerca todos estos acontecimientos. El capitán David Rockefeller, ayudante militar agregado, se mantenía en contacto con los miembros de los Renseignements Généraux, uno de los servicios secretos de la policía de que disponía el Ministerio del Interior. Sus oficiales lo persuadieron de que el mejor baluarte con que contaban los socialistas para resistir al asedio comunista era la Union Démocratique Socialiste de la Résistance, que se había sometido a una reciente reforma. Bien que se trataba de un organismo de izquierda, había dado muestras de una tenaz postura anticomunista al expulsar a Pierre Villon, militante del partido. Rockefeller previó que, en caso de que los socialistas y sus aliados se mantuviesen firmes, a los comunistas no les quedaría otra alternativa que retirarse del gobierno y dedicarse a sabotear todos los «intentos de alcanzar la recuperación económica»[270].

Blum y sus colegas de la cúpula de su partido se sentían intranquilos: los comunistas parecían persuadidos de que iban a salirse con la suya de un modo u otro. Si la mayoría de los socialistas se mostraba de acuerdo con la unificación, aquéllos podrían hacer uso sin escrúpulos de la superioridad de su organización para apoderarse de cualquier puesto de relevancia y quedarse al mando. Por otra parte, aun cuando Blum y quienes lo secundaban se las ingeniasen para que se votara en contra de la fusión, el Partido Socialista seguiría estando sometido al peligro de la escisión a raíz de las disputas que propiciaría el sufragio, tal como había sucedido en España nueve años antes. Los comunistas no tendrían entonces dificultad alguna en convencer al ala izquierda del partido y a la mayor parte de los jóvenes que lo integraban. Puestas así las cosas, no les quedaba más remedio que tratar de ganar tiempo.

Los conatos que habían llevado a cabo los comunistas por instaurar su monopolio en lo referente al liderazgo de la clase trabajadora se vieron dañados por hechos procedentes de una dirección inesperada por completo. El elemento más sólido de la propaganda de 1945 era el heroísmo del Ejército Rojo. Sin embargo, cuando el partido se esforzó por atraerse a los prisioneros de guerra y deportados que acababan de regresar, descubrió que muchos habían vuelto horrorizados por las violaciones, saqueos y asesinatos presenciados en la zona soviética de la Alemania ocupada. Sus relatos no tardaron en difundirse, lo que puso fuera de sí a los dirigentes comunistas de París. «¡No debemos permitir que se diga una sola palabra en contra del Ejército Rojo!», exclamó a voz en cuello André Marty durante un mitin público[271] Entonces aparecieron carteles en los que se vilipendiaba a aquellos «cínicos secuaces de Hitler» que se habían infiltrado a fin de «propagar calumnias antisoviéticas» contra «los soldados del glorioso Ejército Rojo que han salvado al mundo civilizado».[272].

El Kremlin, por su parte, no manifestó preocupación alguna. La falta de interés de que daba muestras Stalin en lo referente a Francia no disminuyó tras la guerra. Una vez que se hizo ondear la bandera roja sobre las ruinas de Berlín, centró su atención en el establecimiento de un cordón sanitario de estados satélites controlados por el Ejército Rojo. Estaba resuelto a no volver a ser vulnerable a un ataque sorpresa de Alemania.

Uno de los indicios más claros de hasta qué punto se habían distanciado el Kremlin y el Partido Comunista francés lo constituye el testimonio que se recoge en la relación taquigrafiada de un encuentro de la sección internacional celebrado el 15 de junio de 1945. Stepanov, funcionario al cargo del partido galo, opinaba que los dirigentes de éste habían comenzado a desorientarse. «Durante todo el período de la liberación —refirió a Ponomarev y su comité—, saltaba a la vista que el Partido Comunista estaba actuando de un modo muy inteligente: en ningún momento se dejó aislar del resto del movimiento de Resistencia ni de los otros partidos… Sin embargo, se diría que el partido, a pesar de estar actuando de forma correcta desde el punto de vista táctico, no posee ninguna perspectiva ni ningún objetivo en lo referente a la estrategia».

Ponomarev discrepaba a este respecto: Fhorez tenía razón al «evitar acciones prematuras y cualquier otro elemento que corra el riesgo de provocar conflictos acabarían por hacer el juego a las fuerzas internacionales de reacción en conjunción con fuerzas externas encarnadas por ingleses y estadounidenses. La situación del Partido Comunista francés es, por lo tanto, mucho más complicada que la que se presenta a los partidos comunistas en los que se encuentra presente nuestro Ejército Rojo y en los que tenemos la posibilidad de propiciar cambios democráticos. La proximidad de la Unión Soviética desempeña un papel nada desdeñable, y a ella se unen otras circunstancias no menos importantes: pero el factor decisivo es la presencia del Ejército Rojo»[273]. Al igual que Stalin, Ponomarev se centraba por encima de todo en el cordón sanitario que habían impuesto a punta de pistola. Con tacto, en 1947, el fracaso del Partido Comunista Francés acabaría por demostrar que la teoría de Stepanov era la más acertada.