Los grandes juicios
A principios de 1945, la Alemania nazi se desmoronaba, y Francia se sabía incapaz de enfrentarse al mundo de posguerra sin haber ajustado cuentas con el mariscal Pétain y Pierre Laval. Sin embargo, ambos seguían en suelo alemán.
Entre tanto, el juicio de los traidores que habían delatado a la Resistencia proporcionaba una garantía poco menos que falsa de que las cuestiones básicas hubiesen quedado claras. La mayor parte del público seguía con entusiasmo lo sucedido en los tribunales a través de la prensa. El juicio que preocupó a todos durante los primeros once días de diciembre de 1944 fue el de la tristemente célebre banda de Bonny y Lafont, conocida también como la «Gestapo francesa».
Lafont, criminal de medio pelo antes de que estallase la guerra, no dudó un instante en ofrecerse para servir a los ocupantes alemanes. Así, se hizo miembro de la Gestapo y adoptó la nacionalidad alemana en 1941. Su mano derecha era un expolicía llamado Bonny que se había visto envuelto en varios escándalos en el período prebélico. Junto con sus secuaces, organizaron una de las gavillas más odiadas de París. La Gestapo los empleó y les brindaba su protección. A cambio, ellos actuaban de informadores y siguieron y denunciaron a cientos de personas, amén de hacerse ricos mediante el chantaje, el robo, las mafias y el terror. En su cuartel general de la calle Lauriston torturaban y aun mataban en ocasiones a sus víctimas.
En la turbia sociedad del París colaboracionista, Lafont llegó a ser un personaje de cierta distinción. Llegó incluso a adquirir una casa en Neuilly en la que recibía a sus amigos de buena familia y a sus amantes, sin que faltase entre sus invitados Bussiéres, el jefe de policía al que sustituyó Luizet tras la liberación. Se relacionaba con el periodista Georges Suarez y con Jean Luchaire, magnate del ramo de la prensa y, más tarde, «ministro de Información» en Sigmaringen. Se decía que Maurice Chevalier había sido también amigo suyo, aunque éste no tardó en hacer pública una declaración en la que afirmaba haberse encontrado con él una sola vez. Lafont, por su parte, llegó incluso a jactarse de haber actuado de intermediario entre Laval y Otto Abetz.
Lo delató durante la liberación uno de sus propios seguidores, un tal Joanovici, que se unió a la Resistencia en el último momento a fin de salvarse y llegó incluso a proporcionar armas a la policía que defendía la Jefatura de la isla de la Cité. Joanovici, que se alió con el nuevo entorno comunista de la policía francesa, causaría la perdición de éste dos años después, cuando el gobierno contraatacó ante su invasión.
Los doce miembros más importantes de la «Gestapo francesa» fueron juzgados de forma simultánea. Los cargos presentados contra ellos ocupaban ciento sesenta y cuatro páginas, y leerlos llevó tres horas. En determinado momento del proceso, Lafont se quejó de haber sido víctima de una paliza mientras se hallaba en prisión preventiva, lo que reportó a la policía una ensordecedora aclamación por parte de los presentes en la sala del tribunal. Todos los acusados menos dos fueron sentenciados a muerte. Muggeridge, que había entrevistado a su dirigente, no pudo menos de imaginar la guillotina rebanando «su cabeza pulcra, de rostro cetrino y mediterráneo» como si fuese la de un cardo[210]. En realidad, Lafont murió ante el pelotón de fusilamiento el 26 de diciembre, ante la mirada de su abogado defensor, y mantuvo hasta el final una actitud arrogante.
Las razones que movieron a los demás traidores enjuiciados difieren entre sí, aunque no demasiado. Jacques Desoubrie, fanático simpatizante del nazismo que delató la red Comete en junio de 1943, proclamó su fe en el nacionalsocialismo ante el Tribunal de Justicia de Lille y murió ejecutado. Sin embargo, la mayor parte de los traidores carecía del coraje suficiente para asumir su propia condena. Prosper Desitter, espía reclutado por los alemanes y conocido como «el hombre sin un dedo», y su amante, Flore Dings, fueron también sentenciados a muerte por ayudar a la Gestapo a destruir la red Comete. Según se decía, Desitter aulló de terror en su celda la víspera de su ejecución.
«Los juicios de depuración acapararon nuestro interés durante todo aquel año —escribió Susan Mary Patten—, y la incoherencia con la que se imponía justicia contribuyó en gran medida a la crise morale, la crisis de conciencia surgida entre los franceses.»[211] El estado de ánimo del pueblo no era lo único que obstaculizaba entonces la celebración de un proceso justo para los acusados de colaboracionismo. Los tribunales de justicia instituidos por el gobierno provisional eran, por irónico y triste que pueda parecer, una nueva interpretación de las cours spéciales de Vichy. El problema radicaba en que nadie había sido capaz de concebir una versión de Francia que comportase un tipo diferente de juicio por traición, de manera que la ley más importante que se aplicaba a los colaboradores era el Artículo 75 del Código Penal, que atañía a la «complicidad con el enemigo».
El gobierno provisional estimaba más conveniente adolecer de imperfecciones jurídicas que carecer por completo de tribunales. Tal como lo expresó uno de los miembros del entorno del general De Gaulle, «no era posible administrar justicia con serenidad» en la situación existente tras la liberación[212]. Si no se juzgaba y sentenciaba a los colaboradores, el pueblo acabaría por tomarse sin más la justicia por su propia mano por mediación de tribunales revolucionarios y linchamientos. Sin embargo, el ministro de Justicia no debió haber permitido jamás un sistema en el que los miembros del jurado fuesen militantes de la Resistencia o familiares de los que habían estado en campos de concentración alemanes.
Los procesos de periodistas y escritores habían demostrado que el momento en que se celebrase el juicio podía determinar la suerte del reo en igual medida que las pruebas presentadas en él. La falta de una coherencia cronológica en lo referente a los juicios de funcionarios superiores de Vichy fue aún más evidente. «Cada vez resulta más obvio —escribió en su diario el pastor Boegner durante el del almirante Esteva, celebrado en marzo de 1945—, que debería juzgarse al mariscal antes que a los hombres que se limitaban a obedecerlo.»[213] Esta diferenciación entre quienes daban las órdenes y quienes las acataban puso en evidencia defectos fundamentales de la nueva legislación. El artículo 3 del Decreto del 28 de noviembre de 1944 reconocía la ausencia de crimen alguno en el caso de que el acusado estuviese siguiendo órdenes («la stricte exécution exclusive de toute initiative personelle»), pero en otro lugar de la legislación se estipulaba que ninguna de las órdenes procedentes del «llamado gobierno del estado francés» tenía validez[214].
Las glicinias, los castaños y las lilas florecieron temprano la primavera de 1945, lo que hizo muy hermoso el inicio de la estación. Aun así, casi todos los extranjeros que se hallaban entonces en París quedaban conmovidos por los rostros tristes, atormentados y a menudo resentidos con que se cruzaban por las calles de la capital. La visión de los primeros deportados y prisioneros provenientes de los campos de concentración alemanes había supuesto una tremenda sacudida, que más tarde se vio aumentada por las imágenes de campos de exterminio liberados, tales como Belsen y Dachau, que se proyectaban en las salas de cine. Pierre-Henri Teitgen, ministro de Justicia, describió los asaltos a las prisiones de Dinan y Cusset protagonizados por la multitud con el objeto de linchar a varios colaboradores.
La conmoción se renovaba cada vez que se veía a un deportado en París. No era difícil reconocerlos de inmediato: Liliane de Rothschild los recordaba encorvados y consumidos hasta extremos grotescos. Tenían los dientes negros por la caries y la piel cetrina, fría y siempre envuelta en sudor. En el metro, aun las señoras de mayor edad se levantaban «en silencio cuando entraba en el vagón uno de estos esqueletos para cederle su asiento»[215]. El estado de ánimo de los parisinos había cambiado desde la liberación de un modo gradual, aunque no por ello menos asombroso. En septiembre de 1944, la proporción de los encuestados por el IFOP que habían expresado su convencimiento de que Pétain debía ser castigado no superaba el 32 por 100, del que tan sólo un 3 por 100 abogaba por que fuese condenado a muerte. Cuando comenzó el juicio del mariscal once meses más tarde eran más del doble (un 76 por 100) los que querían que fuese castigado, mientras que los que pedían la pena capital para el anciano dirigente habían pasado a constituir un 37 por 100[216].
El Partido Comunista, sabedor de que podía explotar esta ira y de que el resto de partidos no tendría más opción que respaldarlo, comenzó una campaña tan intensa como sostenida en pos de la ejecución de Pétain. Se organizaron mítines, en los que participaban oradores destacados como Louis Aragon, con el objetivo aparente de conmemorar la Resistencia; con todo, el propósito real resultaba evidente.
A principios de abril de 1945 se inició el proceso contra el mariscal Pétain, ausente en Alemania. Al enterarse por la radio de la noticia en Sigmaringen, el encausado escribió a Ribbentrop para pedirle que le permitiera regresar a Francia y presentarse ante sus acusadores. No recibió respuesta alguna.
El 20 de abril llegó a la Selva Negra el 1.er ejército del general De Lattre de Tassigny. A la mañana siguiente, antes del amanecer, se trasladó a Pétain del castillo de Sigmaringen a Wangen y a un nuevo castillo a fin de que escapase al avance de las tropas. Los alemanes que lo escoltaban hubieron de admitir que lo más sensato era cruzar la frontera e introducirlo en Suiza por Bregenz, de modo que decidieron actuar por cuenta propia.
Para contento y alivio de Pétain, las autoridades suizas le permitieron entrar en el país y dirigirse desde allí a Francia para entregarse a la jurisdicción del Tribunal Supremo. El 26 de abril, tras ser recibido por una guardia de honor suiza, el mariscal cruzó la frontera por Verriéres-sous-Jougne en una limusina. Entre quienes constituían el comité de recepción que lo esperaba en el lado francés se encontraban el general Koenig y el comisario local de la república. Pétain alargó la mano, pero Koenig, en actitud inflexible, se negó a estrechársela aun cuando aquél volvió a intentarlo en otras dos ocasiones.
Impasible ante tales muestras de desafecto, el mariscal habló en tono relajado, informal, y felicitó a Koenig por su historial bélico. Éste estaba «furioso con De Gaulle por haberlo enviado a encontrarse con Pétain», lo que no hizo sino empeorar cuando la prensa de la Resistencia mostró su enojo por que se hubiese dignado siquiera saludarlo[217].
También levantó ampollas el que se concediese prioridad al coche cama en que se devolvió a París al nuevo prisionero sobre los vagones mucho menos lujosos en los que se repatriaba a los deportados después de que hubiesen sido enviados a Alemania en vagones para ganado. Con todo, cualquier comodidad de que hubiese podido disfrutar el mariscal se vio perturbada por las manifestaciones organizadas por el Partido Comunista a lo largo de todo el trayecto. En Pontarlier se congregó una multitud de dos mil personas para lanzar piedras a su compartimiento con gritos de: «¡Que fusilen al viejo traidor! ¡Pétain al paredón!».
A su llegada, el mariscal fue conducido al fuerte de Montrouge, a las afueras de la ciudad. Allí se había dispuesto a la carrera una serie de celdas para él y su esposa. A modo de detalle humillante, se había colocado un retrato del general De Gaulle rodeado de una cinta tricolor en la pared del cuarto principal.
El bátonnier, Jacques Charpentier, presidente del cuerpo de abogados de la capital, recibió una petición en la que se le solicitaba que eligiese a un abogado defensor para el juicio. En consecuencia, Charpentier visitó a Pétain a fin de tratar aquel asunto. El mariscal daba muestras de una gran lucidez a la hora de hablar de cuestiones triviales; sin embargo, cuando se trataba de su defensa, saltaba a la vista que había perdido todo contacto con la realidad. «¿Por qué no lleva usted mi caso?», le preguntó de improviso. «Porque estoy en contra de su gobierno», le respondió Charpentier. Pétain quedó asombrado: no podía creer que un hombre razonable pudiese hacer algo así.
La coraza de autocomplacencia del mariscal, reforzada por la facilidad con que pueden aislarse del mundo los ancianos, resultó sobrecogedora a su visitante[218].
El regreso de Pétain fue origen de un profundo malestar en París, por cuanto actuaba como incómodo recordatorio de que el grueso de la población lo había considerado su salvador en 1940. En aquel momento, su presencia se consideraba una amenaza para la unidad nacional. El centro derecha y la derecha temían que su juicio sirviese a los comunistas para fustigar al conjunto de los conservadores, fueran cuales fuesen sus diversas posturas, en tanto que los periódicos de la Resistencia de centro izquierda, como Franc-Tireur, veían el retorno de Pétain como un arma secreta de Alemania contra Francia. La mayoría tenía miedo de los trapos sucios que estaban a punto de sacarse a relucir. Sólo los que ansiaban la «justicia popular» parecían disfrutar.
El torrente de insultos que inundó la campaña de prensa comunista no amainó jamás. De cualquier modo, el incidente que mejor reflejó el estado de ánimo del momento sucedió durante la tercera semana de junio de 1945 en el congreso de la Unión de Mujeres Francesas, organismo dominado por los comunistas. Allí se propuso una resolución que exigía la muerte de Pétain y que fue recibida con un fervoroso aplauso. Sin embargo, llegada la hora de votar, un puñado de mujeres del democristiano MRP se mostró contrario a tal medida[219].
«La asamblea montó en cólera —refirió en un informe enviado al Kremlin pocas semanas después la camarada Popova, dirigente de una delegación de mujeres soviéticas—. Exigía que quienes se oponían a la moción saliesen a la tribuna y expusiesen las razones que las habían llevado a votar en contra, estuviesen movidas por su propia opinión o por la de su delegación. A una de ellas la subieron allí a la fuerza. “Pétain es muy mayor”, dijo. “¿Qué sentido tiene que lo matemos? Él no es el único culpable y, como católica, me opongo a su asesinato”. La asamblea estaba indignada, y los ánimos sólo se calmaron cuando alguien se puso a cantar la Marsellesa»[220][221].
El 23 de julio, bajo un calor asfixiante, comenzó el juicio del mariscal Pétain en el Palacio de Justicia. En el interior y los alrededores del edificio se habían apostado varios cientos de policías. La sala del tribunal tan sólo tenía capacidad para seiscientas personas, un número muy inferior al de los que querían asistir al proceso. En consecuencia, en los cafés de los alrededores no cabía una sola alma. El jurado estaba constituido por doce militantes de la Resistencia y otros tantos de la Asamblea Nacional que se habían negado a votar en favor de conceder plenos poderes a Pétain en 1940.
El reo de noventa años entró acompañado de dos guardias, vestido de uniforme a fin de dejar bien claro que seguía siendo mariscal de Francia. Llevaba tan sólo una condecoración: la Médaille Militaire. Su rostro marmóreo «hace pensar —al parecer de Galtier-Boissiére—, en la efigie de cera que lo representa en el museo Grévin». Tras los comentarios iniciales del presidente, Pétain leyó una declaración de tres páginas en voz alta, clara y firme.
Comenzó poniendo de relieve que hablaba para el pueblo de Francia, que no estaba representado por el Tribunal que se había reunido para juzgarlo y que, una vez leída su exposición, guardaría silencio durante el resto del proceso. Alegó que en todo lo que había hecho se había guiado por los intereses de Francia. Si el Tribunal lo declaraba culpable, sus integrantes estarían condenando a un hombre inocente, y deberían por ende responder ante el juicio de Dios y el del futuro. Tras la vista, dijo a su carcelero: «He pronunciado un discurso excelente»[222].
Sus palabras no tuvieron gran repercusión en el veredicto del jurado. Para sus miembros, su culpabilidad era evidente. Cuando la defensa recurrió a su derecho al veto en lo tocante a la constitución de éste, uno de los muchos comunistas descartados señaló a gritos que su exclusión no iba a «salvar a Pétain de las doce balas que le tiene reservadas el pelotón de fusilamiento». Otros integrantes aludieron, al parecer, al carácter inevitable de la pena capital en este proceso.
Pierre-Henri Teitgen, ministro de Justicia, tenía una idea bien clara del modo en que debía presentarse el caso contra Pétain: la acusación había de evitar por completo las cuestiones de la derrota de Francia, el ascenso de Pétain a la jefatura de estado y el armisticio para centrarse en las acciones llevadas a cabo por el mariscal tras los desembarcos del África septentrional, ocurridos en noviembre de 1942. Desde ese momento, en el que había dado órdenes de disparar a las fuerzas aliadas y no se había opuesto a la invasión alemana de las zonas no ocupadas, podía demostrarse el desmoronamiento de la defensa de Pétain, que consistía en afirmar que había actuado en favor de los intereses de Francia. Teitgen había presentado a Jefferson Caffery, el embajador estadounidense, un esbozo de este plan durante una reunión celebrada el 27 de junio. De cualquier modo, y a juzgar por cómo se desarrollaron los acontecimientos, la idea fue desestimada por De Gaulle, para quien el proceso de Pétain debía demostrar que el de Vichy había sido un régimen ilegal cuyo mayor crimen había consistido en deshonrar a Francia. No era la primera vez que De Gaulle se equivocaba de medio a medio en algo que concernía tan de lleno a sus sentimientos[223].
El encargado de la acusación era André Momet, fiscal del Tribunal Supremo, que había logrado la pena de muerte para Mata Hari en un consejo de guerra celebrado en aquel mismo edificio ocho años antes. Este juicio había constituido una injusticia tan brutal como incompetente. El de Pétain habría de ser menos brutal, pero más incompetente si cabe. Dada la probable interferencia de De Gaulle en el proceso, no debe achacarse toda la culpa a Mornet. En cualquier caso, lo cierto es que la causa quedó estancada de manera inevitable en los acontecimientos de 1940.
«Lo que están juzgando es el armisticio —escribió Charpentier en tono cáustico—. La acusación parece convencida de que el mariscal perdió la guerra con la intención de derrocar la República… En ningún momento ha abordado de frente el verdadero crimen de Vichy; es decir, la terrible ambigüedad que, encubierta por el inigualable prestigio del jefe de estado, llevó a tantos franceses a caer en la traición.»[224]
El juicio consistió en una serie de interminables discursos de contenido irrelevante las más de las veces y sembrados de digresiones que Mongibeaux, el presidente del Tribunal —quien, al igual que la mayor parte de la judicatura, había jurado lealtad a Pétain—, no parecía dispuesto a encauzar. Los políticos, que fueron los primeros en ser convocados, se hallaban más interesados en defender su propia reputación que en condenar al mariscal. El único que intervino de un modo digno de admiración fue el dirigente socialista Léon Blum, que había visto acrecentada su autoridad moral tras su confinamiento en Alemania. A decir de éste, Pétain había asegurado al pueblo de Francia que el humillante armisticio «no constituía un acto deshonroso, sino que estaba en consonancia con los intereses del país». Y dado que el mariscal habló, siendo quien era, en nombre del honor y de la gloria, el pueblo no pudo menos de creer sus palabras. «Sí: estoy convencido de que esta reprobable estafa moral debe considerarse un acto de traición.»[225]
A los políticos siguieron los diplomáticos y generales, aunque no fueron muchos los que subieron a la tribuna con algo específico que decir. Se dieron casos en los que la defensa —y en especial el miembro más joven y brillante del equipo, Jacques Isomi—, logró poner de relieve que los testigos de la acusación eran tan culpables como el anciano que se sentaba en el banquillo, si no del delito de traición, sí al menos de haberse dejado llevar por la estulticia.
A medida que se sucedían los monótonos testimonios de los diversos declarantes, y en tanto que Pétain permanecía sentado en silencio, el público hervía de impaciencia: lo que quería ver no eran políticos y oficiales, sino las víctimas de Vichy, y en particular, los deportados. El primero en aparecer, sin embargo, distaba mucho del arquetipo que estaban esperando. Se trataba de Georges Loustaunau-Lacau, esquelético a raíz de su estancia en Mauthausen e incapaz de caminar sin la ayuda de unas muletas. Había sido ayudante de campo del mariscal Pétain y había permanecido leal a éste. Loustaunau-Lacau, fundador junto con Marie-Madeleine Fourcade de la red de espionaje conocida como «Arca de Noé», constituía una rareza en el contexto de la Resistencia, dada su condición de anticomunista a ultranza. Sin apartar su iracunda mirada del tribunal, desacreditó por igual el proceso y a sus testigos. «No debo nada al mariscal Pétain —afirmó—, pero eso no impide que me sienta asqueado ante la visión de quienes se encuentran en esta sala e intentan achacar sus propios errores a un anciano».
Hubo que llamar a declarar al pastor Boegner, presidente de la Federación Protestante de Francia, para que saliera a la luz uno de los hechos de mayor importancia: Pétain había estado informado de las atrocidades e injusticias cometidas por el régimen de Vichy. Boegner había criticado desde un principio las leyes raciales y las deportaciones, y no había cejado en sus protestas. Había hecho saber al mariscal que Francia estaba extraditando a judíos alemanes que habían buscado refugio en el país durante la década de los treinta, y el 22 de agosto de 1942 le había escrito para ponerlo al corriente de la deportación de niños judíos desde la estación de Venissieux, cerca de Lyon. Boegner atestiguó que Pétain había mostrado siempre horror e indignación ante tales noticias, pero que jamás había movido un dedo por frenar estos actos criminales.
Como es de suponer, la acusación no fue la única parte que presentó sus testigos. Así, se solicitó el testimonio de muchísimos generales, leales en su mayoría al antiguo dirigente. Para vergüenza de la Embajada Estadounidense, el abogado Isorni leyó una carta en la que el almirante Leahy, embajador de Roosevelt en Vichy, expresaba su convencimiento de que Pétain había tenido siempre presente cuáles eran los intereses de Francia. Con todo, los observadores extranjeros no parecían satisfechos por la forma en que se estaba desarrollando un juicio en el que cualquiera de los presentes, incluidos los miembros del jurado, tenía derecho a hacer comentarios, e incluso proferir insultos, sin ser amonestado por el presidente de un tribunal que aceptaba incluso rumores como prueba. Caffery informó en un comunicado dirigido al secretario de estado de Washington acerca de la opinión de los estadounidenses con conocimientos de legislación que habían seguido el proceso. A su entender, cualquier tribunal de Estados Unidos habría desestimado la gran mayoría de las pruebas presentadas hasta entonces.
El punto culminante lo supuso la aparición de Pierre Laval el viernes, 3 de agosto, durante la segunda semana del juicio. Los espectadores estaban fascinados ante la idea de ver de nuevo juntos a Pétain y Laval, pues cada uno de ellos había motejado al otro de «montón de estiércol». La entrada de Laval, sin embargo, no resultó demasiado impresionante. Parecía estar incómodo, lo cual no era propio de su persona; sostenía contra su pecho un portafolios marrón y se mostró indeciso a la hora de elegir el asiento que debía ocupar. Llevaba aún sus dos prendas distintivas: sombrero de fieltro gris y corbata blanca, semejante a la de un gánster. Aun así, fue precisamente el cambio sufrido por su aspecto físico lo que más llamó la atención de la concurrencia. «Ha desaparecido por completo lo que tenía de rollizo su rostro —escribió Janet Flanner, enviada del New Yorker—. Su cabello, aceitoso y moruno, se muestra ahora seco y gris, mientras que su bigote ha adquirido el color del jugo del tabaco. Los dientes, torcidos y manchados, proporcionan a sus grandes labios un oscuro fondo cavernoso… [El] traje arrugado, a rayas grises y blancas, le quedaba tan grande que parecía prestado.»[226]
A pesar de que en un primer momento parecía intimidado y nervioso, el propio sonido de su voz le fue devolviendo el aplomo. Habló con brillantez, si bien todo lo que dijo estuvo dirigido al público y los periodistas. En esencia, se limitó a poner de relieve la indignación que le producía el verse presentado como la cara oscura de la moneda de Vichy. Recordó al Tribunal la declaración que hizo Pétain cinco días antes del desembarco de Normandía: «Monsieur Laval y yo trabajamos codo a codo. Entre él y yo existe una igualdad completa de pensamiento y obra». Sin embargo, Laval no contestó una sola pregunta de forma directa.
Su presencia puso fin al prolongado silencio de Pétain. El anciano describió el horror que sintió al oír a Laval anunciar por la radio, el 22 de junio de 1942: «Espero que la victoria sea de Alemania, pues, de lo contrario, el comunismo no tardará en extenderse por toda Europa». El aludido respondió que había presentado al mariscal el bosquejo del discurso, aunque a esas alturas ninguno de los presentes en la sala sabía a quién debía creer.
El jurado sentenció a muerte a Pétain, si bien no por la aplastante mayoría que se había esperado. La incompetencia de la acusación —y también la actuación de Jacques Isorni—, había hecho dudar a los más decididos. El jurado, además, solicitó que se conmutase la pena de muerte por un encarcelamiento de por vida. Isorni asegura que se hizo con la intención de evitar que De Gaulle se llevase el mérito de condonar al anciano, que permanecería en el presidio de la isla de Yeu hasta su muerte, acaecida en 1951.
El proceso no logró penetrar el enigma del mariscal Pétain y determinar si creía de verdad que había burlado a Hitler con un «juego doble», o que había colaborado con la causa de los Aliados, tal como afirmaba, aun cuando daba la orden de contraatacar el desembarco estadounidense en el norte de África o escribía a Hitler tras la incursión protagonizada en Dieppe por ingleses y canadienses para felicitarlo por limpiar el suelo de Francia. ¿Creía todo esto, o había logrado convencerse de lo que necesitaba creer?
El mariscal Pétain describía en una carta enviada a Laval el 6 de agosto de 1944 (dos meses antes de que los Aliados desembarcasen en Normandía) el horror que había sentido ante los relatos que había estado oyendo «durante varios meses» acerca de los crímenes de la Milice, entre los que se incluían violaciones, asesinatos y robos. A continuación expresó su consternación por el «deplorable efecto logrado» por la citada organización al entregar «a sus propios compatriotas a la Gestapo y mantener con ella una estrecha cooperación»[227].
Joseph Darnand, jefe de la Milice, replicó a la reprimenda de Pétain de forma muy elocuente: «He estado recibiendo de usted parabienes y muestras de aliento durante cuatro años, y ahora que los estadounidenses están a las puertas de París, empieza a presentarme como una mancha en la historia de Francia. Debería uno haberse decidido un poco antes»[228]. Quien esto afirmaba no se mostró menos directo en su propio juicio: «Yo no soy de los que os van diciendo que llevó a cabo un doble juego: yo fui siempre en línea recta, desde el principio hasta el final»[229].
El principal método empleado por Pétain para evadir la responsabilidad en lo referente a la actuación de su régimen consistió en presentarse como prisionero de los alemanes. «Día tras día luchaba, con una daga en la garganta, en contra de las exigencias del enemigo», repuso durante su proceso[230]. Sin embargo, si lo que afirmaba era cierto, cabe preguntarse por qué seguía pidiendo al pueblo francés que lo siguiera durante el discurso pronunciado en Nancy a finales de mayo de 1944: «Creedme: tengo cierta experiencia y sé que he apuntado en la dirección correcta[231]». No rechazó en modo alguno el régimen sobre el que más tarde afirmó no haber tenido ningún control, ni hubo tampoco un asomo de arrepentimiento en relación con lo que había hecho Vichy en su nombre.
El 2 de mayo, poco después de que Pétain atravesase Suiza, Pierre Laval había logrado escapar en un avión trimotor Junkers 88 del espantoso caos en que se vio envuelto el desmoronamiento de Alemania. Con objeto de evitar que lo arrestasen, había sobrevolado Francia para aterrizar en Barcelona. El gobierno del general Franco, que de ningún modo pretendía provocar a los Aliados, se negó a ofrecer asilo político al antiguo primer ministro de Vichy; aunque tampoco quería entregarlo directamente a los franceses.
Por fin, tras casi tres meses de tortuosas negociaciones por mediación del embajador de Estados Unidos en Madrid, se trasladó a Laval a la zona de Austria ocupada por los norteamericanos en el mismo Junkers 88 que lo había llevado a España, no sin antes eliminar los distintivos nazis del aparato. En Linz se encargó de custodiarlo el Ejército estadounidense, que el 31 de julio, ocho días después de que se hubiese iniciado el juicio de Pétain, lo entregó a las autoridades militares francesas. Al día siguiente lo hicieron volar hasta París para recluirlo en el penal de Fresnes.
Durante todo el proceso del mariscal, la defensa había intentado hacer recaer en Laval, y no en el reo, la responsabilidad por los crímenes de Vichy. La participación del primero en calidad de testigo no había hecho gran cosa por mitigar esta impresión, a despecho del exagerado respeto que profesaba a Pétain y la insistencia con que negó haber tomado decisión alguna de relieve sin la aprobación de éste.
Cuando Laval llegó a Fresnes, Benoist-Méchin pudo verlo desde su celda, y quedó también impresionado ante la cantidad de peso que había perdido aquel auvernés bajito y recio desde su último encuentro. El cáncer que padecía no era óbice para que Laval siguiese fumando cinco paquetes de cigarrillos al día. Le resultaba divertido que los gamins («chiquillos») de la celda situada sobre la suya le pidiesen las colillas, que izaban una a una atadas a una cuerda.
Aún quedaba un puñado de incondicionales, entre los que destacaban su esposa y su hija Josée, que creían a pie juntillas cada una de sus palabras. El conde René de Chambrun, su yerno, consagró su vida a lavar su nombre. En cierta ocasión en que le preguntaron qué era lo que más admiraba de su suegro, respondió que era «incapaz de hablar en falso, ni siquiera para decir una mentira piadosa»[232].
Laval dormía poco y fumaba sin cesar, y su nerviosismo se había visto incrementado al negársele el acceso a los documentos que con tanto esmero había conservado y anotado en Alemania. Hubo de preparar su defensa de memoria, ayudado tan sólo por unos cuantos ejemplares del Journal Officiel.
Tampoco se le permitió ponerse en contacto con ningún posible testigo, y la investigación relativa a su causa, que debía haber consistido en veinticinco «interrogatorios» diferentes, se cerró de improviso tras el quinto. Esto se debió a que el gobierno provisional, consciente de que su proceso iba a acaparar sin duda toda la atención de la prensa, pretendía que hubiese concluido para el referéndum del 21 de octubre.
El juicio comenzó el viernes, 5 de octubre, y constituyó un híbrido de auto de fe y tribunal del Reinado del Terror parisino. De nuevo se llenó la sala a rebosar, y no había un solo espectador que no tuviese la mirada fija en el procesado. Éste entró agarrado a su maletín, en el que podía leerse: «Pierre Laval, Président du Conseil». Se presentó solo, sin sus abogados. El presidente, Mongibeaux, leyó en voz alta un escrito de éstos por el que declaraban que su ausencia no era sino una protesta por la súbita interrupción de las averiguaciones relativas a su caso.
«El proceso de indagación no se ha visto acelerado —repuso Mornet, letrado principal de la acusación—. Comenzó hace cinco años, el día que Pierre Laval se hizo con el poder junto con Pétain.»[233] En este momento, el acusado estampó ambos puños contra la mesa y, con el rostro contorsionado por la ira, exclamó: «¡Todos ustedes estaban bajo órdenes del gobierno! ¡Y usted también, señor fiscal del Tribunal Supremo! Condénenme sin más, y todo quedará más claro».
Las cosas fueron de mal en peor, y los que en teoría debían dirigir el juicio acabaron por desempeñar un papel secundario en su desarrollo. Laval nunca respondía de forma directa las preguntas que le formulaban. Su defensa se basaba en la afirmación de que había seguido un doble juego a fin de engañar a Alemania y proteger a Francia. Aseguró que su famosa declaración («Espero que la victoria sea de Alemania») pretendía infundir a los ocupantes una falsa sensación de seguridad. Este supuesto proporcionaba una excusa para casi todo lo que se le imputaba: el respaldo que prestó al Nuevo Orden europeo de Hitler y el envío de la legión de voluntarios franceses en uniforme alemán al frente ruso. Aun la deportación de judíos a los campos de concentración y de otros ciudadanos franceses para que llevasen a cabo trabajos forzados en Alemania podía explicarse en cuanto estratagema que permitiría salvar a muchos más de seguir una suerte similar. Asimismo, se las ingenió para dar a entender que la celebración de un juicio tan apresurado se debía a que conocía una verdad que los más poderosos tenían miedo de que revelara.
De cualquier modo, el jurado ansiaba su cabeza, y no hizo nada por disimularlo. No prestó la menor atención a sus argumentos, profirió todo tipo de insultos y lo amenazó con «una docena de balas bajo el pellejo», frase de moda durante la épuration. En ocasiones, el juicio degeneró hasta convertirse en una violenta riña entre los miembros del jurado y el reo, protagonizado precisamente por los parlamentarios, y no por los elegidos de entre los integrantes de la Resistencia.
El bâtonnier Charpentier describió a Laval como un toro herido en medio de una arena innoble. «Al modo de los golfillos andaluces que saltan al ruedo, los integrantes del jurado insultaban al acusado e interrumpían el proceso.»[234] «El juicio de Laval constituye un escándalo que escapa a toda descripción posible», confió a su diario el pastor Boegner[235]. Charpentier fue aún más lejos: en su opinión, toda la maniobra se había convertido en algo contraproducente, de tal modo que «se ha convertido en víctima a un hombre odiado por todos, cuya condena no habría suscitado un solo murmullo de desaprobación en caso de haber seguido a un juicio celebrado como era menester».
No hubo apelación posible: las decisiones de aquel tribunal tenían carácter definitivo. Laval se dio cuenta de que no tenía posibilidad alguna de salvarse, de tal modo que a partir del tercer día se negó a comparecer en la sala, y permaneció en su celda hasta el final del proceso. Escribió a Teitgen, el ministro de Justicia, para quejarse de manera tan elocuente como amarga por la forma en que se le estaba tratando. Éste, por su parte, advirtió a los abogados de Laval que su defendido acabaría por ser condenado si no lo exhortaban a regresar a la sala del Tribunal.
El procesado hizo caso omiso del consejo de Teitgen. Convencido de que al no asistir a su propio juicio impediría de manera irremediable su continuación, persuadió a sus abogados —que hacía tiempo que habían sucumbido a su hechizo—, de lo acertado de su postura. Envuelto en una nube de autoengaño tan espesa como el humo de cigarro que llenaba su celda, trabajó febrilmente en la nueva defensa de que pretendía servirse en un segundo juicio. El 9 de octubre, empero, supo, presa de la estupefacción, que el tribunal lo había condenado a muerte.
Cuatro días después, el pastor Boegner acudió a la calle Saint-Dominique a fin de solicitar una conmutación de la sentencia del condenado, toda vez que su proceso no había sido más que una parodia de justicia. «Si se ejecuta a Laval después de todo lo que ha ocurrido —dijo a De Gaulle—, ¿será de verdad un ajusticiamiento?»[236] Boegner observó con detenimiento su reacción, pero en el semblante del general no se movió un solo músculo. Los abogados del reo tuvieron una experiencia muy similar: su defendido bien podía estar ya muerto. François Mauriac escribió también a Teitgen para solicitar la celebración de un nuevo juicio, si bien no recibió respuesta alguna.
Aunque la mayoría de las ejecuciones tuvo lugar en el fuerte de Montrouge, a Laval lo fusilaron en Fresnes. Los testigos oficiales —entre los que se encontraban el fiscal del Tribunal Supremo, el juez que había presidido su juicio y Charles Luizet—, llegaron al presidio poco después de las ocho y media, y se dirigieron a la celda del condenado, situada en la planta baja del edificio. Laval, sin embargo, se mofó en el último momento de quienes lo perseguían al ingerir una dosis de cianuro que debía de tener escondida entre sus ropas. Casi de inmediato comenzó a experimentar convulsiones, lo que provocó el pánico de los recién llegados, que no sabían qué hacer. El médico principal de la prisión buscó una bomba gástrica. Céline observó más tarde (como doctor Destouches) que lo más probable era que el cianuro estuviese corrompido por causa de la humedad, en tanto que otros son de la opinión de que Laval olvidó agitar el frasco.
Hicieron falta dos horas para reavivar a Laval lo bastante para ejecutarlo. Lo sacaron casi en brazos, descalzo, y lo ataron a una silla. Al parecer, trató de ponerse en pie cuando el pelotón de fusilamiento lo apuntó con sus armas. Benoist-Méchin aseguró que los soldados estaban ebrios a causa del ron que les habían suministrado para aplacar sus nervios durante la espera. Cuando los ruidos de la desigual descarga llenaron el interior del penal, los reclusos montaron en cólera y, golpeando las puertas de sus celdas con los zapatos, comenzaron a gritar: Bandits! Salauds! Assassins!
El gobierno trató de mantener al público ajeno a los detalles más espeluznantes de la historia de Laval, pero las noticias al respecto se propalaron con gran rapidez. Francia quedó dividida entre los que opinaban que merecía la suerte que había corrido, con independencia del modo en que se hubiesen desarrollado los hechos, y los que repudiaban los vergonzosos episodios que se habían sucedido durante el juicio y después de éste. La cuestión llegó incluso a provocar discusiones en el seno de algunas familias. «La única vez que he golpeado a mi marido —señaló Liliane de Rothschild, cuyo esposo, Élie, acababa de regresar de un campo alemán de prisioneros—, fue cuando dijo que habían tratado mal a Laval.»[237]
A principios de noviembre de 1945 se organizó una subasta en el hotel Drouot a fin de dar salida a las joyas y las pieles confiscadas a especuladores y colaboradores. Los precios que se alcanzaron superaban en gran medida lo que podía esperarse en aquellos tiempos de penuria. Así, se vendió un anillo de diamantes amarillos por cuatro millones de francos (ochenta millones de dólares, a la sazón). La concurrencia estaba constituida por una mezcla extraordinaria de gente pobre que había ido a ver impartir una forma insólita de justicia y de «reinas del mercado negro» vestidas con los nuevos modelos de Lucien Lelong[238]
Este acontecimiento dice mucho del espíritu de una época en la que nadie estaba satisfecho, a excepción de los que habían sacado tajada de la situación y habían escapado a las consecuencias de sus actos. La épuration fue tan severa por una parte como débil por la otra. El que quedasen sin perseguir algunos de los mayores criminales, y en particular los responsables de las deportaciones de judíos —lo que se hizo con el doble fin de reescribir la historia y cerrar la puerta del pasado—, fue origen de no pocos problemas en los años siguientes. Más de un cuarto de siglo después, una nueva generación comenzó a sacar a la luz los reprobables secretos de la época de Vichy.