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Escritores y artistas en la línea de fuego

Cuando los Aliados desembarcaron en Normandía, Alfred Fabre-Luce describió sus lanchas como barcos vikingos que protagonizaban una nueva invasión. Junto con otros escritores, periodistas, actores y artistas que corrían el riesgo de ser acusados de colaboracionismo, Fabre-Luce hubo de decidir entre quedarse o huir; pero, al parecer, él estaba más relajado que la mayoría. En el transcurso de un funeral literario celebrado durante el difícil interregno de aquel verano, mientras los intelectuales de la Resistencia regresaban a París, notó que «uno podía ver juntos a François Mauriac, “recién llegado” y a Drieu la Rochelle, “aún sin partir”»[168].

La tensión se hizo mayor entre finales de julio y principios de agosto. El actor y dramaturgo Sacha Guitry comenzó, al igual que otros que se hallaban en la misma situación de riesgo, a recibir amenazas de muerte garabateadas a toda prisa. El embajador español, José Lequerica, le ofreció durante una cena celebrada el 17 de agosto un visado para España, e hizo otro tanto con Drieu la Rochelle. No obstante, ambos declinaron la oferta: Drieu, porque estaba persuadido de que su destino se encontraba en París, y Guitry, porque pensaba que su popularidad lo protegería (guiado de un optimismo excesivo, a juzgar por el sondeo de opinión elaborado por el IFOP en el que el 56 por 100 de los encuestados se mostraba a favor de que fuese castigado).

Algunos buscaron refugio en el extranjero a semejanza de escritores como Céline y Lucien Rebatet, que huyeron a Sigmaringen. El anciano Alphonse de Cháteaubriant, que había recibido el premio Goncourt en 1911, decidió llevar una vida de ermitaño en un bosque del Tirol austríaco. Se hallaba en la lista negra de la Resistencia por haber pertenecido al comité central para el reclutamiento de la legión de voluntarios franceses. Charles Maurras, demagogo ultrarreaccionario de Action Francaise, se ocultó bajo pseudónimo en Lyon. Por su parte, Georges Simenon, el creador de origen belga del inspector Maigret, temía que lo encarcelasen a causa de las dos o tres versiones de sus libros que había producido la compañía cinematográfica alemana Continental. En enero de 1945 lo pusieron bajo arresto domiciliario durante tres meses, transcurridos los cuales lo dejaron en libertad sin cargos.

La mayor parte de los escritores comprometidos prefirió quedarse en la capital sin dejarse ver, a pesar de que la Resistencia había amenazado con hacer justicia con todo aquel que hubiese contribuido con la propaganda del enemigo. La naturaleza de dicha justicia estaba sin definir, pero el asesinato de Philippe Henriot, ministro de Propaganda del último gobierno de Laval, perpetrado el 28 de junio, bastaba para advertir que tanto las palabras como las obras podían constituir un delito capital.

Drieu la Rochelle y Jacques Benoist-Méchin se encontraban entre los que se quedaron atrás. El segundo era el que tenía más razones para estar asustado, por cuanto no sólo había escrito en favor del Nuevo Orden europeo, sino que había trabajado en calidad de subsecretario para la administración de Vichy, amén de participar de un modo apasionado en la recluta de la legión antibolchevique enviada al frente ruso.

Drieu había firmado la intransigente declaración redactada por la derecha el 9 de julio de 1944 en favor de un nuevo gobierno y la institución de penas más severas, incluida la capital, para todos aquellos que fomentasen la guerra civil o comprometieran «la posición europea de Francia»[169]. Esto habría sido suficiente para que fuese ajusticiado, pero había muchos dispuestos a pedir clemencia si se daba el caso, ya que, merced a su encanto y su talento, se había granjeado la amistad de no pocos integrantes de la izquierda a despecho de sus opiniones.

Obsesionado desde la adolescencia con la muerte y el suicidio, Drieu intentó sin éxito quitarse la vida el día antes de que doblasen en París las campanas de las iglesias. «Ha tenido tan poco éxito con su muerte como con su vida», fue el veredicto del periódico de la Resistencia Franc-Tireur[170]. Aún necesitó dos conatos más antes de lograrlo al año siguiente. Aldous Huxley, viejo amigo de Drieu, escribió tras su defunción: «La moraleja de toda esta angustiosa historia es que la mayoría de los intelectuales de hoy en día reconocen la existencia de tan sólo dos alternativas para su situación, y optan por una o por la otra, que resultan ser siempre negativas aun cuando se deciden por el bando victorioso»[171].

También permanecieron en la capital Jean Giono, Fabre-Luce, Henry de Montherlant, Paul Chack y Robert Brasillach, fascista exaltado y antiguo editor de la virulenta publicación Je Suis Partout. Escondidos en varios apartamentos tras postigos cerrados a cal y canto, todo lo que pudieron hacer durante la última semana de agosto fue escuchar los sonidos de la liberación y esperar a que aporreasen su puerta.

El 14 de septiembre, Brasillach acabó por entregarse tras pasar veinticuatro días oculto en la habitación de un ático. Después de mirar por última vez a las márgenes del Sena que se extendían frente a Nôtre-Dame («París resulta hermoso cuando uno está a punto de abandonarlo», escribiría más tarde en la cárcel), se presentó por la tarde en la Jefatura de Policía, cuyos agentes lo condujeron sin esposas a la Conciergerie, en el Quai de l’Horloge[172].

Las figuras eminentes en el ámbito de las artes interpretativas constituían objetivos más visibles que los escritores, si bien eran pocos los que se habían dejado llevar por el tipo de idealismo temerario de que se había contagiado Brasillach. Quienes habían colaborado sólo a medias no eran culpables de traición, sino de pretender continuar sus vidas como si no hubiese cambiado nada. Jean-Louis Barrault argumentó que seguir trabajando y hacer caso omiso de los alemanes no era sino una actitud positiva, amén de la única que podía adoptar una persona si no participaba de forma activa en la Resistencia.

Esta teoría resultaba lo bastante válida dentro de sus límites; sin embargo, a muchos les resultó muy difícil mantener la rectitud moral durante toda la ocupación. También era tentador para los que se dedicaban a las artes de la interpretación considerar que los alemanes de París no eran ni más ni menos que una nueva élite cultivada. A los que asistían a las fiestas organizadas por Otto Abetz, francófilo entusiasta, en la Embajada Alemana, sita en la calle de Lille, les resultaba difícil recordar que aquélla era la cara civilizada de un enemigo tan brutal como tiránico.

Donde quedaba tal vez mejor ilustrado el atractivo superficial de la ocupación era en las fiestas del general Hanesse, oficial de la Luftwaffe, que había convertido en su residencia oficial la casa de los Rothschild de la avenida de Marigny. Allí organizaba magníficas recepciones —en honor de Goering, entre otros—, que atraían a toda una serie de estrellas de la escena francesa. Árletty tenía una razón más poderosa para asistir a tales ocasiones. Su amante, con quien se alojaba en el Ritz, era uno de los oficiales de Hanesse. Sus invitados, de cualquier manera, no sólo eran célebres artistas de cine. A su regreso del campo de prisioneros en el que estuvo confinado, el barón Élie de Rothschild comentó a Félix, el anciano mayordomo de la familia, que la casa debía de haber sido muy tranquila durante la ocupación del general Hanesse.

—Al contrario, monsieur Élie: no ha pasado una noche sin que se celebre una recepción.

—Pero… ¿quién venía?

—Los mismos, monsieur Élie; los mismos que antes de la guerra[173].

Sacha Guitry, cuyo talento como dramaturgo y actor suscita comparaciones con Noel Coward[174], fue arrestado cierto día a primera hora de la mañana, sin que siquiera hubiera podido vestirse. Lo sacaron a empellones de su domicilio ataviado con un pijama de flores amarillas, escarpines de piel de cocodrilo color verde jade y un sombrero panamá para conducirlo a la mairie del 7.º arrondissement. Cuando el magistrado que lo interrogaba le preguntó por qué había aceptado conocer a Goering, él respondió: «par curiosité». Añadió que le habría interesado en igual medida cenar con Stalin, algo que probablemente era cierto.

Guitry recordaba en sus memorias que cuando las tropas de Leclerc se estaban acercando a la ciudad, Arletty lo había telefoneado presa de una gran agitación, pues no ignoraba que era un objetivo evidente para la épuration. Cuando la detuvieron a principios de septiembre se extendió por todo París el terrible rumor de que le habían cortado los pechos. No resultó ser sino un bulo grotesco, pero bien podría ser que le afeitasen la cabeza. Su peluquera recuerda con claridad el turbante con que se tocaba, y también que le encargó una peluca. Se cuenta que Arletty gritó a sus acusadores: «¿Qué tipo de gobierno es éste, que se preocupa tanto por nuestra vida sexual?»[175]. Su propia narración resta importancia al capítulo de su arresto: «Vinieron a buscarme dos caballeros muy discretos». Según la actriz, la llevaron en coche, sin esposas. La dejaron incluso salir de la prisión bajo custodia para que pudiese asistir al rodaje final de Los niños del Paraíso, que se estrenó el 15 de marzo de 1945. Una de sus intervenciones rezaba: «Soy víctima de una injusticia»[176].

Gabrielle Coco Chanel era de origen pobre, igual que Arletty; pero superó su situación hasta convertirse en la fundadora de una de las casas de moda más prósperas de París. También ella se había ido elevando de la nada y desdeñaba lo que pudiesen pensar los demás. «¡Francia tiene lo que se merece!», declaró durante un banquete celebrado en la Costa Azul en 1943[177]. Baba, la esposa del príncipe Jean-Louis de Faucigny-Lucinge, quedó tan escandalizada por el comentario que, al cruzarse con Coco al día siguiente, le volvió la cara. (Poco después, cuando la policía fue a arrestar a Baba Lucinge por su procedencia judía —su apellido de soltera era D’Erlanger—, Johnny Lucinge expresó sus sospechas de que había sido Chanel quien la había denunciado a las autoridades alemanas).

De entre las coincidencias que unían a Arletty y a Chanel, la más llamativa era que ambas habían tenido amantes alemanes y se habían alojado con ellos en el Ritz. Arletty tenía a su «beau Fridolin» de la Luftwaffe, como lo llamaba Galtier-Boissiére, en tanto que Chanel —que a la sazón contaba sesenta años—, compartía su vida con un apuesto alemán llamado Hans Gunther von Dincklage y conocido como Spatz («Gorrión»), que bien pudo haber sido espía de la Abwehr.

Se cuenta que, durante la liberación, la célebre diseñadora regaló cientos de frascos de Chanel N.º 5 de su establecimiento de la calle Cambon a los soldados estadounidenses a modo de seguro de vida. Sin embargo, ninguno de ellos acudió en su ayuda cuando la arrestaron en el Ritz a principios de septiembre. De cualquier modo, lo cierto es que no tardaron en dejarla en libertad. Aseguró haber estado implicada en una misión secreta llevada a cabo en España a fin de propiciar las conversaciones de paz entre Aliados y miembros del Eje, y dio a entender que Winston Churchill —con quien tenía amistad desde la época en que había sido amante de Bendor, segundo duque de Westminster—, había intervenido en su favor. Fueran las que fuesen las razones por las que quedó en libertad, acabó por abandonar París en actitud resentida y se reunió en Suiza con Spatz —que había salido de Francia tras la liberación—, para no volver a su país sino en contadas ocasiones durante los ocho años siguientes.

Colette había aumentado sus ingresos durante la ocupación escribiendo para el periódico colaboracionista Le Petit Parisién (y llegó incluso a firmar un artículo para el filogermánico La Gerbe) al mismo tiempo que ocultaba a su esposo, el judío Maurice Goudeket, quien había escapado de un campo de prisioneros y no salió de su apartamento del Palais Royal hasta la liberación.

Jean Cocteau, vecino de Colette en el Palais Royal, exageró los insultos y agresiones de que lo hicieron objeto los fascistas durante la ocupación por ser escritor de vanguardia y homosexual. En cuanto minoría perseguida, tuvo mejores oportunidades de cubrir las apariencias en el salón de Otto Abetz, en la Embajada Alemana.

A Serge Lifar, protegido de Diaghilev, que había sido durante la ocupación director de la Ópera de París por nombramiento del gobierno de Vichy y había hecho giras por Alemania, se le prohibió en un principio pisar un escenario francés de por vida, aunque la pena quedó finalmente en tan sólo un año de suspensión. Repuso que, en lugar de condenarlo, debían haberle rendido homenaje por haber salvado la Ópera de los alemanes; pero lo cierto es que eran raras las veces en que el bailarín se hallaba en contacto con el mundo real.

Los colaboracionistas del ámbito de las artes plásticas se hallaban entre los que asistieron en mayo de 1942 a la inauguración en la Orangerie de la exposición de esculturas de Arno Breker, que contaba con la aprobación de las autoridades nazis, y entre los que habían aceptado una gira oficial por Alemania patrocinada por Berlín.

La exposición de Breker, cuyos ingresos se destinaron a la beneficencia de la Wehrmacht y de cuyo discurso de apertura se encargó el escultor Aristide Maillol, atrajo a muchos de los que se hallaban en una posición cercana al colaboracionismo. Guitry llegó incluso a argumentar en sus memorias que, habida cuenta de que Breker había pedido a Maillol que inaugurase la muestra y lo presentó ante una fila de generales alemanes en posición de saludo como «mon maître vénéré», todo el acontecimiento simbolizaba la supremacía francesa sobre Alemania en el ámbito de las artes y, por ende, sirvió para lavar la infamia que había supuesto la derrota de 1940. Guitry olvidaba mencionar que un año más tarde se destruyeron públicamente «obras de arte degenerado» de Max Ernst, Léger, Miró, Picabia y Picasso en el exterior del Jeu de Paume.

Entre los pintores que habían participado en la gira patrocinada por Alemania se hallaban Paul Belmondo, André Derain, Dunoyer de Segonzac, Kees van Dongen y Vlaminck. Éste, amigo de Simenon y acerbo enemigo de Picasso, hubo de ocultarse durante la liberación. Sin embargo, las sanciones impuestas a los pintores no eran muy severas: la Escuela de Bellas Artes recomendó que se les hiciese crear una obra de relieve para el estado a modo de castigo, y sus lienzos quedaron excluidos del Salón de la Liberation.

«Resulta evidente —escribió Galtier-Boissiére en su diario dos semanas después de que fuese liberada la capital—, que la mayoría de nuestras estrellas tiene alguna mancha en su historial… pero en las campañas que empiezan a tomar fuerza puede percibirse un claro tufo de envidia». Aun tras la muerte de Arletty, ocurrida durante el verano de 1992, se publicaron en los diarios cartas de protesta por lo empalagoso de los obituarios. No presentaban ninguna objeción ante la «colaboración horizontal» que había mantenido con un oficial alemán, sino acerca del hecho de que hubiese estado cenando en el Ritz mientras el resto de Francia comía en condiciones penosas.

La mayor parte de los directores y las estrellas de cine había trabajado con la compañía Continental, dominada por los alemanes. Henri-Georges Clouzot había dirigido El cuervo, una de las películas más notables de la guerra. Los alemanes albergaban serias dudas acerca del largometraje, en el que una serie de anónimos ponzoñosos sumerge a los habitantes de un pueblo en una confusión de odio y sospecha. A pesar de que no fueron pocos los que la consideraron una crítica velada de la ocupación, a Clouzot se le prohibió trabajar en Francia tras la liberación. En cuanto lo supo, el realizador se trasladó a Hollywood.

Robert Brasillach llegó a la prisión de Fresnes una semana después que Benoist-Méchin, aunque al principio ninguno de los dos sabía que el otro se hallaba allí encarcelado, a pesar de ser compañeros en aquel mundo extraño marcado por el resonar de pisadas, el tintineo de llaves y el ruido que hacían las puertas de hierro al cerrarse. Benoist-Méchin describió la imagen de las figuras trémulas en la penumbra neblinosa como «una hilera de condenados en espera de cruzar el río Estigio»[178].

En los pocos momentos que encontraban para conversar, lo que sucedía por lo general en el espacio destinado al ejercicio, discutían acerca de sus abogados y de los magistrados que habían presidido su proceso, pero nunca de las posibilidades que tenían de ser absueltos, sino de las que tenían otros. Los juicios a escritores y propagandistas comenzaron ese mismo otoño.

El último día de octubre se celebró el de un viejo escritorzuelo de panfletos fanáticos, el conde Armand de Chastenet de Puységur, que se describía a sí mismo en lo profesional como «antisemita, antimasón, antiburgués, anticapitalista, anticomunista, antidemócrata y antirrepublicano», según rezaba su tarjeta de visita[179]. Cuando oyó dictar la sentencia de muerte, extendió el brazo a la manera del saludo nazi para exclamar: «Vive la France!». Los antisemitas de la vieja Francia no habían olvidado nada ni perdonado a nadie. Cuando Charles Maurras, dirigente de Action Francaise, fue condenado a cadena perpetua pocos meses antes, exclamó desde el banquillo: «¡Se están vengando de Dreyfus!». Maurras perdió su asiento en la Académie Francaise.

Céline, encarcelado en Dinamarca, fue acusado in absentia de colaboracionismo por el artículo 75. Su respuesta, tan sarcástica como cabía esperar, consistió en afirmar que apenas si había llegado a vender los planos de la Línea Maginot. Asimismo, envió la siguiente diatriba desde Copenhague: «Nunca he puesto un pie en la Embajada Alemana. Nunca me reuní con Otto Abetz antes de la guerra. Abetz siempre me ha detestado. Me encontré con Abetz durante la guerra dos o tres veces, durante algunos minutos. Las actividades políticas de Abetz me han parecido siempre tan grotescas como desastrosas, y él, una criatura terriblemente vanidosa: un payaso turbulento»[180].

La purga de escritores no fue tan sólo un asunto judicial: acabó por convertirse en una cuestión de conciencia profesional o de política. Durante la ocupación se había instituido el Comité Nacional de Escritores en calidad de asociación intelectual de resistencia. Tenía por vocero Les Lettres Françaises, revista literaria de la Resistencia, fundada por Jacques Decour (a quien más tarde ejecutaron los alemanes en el fuerte de Mont-Valérian) y Jean Paulhan, escritor y editor de Gallimard. La publicación constituía un provocador desafío ante la toma de La Nouvelle Revue Française por parte de Drieu la Rochelle.

El 9 de septiembre, es decir, dos semanas después de la liberación, se publicó el primer número fuera de la clandestinidad. En él se recogían no sólo artículos de Mauriac, Sartre y Paulhan, sino también un «Manifiesto de los escritores franceses» firmado por unos sesenta intelectuales de entre los más importantes. El documento exigía, entre otras cosas, que se sometiese a «un castigo justo a usurpadores y traidores». El siguiente número contenía una lista negra elaborada por el Comité Nacional de Escritores y constituida por noventa y cuatro nombres. En el del 21 de octubre se amplió esta relación a ciento cincuenta y seis.

Jean Paulhan —, Paulhan le juste, como acostumbraba llamarlo Galtier-Boissiére—, se mostró en un principio inquieto ante estos arranques justicieros, a los que más tarde se opuso con toda firmeza[181] Galtier-Boissiére también sentía desconfianza y aversión ante esta fiebre acusadora. «Los nazis —escribió—, nos han dejado su impronta de autoritarismo y afán persecutorio.»[182].

Louis Aragon, surrealista convertido al estalinismo cuyos cabello argénteo y mirada glacial hacían de él el Robespierre de los intelectuales, trató de extender el ataque a los escritores que odiaba el Partido Comunista. Así y todo, no mantenía una actitud tan sanguinaria en relación a sus colegas de derecha como se ha dado a entender a menudo. De hecho, respaldó a Drieu la Rochelle y a su antiguo editor, Robert Denoél.

Los procesos de periodistas y escritores se prolongaron durante diciembre de aquel año y enero de 1945. Pierre-Henri Teitgen, que se convirtió en el siguiente ministro de Justicia de De Gaulle, explicó así la celeridad de estos juicios: «[E]stos “intelectuales” habían proporcionado a la acusación todos los argumentos necesarios para su propio proceso durante la ocupación. Bastaba con releer sus artículos y otras obras publicadas para establecer, sin más razonamiento, el veredicto que merecían antes de enviarlos ante los tribunales»[183]. En consecuencia, los escritores fueron juzgados cuando los gritos de venganza eran más intensos.

El 29 de diciembre, empero, el pueblo se estremeció al saber de la condena a muerte de Henri Béraud, editor de Gringoire. Béraud era de derecha y antisemita, y odiaba a los británicos; pero nunca había escrito en favor de los alemanes. Muchos sospechaban que la envidia había tenido un peso considerable en aquel caso, pues el sueldo de seiscientos mil francos que ganaba al año había convertido al condenado en el periodista mejor pagado de Francia. Por otra parte, cuando sentenciaron a trabajos forzados de por vida al secretario de Jean Hérold-Paquis (locutor de Radio-Paris que había sido ejecutado en octubre) se escandalizó incluso la prensa de la Resistencia.

Dos días más tarde, el 4 de enero, François Mauriac publicó en Le Fígaro su artículo «En torno a un veredicto». En él argumentaba que no había motivo alguno para condenar a Béraud por colaborar con el enemigo.

Su intervención persuadió casi con certeza a De Gaulle a conmutar la sentencia. En la campaña que llevó a cabo en Le Fígaro contra las iniquidades de la épuration, Mauriac llegó al extremo de afirmar que a la gente debería permitírsele tomar una elección política equivocada, posición valerosa en aquellos tiempos que le reportó no pocas enemistades. El semanario satírico Le Canard Enchainé bautizó a este católico sin pelos en la lengua con el apodo de Saint-François des Assises, «san Francisco de la sala de lo penal». Camus arguyó en Combat que la compasión mostrada para con los asesinos negaba a sus víctimas todo derecho a la justicia, y que los crímenes del fascismo debían quedar desacreditados para siempre. Mauriac no dudó en publicar una respuesta en Le Fígaro, con lo que inició una larga partida de tenis de argumentación moral.

Antes aún de que se diese comienzo al juicio de Robert Brasillach, lo cual sucedió el 19 de enero de 1945, se tenía la impresión de que constituiría el punto culminante de la purga intelectual. François Mauriac y Paul Valéry presentaron alegatos en su favor. Por otra parte, la reacción de su compañero de prisión Jacques Benoist-Méchin («no se mata a un poeta») se hacía eco de la creencia arraigada en el carácter sacrosanto de los vates, que los hacía semejantes a sacerdotes seculares[184]. Era el mismo sentimiento que había recorrido Europa en 1936 cuando el bando nacional ejecutó a Federico García Lorca en la guerra civil española. El que Brasillach fuese juzgado no por su literatura, sino por su periodismo denunciatorio, no cambiaba nada.

El día del proceso amaneció con temperaturas bajísimas. París llevaba quince días nevado y no había combustible, por cuanto las gabarras de carbón se hallaban atoradas en los canales a causa del hielo. La pobre iluminación de la sala del tribunal no impedía ver condensarse el aliento de quienes hablaban por la acción del gélido ambiente.

Los diversos puntos del sumario, que en un principio estaban claros, cuando menos en apariencia, tomaban forma o la perdían a medida que intervenía cada una de las partes. El abogado de Brasillach, Jacques Isorni, quien siete meses más tarde adquiriría gran fama en calidad de elocuente defensor del mariscal Pétain, aseguraba que un error de juicio político no constituía un acto de traición. Si Brasillach había respaldado a los alemanes, lo había hecho con la intención de convertir Francia en una nación más poderosa.

La cuestión primordial radicaba en los artículos que había publicado en Je Suis Partout, y aquí Isorni pisaba un suelo mucho más quebradizo: las palabras de Brasillach habían quedado fijadas en el papel, y lo que la defensa calificaba de «erreurs tragiques» iba más allá de lo que el pueblo entendía por colaboración. El escritor había concedido su beneplácito a la invasión alemana de la zona no ocupada, llevada a cabo en noviembre de 1942, en aras de la reunificación de Francia. Había pedido la pena de muerte para políticos como Georges Mandel, ministro del Interior de Reynaud en 1940, asesinado por los miliciens poco antes de la liberación de París. A pesar de no haber denunciado a nadie de manera formal, lo había hecho en sus escritos. Al igual que Drieu, había firmado en el verano de 1944 el documento por el que se solicitaba la ejecución sumaria de todos los miembros de la Resistencia. Con todo, su comentario más revelador fue: «Debemos deshacernos de los judíos en conjunto, sin exceptuar a sus hijos»[185]. Brasillach aseguró que, a pesar de su carácter antisemítico, nunca había abogado por la violencia colectiva contra los judíos. Tal vez ignoraba la existencia de los campos de la muerte cuando escribió estas palabras; de cualquier modo, aun cuando se estuviese refiriendo a una deportación masiva a la Europa oriental, no deja de resultar horripilante.

A pesar de la importancia del caso abierto en su contra, Brasillach analizó de forma minuciosa y confiada los argumentos de la acusación en interés del rigor histórico. Se defendió «con elocuencia y habilidad», en palabras de Alexandre Astruc, aprendiz de cineasta, que informó del caso al diario Combat[186]. Al jurado, sin embargo, sólo le llevó veinte minutos fallar el veredicto. «C’est un honneur», fue el único comentario de Brasillach al conocer la sentencia de muerte, después de que algunos de quienes lo respaldaban hubiesen protestado en su favor a voz en cuello.

Mauriac decidió hacer cuanto estuviese en sus manos por salvar la vida de Brasillach. Mientras tanto, se presentó una petición de clemencia. La firmaron algunos resistentes auténticos, muchos neutrales y una serie de escritores y artistas que habían caído ya en desgracia. Otros, como Jean Cocteau, se adhirieron convencidos de que se estaba convirtiendo a los escritores en chivos expiatorios de otros colaboracionistas de relieve, en especial industriales que, según se alegaba, habían asesinado a un número mucho mayor de personas al ayudar a la maquinaria bélica alemana.

Pero la petición de clemencia atormentó muchas conciencias, y la de Camus fue en este sentido la peor parada. Cierto número de escritores temía que su firma pudiese dar a entender que condonaban lo que había hecho Brasillach.

Al mediodía del 3 de febrero de 1945, De Gaulle recibió a François Mauriac en la calle Saint-Dominique con gran cortesía, aunque, tal como pudo observar, ése no era un indicio fiable de lo que pensaba el general. Isorni pudo hacerse una idea mucho más clara aquella noche en la residencia privada que ocupaba De Gaulle en el Bois de Boulogne, adonde lo llevaron en coche oficial tras atravesar una serie de barreras sometidas a una intensa vigilancia. A pesar de todos sus argumentos, el general decidió rechazar la apelación.

Isorni tenía la impresión de que el dirigente del gobierno provisional no quería que los comunistas lo motejasen de benévolo. Por otra parte, hay una frase en las memorias de Palewski que dice mucho acerca de su influencia: «En lo personal, me arrepiento de no haber insistido en que se concediese un indulto a Brasillach»[187].

El escritor fue ajusticiado el 6 de febrero. Ese día se cumplía el undécimo aniversario de los disturbios de la derecha y el intento de asaltar la Asamblea Nacional a través del puente de la Concordia, acontecimiento que desembocó, dos años más tarde, en el gobierno del Frente Popular. El 20 de abril de 1945, mientras el Ejército Rojo se abría camino hacia el centro de Berlín, se trasladó al cementerio de Pére-Lachaise el féretro de Brasillach.

El proceso de su amigo Jacques Benoist-Méchin no se celebró hasta que hubieron transcurrido más de dos años y medio, un retraso que, sin duda, le salvó la vida. Lo condenaron a muerte el 6 de junio de 1947, pero la sentencia fue condonada al punto y sustituida por una pena de trabajos forzados de por vida. Fue liberado en 1954, después de que sus lecturas carcelarias hubiesen despertado en él una gran fascinación por el islam. Este hombre extraordinario adquirió un conocimiento tal de la materia que el propio De Gaulle recurrió a él con discreción, tras alcanzar la presidencia en 1958, para que hiciera las veces de asesor especial en cuestiones concernientes al mundo árabe.

Céline, juzgado finalmente in absentia en 1950, fue objeto de una sentencia que habría resultado suave hasta lo indecible tan sólo un lustro antes: un año en prisión y una multa elevada.

La depuración no hizo sino acrecentar las tensiones políticas en el mundo de las letras y las artes. A decir del padre Bruckberger, imponente capellán de las FFI, él y Camus dimitieron del Comité Nacional de Escritores debido a la presión cada vez mayor que ejercían los comunistas por mediación de Aragon y Elsa Triolet. Mauriac, que no renunció a su pertenencia, acorraló más tarde a Camus con la intención de persuadirlo a regresar.

—¿Por qué has dimitido? —le preguntó.

—Soy yo el que debería preguntarte a ti por qué no has dimitido —contestó Camus—. Y te voy a decir por qué no lo has hecho: porque tienes miedo.

—Tienes mucha razón —reconoció Mauriac[188].

Este último era demasiado honesto para hacerse ilusiones. En una cena con el pastor Boegner, describió el Frente Nacional —organización a la que pertenecía y que estaba dominada por los comunistas—, como «la pantalla tras la que lleva a cabo sus maquinaciones el comunismo. Lo sé porque soy parte de ella»[189].

Jean Paulhan montó en cólera ante la toma de Les Lettres Françaises. Se mofó sin ambages de aquellos de entre los simpatizantes del comunismo que se jactaban de ser más papistas que el Papa y del Comité Nacional de Escritores, que Aragon y Triolet querían convertir en un sindicato de escritores ligado estrechamente al Partido Comunista.

El plan de Aragon, que sin duda se había elaborado en la sede del partido, consistía en la clásica táctica estalinista de extender la depuración a fin de incluir a todo el que mantuviese una actitud crítica frente a la organización comunista. El 25 de noviembre lanzó una invectiva contra André Gide en la que lo comparaba con Hérold-Paquis, el locutor de propaganda fascista de Radio-Paris. El verdadero objeto de su diatriba no era el Gide que había escrito, durante un breve período de tiempo, para la Nouvelle Revue Française de Drieu, sino el impenitente autor de Regreso de la URSS, el libro más vilipendiado por los estalinistas en época de la guerra civil española. Roger Martin du Gard, amigo de Gide, mostró su indignación ante «la mala fe y las deshonestas razones de Aragon», y advirtió a aquél en Argel que tuviese cuidado al volver a Francia. «Piénsate seriamente si vale la pena llegar a París —lo previno—: ¡El suelo está minado!»

El partido también pretendía destruir la reputación del novelista Paul Nizan, el amigo más antiguo con que contaba Sartre, que había muerto en la evacuación de Dunkerque en 1940. Nizan había sido leal al comunismo hasta el pacto nazi-soviético de 1939. Cuando se publicó su escueta carta de dimisión, los comunistas, enfurecidos, hicieron circular alegaciones maliciosas, y Maurice Thorez lo motejó de «espía policial»[190].

Acabada la guerra, Louis Aragon repitió a Sartre el infundio como parte de una renovada campaña de difamación contra Nizan. Sartre, que pertenecía al Comité Nacional de Escritores, elaboró una declaración de protesta contra tal vilipendio y persuadió a André Breton, Albert Camus, Jean Paulhan, Julien Benda y François Mauriac de estampar también su firma en el documento. El existencialista era lo bastante poderoso para hacer frente a la rabia que contra él dirigía el Partido Comunista, aunque los bulos siguieron circulando durante años.

La política se vio también complicada por los miembros del establishment literario que tenían algo que ocultar. El veterano Paul Claudel, vate católico, presentó un poema a la gloria del general De Gaulle, leído en una gala celebrada en honor a la Resistencia en la Comédie-Francaise unas diez semanas después de que se hubiese liberado la capital. No obstante, a la mañana siguiente, las lenguas afiladas se ocuparon de recordar al pueblo que Claudel había escrito una composición de asombroso parecido en alabanza del mariscal Pétain.

Algunos editores arrostraron problemas aún más peligrosos. Una semana después de la liberación, la prensa de la Resistencia exigió la creación de una lista negra de editores acusados de colaboración, entre los que no faltaban Gastón Gallimard, Bernard Grasset y Robert Denoél. Grasset sufrió arresto y fue encarcelado en la prisión de Fresnes, pero a Gallimard no llegaron a tocarlo. Éste había permitido que Drieu la Rochelle se hiciese con el dominio de la Nouvelle Revue Française, pero, como quiera que también había ayudado a Jean Paulhan a lanzar Les Lettres Françaises, revista con la que contraatacó la Resistencia, se había cubierto las espaldas de un modo brillante. «¡El viejo no tiene un pelo de tonto!», comentó Galtier-Boissiére con cínica admiración[191].

Gallimard tenía otro factor a su favor: su editorial, que dominaba el panorama literario francés, podía preciarse de tener entre sus autores a muchos de los miembros del Comité Nacional de Escritores. Había sido escrupuloso, y aun pródigo, a la hora de expedir cheques en concepto de derechos de autor durante los difíciles años de la ocupación, de tal manera que tan sólo un escritor descortés en extremo podía no estarle agradecido. El mismísimo Aragon estaba a punto de ver su última novela, Aurélien, publicada por Gallimard, después de haber abandonado a Denoél.

Nadie ignoraba que Gastón Gallimard había colaborado con los alemanes. Había respetado la «lista de Otto» (llamada así por Otto Abetz), en la que se recogían obras proscritas por los nazis; había ejercido cierta autocensura en los libros publicados por su editorial durante la ocupación, y había asistido a las recepciones organizadas en el Deutsche Institut. Nadie dijo nada, aunque André Malraux no olvidó: para vengarse de Jean-Paul Sartre unos cuatro años más tarde, chantajeó a Gastón Gallimard con la amenaza de sacar a la luz su historial de guerra.