Uniformes caqui y banderas tricolor
Durante cierto período de tiempo, después de la liberación e incluso del final de la guerra, hubo apostados en la plaza de la Concordia policías militares de casco blanco que detenían el tráfico para dar prioridad a los vehículos estadounidenses que se dirigían a la embajada de su país.
Eisenhower, su comandante supremo, no era ningún déspota insensible, a pesar de que sus relaciones con el gobierno provisional se veían afectadas por la desconfianza surgida entre el presidente Roosevelt y De Gaulle durante la contienda. El plan de instaurar el dominio aliado como si Francia fuese territorio enemigo conquistado estaba condenado a envenenar cualquier coalición.
Las fuerzas aliadas que desembarcaron en Normandía estaban muy bien preparadas. La «Guía de Francia n.º 16, III parte» contenía, supuestamente, «Información local y de personalidades administrativas»; pero en realidad no era sino una relación de los prostíbulos parisinos, arrondissement por arrondissement. Se había elaborado en mayo de 1944, es de suponer que a partir de la información proporcionada por los servicios de inteligencia aliados, y amén de reconocer que no tenía «por qué ser exhaustiva», advertía de que, «debido a la escasez de todo tipo de suministros médicos», el país había experimentado «un incremento considerable del número de enfermedades venéreas».
Resulta difícil precisar si el hecho de conocer de antemano lupanares como el de Aux Belles Poules, sito en la calle Blondel, el establecimiento del número 4 de la rué des Vertus («calle de las Virtudes»), que carecía de nombre, o la Casa de las Naciones, instalada en la calle Chabanais, aceleró el avance estadounidense hacia la capital. De lo que no cabe dudar es de que los soldados hicieron buen uso de la abundante información que les habían proporcionado sus comandantes, toda vez que, en el transcurso de un año, las autoridades militares de Estados Unidos se vieron obligadas a fijar carteles en las paredes de los cuarteles que proclamaban: «Gonorrea. ¿Quieres formar una familia? El doce por 100 de los hombres que contraen gonorrea quedan estériles. Regresa sano a casa».
El general Montgomery, hombre muy puritano, prohibió a los soldados británicos la entrada a los burdeles y envió a miembros de la policía militar a los barrios de prostitución. Estas medidas no lograron acabar con el negocio, por cuanto, a despecho de las tormentas de verano, se empleaban con este fin los campos anejos a los campamentos militares.
Para gran consternación de los patriotas franceses, la exuberancia de la liberación no tardó en empañarse por casos de robos y por las actividades del mercado negro. Para muchos se trataba de una cuestión de supervivencia, tal como había sucedido durante la ocupación. El propio Yves Farge, futuro ministro de Abastecimiento, reconoció que había gente «condenada a traficar o perecer»[145]. Así y todo, el mercado negro se consideró en un primer momento una vergüenza para Francia, opinión que compartían tanto los Aliados como los mismos franceses.
Los primeros carteles distribuidos por el gobierno provisional se centraban en lo que tenía este hecho de amenaza para el patriotismo galo: «Ningún francés tiene derecho a hacer que sus conciudadanos pasen hambre». «Los oficiales y soldados de nuestros aliados se asombran de los precios que han de pagar en ciertas tiendas y restaurantes». Sin embargo, no hubo de pasar mucho tiempo para que las autoridades civiles y militares cayesen en la cuenta de que los miembros de las fuerzas aliadas se estaban aprovechando de la situación de un modo no menos vergonzoso. De hecho, no eran pocos los que sospechaban que el mercado negro había aumentado su actividad con la complicidad de oficiales de intendencia y jóvenes empresarios resueltos a amasar una fortuna antes de regresar a Estados Unidos.
Dado que las tiendas francesas se encontraban prácticamente vacías, casi todos los artículos proporcionados por la cornucopia militar estadounidense (café, gasolina, neumáticos, cigarrillos, botas, jabón, munición, morfina, carne de cerdo en conserva o whisky) acababan por venderse en el mercado negro. De este modo se introducía con descaro un capitalismo nada moderado en un país que intentaba introducir un socialismo de guerra efectivo.
El 13 de enero de 1945, los diarios difundieron una proclama firmada por el gobernador militar de París y dirigida a la población: «Todo aquel que sea hallado en posesión de gasolina, armas, munición, maquinaria o cualquier otro material bélico será sometido a un consejo de guerra»[146]. Sin embargo, este tipo de advertencias no surtió demasiado efecto. El robo y la venta de las reservas de combustible en bidones comenzó incluso a poner en peligro el ataque a Alemania.
Tampoco sirvió de mucho colorear la gasolina, ni siquiera los consejos de guerra celebrados contra soldados estadounidenses, algunos de los cuales fueron objeto de sentencias severas en extremo. Los beneficios que podía reportar tal actividad eran tantos y tan fáciles de obtener que los traficantes de droga franceses acabaron por abandonar su ocupación para sumarse al estraperlo, a veces en connivencia con militares estadounidenses. Fue ante todo la osadía de los comerciantes clandestinos lo que arrastró al gobierno al borde de la desesperación. En cierta ocasión, el ministro de Abastecimiento cursó la orden de «incautarse de tres camiones franceses que transportan alimento y viajan con documentos firmados por Eisenhower»[147].
El gobierno francés pudo comprobar con gran exasperación que existían otras maneras de que los soldados estadounidenses ganasen una fortuna a su costa. Todas las fuerzas de Estados Unidos se hallaban exentas de los controles de cambio franceses y derechos de importación. Esto quería decir que los militares podían trocar en dólares la paga que recibían en francos al tipo de cambio oficial. Muchos de ellos volvían a cambiar estos dólares por francos en el mercado negro, con lo que conseguían unas ganancias elevadas. Más tarde surgió otra forma de hacer dinero a expensas del gobierno francés: «Me han dicho —indicó Caffery en un informe enviado a Washington—, que hay un buen número de empresas neoyorquinas que remiten cigarrillos americanos y medias de nailon a direcciones [del servicio postal del ejército] de aquí. Gran parte de estas mercancías la canjean o la venden los compradores estadounidenses que se benefician de la exención del control de aduanas francés que brinda nuestro servicio de correos»[148].
Lo cierto es que las medias de nailon podían no estar destinadas al estraperlo, por cuanto para los soldados estadounidenses constituían el cebo más obvio de que disponían para persuadir a las jóvenes francesas a salir con ellos. En conjunto, lo más probable es que de la explotación de estos bienes se beneficiasen por igual los de uno y otro bando. «El deporte favorito de Lise tras la liberación —escribió Simone de Beauvoir acerca de una joven que se alojaba en su mismo hotel—, consistía en lo que ella llamaba “la caza del americano”», es decir, engatusar a los soldados para que se desprendiesen de sus cigarrillos y raciones, mercancía que ella luego se encargaba de revender[149].
A las atractivas midinettes (las jóvenes parisinas que trabajaban en la industria de la moda) no les faltaba nunca un soldado estadounidense con un permiso de setenta y dos horas, dólares ahorrados y muchas ganas de ver París. Ellos quedaban atónitos ante estas modistillas de brillante inventiva a la hora de vestir y, sobre todo, de tocarse con sombreros elevados al estilo de Carmen Miranda. «Los sombreros de París son fabulosos —escribió uno de ellos en una carta a su familia—: muy altos y, por lo general, semejantes a una papelera vuelta del revés y llena de plumas y flores.»[150]
La acogida brindada a los soldados había sido genuina, lo que se debía en buena medida a lo que éstos representaban. «Los modales relajados de los jóvenes norteamericanos —escribió Simone de Beauvoir—, los convertían en la libertad personificada… de nuevo nos estaba permitido cruzar los mares.»[151]
Los jóvenes franceses, empero, no coincidían precisamente con los eufemismos empleados por la Embajada de Estados Unidos, que describía a sus soldados como «fervorosos y a menudo muy emprendedores» en lo relativo a la búsqueda de mujeres[152]. De hecho, no son pocos los informes que sugieren que durante los meses que siguieron a la liberación, y sin duda en el transcurso de la primavera de 1945, el ardor estadounidense ya no gozaba de una buena acogida entre las muchachas de París, que se sentían incómodas con la arrogancia que traía consigo. Cierta joven a la que llamó un soldado con un silbido para ofrecerle un paquete de Lucky Strike se ganó la ovación de los franceses que observaban la escena al tomar un cigarrillo del yanqui, lanzarlo al suelo y aplastarlo con el pie.
Esta frialdad llegó acompañada de otro hecho que avergonzó y conmovió a las autoridades militares estadounidenses. Según un informe del SHAEF, había empezado a merodear los alrededores de los campamentos de su ejército un buen número de muchachas de muy corta edad que se ofrecían a los soldados. Resulta difícil determinar si se trataba de casos de prostitución juvenil incitada por las penalidades o de niñas perturbadas por la guerra que buscaban emociones. Los estadounidenses presentaron varias propuestas, como la imposición de un toque de queda para las que no llegaban a los dieciséis años y el incremento de la edad a la que se permitían las relaciones sexuales de los trece a los quince años; pero el gobierno francés solía mostrar una gran falta de interés frente a cualquier indicio de interferencia por parte de su aliado[153].
Ante el escaso número de francesas dispuestas a salir con soldados, el comportamiento de éstos comenzó a ser problemático. La conducta de las tropas estadounidenses aerotransportadas que se hallaban en Nancy, ciudad designada en cuanto zona de descanso del frente, provocó todo un aluvión de quejas. Lo que los oficiales norteamericanos consideraban muestras de regocijo naturales en sus hombres suponía a menudo para los franceses un comportamiento insultante.
El hotel Meurice hacía las veces de comedor para los oficiales del SHAEF destacados en París. El estado mayor se alojaba asimismo en el Crillon, pero los que se hallaban en el Meurice recuerdan el olor a botas de piel gruesa y engrasada de la Wehrmacht que impregnaba los armarios. La sucursal del banco Morgan’s de la plaza Vendóme fue tomada en calidad de oficina del SHAEF en París, aunque la mayor parte del multitudinario Tribunal Militar de Eisenhower se hallaba en Versalles.
El SHAEF estaba dominado por los estadounidenses. Eisenhower tenía por jefe de su estado mayor al general Walter Bedell Smith. Sin embargo, los británicos también gozaban de una buena representación: el subordinado inmediato de Bedell Smith era el general Freddie Morgan, principal planificador del Día D. Así y todo, los dos administradores más importantes eran el general Lewis y su homólogo británico, el general Dixie Redman. Éste no vivía ajeno a la moda, y se había enseñoreado del apartamento de lady Mendl, más conocida en cuanto decoradora de Elsie de Wolfe. Allí agasajaba a sus visitas con un suministro ilimitado de whisky, ginebra y emparedados de pan y salmón enlatado procedentes de los economatos de las fuerzas armadas.
El SHAEF se había convertido, de manera casi inevitable, en un estado dentro de otro estado, y lo que preocupaba a Duff Cooper era que «todos [sus] generales… profesan una violenta antipatía a los franceses, a excepción de Morgan»[154]. Así, por ejemplo, el general Kenneth Strong, oficial jefe del servicio de información de Eisenhower, se mostraba dispuesto a enseñar sus informes a los embajadores británicos y estadounidenses a condición de que no pusieran al corriente a los franceses. Se sospechaba, a todas luces, que los diplomáticos simpatizaban demasiado con ellos. Strong llegó a referir incluso a algunos colegas británicos que los oficiales estadounidenses del SHAEF «no tenían un gran concepto del señor Caffery», y que lo más probable era que el embajador estuviese «subordinado al general Eisenhower mientras éste se encuentre en Francia»[155].
El SHAEF se servía del hecho de estar luchando en una guerra para hacer cuanto le venía en gana, haciendo caso omiso de los diplomáticos aliados y del gobierno provisional francés.
En otoño de 1944, verbigracia, obstruyó el regreso de oficiales franceses de Argel a París y la llegada a Francia de periodistas británicos. Los compatriotas de estos últimos se quejaban asimismo de que París estuviese «lleno de hombres de negocios estadounidenses vestidos de uniforme», mientras que a los negociantes británicos se les negaba el permiso necesario para viajar[156]. De cualquier modo, se diría que el SHAEF reservó para el final de la guerra sus planes peor intencionados. De pronto decidió destruir toda la maquinaria alemana que no necesitaban los estadounidenses y se negó a cederla a los franceses. «Resulta difícil de creer», escribió Duff Cooper al enterarse de la noticia. Un mes después, el SHAEF fue aún más lejos al ordenar a los franceses que entregasen todas las armas y la maquinaria capturadas al enemigo para destruirlas. «Los franceses se han negado, lo que no deja de ser una actitud muy prudente», reza el diario del embajador británico en su entrada del día 13 de junio[157].
Los diplomáticos estadounidenses mostraron, por las trazas, una mayor condolencia por el sufrimiento de Francia. Cuando su embajador acudió a visitar «a título personal y sin ostentaciones algunos de los llamados “suburbios rojos” de París», quedó «conmovido y preocupado por la pobreza» que vio allí, a la par que sorprendido por la calma con que contemplaban sus habitantes la terrible destrucción provocada por los bombardeos de los Aliados sobre los campos de maniobras. En uno de los lugares por los que pasó había muerto más de un millar de personas.
«Resulta obvio que esperan la ayuda pertinente de Estados Unidos», observó en un informe enviado a Washington. Con todo, ni siquiera los telegramas de la Embajada Estadounidense lograban sustraerse a la exasperación[158].
Los franceses, por su parte, se sentían despreciados por la actitud que mostraban los norteamericanos ante su historial bélico. Los oficiales superiores galos habían empezado a quejarse sin tapujos de que aquéllos estuviesen «suministrando a las fuerzas armadas francesas tanques vetustos y de mala calidad, amén de otros materiales en condiciones semejantes»[159]. Sin embargo, una de las causas más relevantes de su resquemor era la sospecha —por lo general justificada—, de que los estadounidenses preferían los alemanes a los franceses. En el país de estos últimos, los norteamericanos decían no oír otra cosa que quejas y excusas, mientras que en Alemania se encontraban con una población agradecida por haber sido salvada de la ocupación por el Ejército Rojo.
Incluso los desfiles militares y las celebraciones de victoria sentaban mal entre los Aliados. Durante la primavera y los albores del verano de 1945, De Gaulle organizó al menos cinco paradas dignas de consideración en poco más de tres meses. Los diplomáticos y oficiales aliados, en especial los estadounidenses, se sentían cada vez más exasperados ante la idea de tener que permanecer de pie durante horas mientras observaban el lento pasar de sus tanques en desfiles triunfales, carros de combate que consumían su gasolina mientras los franceses se quejaban de la escasez de combustible.
A las celebraciones de la victoria que tuvieron lugar en mayo siguió, el 18 de junio, el mayor de estos desfiles con ocasión del aniversario de la proclama que emitió De Gaulle desde Londres. En él participaron cincuenta mil hombres, encabezados por la 2.ª División blindada al completo. El carácter extraordinario de esta exhibición se vio reforzado por la actuación de las fuerzas aéreas francesas, que sobrevolaron la zona dibujando en el aire la cruz de Lorena. «Uno no podía menos de pensar —señaló Duff Cooper, que por lo general adoptaba una actitud comprensiva para con los franceses—, en el origen angloamericano de [los aviones y vehículos], así como de gran parte de las armas. Sin embargo, no se desplegó una sola bandera inglesa o estadounidense. No hubo señal alguna de gratitud, y daba la impresión de que Francia se estaba vanagloriando en voz demasiado alta cuando no tenía gran cosa de que jactarse.»[160]
El SHAEF tenía otra razón para no aprobar las celebraciones: las vacaciones extraordinarias que había anunciado el gobierno para todo el país. La producción de carbón francés cayó en un 80 por 100 durante la semana del Día de la Victoria en Europa, precisamente en un momento en el que Francia exigía más mineral procedente del Ruhr aparte de las cincuenta mil toneladas que ya se le habían asignado. «No llevan trazas de ir a adoptar ninguna medida activa para solucionar los problemas de su propia nación», concluía el informe elaborado al respecto por el SHAEF[161]. Este hecho provocó —como no podía ser de otro modo—, una nueva comparación negativa con la determinación de reanudar el trabajo de que daban muestras los alemanes.
El Partido Comunista francés no dudó en explotar la inquina que sentía el pueblo ante los estadounidenses. Lo absurdo de algunos de los rumores que se divulgaron no fue óbice para que muchos los creyeran a pie juntillas. El ministro comunista François Billoux aseguró que, durante la lucha, las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos habían efectuado bombardeos de gran intensidad «como parte de un plan premeditado de debilitar Francia»[162]. Otro de los infundios que se había hecho circular afirmaba que los estadounidenses se habían sentido tan airados a raíz del pacto franco-soviético firmado en Moscú que habían permitido que el ataque alemán a las Ardenas penetrase hasta Francia con la sola intención de sobresaltar a sus habitantes. Otros rumores, que sí poseían una mayor base real, tenían que ver con la oleada de crímenes protagonizada por soldados y desertores de Estados Unidos.
Tal como lo expresó Galtier-Boissiére, «parecen ser desertores estadounidenses que juegan, ametralladora en mano, a las películas de Chicago»[163]. Si a los alemanes se les había asignado el apodo de les Fridolins, los estadounidenses recibieron el de les Ricains.
Durante una cena celebrada en la Embajada Británica, el general Legentilhomme, gobernador militar de París, presentó a la comensal inglesa que se hallaba sentada a su lado una terrorífica descripción de los soldados estadounidenses, «más bárbaros aún que los rusos. No puede usted imaginar siquiera, chere madame, lo atroz de la situación»[164]. Un diplomático británico que regresaba en coche con su esposa de un banquete se topó con una calle acordonada por hombres armados con metralletas, dispuestos a asaltar a los ocupantes del primer vehículo que pasase por allí. Movido por un rápido reflejo, aceleró y los obligó a ponerse a cubierto de un salto.
Resulta imposible determinar si esos atracos eran obra del personal militar o de civiles que se habían hecho con algunos uniformes (en este sentido, el más solicitado era el traje de la policía militar). No cabe duda de que en estos ataques debían de estar también implicados desertores franceses y antiguos fifis. El director general de la Sûreté Nationale describió este «aumento de las agresiones armadas» en una enérgica misiva destinada al ministro del Interior[165]. En el transcurso de una sola noche se habían cometido en la capital siete robos a mano armada, de los cuales dos se debían a soldados de Estados Unidos.
La generosidad de que dieron muestra los franceses para con los estadounidenses y británicos había sido ilimitada durante los albores de la liberación, e iba más allá de las botellas de champán que habían tenido escondidas hasta entonces. «Os hemos estado esperando tanto tiempo…», les repetían sin cesar, embargados de una emoción sincera. Pero más tarde, tal como observó Malcolm Muggeridge, todo el mundo acabó odiando a sus libertadores. El escritor Alfred Fabre-Luce describió «un ejército de conductores, sin distintivo alguno que indicase su graduación, que lanzaba cigarrillos a los circunstantes como si se hallaran ante una muchedumbre africana»[166].
Lo cierto es que los franceses se sentían como los familiares pobres. El número de vehículos con que contaban era ya un penoso asomo de lo que había sido su ejército en 1940, un residuo que avanzaba lentamente hacia la guerra tras ser transportado hasta una estación terminal en vagones de ganado. Al Ejército estadounidense, por el contrario, parecía que no le faltaban el combustible ni las alubias en salsa de tomate, el café, los cigarrillos o los paquetes de todo lo que uno pudiera imaginar. También tenían galletas, caramelos y preservativos, así como sobres de patatas en estofado o puré, permanganato para esterilizar el agua, latas de manteca de cacahuete y leche condensada, máquinas de hacer rosquillas montadas en camiones del Ejército y, por supuesto, raciones militares de alimentos concentrados. Los niños franceses se arracimaban alrededor de sus vehículos para pedirles goma de mascar, de tal modo que los conductores no tardaron en pintar en las puertas traseras de sus camiones: No Gum Chum («No hay chicle, amigo»).
La influencia estadounidense se tornó inconfundible en París. Algunos bares típicos franceses sufrieron una gran transformación en un intento por atraer a los acaudalados libertadores. Se oscurecieron los escaparates, se cambiaron las sillas de hierro por otras más cómodas, tapizadas, y se sustituyó a los camareros de chalecos negros y largos mandiles blancos por sonrientes muchachas. A modo de toque final, se bautizó a estos locales remozados con nombres como New York o The Sunny Side of the Street.
A muchos no les gustaba el modo en que parecía haberse encaprichado la juventud francesa con todo lo estadounidense: las historias de detectives, las películas, la ropa, el jazz, el bebop, Glenn Miller… Esta fascinación se debía tanto al anhelo de escapar de la pobreza y el deterioro que los rodeaba como a la atracción que ejercía sobre ellos la informalidad norteamericana tras la rigurosa moral del gobierno de Vichy. Pero este fenómeno tenía una explicación más profunda, relacionada con la leyenda del nuevo mundo que ofrece su visión al antiguo. «¡Estados Unidos simbolizaba tantas cosas! —escribió Simone de Beauvoir—. Había logrado estimular a nuestra juventud y se había convertido en un mito: un mito intocable.»[167]