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Corps Diplomatique

El acceso de cólera que sobrevino a De Gaulle en Toulouse contra el coronel Starr no había sido otra cosa que un estallido de resentimiento frente al liderazgo aliado. Su obstinación y la facilidad con que se ofendía no habían disminuido con el triunfo de la liberación. Pese a que los franceses lo habían aclamado en masa como su dirigente, los Aliados seguían sin reconocer formalmente el gobierno provisional. Este retraso se prolongó, ante la insistencia de Roosevelt (aconsejado a su vez, casi con toda seguridad, por el almirante Leahy, antiguo embajador suyo en el gobierno de Vichy), dos meses casi después de la liberación de París. El hecho de que los embajadores de los «Tres Grandes» se hallasen ya en su lugar no hizo sino irritar más aún a De Gaulle.

El de Gran Bretaña, Duff Cooper, a quien ya conocía el general de Argel, llegó al aeropuerto de Le Bourget en un Dakota el 13 de septiembre tras atravesar el canal de la Mancha custodiado por no menos de cuarenta y ocho aviones Spitfire. Una vez allí, una escolta de motocicletas lo acompañó junto con la caravana de automóviles que lo seguían hasta el Arco de Triunfo, donde depositó una corona de flores sobre la tumba del soldado desconocido. Entonces se unió en el hotel Berkeley a los subordinados que se habían adelantado. La Embajada Británica, establecida en el palacio de Pauline Borghese, edificio de piedra color miel erigido en la rué du Faubourg Saint-Honoré, se hallaba intacto; no obstante, carecía de agua y electricidad, y las salas de visita seguían atestadas de muebles pertenecientes a las familias que habían huido de París en junio de 1940.

A la mañana siguiente, Duff Cooper fue a ver a Bidault al Quai d’Orsay y recogió la visita en su diario: «Tenía un curioso aspecto juvenil y cierto aire que hacía pensar que lo abrumaban las responsabilidades, como si reconociese que no sabía nada ni tenía experiencia alguna. En general, me resulta simpático, aunque me cuesta no poner en duda que vaya a demostrar ser lo bastante fuerte para desempeñar el cargo»[118].

No hubo de pasar mucho tiempo para que Duff Cooper se encontrase en una posición que ya conocía bien de Argel: entre la espada de Churchill y la pared de De Gaulle. Uno de los primeros mensajes que recibió del Ministerio de Asuntos Exteriores lo avisaba de la intención que tenía el primero de hacerle una visita transcurridas unas tres semanas. La respuesta indicaba que el primer ministro no debía hacer dicho viaje hasta haber reconocido el gobierno de De Gaulle y recibir la debida invitación del propio general. Churchill seguía considerando Francia como parte de la zona de guerra aliada y no en cuanto estado soberano.

El gobierno de Estados Unidos dio muestras de una falta de diplomacia semejante. Duff Cooper supo a título privado en el Quai d’Orsay que los estadounidenses habían nombrado al embajador en Francia sin ni siquiera solicitar el consentimiento del gobierno provisional, lo que había hecho que Bidault se sintiera ofendido en lo más profundo.

Hasta que Roosevelt quisiera reconocer de forma oficial su gobierno, De Gaulle no estaba dispuesto a encontrarse ni con el embajador estadounidense, Jefferson Caffery, ni con Duff Cooper, a pesar de que su propio embajador en Londres, René Massigli, había sido recibido por el rey e iba a permanecer con Churchill en el país. El propio general francés estaba retrasando el proceso de legitimación al negarse a aceptar una división temporal de Francia entre una zona de guerra, bajo la autoridad del SHAEF, y la zona del interior.

Por fin, tras una agitada confusión de última hora, se retiraron las últimas barreras, y a las cinco de la tarde del lunes, 23 de octubre, Estados Unidos, Gran Bretaña, Rusia y Canadá reconocieron de modo simultáneo la legitimidad del gobierno provisional. «¡Por fin! —observó sir Alexander Cadogan, ministro británico de Asuntos Exteriores—. ¡Vaya un revuelo el que se ha montado por tan poca cosa! Y todo por esa abuelita rencorosa de Leahy. ¡Espero que esté mareado de lo lindo!»[119]

Aquella noche, Duff y la señora Diana Cooper estaban invitados a cenar con el general. El matrimonio llevó con ellos a Beatrice Eden, la esposa del ministro de Asuntos Exteriores. Entre los demás convidados a la residencia del general en el Bois de Boulogne se hallaban Bidault, el general Juin, François Mauriac y Gastón Palewski. La atmósfera de la velada fue por completo deprimente, y la conversación, escasa. De Gaulle se negó a responder cuando Duff Cooper mencionó el reconocimiento del gobierno provisional, y cuando el embajador insistió y expresó al general sus esperanzas de que estuviese contento por el final del proceso, el general se limitó a encogerse de hombros y le indicó que nunca verían dicho final. Cooper se hallaba sentado junto a la señora De Gaulle, que en ningún momento despegó sus ojos de su esposo ni dijo nada en toda la noche.

Esta «ocasión en extremo fría y aburrida, peor aún de lo que suelen ser sus recepciones… debía haber sido una fiesta de gala —escribió Duff Cooper en su diario—; pero gala no es una palabra que incluya el vocabulario del general De Gaulle»[120]. Mientras regresaban a casa en coche tras la velada, Beatrice Eden observó que, por lo general, nada de lo que uno teme acaba siendo tan malo como se espera, pero que aquella noche había resultado ser mucho peor de lo que ella había temido. Cuando Duff vio a Massigli en Londres pocos días después y le describió la cena, su homólogo estalló en carcajadas. Los dos sabían bien por experiencia que el genio de De Gaulle se tornaba insoportable cuando el general se disponía a curar su orgullo herido. A esto se sumaba, para colmo de males, su convencimiento de que hablar poco no era ninguna incorrección. La explicación de todo esto radicaba tal vez, según hizo saber a Duff un miembro veterano del Quai d’Orsay, en su excesiva timidez.

De Gaulle se había visto obligado a participar en la vida social, aunque esta actitud era por completo ajena a su naturaleza. Diana Cooper ya había notado en Argel que la conversación del general durante las cenas «era tan fluida como la goma arábiga». El matrimonio Cooper lo apodaba Charlie Wormwood («Carlitos el Bilioso»). La casa del general era célebre por su austeridad, y las esposas de los embajadores sentían terror ante la idea de tomar té con Yvonne de Gaulle, cuya conversación era aún más parca que la de su marido. De todos era conocido el carácter puritano de «la tía Yvonne». Según se decía, la sola idea de reunirse con una mujer divorciada le producía migraña.

Al embajador estadounidense, Jefferson Caffery, que llegó a París el 12 de octubre, no le fueron de gran ayuda los relatos «desalentadores» que habían hecho circular otros compatriotas acerca de su persona. Él no era un diplomático nato, y raras veces parecía estar relajado. Siempre iba vestido con una pulcritud impecable, si bien caminaba con rigidez y ayudándose de un bastón. En ocasiones se mostraba incapaz de expresarse debido a un defecto de habla, y en otras lo hacía de un modo directo y brusco; aunque cuando se hallaba relajado podía ser una compañía excelente. Era valiente y generoso, y llevaba con discreción su homosexualidad. Sin embargo, su amante, uno de sus propios subordinados en la embajada, no parecía tan precavido a la hora de mantener el secreto de su relación. Su esposa, Gertrude, era mayor que él, y sabía conducirse con protocolo, a pesar de que en el fondo tenía un corazón bondadoso. Era evidente que no le gustaba más que a su marido tener invitados, pero se esforzaba por sobreponerse. Sin embargo, ambos brillaban por su ausencia en las recepciones diplomáticas con bastante asiduidad.

A pesar de que Caffery no conocía bien Francia, no faltaban en su plantilla quienes supliesen esta deficiencia. Su asesor político, Douglas MacArthur II —sobrino del general y yerno de un antiguo vicepresidente—, había estado en la Embajada de París antes de la guerra y había trabajado para el almirante Leahy en Vichy. Ridgway Knight, que había sido uno de los vicecónsules de Robert Murphy en el África septentrional, demostró ser uno de los integrantes mejor informados de la Embajada, merced a los contactos de que disponía al haberse criado en Francia y ser totalmente bilingüe. En lo referente al Servicio de Inteligencia, Caffery contaba con Charles Gray, jugador de polo acomodado y hombre de mundo conocedor de los lugares de moda, que había vivido en la capital francesa en el período de preguerra, y con el capitán David Rockefeller, quien ocupaba el cargo oficial de asistente militar agregado, puesto que gozaba de reconocimiento internacional por ser para la labor de información lo que la hoja de parra para las esculturas clásicas.

Gray, personaje tranquilo y encantador, miembro del Travellers Club y también del Jockey Club, tenía poco en común con su embajador. Cierto día que se hallaba en la primera de estas asociaciones después de almorzar, levantó la mirada del tablero de backgammon para encontrarse con dos miembros de la segunda con guantes blancos y en posición de firmes. Habían ido a retarlo a un duelo en nombre de un amigo que se había sentido insultado por él. Monsieur Gray elegía el arma. ¿Sería tan amable de hacer llegar a aquél su respuesta?

Las noticias de este desafío se extendieron con tal velocidad que, al regresar a la Embajada, Charlie Gray se encontró con una nota en la que se solicitaba su presencia en el despacho del embajador. Caffery le comunicó, con toda la severidad de que fue capaz, que cualquiera de sus subordinados que se viese envuelto en un duelo habría de dimitir de inmediato. El interpelado quedó abatido: adoraba su trabajo, pero si se negaba a luchar, nunca más podría levantar cabeza en la sociedad parisina. De pronto, le vino al pensamiento la solución perfecta. Escribió una nota por la que aceptaba el reto e informaba a los padrinos de que las armas elegidas eran carros de combate… del alcance, eso sí, que ellos estimasen oportuno.

El cuerpo diplomático que se congregó en París pareció dividirse de forma automática —lo que tal vez era inevitable, dado el lugar y la época—, entre hedonistas y puritanos. El general Georges Vanier, embajador canadiense, era un católico incorruptible. En un principio se alojó en el Ritz, mientras se acondicionaba la Embajada; pero, a decir de su agregado militar, «salió de allí indignado, pues el lugar estaba, al parecer, lleno de logreros de guerra que bebían champán como esponjas»[121]. Vanier se negó también a tener calefacción en su despacho, toda vez que los franceses carecían de combustible para sus propios hogares; en consecuencia, se sentaba ante su escritorio enfundado en su abrigo militar.

El nuncio papal, monseñor Roncalli, futuro papa Juan XXIII, no era un soldado anacoreta como Vanier. En las fiestecillas que organizaba a la hora de almorzar nunca faltaban el buen vino ni los alimentos de calidad; sin embargo, este tipo de reuniones se llevaba a cabo con gran discreción. Tal como refirió el pontífice en cierne a Jacques Dumaine, jefe de protocolo del Quai d’Orsay, consideraba que lo más sabio era pasar inadvertido, pese a que Georges Bidault y otros ministros católicos hacían que el gobierno de De Gaulle se mostrase menos hostil para con la Iglesia que muchos otros del pasado.

El embajador suizo, Carl Burckhardt, había sido comisario de la Liga de las Naciones en Danzig y después, durante la guerra, presidente de la Cruz Roja internacional. Su legación era el Hotel de l’Abbé de Pompadour, sito en el número 142 de la calle de Grenelle. Había caído en manos helvéticas a finales del siglo XVIII al pertenecer a Besenval, capitán de la guardia suiza de Luis XVI y autor de un divertido diario sobre la vida cortesana.

Burckhardt, historiador y humanista, era digno sucesor de Besenval, si bien algo más serio. Era una persona alta y apuesta, y podía llevar su conversación a cotas de una gran intelectualidad. «Me veo siempre inmersa en una constante agonía por no entenderlo», escribió Diana Cooper, con quien tuvo una aventura a finales de la década de 1930. Los Cooper y los Burckhardt siguieron siendo grandes amigos, y él la obsequiaba con todas las historias turbulentas que circulaban en torno a ella y la Embajada Británica.

La residencia del embajador británico era, sin lugar a dudas, un lugar muy poco austero, no tanto por una cuestión de lujo —si bien la bebida y la comida eran siempre de buena calidad—, como por la negativa de sus ocupantes a adoptar posturas morales poco abiertas. Duff Cooper era de la opinión de que lo pasado, pasado está. No tenía intención alguna de invitar a ningún colaborador de relevancia (para ello, Gastón Palewski se encargaba de revisar en privado las listas de convidados), pero tampoco perdía el tiempo con chismorreos ponzoñosos y a menudo poco veraces. Los escritores de la Resistencia como Vercors y el comunista Paul Eluard no tenían ningún problema a la hora de comer allí con Cocteau y Louise de Vilmorin, que recibieron numerosas críticas tras la liberación. Ni siquiera los enemigos acérrimos rehusaban una oportunidad así de reunirse en suelo neutral. Así, el poeta Louis Aragon, comunista, no se retiró al encontrarse con André Malraux, cuyas ideas habían tomado un giro cada vez más decidido hacia la derecha.

Diana Cooper sabía cómo mezclar invitados de forma imprudente y salirse con la suya. En cierta ocasión hizo acudir a Daisy Fellowes y a la marquesa de Bath, dos de las mujeres más mundanas que puedan imaginarse, a un almuerzo en honor del embajador de Tito y de Marcel Cachin, decano del Partido Comunista francés. El que la primera, que durante mucho tiempo fue considerada la mujer mejor vestida de todo el mundo, ocupase el asiento situado frente al de la señora Cachin, quien tenía «el aspecto de una portera anciana», no pareció incomodar a nadie, ni de un bando ni del otro. La señora Cachin «demostró poseer un elevado nivel cultural, así como profundos conocimientos de arte», lo que la hizo merecedora de la total aceptación del resto[122].

La Embajada Rusa, situada en la calle de Grenelle, había sido un edificio hermoso hasta el momento en que le habían instalado puertas de hierro con mirillas y demás dispositivos de seguridad de todo tipo imaginable. Las recepciones se celebraban en salas doradas, resplandecientes por la acción de una poderosa luz eléctrica, y una ruidosa radio sustituía, desde un aparador, a la orquesta de cuerda. Todo esto hacía de aquel lugar el escenario idóneo para el representante de Stalin, Sergei Bogomolov, el más hedonista de todos los embajadores… si tal carácter se mide por el consumo de alcohol.

Una noche, después de que los embajadores de los Tres Grandes hubiesen presentado una minuta conjunta en el Quai d’Orsay, Bogomolov pidió a Caffery y a Duff Cooper que lo acompañaran a la Embajada Rusa. «Había allí dos mesas —registró en su diario este último—, una para los tres embajadores y otra para los tres secretarios, Eric [Duncannon, futuro conde de Bessborough], MacArthur y Ratiani». En el centro de la mesa se dispusieron platos con lonjas de esturión, tarros de caviar, huevos y sardinas a fin de acompañar la bebida. Bogomolov comenzó la velada proponiendo unos quince brindis, todos con vodka. Se daba por hecho que los otros dos embajadores habían de seguir su ejemplo.

El primero en sucumbir fue el propio secretario de Bogomolov, Ratiani, que cayó al suelo mareado; y no hubo de pasar mucho tiempo antes de que tuvieran que acompañar a sus coches al resto de diplomáticos presentes. Ni Caffery ni el mismo Bogomolov se dejó ver hasta bien entrada la tarde del día siguiente. Por su parte, tanto Duff Cooper como MacArthur cayeron seriamente enfermos y hubieron de guardar cama durante varios días.

En otra ocasión en que se celebraba una cena á quatre, la señora Bogomolov puso fin, por fortuna, a la «competición alcohólica» cuando su marido comenzó a proponer una retahíla de «ingeniosos brindis, tales que parecía poco cortés, poco patriótico, ingrato o grosero no aceptarlos». La esposa del anfitrión llegó incluso a reprenderlo por interrumpir a sus invitados, pero no sirvió de mucho. Mientras el representante de Stalin «recitaba un monólogo plagado de estadísticas acerca del número de mujeres que se había matriculado en cada una de las repúblicas soviéticas y se jactaba de la capacidad de los científicos y astrónomos soviéticos», la señora Bogomolov confesó a Diana Cooper que llevaba semanas sin ver una pastilla de jabón. La crisis saponaria soviética fue enmendada al día siguiente por medio de un mensajero portador de varias pastillas a modo de obsequio de agradecimiento[123].

La celebración de la Revolución rusa del 7 de noviembre resultó tan poco proletaria como igualitaria. «El tráfico de la rué de Grenelle se hallaba inmerso en un verdadero caos —observó Duff Cooper—: tardamos una media hora en llegar al edificio. Todos los miembros de la Embajada estaban ataviados con sus elegantes uniformes, en tanto que la señora Bogomolov vestía un traje de noche con todos sus complementos. Por todos lados había luces y operadores de cine. A todos nos fotografiaron al entrar y una vez que llegábamos al piso de arriba para estrechar la mano del embajador y la embajadora. A mí me llevó un joven del personal a una habitación especial, dispuesta aparte para los invitados más privilegiados, en la que no escaseaba el vodka ni el caviar, mientras que al resto sólo le proporcionaron emparedados de mala calidad y apenas si les sirvieron bebida.»[124] Para quien esto escribía, sin embargo, la velada resultó ser memorable en otro sentido (una vez que logró abrirse paso por entre la aglomeración de la sala exterior), toda vez que fue aquella noche cuando se enamoró de la escritora Louise de Vilmorin.

Si Duff Cooper se divertía cada vez que De Gaulle se conducía de un modo particularmente intratable o grosero, Georges Bidault había de sufrir las consecuencias del carácter impredecible de su jefe de estado. El general, que raras veces consultaba a su ministro de Asuntos Exteriores o lo mantenía siquiera al tanto de sus gestiones privadas, convertía la política en algo «difícil de llevar y aun de formular»[125].

En el transcurso de los quince meses siguientes, Bidault no hizo otra cosa que disculparse en privado ante los embajadores de Gran Bretaña y Estados Unidos por las provocaciones de De Gaulle. Éstos, por su parte, no podían menos de compadecer lo complicado de su posición. Caffery refirió una serie de quejas que había formulado Bidault en relación con el general, y aseguró que el ministro de Asuntos Exteriores había añadido que «no hay, en absoluto, nadie más de quien se pueda echar mano, y hay que reconocer que De Gaulle ama a Francia, a pesar de que no le gusten los franceses».

Bajo tanta tensión, Bidault comenzó a beber demasiado (en los círculos diplomáticos, no tardó en hacerse merecedor del sobrenombre de In Bido Veritas)[126] [127], de tal manera que, en noviembre, De Gaulle estuvo a punto de negarse a que acudiera con él a una importante misión en el extranjero.

La proverbial lentitud del servicio diplomático francés tampoco contribuyó a hacer más fácil la vida del ministro de Asuntos Exteriores. El Quai d’Orsay aún no había logrado ponerse al día en lo referente al cambio que había supuesto el establecimiento de un nuevo orden mundial. Así, mientras que a Londres llegaban tres valijas diplomáticas a la semana, a Washington tan sólo se enviaban tres al mes. Los representantes franceses también se hallaban ajenos a todas luces de lo que ocurría en su propio país. Sin embargo, nadie podía poner en duda su erudición. Se trataba de un servicio en el que la composición elegante de un informe parecía ser mucho más importante que su contenido.

El Quai d’Orsay había mantenido siempre una relación tan estrecha como distinguida con la literatura. Alexis Léger, que escribió poesía de exóticas meditaciones bajo el pseudónimo de Saint-John Perse, había sido embajador y secretario general de dicha institución antes de la guerra. En 1940, Pétain lo despojó de toda distinción. Aun así, durante su posterior exilio en Estados Unidos no abandonó nunca su actitud de visceral oposición a De Gaulle, y se negó a regresar a Francia hasta 1958, dos años antes de recibir el Premio Nobel. Paul Claudel había trabajado allí desde la última década del siglo XIX en calidad de cónsul, y más tarde, de embajador por todo el mundo, desde Suramérica hasta Tokio, su último destino, que le fue asignado antes de la guerra. Por su parte, el dramaturgo Jean Giraudoux acostumbraba dejar el sombrero y el bastón colgados en su despacho a fin de camuflar sus ausencias mientras escribía sus obras en casa. Paul Morand había sido ministro de Vichy en Bucarest antes de trasladarse a Suiza, en tanto que Jacques Maritain, filósofo religioso, fue nombrado en 1945 embajador en la Santa Sede.

François Mauriac expresaría más tarde sus temores de que la constelación literaria de «Claudel, Alexis Léger, Giraudoux y Morand haya creado una especie de calambre cerebral, de tal manera que, después de ellos, la máquina diplomática ha sufrido de una anemia intelectual que no tiene más cura que la de una transfusión de sangre procedente de la École Normale Supérieure»[128].

Tras la liberación, los puestos administrativos más importantes recayeron en el puñado de diplomáticos de carrera de talento sobresaliente que no habían colaborado con Pétain, como era el caso de Hervé Alphand. El escalafón inferior fue objeto de purga y se repobló con aquellos que habían logrado una buena hoja de servicios en la guerra, hombres como Romain Gary, aviador de la Francia Libre y novelista.

Los embajadores extranjeros veían su labor obstaculizada en gran medida por la interferencia de la vida social. Los almuerzos oficiales y semioficiales acaparaban buena parte del día, por cuanto podían llegar a los siete u ocho platos, aun en un tiempo de desesperada escasez. En el transcurso de una comida interminable, Duff Cooper no pudo menos de dar la razón a Jean Monnet, sentado a su lado, que «se mostró indignadísimo ante lo extenso del menú y observó que festines como ése eran lo que hacía que los que visitaban París se llevasen una idea tan falsa de la situación real»[129].

En el otoño de 1944, el visitante que más preocupaba a Duff Cooper era Winston Churchill. De nuevo se horrorizó al conocer la propuesta del primer ministro de llegar a la capital francesa sin decir una palabra a De Gaulle de antemano. Hasta hubo de rogarle que no fuera a ver al general Eisenhower al SHAEF, ya que, sin una invitación del gobierno provisional, su llegada a suelo francés podría tomarse como un nuevo insulto. Por fin, y gracias a la ayuda de Massigli y Bidault, se persuadió a De Gaulle a aceptar la visita del primer ministro británico el 10 de noviembre, de tal manera que estuviese en París para celebrar la conmemoración de la primera guerra mundial del día 11.

Churchill llegó en plena forma a Le Bourget, donde fue a recibirlo el ministro comunista del Aire, Charles Tillon, para llevarlo a los aposentos reservados en el Quai d’Orsay a los huéspedes del estado. Al primer ministro británico le hizo ilusión saber que tenía una bañera de oro, mientras que la de Anthony Eden no era sino de plata.

La presencia de Churchill en París se había mantenido en secreto, aunque la noticia se propaló con una rapidez asombrosa la mañana del Día del Armisticio, cuando salió del Quai d’Orsay en un coche de techo descubierto para encontrarse con De Gaulle. El primer ministro británico vestía un abrigo de la RAF abotonado hasta arriba para protegerse del frío y sonreía bajo la gorra del uniforme. Una vez que los dos dirigentes partieron de la calle Saint-Dominique en dirección al Arco de Triunfo, «la recepción fue tal que había de verse para creerlo —escribió Duff Cooper en su diario—. Nunca he visto otra tan multitudinaria. Todas y cada una de las ventanas estaban llenas de gente, que se apiñaba incluso en las terrazas de las casas más elevadas y aun en los tejados. Se hace difícil pensar en una aclamación más estruendosa, espontánea y genuina».

Mientras Churchill y De Gaulle depositaban coronas de flores en la tumba del soldado desconocido, los miembros de su séquito levantaban la vista al grupo de aviones Spitfire que sobrevolaba la capital a fin de proporcionarle cobertura aérea frente a una posible incursión de bombarderos alemanes. La multitud se arracimaba en filas de más de diez en fondo cuando los dos dignatarios recorrieron los Campos Elíseos en dirección al estrado desde el que habían de saludar a las masas, que repetían al unísono: Vive Churchill! Vive De Gaulle! El general francés levantaba ambos brazos, y Churchill desató un rugido aún mayor de aprobación al hacer el signo de la victoria. Los dos hacían «una pareja curiosa —en palabras de Malcolm Muggeridge—: uno tan voluminoso y vivaracho, y el otro tan alto y grave. Parecían el señor Pickwick y don Quijote»[130].

El desfile estaba presidido por el general Koenig; lo acompañaba una banda de la brigada de guardias tocando The British Grenadiers. Tampoco faltaban gaiteros canadienses ataviados con falda escocesa, goums de la cordillera del Atlas, un destacamento de la marina de guerra británica y la Garde Républicaine vestida con uniforme de coraceros y montada sobre corceles negros.

Casi tan importante como el entusiasmo del pueblo resultaba la relajación de las tensiones existentes entre los dos jefes de estado. Ambos se hallaban «de un humor excelente»[131]. Tras un banquete para sesenta personas celebrado en la calle Saint-Dominique, se dirigieron al piso de arriba para discutir. De Gaulle, Palewski y Massigli, así como Coulet y Chauvel, del Quai d’Orsay, tomaron asiento a un lado de la mesa, frente a Churchill, Eden, Duff Cooper y Alec Cadogan, del Ministerio de Asuntos Exteriores, sentados al otro lado. La conversación duró «unas dos horas. Winston pasó la mayor parte hablando en su francés desinhibido y bastante inteligible. Habla extraordinariamente bien, pero entiende muy poco. No se pronunció una sola palabra enojosa, a pesar de que se trataron casi todos los asuntos pendientes, incluido el de Siria»[132]. Con todo, y pese a que no faltaron momentos de verdadera calidez —semejante al afecto que se profesa una pareja de separados ante el alivio de poder arreglar sus desavenencias—, De Gaulle estaba a punto de avanzar en una dirección diferente.

Tres días antes de la llegada de Churchill a París, el general francés había puesto a Bogomolov al corriente de sus deseos de visitar la Unión Soviética a fin de discutir su relación con el mariscal Stalin. De Gaulle sabía que estadounidenses y británicos no tardarían en discutir con los rusos la situación de posguerra, y no quería que Francia quedase excluida de las negociaciones[133].

El 24 de noviembre de 1944, un día después de que entrase en Estrasburgo la 2.ª División blindada del general Leclerc en medio de escenas idénticas a las ocurridas en París en agosto, despegó hacia Moscú el avión de Charles de Gaulle. Entre sus acompañantes se hallaban Gastón Palewski, Georges Bidault y el general Juin, así como una serie de funcionarios superiores del Quai d’Orsay.

Su lento avance a lo largo del África septentrional y a lo ancho de Oriente Medio hasta Bakú supuso en cierta medida una humillación, por cuanto el antiquísimo bimotor del jefe de gobierno se estropeó con una frecuencia vergonzosa. De Gaulle y su comitiva dejaron el avión en la citada ciudad a causa, sobre todo, del mal tiempo. Desde allí emprendieron un viaje aún más tardo hacia el norte a través de las estepas en el vetusto tren del gran duque Nicolás, comandante en jefe zarista, en dirección a Moscú. En cada una de las etapas se les agasajaba con un banquete a despecho de la gran miseria que los rodeaba y de los atroces daños provocados por la guerra en los distintos lugares por los que pasaban. En las ruinas de Stalingrado, los rusos seguían exhumando cadáveres del suelo helado dos años después de la batalla. Cierto día, tras observar a través de la ventanilla de su compartimiento el interminable paisaje invernal, De Gaulle comentó que el viaje se estaba haciendo tan largo que esperaba que no se produjese una revolución en su ausencia.

Las descripciones que se hacían de Stalin en aquella época se centraban en su frente inclinada y rectangular, su tez pálida y unos ojos grandes, almendrados y brillantes. Por otro lado, el modo en que se tensaba su piel a la altura de las mejillas cuando sonreía hacía aún mayor la impresión que daba de llevar una máscara. De Gaulle lo pintó de forma memorable como un «comunista vestido de mariscal de campo, un dictador oculto tras sus maquinaciones, un conquistador con aire de afabilidad»[134].

El festín celebrado en el Kremlin no fue, con todas sus evidentes muestras de ostentación, un acontecimiento alegre. Estuvieron presentes unos cuarenta funcionarios rusos, la delegación francesa, el encargado de negocios de la Embajada Británica y Averell Harriman, embajador estadounidense. Stalin propuso una serie interminable de brindis, empezando por algunos que halagaban a sus invitados y a los que siguieron unos treinta más en honor a sus subordinados rusos: Molotov, Beria, Bulganin, Voroshilov… y así hasta la base de su jerarquía.

Cada vez que levantaba su vaso al final de uno de sus breves discursos, gritaba: «¡Acércate!», a lo que el destinatario del brindis en cuestión había de rodear la mesa a la carrera a fin de hacer chocar su vaso con el de Stalin. El resto de los circunstantes permanecía sentado, sumido en un silencio sepulcral. El mariscal levantó su licor y, con un tono de voz tan suave que resultaba desconcertante, se dirigió al jefe del estado mayor del aire soviético para amenazarlo acto seguido en un alarde brutal de humor de verdugo.

En determinado momento, Stalin se volvió hacia Gastón Palewski para indicarle con una maliciosa sonrisa de desdén (sin duda porque la delegación francesa había eludido la cuestión de reconocer el gobierno títere que pretendía asignar a Polonia): «Uno nunca deja de ser polaco, monsieur Palewski»[135].

Entre los objetivos principales del viaje de De Gaulle se hallaba el de resucitar la tradicional alianza de Francia y Rusia frente a Alemania (su sentido de la historia hizo que nunca olvidara que la segunda había salvado a la primera en 1914), aunque para él no era menos importante aliarse con Stalin con el fin de crear un contrapeso ante el poder de Roosevelt y Churchill. Asimismo, necesitaba asegurarse de que el Partido Comunista francés no sacara los pies del plato.

No debería subestimarse la sensación que tenía De Gaulle de haber sufrido una injusticia a manos de Roosevelt y Churchill. La indignación que le había provocado el que no contasen con su opinión en 1942 llegó a tales extremos que hizo incluso que se planteara romper todo tipo de relaciones con ambos. En Londres había pedido al ubicuo embajador Bogomolov que descubriese cuáles eran las condiciones que pretendía imponer Stalin a cambio del reconocimiento de la Francia Libre. Y en los albores de 1943, un grupo de cazas de esta organización se dirigió a Rusia con objeto de respaldar al Ejército Rojo. Era conocido como el regimiento Normandie-Niemen, y algunos de sus aviadores —pese a ser más gaullistas que comunistas—, alcanzaron la distinción de héroes de la Unión Soviética.

Resulta evidente que De Gaulle albergaba muchas menos ilusiones acerca de Stalin que Churchill y Anthony Eden, quienes daban muestras de una asombrosa inclinación a creer en su buena fe. El dirigente francés, por su parte, había actuado desde un principio en sus relaciones con la Unión Soviética llevado de una cautela que raras veces había demostrado hacia sus aliados anglosajones. Jamás había criticado abiertamente a Stalin, a los comunistas franceses o incluso el pacto nazi-soviético. De hecho, tenía una buena razón para guardar silencio al respecto de este último.

Stalin despreciaba a los franceses. La caída de Francia en 1940 había minado el propósito principal de su pacto con Hitler. Él había albergado la esperanza de una larga guerra de desgaste en el frente occidental entre la Alemania nazi y las democracias capitalistas, y el armisticio del mariscal Pétain había permitido al Führer arremeter contra la Unión Soviética con las fuerzas intactas y una movilidad aún mayor, merced a los vehículos capturados al Ejército francés. En el congreso de Teherán, celebrado en 1943, Stalin declaró que «Francia debe pagar por su colaboración criminal con Alemania»[136].

El dirigente soviético se mostraba mucho más desconfiado ante británicos y estadounidenses. El pacto que había hecho Eisenhower con el almirante Darlan en 1942 lo persuadió hasta tal punto de que Estados Unidos pretendía llegar a algún tipo de acuerdo con Alemania que Roosevelt y Churchill se vieron obligados a asegurarle por medio de una declaración que no aceptarían otra cosa que no fuese la rendición sin condiciones. Aun así, Stalin seguía sin dar crédito a sus palabras. De Gaulle, por su parte, parecía no cejar en su convicción de que Alemania debía fragmentarse en estados diminutos una vez privada de toda su capacidad industrial. En consecuencia, su oferta consistía en lo único que podía interesar a Stalin: un comodín en el ámbito de la Alianza occidental.

Finalmente, Stalin acabó por abordar la cuestión del regreso a Francia de Maurice Thorez. Debió de haber apreciado el modo sutil en que De Gaulle había creado un vínculo invisible entre el retorno de Thorez y la disolución de las milicias patrióticas. Sin embargo, el general no hizo nada por ocultar su irritación cuando Stalin sacó a colación sin ninguna diplomacia y sin más ambages el primero de estos asuntos.

—No tome a mal mi indiscreción —refirió a De Gaulle en tono confidencial—; sólo estoy diciendo que conozco bien a Thorez y que, en mi opinión, es un buen francés. Si yo estuviese en el lugar de usted, no lo encarcelaría. —Dicho esto, entrecerró los ojos con una sonrisa al tiempo que añadía—: ¡Al menos, de momento!

—El gobierno francés —repuso De Gaulle en ademán arrogante—, trata a sus ciudadanos según lo que espera de ellos[137].

Treinta y seis horas antes de que Thorez partiese hacia París, Stalin lo hizo acudir al Kremlin para recibirlo en audiencia, la segunda que concedía al dirigente del Partido Comunista francés en cinco años. A modo de consejo de despedida, le recordó —tras advertirlo de la naturaleza reaccionaria y dictatorial del general De Gaulle—, el carácter primordial de la unidad nacional de Francia a fin de propiciar la caída de Hitler. El mensaje subyacente era obvio, y Thorez, en actitud servil, tomó buena nota.

Al dirigente soviético no sólo le preocupaba el que Estados Unidos pudiera dejar de suministrarle provisiones si los comunistas franceses comenzaban a causar problemas. Por otra parte, una revolución comunista en la retaguardia brindaría también a los estadounidenses la excusa perfecta para acordar con el estado mayor general alemán una paz por separado o incluso materializar su peor pesadilla: la firma de una alianza militar en contra de la Unión Soviética.

El tratado franco-soviético se firmó por fin a las cuatro de la madrugada, una vez que las dos partes lograron alcanzar un acuerdo en lo referente al gobierno títere de Stalin en Polonia. Hubieron de reanimar a la carrera a Bidault, que había perdido el conocimiento en el banquete a causa del alcohol, para hacer que los dos ministros de Asuntos Exteriores estamparan su firma en el documento bajo la atenta mirada de Stalin y De Gaulle, de pie tras ellos. «Il faut fêter cella!», apremió Stalin, y enseguida sirvieron más comida y más vodka.

Durante la visita a Moscú se habían producido varias meteduras de pata, como, por ejemplo, la mención que hizo De Gaulle del pacto sellado por Pierre Laval con Rusia en 1935. Tampoco faltaron las provocaciones por parte de los soviéticos. Uva Ehrenburg, a instancias de Stalin seguramente, obsequió a De Gaulle con un ejemplar de su novela La caída de París, que giraba en torno a los acontecimientos de 1940. Con todo, cuando la delegación regresó a la capital francesa una semana antes de Navidad, todos parecían convencidos de que el viaje había sido un gran éxito, aun a pesar de que, para regocijo de Hervé Alphand, las versiones divergiesen por completo.

De Gaulle se mostraba mucho más optimista. El acuerdo firmado en Moscú bien pudo no haber impresionado demasiado en el ámbito internacional, y sin duda no había logrado el respaldo que esperaba Francia en lo tocante a su reivindicación de la margen izquierda del Rin; pero el general apenas podía haber imaginado una póliza de seguros nacional más efectiva. Maurice Thorez, que había regresado a Francia durante su ausencia, no estaba llamando al Partido Comunista francés a las barricadas, sino exigiéndole sangre, sudor, una mayor productividad y la unidad nacional. Los comunistas de la Resistencia apenas si podían dar crédito a sus oídos; sin embargo, al día siguiente, sus palabras recibieron la confirmación de la prensa del partido, que hacía hincapié en lo dictado por el Kremlin.

La idea de una revolución en Francia se hizo aún menos probable durante las dos semanas siguientes. El 17 de diciembre, día en que regresó De Gaulle de Moscú, llegó a París la noticia de la ofensiva que había llevado a cabo sobre las Ardenas el mariscal de campo Von Rundstedt.

La mayor parte del pánico se debía a las historias que hablaban de comandos de alemanes anglohablantes que estaban sembrando el caos muy por detrás de las líneas de combate. Los documentos de identidad ya no bastaban en los puestos de control. A todo aquel que llevaba uniforme estadounidense se le formulaban preguntas sobre béisbol, en tanto que a los que vestían uniforme inglés se les planteaban retos como: «¿A cuánto equivale una pinta?», o: «¿Qué significan las siglas LBW?»[138] [139].

Ante la posibilidad de un ataque de paracaidistas, París se llenó de soldados dispuestos a defender los edificios públicos. Asimismo, se impuso el toque de queda desde las ocho de la tarde hasta las seis de la mañana. Por toda la ciudad se extendió sin control el rumor de que el enemigo había vuelto a tomar Estrasburgo, e incluso de que se hallaba más allá de Sedán, un nombre que traía terribles recuerdos de 1870. Para los franceses, el temor de otra invasión alemana no tenía tanto que ver con su propia seguridad —si bien algunos refugiados abandonaron la capital—, como con la rabia que les producía la idea de que los colaboradores se salieran con la suya. El regocijo de los reclusos germanófilos de la prisión de Fresnes que creían que no tardarían en ser liberados demostró ser por demás precipitado: eran demasiados —y no sólo antiguos miembros de las FFI—, los que estaban resueltos a hacer que los colaboradores no viviesen para volver a dar a los alemanes la bienvenida a París.

La Navidad de 1944 no fue una época dichosa, dados los tres millones de personas muertas, desaparecidas o confinadas aún en campos de concentración alemanes. «París es una ciudad lúgubre, fría; diríase vacía, sin una alma —escribió Hervé Alphand—. Me recuerda en parte a la Viena de finales de la última guerra: un decorado magnífico sin gente ni luces.»[140]

De Gaulle quedó horrorizado, y con razón, al saber que Eisenhower estaba considerando la posibilidad de retirarse de la recién liberada ciudad de Estrasburgo a fin de enderezar su línea de combate. Afortunadamente, Churchill, que se encontraba en Francia el 3 de enero, se reunió con ambos en el cuartel general del SHAEF en Versalles para respaldar un acuerdo según el cual debían quedar dos divisiones francesas con objeto de defender la capital de Alsacia. El general francés sintió tal alivio ante el resultado de dicho encuentro que quiso hacer público un jactancioso comunicado. Palewski presentó primero el borrador en la Embajada Británica, y Duff Cooper le hizo ver que no haría sino empeorar la situación. «Daba a entender que De Gaulle había convocado una reunión militar a la que se había permitido asistir al primer ministro y a Eisenhower.»[141]

Ni siquiera cuando se desmoronó la ofensiva alemana y Estrasburgo se vio fuera de peligro tuvo De Gaulle razones para estar optimista. Francia se hallaba inmovilizada prácticamente por el frío. Aquel enero sin combustible alcanzó unas temperaturas tan bajas que el pastor Boegner llegó a escribir en su diario: «Siento que mi cerebro es cada vez más lento. Tengo la extraña impresión de no ser capaz de elegir mis palabras a la velocidad acostumbrada»[142]. De cualquier modo, lo que más dolió a De Gaulle fue el hecho de que Francia no fuese invitada a participar en las conversaciones celebradas en Yalta durante la primera quincena de febrero.

Roosevelt no había olvidado la antigua antipatía que profesaba al dirigente galo, y Stalin tampoco había cambiado de actitud a raíz de lo acordado en Moscú. El Kremlin seguía convencido de que habían sido los estadounidenses y los británicos quienes habían «expulsado a los alemanes y liberado el país, y no los ejércitos franceses»[143].

La actuación de los dirigentes británicos a la sazón distaba mucho de ser digna de encomio. Eden, en particular, parecía albergar un temor casi morboso de irritar a Stalin de un modo u otro. Aun así, la totalidad de los pactos más tristemente célebres, desde el «acuerdo de los porcentajes» al que llegaron Churchill y Stalin en octubre de 1944 hasta la traición de Polonia, se han sacado de contexto con demasiada frecuencia. Y la idea de que la presencia de De Gaulle en Yalta podría haber salvado a la Europa central de casi cincuenta años de tiranía no puede ser más infundada, pues no tiene en cuenta que lo acordado allí constituyó en muchos sentidos un sello político colocado sobre una realidad surgida como consecuencia de la estrategia que se había decidido adoptar en la conferencia de Teherán. Ningún gobierno occidental estaba en situación de pedir a unos soldados que anhelaban la desmovilización que se preparasen para enfrentarse al aliado ruso, más aún tras los elogios en que se había envuelto al Ejército Rojo por el sacrificio realizado.

No es difícil entender el enojo que sentían los franceses ante el hecho de que se estuviese parcelando Europa sin la intervención de un solo representante continental, a pesar de que su resentimiento estuviese mal dirigido. Por desgracia, la situación empeoró más aún cuando el presidente Roosevelt invitó a De Gaulle a reunirse con él en Argel a su regreso de Yalta para ponerlo al corriente de lo que allí se había acordado. De Gaulle montó en cólera al ver que el dirigente estadounidense trataba Argel, que formaba parte del territorio francés, como si fuese de su propiedad, por lo que rechazó al punto la invitación. Entonces se corrió la voz de que Roosevelt lo había motejado de quisquilloso, hecho que no hizo sino inflamar aún más su ira.

El sentimiento de los franceses, empero, experimentó un cambio a principios de la primavera de 1945, cuando el Ejército Rojo comenzó a avanzar a paso agigantado. «Las autoridades francesas están aterrorizadas», según informó Caffery a Washington. Bidault había exclamado: «¿Quién va a detener a Atila? Cada día es mayor el territorio que recorren». El propio De Gaulle hubo de admitir que Francia necesitaba con desesperación la ayuda de Estados Unidos. Caffery no podía dejar pasar esta oportunidad. «Me di cuenta —escribió—, de que algunos de los funcionarios del gobierno francés actuaban en ocasiones como si no compartiesen esta opinión. Respondían enumerando las quejas que tenían en nuestra contra, y yo les pagaba con la misma moneda. Al final, sin embargo, hubimos de acordar que no había tiempo para discusiones.»[144]

De Gaulle tenía un magnífico sentido de la historia; con todo, le resultaba difícil soportar el hecho, tan vulgar, de que un país sin dinero no pudiese ser una potencia mundial. La grandeza de Francia y la de Gran Bretaña estaban llamadas al fracaso, tanto como sus imperios, que se habían repartido buena parte del mundo a lo largo de los dos últimos siglos. En adelante iban a dominar el continente europeo dos superpotencias diferentes, y esta perspectiva suponía una amarga humillación que no estaban dispuestos a aceptar ni él ni la mayoría de sus compatriotas. Este hecho acarreó unas consecuencias desastrosas, pues dobló su determinación de no renunciar a las posesiones coloniales. Asimismo, los volvió susceptibles a lo que en ocasiones daba la impresión de ser una nueva ocupación de Francia, llevada a cabo en esta ocasión por el Ejército estadounidense.