9 El gobierno provisional

La eufórica acogida dispensada al general De Gaulle el día que recorrió los Campos Elíseos parecía confirmar el carácter indiscutible de su autoridad. Sin embargo, aún estaba por resolver cuál sería la relación entre el gobierno provisional y la Resistencia. Los comunistas franceses habían sospechado durante la ocupación, no sin fundamento, que su política consistía en «deformar», con la ayuda de los británicos, la naturaleza popular de la Resistencia y «evitar a cualquier precio una verdadera insurrección nacional»[95]. Dieron incluso a entender que los Aliados se habían mantenido alejados de París en agosto de 1944 con la esperanza de que los alemanes aplastasen una insurrección inspirada en gran medida por los comunistas, lo que no dejaba de ser un intento desvergonzado de contestar a las críticas que se habían vertido sobre el fracaso deliberado del Ejército Rojo a la hora de acudir en la ayuda de los nacionalistas polacos durante la sublevación de Varsovia.

De Gaulle estaba persuadido de que los comunistas habían pretendido hacerse con el poder poco antes de que llegasen a la capital las tropas de Leclerc. Tal como lo expresó Georgi Dimitrov en un informe dirigido a Molotov y Stalin, el general «teme a los comunistas franceses y considera que sus actividades constituyen una amenaza a su autoridad; pero se ve obligado a tener en consideración el poder que han alcanzado durante el período de lucha clandestina»[96].

La autoridad del gobierno provisional siguió siendo vaga aun después del triunfo de la liberación, sobre todo en las provincias, aisladas de la capital a causa de la destrucción de carreteras, puentes y líneas ferroviarias. De Gaulle tampoco ignoraba que, si Francia quería tener derecho a sentarse junto a estadounidenses, británicos y rusos en la mesa de negociaciones, debía hacer que todas sus tropas disponibles, tanto del Ejército regular como de los grupos recién formados de las FFI, debían contribuir de forma visible al esfuerzo bélico que implicaba el continuar el avance sobre Alemania. Por ende, no podía retener el avance de las tropas regulares a fin de garantizar la ley y el orden. Este hecho implicaba, asimismo, dejar donde estaba al resto de las FFI y las «milicias patrióticas», que a menudo incluían a los elementos menos dignos de confianza.

Viajar por Francia no era fácil, ni siquiera para un funcionario del gobierno que poseyera coche, cupones de gasolina y cualquier pase imaginable. En las pequeñas ciudades y las aldeas no era extraño que los vehículos hubiesen de detenerse ante milicianos de una especie de «comité de seguridad pública», que, lejos de limitarse a examinar los documentos de todos los pasajeros con gran detalle, los sometían a menudo a una prueba de patriotismo. Al igual que el Madrid de 1936, París poseía tal vez una gran importancia simbólica; pero los decretos que allí se promulgaban apenas tenían peso en la zona rural, en especial la del suroeste.

El general De Gaulle y su entorno habían previsto mucho antes de la invasión de Normandía cuáles serían los principales problemas a los que habrían de enfrentarse. Varios meses antes del Día D habían comenzado a seleccionar a hombres capaces de sustituir a los funcionarios de Vichy en las diversas provincias y restablecer la legalidad republicana antes de que la usurpasen los comités revolucionarios.

El gobierno provisional no podía soñar siquiera con crear un aparato estatal nuevo y sin corromper que pudiesen establecer en toda Francia. Debían conformarse con las instituciones que ya existían, la mayor parte de las cuales estaba comprometida. A fin de frenar los excesos de la justicia popular, era necesario dotar las calles de gendarmes, aun cuando hubiesen colaborado con los alemanes. La inmensa mayoría de los magistrados que habían jurado lealtad al mariscal Pétain habrían de regresar a sus salas de justicia. Se pidió a los funcionarios que habían servido fielmente al régimen de Vichy que regresasen a sus puestos, y a fin de reavivar la economía, a la sazón extenuada, se hacía necesario volver a poner en marcha las fábricas cuyos directores habían colaborado con los alemanes. Los agentes al cuidado de un proyecto tan complejo recibieron el nombre de «comisarios de la república». Cada uno de ellos era responsable de una región.

La labor más acuciante consistía en proporcionar alimento y servicios esenciales a la población. Claude Bouchinet-Serreulles, que permaneció con el Ministerio del Interior en calidad de comisario de la república en general, hizo hincapié en esta prioridad en cuanto llave de casi todo lo demás. Sin ella, el orden público se desmoronaría.

En muchas zonas no existían ni la ley ni el orden durante los primeros meses de la épuration. En noviembre, verbigracia, irrumpió en un penal una veintena de antiguos miembros de la Resistencia. Capturaron a un coronel que había encabezado una expedición de represalia contra los maquis y, sin importarles un ardite que De Gaulle le hubiese condonado la pena de muerte, lo fusilaron en un campo cercano. Louis Closon, por otra parte, hubo de enfrentarse en el norte de Francia a la amenaza de treinta mil prisioneros de guerra del Ejército Rojo liberados que mostraban «una actitud provocadora, como si se hallasen en territorio conquistado»[97]. De cualquier modo, la situación más caótica de todo el país se daba probablemente en el suroeste, cerca de Toulouse.

«En tiempos de la liberación —escribió el filósofo A.J. Ayer, que se hallaba por el suroeste de viaje semioficial de la SOE—, toda la zona estaba en manos de una serie de señores feudales que poseían un poder y una influencia extrañamente similares a la de los que habitaban Gascuña en el siglo XV[98]

Uno de los más poderosos de entre estos barones modernos era el coronel George Starr, oficial veterano de la SOE en el sureste francés. Se trataba de un hombre duro en extremo, un ingeniero de minas que había demostrado ser un dirigente militar sólido y cuya popularidad había aumentado de forma incalculable tras lograr proveer a la mayor parte de los maquis de la zona de las armas que lanzaban en paracaídas aviones procedentes de Inglaterra. Otro era el coronel Serge Ravanel, alpinista, comunista y graduado de la Ecole Polytechnique, que había demostrado, a la edad de veinticinco años, ser uno de los luchadores más inspirados de la Resistencia francesa.

En la propia ciudad de Toulouse existía un buen número de bandas armadas que contaban en sus filas con un número de extranjeros nada despreciable, en su mayoría republicanos españoles, aunque también desertores georgianos del ejército de renegados del general Vlassov. Los comunistas españoles, entre tanto, planeaban la invasión del valle de Arán, que se produjo en octubre. Unos tres mil guerrilleros organizados en doce brigadas cruzaron la frontera con la esperanza de provocar un levantamiento en todo el país; pero no duraron mucho una vez que las autoridades enviaron a la legión extranjera a luchar contra ellos.

«Toulouse era el zoco de todo tipo de aventureros», según señaló Jacques Baumel, miembro del movimiento de resistencia Combat[99]. No todos los grupos eran de izquierda. Cierto coronel de extremadas opiniones anticomunistas intentó tomar la región fronteriza para unirse a las fuerzas del general Franco. De él se decía que era el principal organizador del maquis blanc, que debían lealtad al conde de París.

Pierre Bertaux, comisario de la república a cargo de la región, conocía bien la zona, pues había sido profesor universitario antes de la guerra. Se encontró sentado en una prefectura vacía, sin que nadie le hiciese caso aparte de algunos naphtalinés (nombre que recibían, entre otros, los oficiales del ejército de Pétain que se habían unido a la Resistencia en el último momento, ataviados con uniformes que olían a alcanfor). El coronel Starr fue a visitarlo, aunque tan sólo para dejar bien claro que seguía órdenes de la cadena de mando aliada y no de un gobierno provisional aún sin reconocimiento.

A mediados de septiembre, De Gaulle recorrió diversas capitales de departamento (Lyon, Marsella, Toulouse, Burdeos…) a fin de establecer su autoridad tras la liberación. Era evidente que para él Toulouse era el lugar en el que se enfrentaría a la Resistencia.

El avión en el que viajaba —y que llevaba en su exterior la cruz de Lorena—, aterrizó en el aeródromo de Blagnac la mañana del 16 de septiembre. Se había hecho muy tarde, y el comité de recepción de los dirigentes del maquis, formado por unas ciento cincuenta personas que esperaban frente al gélido viento, comenzaba a impacientarse. Se animaron al ver abrirse la puerta del aparato, convencidos de que De Gaulle les ofrecería un breve pero cálido discurso de felicitación por todo lo que habían hecho por la liberación de Francia. Sin embargo, lo único que recibieron fue un rápido apretón de manos acompañado de frías inclinaciones de cabeza, tras lo cual el visitante no tardó en marcharse. El séquito que acompañaba al general había tomado formidables precauciones de seguridad para la ocasión, que incluían la presencia de escoltas en coche y motocicleta.

Pierre Bertaux acompañó a De Gaulle a Toulouse. El joven comisario de la república cometió el error de intentar entretenerlo con una relación de la visita del coronel Starr a su despacho, en la que éste había anunciado que, dado el respaldo de sus setecientos hombres armados, tan sólo había de dar un golpe en la mesa para resolver cualquier problema. Al oír estas palabras, el general montó en cólera y quiso saber por qué Bertaux no había arrestado a aquel inglés. El comisario hubo de admitir que no sólo no lo había detenido, sino que lo había invitado a almorzar aquel día para que conociese al presidente del gobierno provisional. Éste le ordenó enseguida que cancelara la invitación.

Al llegar a las afueras de Toulouse, De Gaulle hizo que el conductor detuviera el automóvil, pues tenía la intención de dirigirse a pie a la prefectura. Pretendía, una vez más, poner de relieve su autoridad en aquella ciudad de guerrilleros beligerantes igual que había hecho durante el tiroteo de Nôtre-Dame. No hizo nada por disimular su convencimiento de que aquel joven comisario de la república necesitaba con urgencia una lección del arte del liderazgo. Sin embargo, para alivio de Bertaux, no hubo disparos —ni tampoco multitudes entusiastas—, para recibir el decidido avance de De Gaulle. Habida cuenta de la profunda decepción que había supuesto aquel ejercicio, el general decidió no perder más tiempo y dejar que Bertaux volviese a recurrir a la escolta motorizada.

Starr recibió el mensaje de que habían anulado su invitación y de que De Gaulle deseaba que se presentara aquella misma tarde en el despacho del prefecto. A pesar de que no le resultó del todo inesperada, la noticia tampoco hizo nada por mejorar su humor. Ravanel, cabecilla de los maquis, no salió mejor parado, aun cuando debía su nombramiento al general Koenig. Había viajado en el otro coche junto con André Diethelm, ministro de Defensa, que se negó a reconocer siquiera su presencia. Ravanel sí participó en el almuerzo, pero la actitud de De Gaulle para con él y sus oficiales fue de claro desdén. Preguntó a cada miembro de su «belle brochette de colonels» cuál había sido su rango durante el servicio militar, una afrenta a las graduaciones de los resistentes por parte de un oficial de carrera que el general hizo aún mayor durante el discurso que pronunció ante el pueblo al hablar tan sólo de las fuerzas armadas francesas regulares sin mencionar a la Resistencia[100].

Cuando Starr se presentó en uniforme británico en el despacho del prefecto, la cólera del general volvió a avivarse ante la sola idea de que un inglés fuese tan influyente en territorio francés. Llegó a decir incluso que Starr y sus seguidores no eran más que una cuadrilla de mercenarios. El aludido, conteniendo su ira, indicó que entre sus subordinados había oficiales regulares del Ejército francés, lo que puso al general más furioso todavía y le hizo conminarlo a abandonar Toulouse de inmediato. El inglés repuso que se hallaba allí por orden del cuartel general de las fuerzas aliadas y no del gobierno provisional, por lo que no dejaría su puesto a menos que aquél se lo ordenase. Si el general De Gaulle quería arrestarlo, era responsabilidad suya.

A sus palabras siguió un silencio insoportable. De Gaulle hubo de reconocer al fin la realidad de la situación: la popularidad de que gozaba Starr en la región era tal que su arresto no podría sino provocar serios desórdenes, amén de graves problemas con los Aliados. El general tuvo el sentido común de ponerse en pie y, sobreponiéndose a sus emociones, rodear el escritorio para estrechar la mano del oficial británico.

Así y todo, Starr se vio obligado a abandonar Toulouse poco después, bien que De Gaulle acabó por reconocer que debía recibir la Croix de Guerre y la Legión d’Honneur por sus servicios.

El enfrentamiento del presidente con la Resistencia de Toulouse, en parte un acto simbólico, constituyó también un experimento previo a su conato de efectuar el decisivo movimiento de abolir las milicias patrióticas que habían surgido de aquélla. Los maquis del suroeste se hallaban entre los más volubles del país.

El 24 de octubre, el general decidió jugar su mejor carta. Había hecho caso omiso de la campaña de mítines y marchas orquestada con todo detalle por el Partido Comunista en favor de le retour de Maurice Thorez tanto como de los telegramas que le había enviado éste desde Moscú. Thorez era el rehén de De Gaulle, y había llegado el momento de hacer un intercambio (tal como había sospechado el propio Thorez, a juzgar por la carta enviada a Dimitrov tres semanas antes). El 28 de octubre, el representante de De Gaulle en Moscú informó al dirigente comunista francés de que se le iba a conceder la amnistía, bien que no podía decir nada hasta que se publicase el decreto en el Journal Officiel. Dimitrov envió al punto un comunicado a Stalin para ponerlo al corriente del asunto.

Aquel día, De Gaulle convocó un Consejo de Ministros. Todos los presentes sabían que pretendía exigir una contrapartida por permitir el regreso de Maurice Thorez. Se propuso a cada uno de ellos la disolución de las milicias patrióticas, aunque todos los ojos estaban puestos en los ministros comunistas: Charles Tillon, ministro del Aire, y François Büloux, ministro de Sanidad. Estaban atrapados entre De Gaulle y la oposición del Kremlin a una revolución en Francia. En consecuencia, ni siquiera Tillon, destacado dirigente de los FTP, tuvo nada que objetar cuando le llegó el turno de hablar.

La gran mayoría de los comunistas franceses, que desconocía por completo la política de Stalin al respecto, quedó trastornada por este golpe sufrido por la Resistencia. Durante los diez días siguientes, el partido hubo de soportar gestos de protesta en forma de mítines y discursos incendiarios; aunque en ningún momento se habló de un enfrentamiento al gobierno. Duclos y los demás dirigentes comunistas distaban mucho de estar contentos con la situación, pero, al igual que había sucedido con el pacto nazi-soviético, hubieron de aceptar que los intereses de la Unión Soviética eran lo primero.

Los militantes de base estaban resueltos a no entregar unas armas que en ocasiones habían logrado con gran riesgo durante la resistencia, dada la escasez de los envíos por paracaídas procedentes de Inglaterra. En toda Francia se limpiaron con aceite armas de todo tipo para envolverlas con primor en hule y enterrarlas en jardines u ocultarlas bajo suelos. Es imposible calcular cuántas se escondieron. En diciembre, el destacamento de la gendarmerie de Valenciennes descubrió un arsenal constituido por tres ametralladoras de aviación, dos fusiles, tres fusiles antitanque, un revólver, ocho granadas, quince granadas de mano, dos cajas de detonadores, diecinueve mil cartuchos de munición y seis sillas de caballería. Los antiguos miembros de los FTP que se habían incorporado al Ejército y que se hallaban en el cuartel de Rouzier, no lejos de allí, amenazaron enseguida con atacar a la gendarmerie si se efectuaban más registros.

En muchas partes del país hubo maquis que se negaron a someterse a las órdenes de la capital, y el comisario local de la república decidió esperar el momento propicio sin importarle lo que hubiese decretado el Ministerio del Interior. Aun así, ya se había dado el primer paso, y el que el estado volviese a establecer en toda Francia su monopolio de fuerza era tan sólo cuestión de tiempo.

El discurso pronunciado por De Gaulle en Toulouse había puesto en evidencia la antipatía que profesaba a la guerra irregular. El texto, además, estaba impregnado de su concepción casi monárquica de la legitimidad y la sucesión. La liberación era una restauración, no una revolución, y Charles de Gaulle no era tanto un presidente de gobierno como un monarca republicano. El dirigente comunista Jacques Duclos acostumbraba referirse a él como Carlos XI.

El que hubiese elegido para trabajar su despacho de preguerra, sito en el número 14 de la calle Saint-Dominique, dentro del Ministerio de Defensa, reflejaba su determinación por reconstruir Francia sobre elementos del pasado. El Ejército constituía una base sólida; sin embargo, no opinaba lo mismo acerca de la industria. La alocución dirigida a la ciudad de Lille el 1 de octubre, durante la segunda etapa de la vuelta a Francia que efectuó tras la liberación, prometía elaborar un programa de nacionalización en términos que podrían haber salido de la boca de un socialista adepto al dirigismo, si no de un comunista.

De Gaulle no parecía dispuesto a relajarse sino ante miembros de confianza de su estado mayor. Claude Bouchinet-Serreulles, uno de los jóvenes ayudantes con que contaba en Londres y que saltó en paracaídas a Francia para encontrarse con Jean Moulin, no olvidó nunca su «grande courtoisie». El general siempre se levantaba para estrechar su mano cuando le entregaba los informes a primera hora de la mañana. Nunca comía solo: se llevaba con él, por norma, a uno de sus jóvenes colegas, y aprovechaba esta oportunidad para formular sus ideas ante un público así. Durante los días de guerra hablaba siempre del futuro, y nunca del pasado, a pesar de poseer profundos conocimientos de historia. Sin embargo, con la liberación había llegado el futuro, y no resultaba precisamente cómodo. Uno de los principales problemas a los que se enfrentaba era el carácter limitadísimo de su círculo de compañeros en un momento en que se habían multiplicado los asuntos sobre los que debatir.

Los colegas más cercanos a él, que en muchas ocasiones carecían de un conocimiento especializado, eran las únicas personas capaces de influir en sus decisiones, dado que cuando se reunía con los ministros era habitual que hubiese tomado una decisión por adelantado. Su chef de cabinet, Gastón Palewski, que tenía a su cargo la labor de controlar el acceso a un De Gaulle por lo general sobrecargado de trabajo, se granjeó, de manera inevitable, la enemistad de la mayoría. En particular fue objeto del resentimiento de los oficiales superiores del Ejército francés. Su poder se mitificó hasta tal punto que el pueblo dio en atribuir a las iniciales GPRF (Gouvernement Provisoire de la République Francaise) que lucían los coches oficiales el significado de «Gastón Palewski, Regente de Francia»[101].

Los miembros del gobierno constituido durante la segunda semana de septiembre iban a llevarse un buen número de sorpresas que a menudo tenían que ver con sus nombramientos. Georges Bidault fue el primero en admitir lo extraordinario de su elección como ministro de Asuntos Exteriores. «Aquélla fue una aventura inesperada —escribió—, y tenía mucho de paradójico.»[102] Como quiera que había llevado una existencia clandestina desde el inicio de la ocupación hasta la época en que fue designado para presidente del Consejo Nacional de la Resistencia, no tenía la menor idea de lo que sucedía en el mundo exterior.

Pierre-Henri Teitgen, en otro tiempo profesor de Derecho en la Universidad de Montpellier y miembro del Comité General des Etudes de la Resistencia, se encontró asombrado con que lo habían puesto al frente del Ministerio de Información. Requisó un magnífico edificio de la avenida de Friedland que la Wehrmacht había convertido en un cine y pidió a dos conocidos de confianza que fuesen su secretario general y su chef de cabinet.

Teitgen, que empezaba desde cero, hubo de arrostrar un número menor de dificultades que algunos de los que estaban al frente de ministerios mejor establecidos. El tanque calcinado seguía bloqueando la entrada del Ministerio de Asuntos Exteriores cuando llegaron a él René Massigli y Hervé Alphand, expertos diplomáticos del general De Gaulle, el 29 de agosto. La escalera principal estaba manchada de sangre. Asimismo, había jirones desgarrados de camisas del Ejército alemán que se habían empleado para limpiar fusiles antes de ser abandonados en los rincones de las salas de visita vacías, por las que campaba el eco. Finalmente hicieron acto de presencia unos cuantos funcionarios timoratos que habían trabajado para el régimen de Vichy, sin saber si los iban a fusilar, encarcelar o rehabilitar.

Aparte de los pocos que secundaban a De Gaulle, el Quai d’Orsay seguía estando, tal como escribió Alphand, «peuplé de Vichy»[103]. En 1940, la mayor parte de los funcionarios había seguido trabajando por lo que ellos pensaban que era el gobierno de Francia. Este hecho predispuso casi con toda seguridad a De Gaulle en contra del Quai d’Orsay en cuanto institución. Dos días antes del Día D, el general había reconocido ante Duff Cooper que el hombre al que más difícil le resultaba perdonar era Roland de Margerie, que había sido el representante de Vichy en Shanghai. «Me podría haber ayudado tanto… Habría evitado que cometiera muchos de los errores que cometí. Si hubiese venido entonces, ahora sería ministro de Asuntos Exteriores.»[104]

Lo que recordaba Alphand con mayor claridad de aquellas primeras semanas en el Quai d’Orsay era la figura de Georges Bidault, arrebujado en su abrigo frente a una candela encendida con maderos en una de las salas de visita, tan inmensa como vacía. Los alemanes se habían llevado todos los archivos importantes a Berlín durante su retirada, y otro tanto podía decirse de las máquinas de escribir y los archivadores, botín que acabó siendo trasladado a Rusia en 1945 tras la caída de Berlín.

La mayoría de los ministerios se hallaban en un estado similar. La escasez de papel era tal que se hizo necesario emplear el que quedaba con membrete de Vichy: tan sólo había que tachar el «État Francais» del encabezado para mecanografiar debajo: «République Francaise». Las autoridades de algunos departamentos se vieron obligadas a continuar con esta embarazosa práctica hasta el verano siguiente, en que se celebró el juicio al mariscal Pétain.

Con todo, no eran sólo los ministerios gubernamentales los que carecían del equipo esencial. En los hospitales escaseaban los termómetros, amén de los fármacos y los vendajes. Durante el terrible invierno de 1944-1945 apenas si quedaba en París la escayola necesaria para soldar los huesos que, frágiles por causa de la desnutrición, se partían con gran facilidad debido a los resbalones propiciados por las calles heladas.

La racha de frío iniciada durante la ofensiva de las Ardenas a principios de enero, que se prolongó durante casi todo el mes, fue una de las peores que había sufrido Francia en mucho tiempo. El 20 de enero de 1945, el embajador estadounidense envió a Washington el siguiente telegrama: «El suelo ha estado 17 días cubierto de nieve. Récord anterior: 10 días. Sigue nevando. Plantas hidroeléctricas con agua congelada. Rompehielos incapaces de abrirse camino entre capas de 20-30 cm que cubren canales procedentes de minas. Hay 70.000 toneladas de carbón inmovilizadas en gabarras por el hielo. Llegadas diarias han descendido en un tercio hasta 5.000 toneladas para todo París. 66 trenes congelados.»[105]

De cualquier modo, la primera preocupación del gobierno, aún más prioritaria que ésta, seguía siendo el suministro de alimentos. El pan blanco había aparecido poco después de la liberación, merced a la harina proporcionada por los estadounidenses, bien que no tardó en desaparecer de nuevo en cuanto el gobierno provisional hubo de depender de sus propios recursos. La escasez llegó a tal extremo que el pueblo empezó a decir que había estado mejor bajo el dominio alemán, aunque estas quejas pasaban por alto el hecho de que el sistema de transportes hubiese quedado destruido a raíz de las batallas. Tras la liberación fueron varias las líneas principales que quedaron inservibles durante muchas semanas, y una vez que los alemanes se retiraron, llevándose consigo la mayor parte de los vehículos, el transporte rodado dependía de un número muy limitado de camiones de gasógeno. El problema fundamental, según la Sûreté Nationale, radicaba en los agricultores que se resistían a la collecte, la compra obligatoria de alimentos según unos precios fijos. El campesinado reaccionario de la Vendée era, al parecer, el peor en este sentido. En octubre de 1944 se entregaron menos de cuatro toneladas de mantequilla en todo el département. Durante el mismo mes, el de Paso de Calais, que contaba con pocas cabezas más de ganado lechero, produjo trescientas cincuenta y cinco toneladas para el mercado oficial[106].

El dinero parecía no tener política alguna en aquellos tiempos. El duque de Mouchy era alcalde de la aldea del mismo nombre, donde los campesinos votaban en su mayoría a los comunistas. Su pueblo lo quería y confiaba en él, hasta el punto de que un anciano granjero llegó a pedirle que comprara un anillo de diamantes para su hija la próxima vez que fuese a París. El noble así lo hizo, pero cuando regresó con él, el granjero le hizo saber enseguida que no era lo bastante grande. A la semana siguiente, por ende, el duque se dirigió a Chaumet, la joyería situada en la plaza Vendóme, con los trescientos cincuenta mil francos que le había dado el anciano en una bolsa de papel y compró un anillo enorme. En esta ocasión, el hombre quedó encantado, y aseguró al aristócrata que aún le quedaban siete millones de francos escondidos en su despensa.

François Mauriac escribió que los empeños llevados a cabo por el gobierno a fin de evitar el mercado negro se asemejaban a los de «el niño que vio san Agustín en la playa y que quería vaciar el mar con una concha»[107]. Paul Ramadier, ministro de Abastecimiento, exhortó a la Sûreté Nationale a iniciar «la plus active repression». Dada la escasez de alimento, recaía sobre él el peso de la impopularidad del gobierno. No tardó en recibir el sobrenombre de Ramadán, en tanto que las raciones diarias comenzaron a conocerse como Ramadiéte. Su ministerio se convirtió en blanco de las manifestaciones de las diversas comisiones de amas de casa, cuya organización se debía por lo general a los comunistas. Cuatro mil mujeres coreaban ante el Ayuntamiento la consigna: «¡Nuestros hijos quieren leche!»[108]. En una populosa concentración celebrada en el Vélodrome d’Hiver, la multitud gritaba: A mort!, cada vez que se mencionaba el nombre de Ramadier.

El jefe de policía recibió órdenes de actuar con contundencia. Durante la segunda semana de marzo se establecieron controles en todas las carreteras que llevaban a la capital, operación que pronto fue conocida como el Sitio de París[109]. Sin embargo, lo más acuciante era cortar el tráfico de provisiones, introducidas por «maleteros» que compraban alimentos —de forma tan directa como ilegal—, a los granjeros normandos. En los trenes, el Camembert fermentado, a razón de veinte piezas por maleta, y la sangre de las articulaciones de animales recién muertos, que goteaba desde el portaequipajes, desprendían un olor tan penetrante que ni siquiera la proverbial obsesión de los franceses respecto a las corrientes de aire podía impedir que se abriesen de par en par las ventanillas de los vagones[110].

Luizet organizó durante dos días una operación a gran escala con sus agentes de policía en la estación de Montparnasse a fin de registrar las maletas de todos los viajeros que regresaban de las fértiles regiones del noroeste francés. Sin embargo, tal medida sentó tan mal entre los usuarios que poco faltó para que acabase por desembocar en una verdadera revuelta. «Ante tales circunstancias —informó Luizet al ministro del Interior—, me veo obligado a dar a mis hombres la orden de detener esta especie de operación de control.»[111]

En tanto que en las ciudades pequeñas y grandes continuaba la lucha cotidiana por la supervivencia, la labor de reconstrucción de Francia resultaba abrumadora para una economía en bancarrota, y se mantenía a flote tan sólo gracias a las ayudas y préstamos de Estados Unidos. Las fábricas habían sido destruidas o desmanteladas por los alemanes, y los principales puertos habían quedado reducidos a escombros y fragmentos retorcidos de acero por la acción de las bombas. Aún quedaban millones de minas por desactivar. Según datos del SHAEF, el número de edificios destruidos ascendía a 1.550.000, cifra que doblaba casi con exactitud la de la primera guerra mundial. Asimismo, el país se enfrentaba a una grave escasez de madera y otros materiales de construcción, dado que buena parte de las existencias disponibles la habían empleado las fuerzas aliadas.

La falta de carbón era tal que mucho antes de que entrase el invierno comenzaron a recibirse en el Ministerio del Interior telegramas urgentes de los distintos prefectos que advertían de las consecuencias. El 29 de octubre llegó a la plaza Beauvau un comunicado que aseguraba que Ruán tan sólo contaba con provisiones para menos de cuatro días. El tren que esperaban no había llegado aún, y cuando lo hiciera, se iban a necesitar tres días para descargarlo. En las provincias se sospechaba que París estaba siendo objeto de un tratamiento privilegiado. «Nos llena de infelicidad —escribió al ministro del Interior el alcalde ruanés—, ver que en París siguen en plena actividad los teatros, el cine y el metro, que aún funciona mucho después de las horas laborables de sus ciudadanos, mientras que Ruán sufre entre sus ruinas sin recibir ayuda alguna.»[112]

Uno de los detalles más llamativos de la multitud de datos proporcionados por los sondeos de opinión que se llevaron a cabo durante el período que siguió a la liberación fue el hecho de que los encuestados considerasen que la confiscación de ganancias ilícitas constituía la labor más prioritaria de los ministros, aun por encima del abastecimiento de comida.

Los comunistas, que seguían la teoría estalinista de sabotaje (según la cual todo fracaso debía de ser obra de una quinta columna), tenían muy claro a qué había que achacar la culpa: «El carácter insuficiente de la depuración ha dejado el control de la industria y los departamentos gubernamentales en manos de los que colaboraron con el fascismo antes de la ocupación y durante ésta»[113]. Incluso el gobierno, que necesitaba mantener en sus puestos a los administradores con experiencia, se vio obligado a reconocer en privado la permanencia de ciertas injusticias. El ministro que en un principio se había responsabilizado de la reconstrucción admitió que el gobierno se enfrentaba a «un probléme délicat»[114]. Las compañías que habían trabajado con los alemanes eran las mejor equipadas —tanto en lo financiero como en lo referente a mano de obra y materias primas—, para abordar las abrumadoras tareas que arrostraba Francia. Muchas de las compañías constructoras más grandes ni siquiera existían al principio de la guerra, y en aquellos momentos iban a asumir «une importance anormale». Por el contrario, las empresas «patrióticas» que se habían negado a colaborar con los alemanes eran considerablemente débiles.

Las amenazas de represalia contra los industriales colaboracionistas proferidas por el Partido Comunista habían comenzado mucho antes de la liberación, y se repitieron en L’Humanité cuando los Aliados se hallaban cerca de París. «Los directores de las fábricas Renault habrán de pagar por las vidas de los soldados aliados muertos como consecuencia de su avidez por equipar al enemigo.»[115] A Louis Renault lo arrestaron y sentenciaron el 23 de septiembre por haber vendido material por más de seis billones de francos al Ejército alemán. El industrial, que contaba a la sazón setenta y siete años, murió un mes más tarde en la prisión de Fresnes. Su esposa aseguró que lo habían asesinado, aunque según los médicos falleció de un ataque de apoplejía. Marius Berliet, presidente de los fabricantes de camiones, fue encarcelado junto con sus hijos en Lyon sin que mediara juicio alguno, bien que su delito no había sido el más grave: entre Renault, Citroën y Peugeot habían manufacturado para la Wehrmacht casi noventa y tres mil vehículos, mientras que la producción de Berliet se limitaba a 2.239. El banquero Hippolyte Worms era otra de las personalidades arrestadas. Con todo, la inmensa mayoría de los industriales que habían trabajado para los alemanes, incluidos los constructores de la Atlantic Wall, no se vieron afectados en absoluto.

Se confiscaron y nacionalizaron muchas compañías, unas porque habían colaborado de verdad y otras porque la inevitable colaboración brindaba la excusa perfecta para socializar las industrias clave.

Acosados por la retórica revolucionaria y la amenaza de la nacionalización, los industriales y grupos de patronos —que recibían el nombre genérico de patronat—, hizo llegar a De Gaulle un comunicado de protesta por la campaña. El patronato insistía en que había «satisfecho su deber para con la nación al mantener los medios de producción en suelo francés mientras llevaba a cabo una resistencia administrativa a una escala que aún no ha sido reconocida. Por lo tanto, considera que es su deber protestar ante el mito de que la salvación de Francia se debe en exclusiva a la clase obrera»[116]. De cualquier modo, estos argumentos tenían mucho de solapado. Sólo fue una minoría distinguida de directores la que saboteó el trabajo, y la justificación por mantener la producción comportaba que los intereses a largo plazo de Francia dependían de una ocupación alemana continuada más que de la liberación final.

En el clima del momento, en el que se consideraba a la derecha en bancarrota moral tras el período de Vichy y la ocupación, la opinión pública se había volcado en favor del cambio por el cambio. Los logros de la Resistencia y la fraternidad que había propiciado la liberación podían avanzar aún más durante la paz a fin de conseguir una sociedad más justa. Este instinto o emoción de carácter político se describió como progressisme, palabra que convenía tanto a los comunistas que no querían alarmar a los potenciales compañeros de viaje como a los socialistas de derecha que temían los planes de aquéllos pero no se atrevían a expresarlo de un modo abierto.

Para los que tanto habían perdido en toda Europa, el progresismo parecía ofrecer el único camino hacia delante tras dejar atrás las ambigüedades morales de la guerra y la miseria de la depresión de los años treinta. Así y todo, los conservadores y los librepensadores políticos que cuestionaban estas suposiciones lo consideraban un tobogán hacia el comunismo. Desde Estados Unidos, y ante la visión de una Europa destrozada, el británico Aldous Huxley albergaba esperanzas de que la Pax Soviética se extendiese por todo el continente. Al igual que muchos otros, temía que fuese imposible «volver a unir los trozos de Humpty Dumpty» si no era «bajo una forma totalitaria y depauperada propia de una pesadilla»[117].