La épuration sauvage
Al liberar una ciudad o una aldea en el transcurso de su avance por la Francia septentrional, los Aliados se encontraban a menudo con que las primeras víctimas de la purga extraoficial a la que se asignó el nombre de épuration sauvage eran los miembros más vulnerables de la comunidad. «Ayer, en Saint-Sauveur-le-Vicomte —escribió en su diario David Bruce—, los habitantes afeitaron la cabeza a doce mujeres que habían estado durmiendo con oficiales y soldados alemanes. En adelante, deberán andar a escondidas por la aldea. Los franceses que nos acompañan lo consideran un castigo adecuado y beneficioso.»[81] Seis semanas tarde pudo comprobar que en la Jefatura de Policía de Chartres se había montado una cadena de producción para rapar cabezas en cuanto los alemanes se habían visto rodeados.
Entre las acusadas había mujeres casadas cuyos maridos se encontraban en Alemania en calidad de prisioneros o de reclutas del Servicio Obligatorio de Trabajo. En su caso, la llamada collaboration horizontale parecía una doble traición; sin embargo, acostarse con un alemán podía haber sido el único modo a su alcance de evitar la muerte por inanición de sus hijos.
A algunas se las sometía a una degradación aún mayor. Existen fotografías de mujeres a las que se ha desnudado para pintarles cruces gamadas con brea y obligarlas a hacer el saludo nazi antes de hacerlas desfilar por las calles, con sus hijos ilegítimos en brazos, a fin de vejarlas. Tampoco faltan, en algunas zonas, informes de mujeres torturadas e incluso ejecutadas en el transcurso de estos rituales bárbaros. En el 18.º arrondissement, distrito obrero, mataron a patadas a una prostituta que había trabajado para clientes alemanes. Las víctimas, sin embargo, no sólo eran mujeres de clase trabajadora. El pastor Boegner hizo constar el caso de mujeres rapadas en el 7.º arrondissement, y también hubo algunos de mujeres distinguidas que recibían un tratamiento similar, incluidas la mujer de un príncipe y la hija de otro (Jacqueline de Broglie, hija de Daisy Fellowes, a cuyo esposo, el austríaco Alfred Kraus, habían acusado de traicionar a miembros de la Resistencia).
Se dice que cierto conde famoso enamorado de los atractivos marciales de los conquistadores hubo de soportar asimismo que le afeitasen la cabeza. Con anterioridad había sido arrestado por la Veldgendarmerie por haber tentado a los soldados alemanes a abandonarse a la Unzucht zwischen Mannern («impudicia entre hombres»); sin embargo, cuando el prisionero adujo que esta tendencia sexual no sólo estaba bien vista entre los antiguos griegos, sino que la practicaba el propio Führer, sus captores acabaron por lanzarlo de nuevo a la calle consternados.
No faltaron los dirigentes de la Resistencia dispuestos a acabar con la práctica de rasurar cabezas. El coronel Rol Tanguy, comandante militar comunista, hizo imprimir y pegar carteles que advertían de los castigos que se infligirían a quienes protagonizasen incidentes de ese tipo. Otro de los dirigentes, René Porte, que debía a su fuerza buena parte del respeto que se le profesaba en su barrio, hizo entrechocar las cabezas de un grupo de jóvenes a los que encontró afeitando el cráneo a una mujer. De otra se dice que gritó a los que trataban de trasquilarla: «Mi culo es internacional, pero mi corazón es francés»[82].
Una voluble mezcla de indignación moral, rabia contenida, celos y culpabilidad parece haber sido el detonante de una histeria que por lo demás fue pasajera. Eran demasiados los casos en que las mujeres se convertían en el chivo expiatorio de toda una comunidad. Sigue siendo una cuestión difícil de resolver si los hombres que habían colaborado recibieron un trato más benigno en consecuencia.
La mayor parte de los soldados aliados parece haber quedado conmovida o asqueada a raíz de los incidentes de rapamiento; aunque en el campo de batalla, la ejecución de traidores sin mediación de juicio alguno daba pie a un número mucho menor de objeciones. Los miembros de las fuerzas estadounidenses, británicas y canadienses tenían la convicción de que, al no haber sufrido lo traumático de la derrota y la ocupación, no tenían derecho alguno a juzgar la agonía privada de Francia.
La pasión política no admite actitudes tibias, bien que, durante los cuatro años de ocupación, Francia había podido contemplar cualquier paradoja imaginable, desde antisemitas que salvaban a judíos hasta antifascistas conservadores que los traicionaban; desde distribuidores de productos de mercado negro que ayudaban a la Resistencia hasta héroes de ésta que se adueñaban de las «expropiaciones». Tampoco faltaban ejemplos de virtuosa abnegación junto con casos de las más ruines canalladas, aunque estos dos extremos representan casos muy minoritarios, a los que los extremistas no dudaban en aferrarse a fin de demostrar sus teorías.
El filósofo Isaiah Berlin, que visitó Francia en muchas ocasiones durante el período de inmediata posguerra, sugirió una definición, informal aunque práctica, de conducta aceptable durante la ocupación. Para sobrevivir, uno debía hacer negocios con los alemanes, ya trabajara de camarero, zapatero, escritor o actor; sin embargo, no podía «mostrarse acogedor con ellos»[83].
Muchos consideraban imposible la existencia de un alemán bueno, en tanto que —sobre todo para los del Partido Comunista—, pensar en un pétainista bueno era en sí mismo un acto de traición. Todos los crímenes perpetrados en Francia por los alemanes se achacaban al gobierno de Vichy, lo que no hacía sino enturbiar aún más una cuestión que ya era complicada de por sí. La ira de los comunistas era a un tiempo auténtica y artificial. No cabía dudar de la sinceridad de la rabia que les producía la selección de rehenes del partido llevada a cabo por el régimen para ejecutarlos, o la estrecha colaboración que mantenía éste con la Gestapo y el envío de trabajadores franceses a la esclavitud a que eran sometidos en Alemania. En cambio, tras su condena de Vichy se esconde asimismo un propósito político deliberado, dado que cuanto mayor fuese la purga de cualquier sector de la administración que hubiese continuado su labor bajo el régimen de Pétain —de la policía al servicio de correos—, más oportunidades tendrían los comunistas de controlarlo tras la guerra.
Tal vez podamos definir el comportamiento aceptable y el inaceptable durante la ocupación enemiga, pero resulta muy difícil determinar grados de culpabilidad o idoneidad de los castigos en medio de las fuertes emociones de aquel período. De cualquier modo, parece haber existido un consenso general acerca del imperdonable delito que constituía el denunciar a un compatriota francés ante los alemanes.
La prensa de la Resistencia se alimentaba de las noticias de las masacres más recientes de prisioneros políticos perpetradas por las fuerzas alemanas justo antes de su retirada y los detalles de las brutales torturas cometidas por la Gestapo, y enardecían así el acuciante deseo de venganza.
Por otra parte, la Resistencia atraía a jóvenes de escasa formación dispuestos a unirse a cualquier grupo, sin importarles su ideología, siempre que se les proporcionasen armas. También hizo otro tanto con los que se convertían a última hora: colaboradores ávidos por borrar un pasado sospechoso, lo que los llevaba a ser plus résistants que les résistants, y oportunistas que no pensaban dejar pasar la ocasión de saquear cuanto pudieran. A pesar de que constituían una minoría despreciable, sus crímenes, junto con los excesos de algunos resistentes auténticos, empañaron la reputación del movimiento en su conjunto. En el valle del Loira, donde se hallaba destinado Michel Debré en calidad de comisario de la república, actuaba una de las cuadrillas de bandidos más célebres de la época, que contaba con ciento cincuenta hombres. Habían colaborado con los alemanes para combatirlos tras la liberación. A principios de otoño de 1944 siguieron dedicados al pillaje y al asesinato hasta la detención de su cabecilla, lo que debió mucho a los empeños de Debré.
Además de las rapaduras y las ejecuciones sumarias, la épuration sauvage incluía sentencias dictadas por tribunales militares de las FFI y por comités de liberación, actos de saqueo disfrazados de registros y linchamientos de prisioneros puestos en libertad por juzgados convencionales. Muchos de los ajusticiados habían cometido crímenes atroces. Con todo, y habida cuenta de que los alemanes y la mayor parte de los miliciens responsables de los delitos más execrables habían salido del país, los que sólo eran culpables de un modo marginal e incluso algunos desdichados inocentes se convirtieron en el recipiente de toda la ira y la frustración acumuladas. Tampoco faltaron casos de soldados alemanes y colaboradores salvados por la intercesión de franceses veteranos de la primera guerra mundial que, armados de un valor nada despreciable, hacían ver a los aspirantes a ejecutores que no tenían derecho alguno de matar a nadie sin que mediara un juicio.
Los empeños del gobierno provisional por dotar al estado de una armazón administrativa a fin de restaurar la ley y el orden fueron impresionantes; pero un comisario de la república recién nombrado no podía esperar ejercer su autoridad desde el primer momento. Por más que los gaullistas pretendiesen mantener la ilusión de estar introduciendo de nuevo la «legalidad republicana» sin más, lo cierto es que, en muchos lugares, el sistema hubo de reconstruirse casi de la nada. Los comités locales de liberación se limitaban a menudo a hacer caso omiso de la autoridad de los representantes del gobierno provisional.
El 26 de agosto, el mismo día en que el general De Gaulle recorría triunfal los Campos Elíseos, un grupo de las FFI arrestó en su domicilio al cónsul general de la República de San Marino y lo llevó, sin más explicaciones, a su cuartel general improvisado del Lycée Buffon. Cabe la posibilidad de que los milicianos de las FFI confundiesen la vieja República de San Marino con la república marioneta establecida por Mussolini en Saló. Sea como fuere, lo cierto es que despojaron al cónsul general de su dinero, sus joyas y su coche antes de trasladarlo a la prisión de Fresnes, de donde fue excarcelado el 7 de noviembre sin que se hubiera presentado cargo alguno en su contra.
Uno de los grupos de las FFI invitó a Malcolm Muggeridge a acompañar a sus hombres durante las purgas que llevaban a cabo cada noche. Se trataba de gentes «muy jóvenes, dotadas de ese curioso aspecto de animal acosado que proporciona la vida en la calle». Lo llevaron a su base, un apartamiento de la avenida Foch ocupado anteriormente por la Gestapo, tal como daban a entender las «botellas vacías de champán y colecciones eróticas desechadas».
Se jactaron de las ejecuciones que habían llevado a cabo, y sacaron pitilleras, joyas y dinero que registraron antes de guardar en una caja fuerte con intención de entregarlos más tarde. Sin embargo, nunca llegó a revelarse lo que sucedió con el botín después de aquello. «A pesar de su juventud —escribió Muggeridge—, se comportaban con un grado atroz de insensibilidad, arrogancia y brutalidad.»[84] No lo sorprendió en absoluto el saber, pasado el tiempo, que habían arrestado a su cabecilla, de quien se demostró que había sido colaboracionista.
El falso resistente de mayor fama fue el doctor Marcel Pétiot. Entre 1942 y 1944 estableció su propia vía de escape. A él se dirigían judíos, miembros de la Resistencia e incluso bandidos a los que buscaba la policía, pues aseguraba poder organizar viajes seguros a Argentina. Entonces, con la excusa de que las autoridades del país exigían a quienes pretendiesen entrar que estuvieran vacunados, inyectaba cianuro a sus clientes para después verlos agonizar. Pétiot se deshacía de los cadáveres con gran eficiencia, cuando menos al inicio de su espeluznante carrera: los disolvía en cal viva e incineraba los restos en la caldera.
Otra forma de represalia eran las palizas brutales propinadas a modo de justicia improvisada. Los ferroviarios franceses, o cheminots, habían representado un papel tan valeroso como importante en la Resistencia al sabotear los movimientos de los trenes alemanes. Muchos estaban afiliados al Partido Comunista, y no eran pocos los que habían sido fusilados a raíz de sus actividades. No resulta, por ende, sorprendente que tratasen de forma brutal a los colegas sospechosos de ser colaboradores. Durante el otoño de 1944, se «incapacitó para trabajar» a setenta y siete directores, jefes de estación e ingenieros superiores. Ninguno de ellos, empero, consta como ajusticiado[85].
Las FFI no eran la única organización que maltrataba a los arrestados. Las viejas Brigades de Surveillance du Territoire, que volvieron a movilizarse tras la liberación y se encargaron de llevar a cabo las depuraciones del cuerpo de policía, empleaban métodos más que controvertidos. Se dice incluso que se llegó a torturar a mujeres en el campo de concentración de Queueleu, cerca de Metz. «El BST de Metz no se avergüenza —según el informe de un abogado—, de emplear los mismos métodos por los que se ha condenado a la Gestapo: inmersiones prolongadas en una bañera, congelación, la tortura del tablón, palizas a bastonazos, etc.»[86]
En París, aquellos a los que acusaban de colaboración los grupos de la Resistencia o denunciaba escudado en el anonimato un vecino o su portero sufrían arresto, por lo general, a primerísima hora de la mañana, antes de que hubiesen tenido siquiera la oportunidad de vestirse.
Uno de los grupos de las FFI irrumpió en el apartamiento del escritor Alfred Fabre-Luce con la intención de arrestarlo, pero éste logró escapar por la puerta de servicio. (La desventura de Fabre-Luce fue doble, pues su condición de seguidor de Pétain no le impidió ser encarcelado por los alemanes a consecuencia de un libro que había publicado en contra del régimen nazi). Al no hallar a quien pretendían prender, los fifis se llevaron con ellos al anciano mayordomo.
Charlotte, esposa del escritor, se puso en contacto con su hermano, el príncipe Jean-Louis de Faucigny-Lucinge. Éste echó a correr hacia el número 42 de la calle de Bassano, donde se había improvisado un tribunal revolucionario. El príncipe pudo ver, a través de una puerta con paneles de cristal, al mayordomo y también a la duquesa de Brissac, con el cabello despeinado y un abrigo de pieles sobre la ropa interior por única vestimenta.
En cuanto supo Alfred Fabre-Luce que se habían llevado al mayordomo en su lugar, se dirigió también a la calle Bassano con la intención de entregarse. La duquesa, cuyas amistades románticas con oficiales alemanes eran de sobra conocidas, fue conducida a la Conciergerie, «igual que María Antonieta». Lucinge telefoneó a su esposo para ponerlo al corriente de lo ocurrido. El duque le dio las gracias, aunque no volvió a mencionar jamás el episodio. La mayoría de los acusados, empero, fueron trasladados a comisarías de policía o a la mairie del distrito. El pianista Alfred Cortot fue liberado después de pasar tres días con sus noches en el banco de una comisaría.
El siguiente paso consistía en trasladarlos a la Jefatura de Policía de la isla de la Cité. Muchos llegaron allí temblando literalmente de miedo. También los hubo que entraron con la cerviz bien alta. El conde Jean de Castellane, hermano menor de Boni de Castellane, prominente currutaco finisecular a quien describieron en sus mejores años como un hombre «podrido de elegancia», demostró estar a la altura de las tradiciones de su familia. Uno de los guardias le ordenó quitarse los cordones de los zapatos y los tirantes, procedimiento habitual para evitar que los prisioneros cedieran a la tentación de colgarse. Castellane lo observó con gesto atónito al tiempo que le contestaba: «Si me quita los tirantes, me iré de aquí de inmediato»[87].
Tras un lapso de tiempo que podía variar de un par de horas a algunos días, se llevaba a los prisioneros a la vetusta Conciergerie, edificio de piedra ennegrecida y torres cilíndricas erigido sobre el Quai de l’Horloge. Desde allí, tras algunas horas, días o incluso semanas, se trasladaba a algunos al campo de concentración instalado en el Vélodrome d’Hiver, estadio de atroz memoria en el que habían internado a los judíos tras «la gran redada». Desde allí podían mandarlos a la prisión de Fresnes, o bien al campo de concentración de Drancy, lugar en el que con anterioridad se había retenido a los judíos antes de obligarlos a subir a camiones de ganado destinados a Alemania. Algunas prisioneras fueron enviadas a la fortaleza de Noisy-le-Sec. También se retenía a un número ingente de reclusos en la prisión de La Santé («salud, sanidad»), un nombre muy poco afortunado, por cuanto tan sólo contaba con doce duchas para una población que por entonces rondaba los tres mil encarcelados.
La administración del campo de concentración de Drancy se debió por completo a las FFI durante las primeras semanas que siguieron a la liberación, para gran frustración de las autoridades. El jefe de policía no tenía ningún control al respecto, y los visitantes no eran bien recibidos. El pastor Boegner, que se las ingenió al fin para que lo dejaran entrar el 15 de septiembre, descubrió celdas de tres metros y medio por uno y tres cuartos en las que se hacinaban seis personas y que no contaban con más de dos colchones. Luizet logró al menos un objetivo, y lo hizo con bastante rapidez: el 20 de septiembre se «liberó» Drancy de las manos de los fifis para restaurar en él un servicio penitenciario regular.
La prisión más importante para los acusados de colaboracionismo era Fresnes. Alojaba a tantas celebridades que cierto interno privilegiado que ayudaba con la comida acostumbraba llevar su libro de autógrafos consigo en el momento de servirla. Había allí muchos miembros de le Tout-Paris de la collaboration, como la estrella de cine Arletty y el actor y dramaturgo Sacha Guitry, que se habían conocido en las fiestas de Hanesse, general de la Luftwaffe, o en el salón de Otto Abetz. Albert Blaser, jefe de comedor de Maxim’s, estuvo también, aunque brevemente, en Fresnes, al igual que el cantante Tino Rossi y el editor Bernard Grasset. Rossi no corrió en ningún momento peligro de ser ejecutado, si bien eso no impidió que una de sus admiradoras se ofreciese para ser ajusticiada en su lugar.
Jean de Castellane se alegró por demás de encontrarse en Fresnes con Sacha Guitry. El primero hablaba por los codos, y dado que el segundo compartía su gusto por los juegos de palabras, los dos pasaban el día haciendo chistes acerca de las insalubres condiciones y de la suerte que con toda probabilidad les esperaba. Según contó Guitry más tarde, existía la creencia de que las camas que habían estado ocupadas por prisioneros liberados de forma inesperada traían buena suerte, por lo que los internos se peleaban por conseguirlas.
Muchos presos trataban de presentarse a sí mismos como víctimas de un nuevo Terror. Sin embargo, por salvaje que fuese la épuration en algunos lugares, resulta difícil compararla con septiembre de 1793. La indignación que sentían ante el modo en que estaban siendo tratados no llevó a muchos, empero, a preguntarse cómo habían sido los campos de concentración y las prisiones del gobierno de Vichy. Cierta mujer bien vestida a la que habían proporcionado un jergón de paja solicitó uno más. Cuando le comunicaron que a cada prisionero le correspondía tan sólo uno, repuso que lo necesitaba para su criada, que debía reunirse con ella para cuidarla. Emmeline de Casteja, hija de Daisy Fellowes, cumplió cinco meses de condena en Fresnes encerrada con prostitutas cuyo principal entretenimiento consistía, según refirió más tarde a un amigo, en sacudir sus pechos desnudos ante los reclusos del bloque de enfrente.
Antes de la guerra, Fresnes apenas tenía un preso por cada una de sus mil quinientas celdas. En los tiempos que nos ocupan contaba con cuatro mil quinientos internos. El bloc sanitaire estaba aún más repleto que el bloc pénitentiaire, por cuanto no eran pocos los que se veían incapaces de soportar los rigores de la vida de presidiario. Había recluido un número considerable de ancianos, poco acostumbrados, además, a la dieta de verduras secas y fideos.
En un primer momento, los prisioneros no tenían derecho a un abogado. Los guardias leían sus cartas, sin importar quién fuera el remitente, y se aseguraban, las más de las veces, de que no llegasen a su destino. El único contacto que tenían los reclusos con el mundo exterior se debía a la mediación de cuatro representantes de la Cruz Roja francesa, cuatro damas a quienes abrumaba el trabajo. Siempre que podían obtenían la dirección de cada uno de los presos y un número de teléfono para contactar con su familia y poder así informar a sus miembros. En muchos casos, los familiares no habían tenido noticia alguna al respecto, y habían quedado sumidos en la miseria al ser arrestado quien los sustentaba en lo económico.
La labor de la Cruz Roja francesa contó con el firme respaldo del jefe de policía, Charles Luizet, que anhelaba recuperar el control de Fresnes. Había logrado sacar de Drancy a los guardias del FFI tres semanas después de la liberación y pretendía depurar el centro de Fresnes de guardias «auxiliares». Se dice que durante los primeros días de la liberación se sacó de sus celdas a cierto número de presos en medio de la noche para fusilarlos o matarlos a golpes; pero, dado que los guardias se negaron a hacer públicos los nombres de los reclusos, resulta imposible calcular cuántos murieron en estas condiciones.
El Ministerio del Interior, aguijado en parte por una campaña de la prensa comunista que aseguraba que los traidores vivían a cuerpo de rey, encargó un informe sobre el penal. «Debe reconocerse —escribió el inspector general de prisiones—, que los auxiliares nos han defraudado por completo.»[88] Habían sustraído joyas y dinero de los reclusos y organizado un floreciente mercado negro. Los guardias cobraban a los prisioneros trescientos francos por un paquete de cigarrillos, que se convertían en tres mil si era por una botella de alcohol, y les vendían ropas de abrigo cuando llegaba el frío. También aceptaban sobornos por hacer la vista gorda durante las visitas de los abogados.
Escoffier, director de la prisión, intentó apelar a la honradez y el patriotismo de los guardias, pero sus empeños sirvieron de bien poco, «por cuanto el tráfico continuó con igual intensidad durante los meses siguientes». El jefe de policía envió entonces a algunos de sus hombres disfrazados, aunque no tardaron en ser descubiertos y hubieron de salir de allí antes de poder hacer nada útil. En total se arrestó tan sólo a diez guardias en más de seis meses.
Habida cuenta del estado caótico en que se hallaban los registros y expedientes, muchos presos eran retenidos durante meses para después ser liberados por falta de pruebas. «Muchos de los expedientes estaban vacíos —recordaba el jurista Charpentier—. Otros no contenían más que denuncias anónimas. Aún peor era que no hubiese expediente alguno». Sin éste, ni siquiera podía llevarse el caso ante un juez de instrucción.
El 21 de septiembre, el general De Gaulle comunicó a Boegner que habían tenido lugar seis mil arrestos en París, aunque esta cifra bien puede haber representado tan sólo a los que se habían tramitado a través de la Jefatura de Policía. En toda Francia se abrieron más de trescientos mil expedientes relativos a acusaciones. Parece ser que el principal cúmulo de prisioneros no procesados, y en particular de personas que, para empezar, no tenían por qué haber sufrido arresto, comenzó a despejarse cuando tocaba a su fin el año de 1944. El pastor Boegner se estremeció a raíz del descenso del número de prisioneros que tuvo lugar en enero de 1945. No obstante, la puesta en libertad no implicaba necesariamente el fin del problema.
Algunos relatos son tan terribles que resultan difíciles de creer. Roger Codou, comunista veterano de las Brigadas Internacionales, llegó a Lyon en octubre de 1944. El partido le había rogado que regresase de Argelia, para trabajar —según la versión oficial—, en el gabinete del ministro comunista Charles Tillon, aunque también con objeto de que colaborase en la instalación en París de una fábrica en la que elaborar documentos falsos. En Lyon lo atendió un comandante de los FTP. Durante el tiempo que pasaron juntos, llevó a Codou al aeródromo militar de Bron. En agosto, los alemanes habían masacrado a ciento nueve reclusos del penal de Montluc en la pista de aterrizaje. Cuando ambos la visitaron estaba ocupada por los bombarderos encargados de sobrevolar el territorio enemigo que se extendía ante el 1.er ejército de De Lattre. Uno de los pilotos preguntó: «¿Nos ha traído algún cliente esta noche?». El comandante explicó entonces a Codou que, a fin de evitar que los traidores quedasen sin castigo, secuestraban a todo prisionero pétainista absuelto por los tribunales de Lyon y lo llevaban al aeródromo al caer la noche, atado y amordazado, para meterlo en el compartimiento de las bombas de uno de los aviones, encima de los proyectiles, y dejarlo caer sobre «sus amigos» durante la siguiente incursión. Casi cincuenta años más tarde, Codou seguía sin saber si se trataba de una horrorosa revelación o de una invención concebida para impresionarlo[89].
La magnitud y naturaleza de la épuration siguen siendo en nuestros días objeto de encendidas controversias. Hace ya mucho que se desacreditaron las cifras más extravagantes, que hablaban de unas cien o ciento veinte mil víctimas durante la ocupación y tras la liberación. Con todo, y a pesar de que la diferencia entre las diversas estimaciones se ha reducido de un modo considerable (unas diez mil ochocientas, según el Institut de l’Histoire du Temps Présent, y de catorce a quince mil en opinión de Henri Amouroux), aún siguen provocando marcadas discrepancias, que reflejan las posturas enfrentadas de dos generaciones: los de mayor edad, que experimentaron aquellos dilemas e hicieron lo posible por justificar muchas de las soluciones, y los más jóvenes, que se negaron a perdonar la ayuda prestada por Vichy para la deportación de judíos a Alemania.
Existe, de cualquier modo, un consenso general a la hora de situar en torno a los treinta mil la cifra de franceses ejecutados durante la ocupación, de los cuales la Milice debió de ajusticiar a dos o tres mil, lo que supone un décimo del total, si no menos. Esta organización fue responsable sin duda de buena parte de las demás muertes, dada sobre todo la cantidad de información que proporcionó a los alemanes. No obstante, nadie ha sido capaz aún de dar una idea precisa de cuántos franceses y francesas fueron delatados por compatriotas afines al régimen de Vichy o bien por simples vecinos rencorosos.
Los frentes de este debate se han concentrado por lo general en el número de personas muertas a manos de la Resistencia, lo que no hace sino suscitar el enorme problema que supone la definición de todo el proceso. Así, cabe preguntarse si deben incluirse las cifras obtenidas de relatos privados o las víctimas de cuadrillas criminales que operaban haciéndose pasar por miembros de la Resistencia.
En ciertas áreas siguen aún debatiéndose las cifras. La mayor población corresponde al département del Sena, que incluye la ciudad de París. Con todo, el Institut d’Histoire du Temps Présent ofrece una lista de tan sólo doscientos ocho asesinatos perpetrados por miembros de la Resistencia durante la guerra, de los cuales cincuenta y siete tuvieron lugar después de la liberación. Y, si bien es cierto que en la capital no se dieron matanzas masivas, hubo incontables muertes en circunstancias sospechosas durante los dieciséis meses que siguieron al fin de la ocupación. Así, por ejemplo, desde septiembre de 1944 se produjo un marcado incremento en el número de decesos registrados como «muerte violenta de naturaleza indeterminada»[90].
Desde agosto de 1944 hasta finales de año habían ascendido a cuatrocientos veinticuatro, mientras que en los cinco meses anteriores a la liberación los casos no pasaban de doscientos cincuenta y nueve. El asesinato con armas de fuego se multiplicó por más del doble al pasar de cuarenta y dos casos en 1943 a ciento siete en 1944.
Sigue siendo difícil, verbigracia, clasificar el caso del editor Denoél, personaje perteneciente a la lista negra, quien en 1932 había sacado a la luz el Viaje al fin de la noche de Céline y, de forma más reciente, la obra del polemista pronazi Lucien Rebatet. Denoél, de nacionalidad belga, fue hallado muerto al lado de su coche en diciembre de 1945. Bien es cierto que pudo haberse tratado de un crimen común, habida cuenta de los muchos que se produjeron aquel invierno; pero no debemos desestimar la posibilidad de un móvil político.
La épuration sauvage que se llevó a cabo en toda Francia no fue un fenómeno que se extinguiese un par de meses después de la liberación. En enero y febrero de 1945 se dio otro aumento de los asesinatos, influido quizá por los temores suscitados a raíz de la ofensiva de las Ardenas. De cualquier manera, fue mayor la oleada que tuvo lugar en junio del mismo año y que siguió a la conmoción producida por los deportados que regresaban de la prisión, los trabajos forzados y los campos de concentración. Muchos de ellos tenían cuentas que ajustar, lo que ponía en peligro a casi todos los funcionarios del gobierno de Vichy, por indirecta que fuese su implicación en el envío de trabajadores o prisioneros a Alemania. A otros se les consideraba a menudo culpables en igual grado por el mero hecho de haber respaldado a un régimen capaz de condenar a hombres y mujeres de Francia a una suerte como aquélla.
Según los escasos archivos de los Renseignements Généraux, el número de asesinatos «de carácter político» no comenzó a descender hasta la segunda mitad de agosto de 1945[91]. Entre el 3 de julio y el 13 de agosto se habían producido cuatrocientos diez asesinatos en un total de doce départements. Más tarde, en octubre, se registró un resurgimiento de tales crímenes. Sin embargo, las estadísticas más asombrosas son las que revelan las cifras detalladas de la semana del 13 de agosto de 1945. De treinta y siete homicidios, treinta y tres se cometieron por mediación de explosivos. Por desgracia, ésta es la única semana que cuenta con un desglose tan pormenorizado. Sea como fuere, quien se acerque a estos informes debe andar con extremada cautela a la hora de concederles demasiada importancia, si bien no dejan de arrojar luz sobre el número curiosamente elevado de personas cuya muerte se registra como debida a «explosiones de gas».
En los Archives de la Ville de Paris se desglosan de un modo muy esmerado las estadísticas referentes a las causas de mortalidad de la metrópoli, bien que las categorías no siempre resulten coherentes. Las víctimas de explosiones de gas aumentan de un modo radical a partir de septiembre de 1944. En 1942 murieron por esta causa 184 personas en los meses de septiembre, octubre y diciembre. En 1943, la cifra fue de 183 durante el mismo período. Sin embargo, en 1944, el número de muertos no bajó de 660. Ni siquiera teniendo en cuenta las tuberías fracturadas durante la lucha y las frecuentes interrupciones del suministro de gas resulta fácil explicar un incremento como éste. Debe reconocerse la posibilidad de que se empleara parte de las cargas de demolición alemanas, descubiertas coincidiendo con la rendición del general Von Choltitz, en actos de «justicia popular» o de venganza privada, mediante explosiones que los funcionarios se encargarían más tarde de clasificar en la categoría más conveniente.
Alfred Fabre-Luce escribió que «Francia es un país donde, en tiempos revolucionarios, la histeria queda templada por la corrupción»[92]. Pese a ser en parte cierta respecto de muchas convulsiones sociales, esta afirmación resulta cínica en exceso si se aplica a la Francia de 1944. La moderación de la histeria provino casi por entero de los ejemplos de valor físico y moral presentados por hombres y mujeres que no dudaban en levantarse para afirmar que era del todo errado castigar a una persona sin la mediación de un proceso justo.
La verdadera discusión posible en el debate histórico consiste en esencia en una cuestión de grado: se trata de determinar cuán brutal fue la épuration sauvage en su contexto. Si se compara la reacción surgida tras la ocupación de Francia con las que tuvieron lugar en los demás países ocupados de la Europa del noroeste (Bélgica, Holanda, Dinamarca y Noruega), «la depuración francesa fue moderada», en palabras de Jean-Pierre Rioux[93]. Su colega Henry Rousso ha argumentado, por otra parte, que si se compara el número de ejecuciones con el de franceses que llegaron a vestir uniforme alemán, la única conclusión posible es que fue más severa que en ningún otro lugar[94]. Las cifras exactas relativas a las atrocidades cometidas resultan, huelga decirlo, de vital importancia; pero el debate que inspiran corre el riesgo de convertirse al punto en un atolladero moral.