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Turistas de guerra y Ritzkrieg

Durante las semanas que siguieron a la liberación, París experimentó una afluencia procedente del mundo anglosajón que sobrepasó ampliamente la experimentada durante la conferencia de paz de Versalles. Entre los primeros en llegar había oficiales del Servicio de Inteligencia, expertos en contraespionaje y periodistas. Después de una o dos semanas, sin embargo, aumentó la proporción de los que habían partido de Londres con la única intención de «dar una vuelta», lo que era aplicable también a las esposas —o futuras esposas—, de los que ya se hallaban en la capital francesa.

Mediado el mes de septiembre comenzó a congregarse una población de carácter más permanente, compuesta de oficiales destinados a la ciudad para resolver asuntos gubernamentales, adscritos bien a las diferentes embajadas, bien al SHAEF (Cuartel General Supremo de las Fuerzas Expedicionarias Aliadas). Dadas las bandas rojas que llevaban alrededor las gorras de sus uniformes de diario, los comunistas franceses confundían a los oficiales de estado mayor británicos con oficiales soviéticos. Para su humillación, los aclamaban con el puño en alto y prodigaban fervientes muestras de admiración hacia el Ejército Rojo.

El primer oficial británico que entró en París fue el teniente coronel lord Rothschild. En calidad de artificiero en el Ejército, Victor Rothschild se introdujo en la capital al frente de su unidad y se dirigió de inmediato a la casa de la avenida de Marigny que había pertenecido a su familia con la intención de requisarla para su propio equipo antisabotaje antes de que la tomaran los estadounidenses.

La primera misión de su grupo consistía en localizar posibles trampas explosivas y cargas de demolición dejadas por los alemanes e inutilizarlas. El resto de la unidad, que incluía a Tess Mayor, su futura esposa, llegó poco después a fin de colaborar con el Deuxiéme Bureau francés en la búsqueda de armas y arsenales de explosivos que pudiesen ser útiles a una quinta columna.

Muggeridge se unió a Rothschild en la avenida de Marigny, toda vez que los Services Spéciaux a los que estaba adscrito no contaban aún con una sede establecida. Tras un almuerzo nada despreciable decidieron hacer oficial su posición con las autoridades militares británicas y se dirigieron al edificio Roger & Gallet, sito en la rué du Faubourg Saint-Honoré, donde sabían que se había instalado el cuartel general de las fuerzas de Gran Bretaña. El general de brigada ante el que se presentaron, ataviado con su impoluto uniforme de presillas rojas, tomó a la desaliñada pareja por impostores. Con todo, tan pronto como se percató de que estaba hablando con lord Rothschild adoptó una actitud en extremo deferente, comportamiento que el noble inglés abominaba.

Victor Rothschild era un hombre tan polifacético como paradójico. Además de científico, académico y asesor gubernamental de profesión, era también, en lo privado, socialista, millonario y pianista de jazz, amén de un miembro de la Cámara de los Lores que odiaba los privilegios tanto como disfrutaba de ellos. Los sirvientes de la residencia de la avenida Marigny, encabezados por el maitre d’hótel, monsieur Félix, eran muy conscientes de sus manías. Apenas podían creer lo exiguo de las raciones del Ejército británico, y dado que Victor Rothschild se negaba a comer mejor que sus soldados, Muggeridge se vio obligado a sablear a los estadounidenses para conseguir alimentos.

Los ocupantes alemanes habían conservado la casa en perfectas condiciones. El recargado mobiliario y la decoración al «estilo Rothschild» de los años sesenta del siglo XIX se hallaban intactos. Muggeridge preguntó a monsieur Félix qué había llevado, en su opinión, a cuidar así aquel lugar al general de la Luftwaffe que lo había ocupado. «Los Hitlers van y vienen, monsieur —le contestó—; pero los Rothschild no cambian nunca.»[72]

Entre los periodistas que comenzaban a llegar entonces a París había pocos que conociesen la ciudad tan bien como Lee Miller, que entre 1929 y 1932 había sido musa, amante y aprendiz del fotógrafo surrealista Man Ray. En esta ocasión se hallaba allí en calidad de fotógrafa bélica de la revista Vogue, una ocupación tan original como espléndida. Vestida con el uniforme de corresponsal de guerra estadounidense, se dirigió enseguida a la plaza de l’Odéon. Allí se encontró con el pintor y escenógrafo Christian Bérard y su amante, Boris Kochno, quienes la llevaron al estudio de Picasso en la rué des Grands Augustins. Ella había posado antes de la guerra para el malagueño, y éste la abrazó, le aseguró que era el primer soldado aliado que veía y le comunicó sus deseos de pintarla de nuevo, aunque en esta ocasión vestida de uniforme. Juntos fueron a Le Catalán, el bistro que él frecuentaba, situado en su misma calle, y Lee sacó la ración militar que llevaba a fin de hacer más copioso el almuerzo. Pasó los días siguientes localizando a otros amigos de los tiempos del surrealismo, como Jean Cocteau o Paul Eluard y su esposa Nusch, que estaba adquiriendo el aspecto propio de un esqueleto.

«París estaba liberado —declaró más tarde Picasso a su amigo Brassai, el fotógrafo—, pero yo seguía sitiado, y no he dejado de estarlo». Daba la impresión de que todo el mundo quisiese visitarlo en su estudio[73].

Cleve Gray, joven pintor estadounidense alistado en el Ejército de su país, anhelaba conocer a Picasso. Tras hacer acopio de coraje, se dirigió a la puerta de su estudio y llamó. Jaime Sabartés, amigo y factótum general del artista, asomó la cabeza por una de las ventanas del piso superior para echar un vistazo. «¿Quién hay ahí?», preguntó, dada su aguda miopía. «Soy un pintor estadounidense —gritó el soldado por respuesta—, que desea conocer a Picasso».

A pesar de que no era temprano, el artista se disponía a salir de la cama sin otra indumentaria que la ropa interior. La escena que siguió en aquella habitación de paredes exentas por completo de cuadros constituía una versión bohemia del lever du roi. Picasso se hallaba de pie ante un lateral del lecho, sosteniendo en una mano el periódico comunista L’Humanité mientras alargaba la otra para que Sabartés la introdujese por una de las mangas de la camisa. Luego se cambió el diario de mano para que su amigo hiciese otro tanto con la otra manga. El pintor estaba a punto de afiliarse al Partido Comunista.

En ese momento entró Daniel-Henry Kahnweiler, su representante. Era la primera vez que se veían en cuatro años, por lo que se saludaron con gran cordialidad y efusión (pese a que al recién llegado lo irritó a todas luces el hecho de encontrar a alguien más en el cuarto).

Todos subieron en pandilla al estudio, una sala larga y espaciosa con vigas añosas y recias y suelo de gastadísimas losetas hexagonales cubierto por una alfombra diminuta. Los cuadros que había acabado durante la ocupación se hallaban apoyados contra la pared, incluidos los que estaba a punto de exhibir en la primera exposición celebrada tras la victoria de la Resistencia. La colección de marcos y caballetes, unida a la colosal escalera de tijera con plataforma que empleaba el pintor para trabajar en lienzos de gran tamaño, confería a aquel lugar un extraño aspecto de cuarto trastero. Casi tan fascinante como las esculturas de Picasso resultaba la enorme estufa de hierro colado y los tubos bulbosos que de ella ascendían semejantes a los pilares de un templo jainí.

Picasso señaló las botas de Gray y observó: «Miradlas. ¿Verdad que son extraordinarias?». El estadounidense no sabía qué hacer, y se preguntaba si no debería seguir la costumbre árabe de quitárselas de inmediato para ofrecérselas a modo de obsequio. Tal vez el artista llegase incluso a inmortalizarlas mediante un estudio. Mas, si lo hacía, ¿cómo iba a explicar la desaparición al regresar a su unidad? Eran propiedad del gobierno, por lo que se enfrentaría a serias acusaciones por haberlas vendido[74].

Charles Collingwood, reportero de la CBS de célebre apostura, recorrió Montparnasse con Pamela Churchill, quien tenía la intención de abrir un establecimiento para los soldados británicos de permiso. Collingwood, empero, tenía razones para sentir cierta vergüenza y no desear que lo reconociesen: a fin de adelantarse a sus rivales, había grabado con antelación un reportaje en el que anunciaba la liberación de París, aunque se había emitido por error cuarenta y ocho horas antes de que las tropas de Leclerc llegasen a la ciudad. Los parisinos, por ende, habían oído tan airados como incrédulos la información ofrecida acerca de celebraciones en todo el mundo mientras seguían rodeados por el fragor de la batalla.

Casi todos los habitantes de Londres que contaban con una buena excusa se aseguraron de viajar a París cuanto antes tras la liberación. Al igual que muchos otros de la OSS londinense, Evangeline Bruce —que con el tiempo asumiría el cargo de embajadora, aunque a la sazón era responsable de la elaboración de historias personales para los documentos falsos empleados por los agentes secretos—, no dudó en aceptar una vuelta por el centro de la capital francesa montada en la parte trasera de una motocicleta de la organización.

Mary Welsh, que había trabajado durante la guerra para la agencia londinense de Time, Life y Fortune, se las ingenió para llegar a París a tiempo para informar del triunfo del general De Gaulle en los Campos Elíseos. Una vez presentado el reportaje, se dirigió a la plaza Vendóme para subir a la habitación que tenía Hemingway en el Ritz.

Marlene Dietrich usaba también una habitación del Ritz a modo de cuartel general parisino cuando viajaba de un lado a otro del frente para cantar ante las tropas estadounidenses. Hemingway la había conocido diez años antes, y ambos seguían siendo íntimos amigos (ella acostumbraba introducirse en el cuarto de baño de su habitación para charlar con el escritor mientras él se afeitaba), aunque el novelista dejó bien claro que nunca se había acostado con ella.

Hemingway no sólo se alojaba en el Ritz, sino que usaba también el hotel Scribe, situado cerca de la Ópera, que habían tomado los Aliados para usarlo de centro de corresponsales de guerra. Las filas de coches oficiales de color verde aceituna y Jeep con grandes estrellas blancas del Ejército estadounidense hacían que el lugar se asemejase a un cuartel general, impresión que reforzaba el enjambre de banderas aliadas que ondeaba a la entrada. Los parisinos envidiaban las raciones privilegiadas de que disfrutaba el edificio. Así, Simone de Beauvoir escribió en tono de desaprobación al visitar el hotel con un periodista francés de Combat: «Se trataba de un enclave estadounidense en pleno corazón de París: pan blanco, huevos frescos, jamón, azúcar y carne de cerdo en conserva»[75].

El hotel Scribe no tardó en convertirse en un elemento importante del folclore de la ciudad. Las habitaciones estaban atestadas de impedimenta militar: bidones de gasolina, paquetes de raciones, cantimploras, armas y munición. Uno de los que lo visitaron recordó haber visto en cada una de las ventanas del patio de luces central un periodista en camisa del Ejército y un cigarro colgando del labio que escribía a máquina con furia.

En el transcurso de aquel otoño y aquel invierno, el hotel albergó a Robert Capa, William Shirer, Bill Paley, Sam White, Cy Sulzberger y Harold Callender, del New York Times; William Saroyan; Helen Kirkpatrick, del Chicago Daily News; Janet Flanner, enviada del New Yorker en París desde 1925; Virginia Cowles, que había informado en 1940 de la caída de Francia, y su amiga Martha Gellhorn.

George Orwell, que llegó mucho más tarde, estaba encantado de hallarse en París de uniforme. Había oído decir que Hemingway, a quien no conocía en persona, se alojaba también en el Scribe, por lo que no dudó en buscar su habitación y llamar a su puerta.

—Soy Eric Blair —anunció vacilante.

Hemingway estaba haciendo el equipaje. Levantó la mirada e hizo un gesto de disgusto al ver a un corresponsal de guerra de Gran Bretaña: estaba pasando por una etapa de repulsión extrema ante los británicos.

—¿Qué demonios quiere?

—Soy George Orwell.

—¿Por qué diablos no lo has dicho antes? —preguntó el norteamericano con un rugido mientras echaba a un lado las maletas. Tras desaparecer bajo la cama, volvió a asomar con una botella de whisky escocés—. Tómate un trago. Doble. Solo o con agua, porque no hay soda[76].

El haber tenido el mismo tutor en Eton y su atracción por la obra de Dickens, Kipling y Hopkins no era lo único que tenían en común Orwell y el filósofo A. J. Ayer, también presente en París a la sazón. Freddie Ayer, autor de Lenguaje, verdad y lógica, había sido oficial de la SOE y tenía carta blanca para investigar en cualquier lugar de la Francia liberada. Dada la naturaleza de su misión, había adquirido un Bugatti —con chófer—, en el que instalar su radio transmisor militar. En aquel momento se hallaba de nuevo en la capital para trabajar como agregado en la Embajada Británica, donde dejó impresionados a invitados de renombre al ser capaz de explicar lo que era el existencialismo.

En enero de 1945, Hemingway recibió la visita de Sartre y Simone de Beauvoir. Lo encontraron en cama, aquejado de un tremendo resfriado, y con una visera verde de periodista.

Hemingway agarró a Sartre de la mano con gesto impetuoso. «Vous étes un general! —exclamó entusiasmado al tiempo que lo abrazaba—. Moi, je ne suis qu’un capitaine: vous étes un general!»[77] Dicho esto, sacó varias botellas de whisky escocés y se pusieron a beber. Más tarde, Sartre admitió que aquélla fue una de las pocas ocasiones en que perdió el conocimiento por causa del alcohol. Volvió en sí a las tres de la mañana y, tras abrir un ojo, pudo ver, lleno de asombro, a Hemingway recorriendo la habitación de puntillas mientras recogía las botellas vacías a fin de esconderlas del personal del hotel.

Los oficiales aliados se beneficiaban en París de privilegios que podrían calificarse de «extraoficiales». Los diversos establecimientos de la capital, incluida la totalidad de las bonnes adresses de la ocupación, mostraban ante ellos una generosidad compulsiva. Así, por ejemplo, podían cenar gratis en la Tour d’Argent; Guerlain los obsequiaba con perfume para sus esposas, y los camiseros competían por ofrecerles precios tan especiales que sus productos acababan por rozar la gratuidad. Ni siquiera las grandes instituciones veían con malos ojos un poco de seguridad política en aquellos tiempos de incertidumbre.

El Jockey Club, sito en el número 2 de la calle Rabelais, se desvivió por abrir sus puertas a toda una serie de jefes estadounidenses y británicos. El brigadier Denis Daly, agregado militar de Gran Bretaña, no pudo menos de recibir «la impresión de que los miembros del Jockey Club habían respaldado, casi con toda certeza, el régimen de Pétain» y que pensaban que sería «inteligente contar con el apoyo de británicos y estadounidenses durante los meses venideros». En cierta ocasión, mientras almorzaban, el duque de Doudeauville lo acosó con preguntas acerca de la amenaza que suponía el Ejército Rojo. Cuando Daly repuso que la guerra no habría podido ganarse sin la participación de los rusos y que, desde una «perspectiva realista», los Aliados deberían estar agradecidos en consecuencia, el noble francés se mostró «considerablemente conmovido»[78].

La situación tan ventajosa en que se hallaban los oficiales aliados no tardó en quedar limitada de uno u otro modo. Así, por ejemplo, se dejó de permitir a los mandos británicos que entrasen en los restaurantes de uniforme, por cuanto la mayor parte de los establecimientos de calidad debía sus existencias al mercado negro. A fin de salvar este obstáculo, se tomó el Maxim’s para convertirlo en un club de oficiales, y Albert, el maître d’hotel que había acompañado con una reverencia a casi todos los oficiales alemanes —incluido el Reichsmarschall Goering—, a las mesas del establecimiento, acabó por hacer otro tanto con los enemigos de éstos. El Ejército francés, que no estaba dispuesto a ser menos, tomó Ciro’s con iguales intenciones. Charles Trenet y Edith Piaf cantaron allí.

El gran número de oficiales británicos y estadounidenses ávidos de probar la cocina de París hizo que los restaurantes volvieran a abrir sus puertas a una velocidad inusitada. El Prunier y la Méditerranée, situados en la plaza de l’Odéon, no tardaron en servir a los oficiales de mayor poder adquisitivo marisco fresco gracias al triunfo del contrabando sobre las pésimas comunicaciones. Lucas Carton, en la plaza de la Madeleine, era tal vez el mejor restaurante de toda la ciudad, y poseía una destacada ventaja sobre sus rivales: al haber emparedado sus bodegas —que se extendían bajo la propia plaza de la Madeleine—, en el mismo instante en que entraron en París los alemanes en 1940, podía aún ofrecer a sus clientes las cosechas de mayor calidad.

La vida nocturna de París contaba con una gran demanda, sobre todo entre los que llegaban de servicio desde el frente. Al menos un 60 por 100 de los que asistían a Les Folies Bergére vestía de uniforme. Los soldados se veían atraídos a los bals publics o las salas de baile, que, prohibidos durante toda la ocupación, se retomaron tras la liberación. Los establecimientos más populares se hallaban en la calle de Lappe, cerca de la plaza de la Bastilla y los numerosos bals musettes que se celebraban en los aledaños de la ciudad. Los músicos eran aficionados y trabajaban a tiempo parcial, lo que daba pie a enardecedoras versiones de temas populares interpretadas con acordeón e instrumentos de percusión.

En el siguiente escalafón, les dancings, se incluían las salas de baile y los locales nocturnos más sofisticados, desde el Moulin de la Galette a algunos de los lugares más elegantes de los Campos Elíseos, en los que trabajaba casi la totalidad de los mil quinientos musiciens de danse con que contaba la capital. En lo más alto se hallaban establecimientos como el Monseigneur, en la rué d’Amsterdam, un local recargado y oneroso, al estilo de Bielorrusia, con violinistas cíngaros que amenizaban las comidas. Tal como señala uno de los personajes de Martha Gellhorn en la colección de cuentos The Honeyed Peace, uno no iba a Monseigneur si no estaba «iniciando un romance»[79].

El resurgimiento de los bailes públicos fue, sin embargo, algo efímero. A finales de octubre, el gobierno provisional volvió a prohibirlos, de resultas de una campaña periodística que afirmaba que había demasiadas familias de luto para que se permitiese una frivolidad como aquélla. El 16 de enero se clausuraron también los cabarés y demás locales nocturnos.

El Syndicat des Artistes Musiciens de París denunció la medida por considerarla «una gazmoñería alejada por completo de la virilidad que exigía la guerra». Aducían que en Londres nunca se había prohibido bailar durante el Blitz o los ataques con cohetes V-1, ya que las autoridades se daban perfecta cuenta de la importancia que tenía tal actividad sobre la moral. Las salas de baile usaban menos electricidad, dado que a los que las frecuentaban no les gustaba que hubiese demasiada luz. Además, lograban mantener la alegría en la capital: «Afin que París reste Paris!»[80]. Con todo, las protestas no sirvieron para nada: no se permitió de nuevo bailar en lugares públicos hasta abril de 1945, poco antes de la rendición alemana, y aun entonces se opusieron las organizaciones que representaban a los deportados y prisioneros de guerra.

Muchos de los clubes nocturnos más caros hicieron caso omiso a la prohibición de enero, aunque fueron objeto de un duro golpe una noche después de que entrara en vigor, cuando la policía llevó a cabo una redada en seis establecimientos y sacó a un total de trescientos parroquianos para encerrarlos en celdas de comisaría desprovistas de calefacción. Uno de los locales elegidos fue precisamente el Monseigneur. Los desdichados que habían elegido el miércoles, 17 de enero, para comenzar un romance hubieron de soportar un inicio algo frío.