La odisea de los exiliados
La sonora aclamación con que fueron recibidos De Gaulle y la liberación del país ayudó a pensar que la Francia de Vichy se había desvanecido, casi como si no hubiese existido nunca. La capital vivía un final propio de cuento de hadas para una historia desagradable, que contribuyó a aplacar las profundas heridas sufridas por el orgullo nacional y a promover la idea de una legitimidad republicana.
La lenta muerte del régimen de Vichy no fue más que la grotesca realización de su autoengaño. Los patriotas que habían secundado al anciano mariscal en 1940 se dieron cuenta en 1944 de que su sendero de colaboracionismo había sido el sendero del deshonor y la humillación a manos de la potencia ocupante, en tanto que las facciones germanófilas en liza —las de Pierre Laval, Marcel Déat, Jacques Doriot y Joseph Darnand, jefe de la Milice—, descubrieron al fin que distaban mucho de disfrutar de igualdad con respecto a sus coligados del Nuevo Orden europeo. Los nazis los habían despreciado al usarlos simplemente para sus propios fines. Cuando los Aliados irrumpieron en Normandía, el éxodo de los que eran vulnerables a las represalias de la Resistencia se sumó a la huida de los funcionarios alemanes del 17 de agosto. El diario colaboracionista Je Suis Partout («Estoy en todas partes») pasó entonces a conocerse con el burlesco Je Suis Partí («Me he ido»).
Los odios y sospechas mutuos que se profesaban los miembros de la extrema derecha francesa y germana se tornaron más ponzoñosos a medida que se acercaba la derrota de la Alemania nazi. Una de las primeras víctimas fue Eugéne Deloncle, jefe de la Cagoule de preguerra. El 7 de enero de 1944 llegó la Gestapo a su apartamiento con la intención de arrestarlo. Persuadido de que se trataba de «terroristas» de la Resistencia que pretendían asesinarlo, Deloncle les disparó antes de caer fulminado de inmediato por los alemanes. Después, mientras unos saqueaban su domicilio, el resto se dispuso a detener a su familia. A uno de sus hijos lo golpearon hasta que entró en coma. A su esposa y su hija Claude, por otro lado, las condujeron a la prisión de Fresnes, donde las recluyeron junto con militantes de la Resistencia.
En agosto de 1944, Joseph Darnand, jefe de la Milice, ordenó a los grupos dispersos de hombres que se hallaban bajo su mando que se retiraran en dirección este. En París, Jean Galtier-Boissiére los vio abandonar el Lycée Saint-Louis en un convoy de camiones.
De toda Francia salieron, aguijados por el temor a las represalias, milicianos acompañados de sus familias en dirección a una Alemania cada vez más sitiada. Los que procedían del suroeste habían de cruzar una vasta extensión de territorio hostil en grupos tan pequeños como vulnerables.
El anciano mariscal elaboró una protesta formal ante la orden de abandonar Vichy que le fue dictada. El ministro Von Renthe-Fink, sustituto de Otto Abetz, lo escoltó a Belfort, localidad de la frontera oriental francesa. El 7 de septiembre llegó a Sigmaringen, castillo y ciudadela que Hitler había designado en cuanto capital de la Francia exiliada.
El castillo de Sigmaringen, a orillas del Danubio, fue supuestamente la cuna de la dinastía Hohenzollern. En calidad de Crepúsculo de los dioses del fascismo francés, su posición, su historia e incluso su nombre cuasiwagneriano constituyen una ironía más que apropiada. Con todo, la realidad distaba mucho de la propia de la gran ópera: a lo sumo, aquellas riñas claustrofóbicas se asemejaban más a una parodia de la antesala del infierno que presenta Sartre en A puerta cerrada, obra que se había estrenado en París unos diez días antes del Día D. Louis-Ferdinand Céline, escritor de una brillantez rayana en la locura, fue, dado el ojo infalible que poseía para lo grotesco, el perfecto cronista del lugar, y en su novela De un castillo a otro describió las inútiles rivalidades como «un ballet de cangrejos».
Pétain gozaba de grandes privilegios como prisionero. Así, contaba con menús especiales, propiciados por las dieciséis cartillas de racionamiento que le habían asignado los alemanes, y se le permitía salir al campo con escolta. Su estancia se hallaba en la planta séptima. Tal como describe Henry Rousso en Un Cháteau en Allemagne, la jerarquía descendía a medida que se bajaba de planta. En la sexta se alojaban Laval y los ministros. El primero se quejó del lecho con dosel de su dormitorio: «Je suis un paysan, moù». Pasaba las primeras horas de la mañana en un estudio forrado de seda azul en el que preparaba —y practicaba—, su defensa para el día del juicio secular en el que se enfrentaría al Tribunal Superior de Justicia de De Gaulle acusado de traición. Laval había retirado veinte millones de francos destinados a los gastos menores del gobierno que los bancos alemanes se negaban a cambiar.
El dirigente nominal de la administración no menos nominal de Sigmaringen era Fernand de Briñón, aristócrata fracasado a cuya esposa, de origen judío, habían nombrado «aria honorífica». Briñón había sido embajador de Vichy en París, lo que no deja de ser una paradoja a un tiempo extraordinaria y significativa del estado francés de Pétain. Sobre el castillo se izó la enseña tricolor al toque de tambores alemanes mientras presentaba armas una guardia de honor de la Milice. El estado francés intercambió entonces embajadores con otro teatro de marionetas del absurdo: la República de Saló de Mussolini.
Al general Bridoux, que ejercía un cargo equivalente al de ministro de Defensa, le fue encomendada la misión de reclutar a prisioneros franceses dispuestos a luchar en las SS. El «ministro de Información» era Jean Luchaire, magnate del ámbito periodístico, que estaba acompañado por varias amantes y sus tres hijas, una de las cuales era la estrella de la pantalla Corinne Luchaire. En la biblioteca se reunían para entablar discusiones intelectuales de extrema derecha como Alphonse de Cháteaubriant y Lucien Rebatet. Céline hacía lo posible por evitarlos. Había logrado alojarse junto con su esposa, Lucette, en la ciudad, donde reanudó su profesión de médico.
La ofensiva lanzada en diciembre sobre las Ardenas dio origen a un arrebato de optimismo en el castillo que lindaba en la histeria. No faltó quien se declarara dispuesto a seguir al Ejército alemán en su regreso a París en Año Nuevo, sin saber que los tanques del mariscal de campo Von Rundstedt se habían quedado sin combustible. Cuando se conoció la magnitud del desastre no quedó más esperanza que la que ofrecía la promesa de las armas secretas de Hitler. La pesadilla que acosaba a los más realistas era la de caer en manos de las tropas coloniales francesas, las senegalesas o los goums. El desprecio que sentía por todo lo que lo rodeaba llevó a Céline a dirigirse hacia el norte acompañado de su esposa para, después de viajar por la tremebunda agonía de la Alemania nazi, alcanzar Dinamarca, donde lo hicieron preso.
La suerte de las mujeres e hijos de los miliciens que habían buscado refugio en Alemania no fue mucho mejor. Lejos de ser tratados como aliados, hubieron de sufrir reclusión en condiciones comparables a las de los peores campos de internamiento. En Siessen murieron de desnutrición sesenta niños. Los hombres menos capacitados sufrían condena de trabajos forzados, mientras que a los dos mil quinientos restantes se les destinó a la ostentosa división Carlomagno de las Waffen SS. En febrero de 1945 se envió a un tercio del contingente francés a Pomerania a fin de que luchase en el grupo de ejércitos del Vístula, que se hallaba bajo el mando de Himmler. Sin embargo, éste sucumbió ante el brutal ataque de los rusos en su primer encuentro[71].
Esta espantosa historia se prolongó hasta el final. Lo que quedaba del batallón de Fenet, que no llegaba a cien hombres, fue trasladado a Berlín. En abril de 1945 arrostraron, junto con algunos daneses y noruegos de la división Nordland, el asalto final del Ejército Rojo en el paisaje difícil de reconocer de lo que había sido la avenida Unter den Linden. El día 29, en vísperas del suicidio de Hitler, se celebró, a la luz de las velas, una breve ceremonia en una estación de metro mientras la batalla seguía bramando en la superficie. El general Krukenberg, de las SS, otorgó la Cruz de Caballero de la Cruz de Hierro al exmilicien Eugéne Vanlot por haber destruido seis vehículos blindados soviéticos. Pocos de estos últimos defensores de la Nueva Europa regresaron a sus hogares.