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París liberado

París amaneció con un extraño aire de calma el día que siguió a la batalla. Para los que salieron temprano con la intención de inspeccionar la ciudad (pertenecientes sobre todo a la generación de edad más avanzada, por cuanto los jóvenes dormían la resaca provocada por los excesos de la noche, al tiempo que descansaban de la fatiga acumulada durante la última semana), los vestigios del enfrentamiento daban fe, a ojos vistas, de la realidad de la situación.

Durante la toma del hotel Meurice, la grandiosa fachada del Ministerio de Marina, situado en el lado septentrional de la plaza de la Concordia, había perdido algunas de sus gigantescas columnas. La extensión de la plaza hacía que incluso los tanques calcinados pareciesen pequeños. Poco más allá, en los jardines de las Tullerías, podía verse la carrocería carbonizada y aún humeante de un tanque Tiger.

Al otro lado del río, en el exterior del Ministerio de Asuntos Exteriores, descansaba otro carro de combate quemado (un Sherman de la 2e DB, en esta ocasión), en cuyo lateral podía leerse, escrito con tiza: Ici sont morts trois soldats français. Sobre su renegrida estructura se habían depositado ya algunas flores, que tampoco tardaron en aparecer en las esquinas de las calles o el exterior de las portes cocheres allí donde las víctimas no habían logrado ponerse a salvo. Al pasar por allí, los transeúntes se detenían a menudo para rodear el lugar con cuidado como acostumbra hacerse en los cementerios. Se trataba de un recordatorio a aquellos que no habían vivido para ver París libre de nuevo[54].

Eran muchas las zonas que habían sufrido las consecuencias de la batalla: el palacio del Luxemburgo y sus alrededores, el Campo de Marte, el palacio Borbón, la isla de la Cité y la plaza de la República. No obstante, tal como observó el general Koenig, el azar había querido que la destrucción de los edificios resultase increíblemente limitada. El Grand Palais, aquella ballena varada de la belle époque, quedó reducido a poco más que su esqueleto; pero el resto de los edificios principales de la ciudad pudo ser restaurado.

En los cafés del bulevar Saint-Michel, los cristales quebrados por agujeros de bala quedaron sin reparar a causa de una mezcla de orgullo y economía. Los escaparates de los comercios que habían resultado dañados en la contienda no habían tardado en taparse con tablas, y, de cualquier modo, los habitantes comenzaban a retirar las celosías de cinta adhesiva que cubrían sus propias ventanas con el convencimiento de que había pasado el peligro de que las rompiera una explosión, a pesar de que la artillería alemana, apostada en Le Bourget, las tenía a tiro.

Muchos, y sin lugar a dudas los libertadores del día anterior, se encontraban mareados por haber estado copulando o bebiendo al son de incansables brindis. David Bruce anotó que había sido imposible rehusar las botellas que les ofrecía una población civil que las había atesorado casi como reliquias en espera del momento de la liberación. «La combinación bastaba para destrozar la constitución de cualquiera —escribió—. En el transcurso de la tarde, bebimos cerveza, sidra, burdeos y borgoña, blancos y tintos, champán, ron, coñac, armagnac y calvados.»[55]

Si el día de la liberación había pertenecido a las FFI y a los hombres de Leclerc, el sábado, 26 de agosto estaba destinado a ser el del triunfo de De Gaulle.

El general Gerow, superior estadounidense de Leclerc, puso, sin embargo, la nota discordante. Aún estaba furioso con la forma en que habían hecho caso omiso de sus instrucciones los franceses durante los días anteriores, por lo que emitió una orden por la que prohibía a la 2e DB que participase en las celebraciones de la victoria. Con todo, la ciudad aún no estaba por entero libre del enemigo; por ende, De Gaulle necesitaba a los hombres de Leclerc a fin de garantizar la seguridad y el orden público. Los miliciens de Vichy no atendían al alto el fuego del general Von Choltitz, y siempre quedaba la posibilidad de un contraataque lanzado desde el norte por otras fuerzas alemanas.

A primeras horas de la tarde convergieron en el centro de París nutridos grupos de civiles a pie, de los cuales muchos procedían de los barrios periféricos de la capital, y en algunos casos habían recorrido distancias de más de una docena de kilómetros. La multitud que se congregó bajo el sol a ambos lados del camino que llevaba del Arco de Triunfo a Nôtre-Dame superaba en gran medida el millón de personas[56]. A fin de obtener mejores vistas, la gente se había arracimado en las ventanas de los edificios que flanqueaban aquella ruta. Los jóvenes, por su parte, no dudaban en subirse a los árboles o las farolas. Ni siquiera los tejados se libraban de la aglomeración. París no había visto nunca semejante afluencia. Muchos de sus ciudadanos lucían enseñas tricolores de fabricación casera.

A las tres llegó De Gaulle al Arco de Triunfo, donde lo esperaban todas las figuras de mayor relevancia: Parodi, Luizet, Chaban-Delmas, Bidault y los demás miembros del Consejo Nacional de la Resistencia: el almirante D’Argenlieu y, por supuesto, los generales Juin, Koenig y Leclerc.

El dirigente del gobierno provisional respondió al saludo del Régiment de Marche du Tchad, cuyos militantes se hallaban de pie en sus vehículos, detenidos en la plaza d’Étoile. Bajo el Arco de Triunfo, volvió a encender la llama que había ardido sobre la tumba del soldado desconocido hasta junio de 1940, cuando los alemanes entraron en la ciudad. Entonces, precedido de cuatro de los tanques Sherman de Leclerc, echó a caminar por los Campos Elíseos en dirección a la plaza de la Concordia.

Detrás del grupo oficial, henchido por numerosos funcionarios que ansiaban demostrar su pertenencia al conjunto de los resistentes, se arracimaba un nutrido grupo de la milicia de las FFI y de espectadores que habían decidido unirse a ellos, cantando y repartiendo abrazos a medida que avanzaban.

De cuando en cuando, De Gaulle levantaba los brazos para agradecer los vítores, que a cierta distancia sonaban como el rugido atronador del mar que se estrella contra las rocas. «En aquel momento —escribió en sus memorias—, tuvo lugar uno de esos milagros de conciencia nacional, uno de esos gestos de la propia Francia que en ocasiones han venido a iluminar nuestra historia a través de los siglos.»[57]

Sin embargo, no todos aclamaban a De Gaulle: en la multitud debía de haber también seguidores de Pétain, dada la cantidad de personas que habían ovacionado al mariscal hacía tan sólo cuatro meses. Por su parte, los comunistas no podían contener un esporádico: Vive Maurice!, en honor a Thorez, quien se hallaba aún en Moscú, donde había permanecido desde el momento en que desertó del Ejército francés por orden de Stalin al estallar la guerra. Simone de Beauvoir, que había acudido al Arco de Triunfo con Michel Leiris, puso, más tarde, especial cuidado en el modo en que describió las muestras de aprobación que dio aquel día: «Mezclados entre la ingente multitud, no aclamábamos un desfile militar, sino un carnaval popular, tan desorganizado como magnífico»[58]. Jean-Paul Sartre esperaba, en un lugar mucho más avanzado de la marcha, para observar el acto desde un balcón del hotel del Louvre.

La escolta de De Gaulle, precedida a buena distancia por coches de policía y por cuatro tanques más cercanos, se incrementó por la acción de grupos de las FFI que en buena parte se habían agregado por iniciativa propia. En la plaza de la Concordia se unió a ellos un pelotón del grupo de resistencia conocido como «ejército judío». Sus miembros vestían uniformes tomados de la Milice a los que, para contrarrestar, habían añadido brazaletes tricolor. Poco después de que De Gaulle hubiese subido a un coche abierto a fin de recorrer los últimos dos kilómetros que lo separaban de Nôtre-Dame se inició el tiroteo. Hasta el día de hoy, nadie sabe si fue un intento serio de asesinato, una provocación o tan sólo el resultado de tal aglomeración de personas armadas, demasiado tensas y con poca experiencia.

En la plaza de la Concordia y la calle de Rivoli, la multitud se lanzó a tierra o se parapetó tras los vehículos blindados de la división de Leclerc. Un hombre llegó incluso a levantar su bicicleta por encima de la cabeza a modo de escudo. Nadie sabía de dónde procedían los disparos, lo que hizo que cundiera el pánico. Los fifis comenzaron a disparar a los tejados y las ventanas. A Jean-Paul Sartre, asomado al balcón del hotel del Louvre, le llegó la bala de un fifi irreflexivo que lo tomó por un francotirador de la Milice. (Jean Cocteau, que observaba la escena desde una ventana del hotel Crillon, aseguró de modo muy poco convincente que un disparo partió «por la mitad» el cigarrillo que tenía en la boca.)[59] El funcionario más veterano del Ministerio de Hacienda murió abatido en la ventana de su despacho. En los alrededores de la plaza de la Concordia y la calle de Rivoli cayó al menos una docena de personas.

Durante el resto del día se enseñorearon de la zona vehículos Citroën negros de tracción delantera con las iniciales de las FFI embadurnadas en el techo y los laterales, que recorrían el lugar a una velocidad suicida y se detenían tan sólo para disparar a tejados y ventanas. Otros automóviles requisados por la Resistencia llevaban hombres provistos de fusiles tumbados en el guardabarros o de pie en los estribos. «Los héroes se multiplicaban —escribió Galtier-Boissiére—. El número de los que se habían alistado a la Resistencia a última hora, armados de pies a cabeza y cubiertos de cananas al estilo mexicano, no era nada despreciable.»[60]

De Gaulle, mientras tanto, fingía no oír los disparos. El coche abierto en que se encontraba siguió avanzando por la calle de Rivoli hasta el Ayuntamiento, donde esperaba la Garde Républicaine, a la que habían hecho formar en orden de revista. Tras una breve pausa, cruzó el Pont d’Arcole en dirección a Nôtre-Dame.

En el exterior de la catedral se echaba en falta, entre los congregados para darle la bienvenida, a monseñor Suhard. Había querido estar presente, pero su persona no era precisamente bien recibida entre los gaullistas y la Resistencia: en agosto de 1942, durante la ceremonia de bendición, había insistido en dar la absolución en la ceremonia de bendición al cuerpo de voluntarios franceses que partió para respaldar a la Wehrmacht en Rusia. En abril de 1944 dio la bienvenida a Pétain cuando éste visitó París, y a tan sólo dos meses de la liberación había honrado el funeral de Philippe Henriot con gran pompa y ceremonia. El difunto, asesinado por la Resistencia, había sido ministro de Información del régimen de Vichy al tiempo que un activo propagandista de la causa nazi.

El tiroteo se reanudó en el preciso instante en que De Gaulle entró en Nôtre-Dame. Los grupos de las FFI que se hallaban en el exterior comenzaron a disparar a las torres. Los miembros del pelotón judío se centraron en la septentrional, mientras que, en el interior, los policías y soldados que trataban de proteger al general levantaban sus armas para apuntar a los huecos y las bóvedas de la catedral. Se produjeron algunos disparos, que desprendieron trozos de piedra. Los presentes, que se habían lanzado al suelo, intentaron esconderse tras los pilares e incluso tras los bancos. De Gaulle se desentendió de la confusión y avanzó por el pasillo central en dirección al altar mayor, en el que debía celebrarse la misa.

Malcolm Muggeridge, oficial del Servicio de Inteligencia británico que había llegado a París a altas horas de la noche anterior, describió así el conjunto de lo sucedido: «El efecto fue fantástico. Quienes componían la numerosa congregación, de pie minutos antes, se lanzaron de bruces al suelo, con la sola excepción de una figura solitaria, semejante a un gigante recoleto. Se trataba, claro está, de De Gaulle. Desde entonces, fue así como lo vi en todo momento: altísimo y solo, con los demás postrados ante él»[61]. Hubo otros que permanecieron en pie, como es el caso de Alexandre Parodi; sin embargo, todas las miradas estaban clavadas en el general, que se mostraba majestuoso, calmado e intocable.

El incidente hizo a De Gaulle reafirmarse en su determinación por desarmar a las FFI en cuanto se presentara la menor oportunidad: era imposible dudar de que representaban para la seguridad pública un peligro mayor que lo que pudiese quedar de cualquier «quinta columna» o grupo de miliciens. Este tipo de disturbios suponía una doble amenaza. «El orden público es una cuestión de vida o muerte —hizo saber pocos días después a cierto visitante que había acudido a la calle Saint-Dominique—. Si no lo restablecemos por nosotros mismos, acabarán por imponérnoslo los extranjeros.»[62] Da la impresión de que, en aquellos momentos, las fuerzas armadas estadounidenses y británicas se consideraban más «extranjeras» que aliadas.

A las once y media, en el transcurso de una segunda noche de celebración, sonaron las sirenas antiaéreas: la Luftwaffe pretendía desquitarse atacando la ciudad y bombardeándola al azar. En la incursión resultó seriamente dañado un hospital, así como los almacenes de licor de Les Halles des Vins. El resplandor naranja que se recortaba sobre el cielo nocturno podía verse desde cualquier punto de París.

El día de la liberación parecían haber convergido todos los comunistas franceses en la sede del partido, situada en el número 44 de la calle de Pelletier y conocida en todo momento como «le 44». Los que habían salido de prisión merced a los libertadores se presentaron en el edificio de seis plantas en busca de noticias, y muchos de ellos acudieron a uno de los cafés cercanos con la esperanza de descubrir quién había sobrevivido a aquellos años terribles y quién no. La entrada estaba cubierta de sacos terreros que constituían el legado de los últimos ocupantes de aquella construcción: la Milice.

Seis días más tarde, Jacques Duclos, diputado y suplente de Thorez, convocó una reunión del comité central del partido.

Aquella noche tan sólo acudieron veinte miembros, entre los que se incluía el profesor Joliot, el científico que había fabricado los cócteles Molotov en la Sorbona. Se habían dispuesto cuatro mesas formando un rectángulo, «como en un banquete de bodas», presididas por el comunista veterano Marcel Cachin. Tras su cabeza se hallaba una lista, ornada de forma ostentosa con banderas tricolor, de los miembros del comité que había «muerto por Francia». Desde otra pared los observaba una fotografía de Stalin[63].

Los que compartían con Duclos el triunvirato del Partido Comunista francés durante la guerra eran Benoît Frachon, que demostraría ser un hábil dirigente del movimiento sindical durante la posguerra, y Charles Tillon, hombre inflexible e ingenioso que había ejercido de cabecilla real de la Resistencia comunista durante la ocupación. Duclos tenía miedo de la influencia de este último, por lo que no descansó hasta convertirlo en uno de sus ministros en el gobierno de De Gaulle: esto limitaría su libertad de acción al tiempo que lo desplazaba del verdadero centro de poder en el interior del propio partido.

Al enfrentarse a sus colegas, Duclos se encontró en una posición embarazosa. Ahora sabemos que fue él quien dirigió en 1940 el acercamiento a las autoridades alemanas para apelar al pacto nazi-soviético y negociar así la reaparición de L’Humanité, periódico del partido, y la liberación de prisioneros comunistas. A cambio, había ofrecido hacer que Francia funcionase de nuevo. Tillon se había burlado a la sazón de la idea de que los comunistas franceses fuesen a recibir un tratamiento preferente: «¡Maldita sea! ¿De verdad crees que en París os van a considerar rusos los alemanes?»[64].

Duclos era un hombre pequeño, casi risible a los ojos de alguien como Tillon. Las gafas redondas que sostenía su redondo rostro lo hacían parecer un pequeño burgués complaciente; aunque su impenetrable sonrisa y sus ojillos inteligentes daban a entender el porqué de su formidable condición de superviviente: sabía bien que quien siguiese de un modo fiel la línea del partido acabaría por ganar, y Stalin no deseaba que la liberación desembocara en una revolución.

Duclos no podía imponer la disciplina del partido hasta que De Gaulle garantizase a Thorez una amnistía por haber desertado en los albores de la guerra y le permitiera regresar de Moscú. Por el momento, el general ni siquiera se molestaba en responder a los telegramas de Thorez y se limitó a hacerle llegar un mensaje a través de su representante en la capital soviética por el que aseguraba que cualquier retraso era responsabilidad de los británicos.

La razón que llevaba a Stalin a aplicar en Francia una política no revolucionaria era bien sencilla: no quería problemas con los estadounidenses ni los británicos, cuyo respaldo material al Ejército Rojo seguía siendo vital hasta la derrota final de Alemania.

En tanto que Tillon y sus seguidores querían mantener la resistencia armada a modo de herramienta de cambio político, Duclos aceptaba la política del Kremlin en lo referente a evitar choques con De Gaulle y los Aliados. El partido, empero, podía aún aumentar su poder instalando a sus propios candidatos en puestos clave siempre que fuera posible. Un modo de conseguirlo consistía en encabezar el llamamiento en favor de la justicia popular contra los traidores para después, en el transcurso de las purgas resultantes, acusar de colaboradores a personajes anticomunistas y sustituirlos por miembros del partido. Cada vez llegaban de toda Francia más informes de masacres de última hora perpetradas por los alemanes, y aunque también se habían dado casos de oficiales de la Wehrmacht que habían dejado libres a los prisioneros políticos, éstos recibieron una atención menor en una época de noticias espeluznantes.

El 1 de septiembre, la prensa francesa y extranjera recorrió las cámaras de tortura que la Gestapo había instalado en la rué des Saussaies, inmediatamente detrás del Ministerio del Interior, situado en la plaza Beauvau. L’Humanité lanzó una campaña implacable en la que hizo cuanto estaba en sus manos por explotar al máximo diversos relatos de masacre y tortura. En ellos se daba a entender que el régimen de Vichy y sus funcionarios habían estado implicados en cada uno de los crímenes, de un modo directo, indirecto o bien por asociación.

Los que llegaban al París liberado se disponían a buscar a sus viejos amigos. Uno de los primeros lugares que visitó Hemingway fue el domicilio de Sylvia Beach, sito en el número 12 de la rué de l’Odéon. La tristeza lo invadió al saber que los alemanes la habían obligado a cerrar para siempre su librería, Shakespeare & Company, lo que había puesto fin a una parte relevante de la vida de la orilla izquierda expatriada. Con todo, ella al menos había logrado sobrevivir después de pasar seis meses en un campo de internamiento.

Los parroquianos de los cafés de Saint-Germain-des-Prés ponían en común las experiencias vividas durante la guerra o se informaban de acontecimientos a los que no habían podido acceder por acción de la censura o la distancia. Raymond Aron describió el bombardeo de Londres, aunque aún habían de desenterrarse historias mucho peores, como la de la sublevación de Varsovia o los primeros rumores acerca de los campos de la muerte.

Algunos reaparecieron encarnando papeles que resultaban, cuando menos, asombrosos. Así, no faltaban los antisemitas de derecha a los que sobraban los relatos acerca de judíos o comunistas a los que habían librado de la Gestapo. Entre los miembros de lo que se conoció en tono burlón como los RMA (Resistentes del Mes de Agosto) se encontraban personajes que, tras haber denunciado a sus conciudadanos ante los alemanes, hacían otro tanto con sus compañeros colaboracionistas con tal inquina que pocos eran los que se atrevían a alzar la voz en su contra.

Aquél fue un tiempo propicio para entablar nuevas amistades. Camus presentó a Sartre y a Simone de Beauvoir al padre Bruckberger, capellán de las FFI, al que encontraron ataviado con su hábito blanco de dominico, fumando en pipa y bebiendo un ponche corrosivo en la Rhumerie Martiniquaise. También conocieron al escritor Romain Gary y a Lise Deharme, poetisa cuyo salón frecuentaba lo que quedaba del movimiento surrealista. Los soldados negros estadounidenses eran objeto de calurosas bienvenidas en Saint-Germain por parte de parisinos hambrientos de jazz, y el calor del recibimiento llevaba a muchos de ellos a plantearse la posibilidad de permanecer en Europa en lugar de regresar a Estados Unidos.

Aquélla fue también una época favorable al debate, las ideas y la conversación. Jean Cocteau y sus amigos concedían audiencia en el bar del hotel Saint-Yves, sito en la calle Jacob, donde el primero, al igual que Picasso, era célebre por sus monólogos. «[L]a palabra hablada era su lenguaje, y la usaba con la virtuosidad de un acróbata.»[65]

Asimismo, fue un tiempo de banquetes y hambruna. Las ansias de tabaco, apenas mitigadas por los paquetes de Camel que lanzaban los Jeep al pasar, resultaban más evidentes que la visión de un tórax esquelético. El pueblo desenterraba boquillas de los años veinte a fin de poder fumar sus cigarrillos hasta el último miligramo de nicotina. La fotografía que hizo Brassaí de Dora Maar, musa de Picasso durante la guerra, muestra la ceniza de su pitillo a tan sólo un milímetro de la boquilla. El mercado negro aprovechó la situación para hacer su agosto. Por la noche, la estación de metro de Strasbourg-Saint-Denis se encontraba «llena hasta la bandera de tipos que te susurraban con la boca torcida cuando pasabas a su lado: “¿Chocolate? ¿Tabaco? ¿Gauloises? ¿Cigarrillos ingleses?”»[66].

A despecho de la destrucción de Les Halles des Vins, aún quedaba disponible una milagrosa reserva de alcohol barato que permitió que la liberación se viese seguida de toda una serie de celebraciones frenéticas. Les Lettres Françaises, publicación surgida en respuesta a la toma por parte de la derecha de la gran revista literaria La Nouvelle Revue Française, organizó un cóctel presidido por la «pareja real» comunista: Louis Aragon y Elsa Triolet. Las Éditions de Minuit, que habían sido objeto de gran admiración por la publicación de libros como El silencio del mar, de Vercors, y el Cahier noir de François Mauriac, ofrecieron una fiesta en Versalles, donde se representó una obra de La Fontaine. Pocos de los invitados llevaban ropas elegantes, tanto por necesidad como por una cuestión de gusto. Simone de Beauvoir tenía un sencillo vestido negro reservado para las grandes ocasiones, pero Sartre raras veces se desprendía de su ajada chaqueta de leñador.

Lo que, sin embargo, recordaban con más claridad de París los soldados estadounidenses eran las jóvenes que montaban en bicicleta haciendo bailar sus breves faldas. Galtier-Boissiére no pudo menos de percatarse de que «las cortas faldas ribeteadas dejaban generosamente al descubierto muslos rosados»[67]. Estas prendas cortas y holgadas para montar en bicicleta estaban confeccionadas de retales, bien que incluso éstos podían variar en calidad. Así, Simone de Beauvoir observó que «les elegantes usaban pañuelos de rica seda, mientras que en Saint-Germain-des-Prés nos las arreglábamos con estampados de algodón»[68].

El cabello largo recogido en alto, por encima de la frente, constituía una respuesta a las restricciones de luz, toda vez que los cortes eléctricos constantes hacían que el ramo de la peluquería recurriese a menudo a los peinados hacia atrás. Lee Miller fotografió a un par de ciclistas que pedaleaban con furia en un tándem conectado a una dinamo a fin de proporcionar corriente a los secadores del piso de arriba. Más ingeniosos aún resultaban los zapatos de suela de madera, con tapas articuladas para evitar la rigidez propia de los zuecos. (Los alemanes habían requisado las existencias de cuero para proveer a la Wehrmacht). El ruido que producía el calzado al golpear el pavimento se convirtió en uno de los sonidos más evocadores de los años de guerra. Una de las canciones de Maurice Chevalier se titulaba precisamente La symphonie des semelles de bois.

Durante la liberación, Chevalier centró todos sus esfuerzos en Fleur de París, pieza impregnada de un patriotismo sentimental que el cantante esperaba a todas luces que lo ayudase a se dédouaner (pasar la «aduana» en forma de comités de depuración) por haber actuado para Radio-Paris, emisora dirigida por los alemanes, entre otras acusaciones[69]. Tanto él como Charles Trenet y Suzy Solídor, propietaria de sala de fiestas, formaban parte de la lista negra, en tanto que Tino Rossi se encontraba encerrado en la prisión de Fresnes. Suzy Solidor se dedicó a visitar a los editores de diarios para convencerlos de que había trabajado para la Resistencia y que contra ella no pesaba más acusación que la de haber cantado Lili Marlene en una época en la que constituía un gran éxito entre las tropas británicas.

Ni siquiera Edith Piaf se libró de ser sospechosa, por cuanto, al igual que Chevalier, había ido a Alemania a cantar a los prisioneros franceses. De cualquier modo, en ningún momento había respaldado el régimen de Pétain, a diferencia de aquél, que se había quitado el canotier para beberse una botella de Vichy a modo de muestra de lealtad ante los periodistas en la sesión fotográfica más insensata de toda su carrera.

El historial de Joséphine Baker, sin embargo, era impecable en este sentido. De Gaulle llegó incluso a escribir el prefacio del libro que acerca de sus hazañas escribió el comandante Jacques Abtey: La Guerre Secrete de Joséphine Baker. El general asistió asimismo al primer concierto que dio en París tras la liberación. La bailarina había regresado a Francia con el 1.er ejército del general De Lattre y se dirigió a París con la intención de ver a sus amigos y demostrar que los informes que la daban por muerta eran prematuros. En noviembre celebró en el Paramount una gala para la organización benéfica de las fuerzas aéreas francesas. Allí interpretó Parts chéri, una de las últimas canciones que había escrito para ella Vincent Scotto. De la música se encargó la orquesta de Jo Bouillon, con quien la Baker se casaría poco después.

Malcolm Muggeridge acudió de uniforme con un hermano suyo oficial a un cabaré bien diferente de la orilla izquierda, atestado de gente y cargado de humo. «El diminuto escenario estaba iluminado por la sola luz de algunas velas temblorosas. Allí recitaba un hombre calvo por completo y con el rostro ancho y triste de un payaso un monólogo en el que repasaba todas las calamidades por las que había pasado desde la llegada de los alemanes a París. “Et maintenant —concluyó con un gesto de infinita aflicción que luchaba por dar paso a una sonrisa sarcástica—. Et maintenant, nous sommes liberes!” La concurrencia expresó su aprobación con un rugido al tiempo que nos miraba a Tevor y a mí con curiosidad. De alguna manera, se trataba del comentario más perfecto que podía hacerse sobre la situación.»[70]