Objetivo: París
El 31 de julio, el 3.er ejército del general Patton comenzó, en Avranches, la salida de Normandía. Su ala derecha envolvió a las fuerzas alemanas desde el oeste y llevó a los Aliados a Argentan, a 167 kilómetros de París.
Al parecer del general De Gaulle, existía una sola formación que mereciese el honor de liberar la capital de Francia: la Deuxiéme División Blindée, la 2.ª División blindada francesa, a la que se conocía como la «2e DB». Estaba al mando del general Leclerc, nombre de guerra de Philippe de Hauteclocque.
La 2e DB era mucho más numerosa que la mayoría de las divisiones, pues contaba con dieciséis mil hombres, equipados con uniformes, armas, camiones semioruga y tanques Sherman (todo proporcionado por los estadounidenses). Estaba constituida en su mayor parte por hombres que habían seguido a Leclerc desde Chad y habían cruzado el Sahara para sitiar la guarnición italiana acantonada en Koufra y unirse por último a los británicos. Entre sus filas había miembros regulares del Ejército metropolitano, incluidos soldados de caballería de Saumur, espahíes, marinos sin embarcación, árabes del África meridional, senegaleses y colonos franceses que nunca habían pisado con anterioridad el suelo de Francia. Una de sus compañías, la 9.ª, recibía el nombre de la nueve[31] porque estaba llena de republicanos españoles, veteranos de batallas aún más cruentas. El batallón, como no podía ser menos, estaba capitaneado por el comandante Putz, el más respetado de todos los mandos de batallón con que contaban las Brigadas Internacionales. La división de Leclerc constituía una mezcla tan extraordinaria de gaullistas, comunistas, monárquicos, socialistas, giraudistas y anarquistas unidos por una misma causa, que el general De Gaulle no pudo menos de concebir una visión optimista en exceso del modo en que se unificaría la Francia de posguerra en torno a su liderazgo.
Cuando De Gaulle regresó a Francia desde Argel el 29 de agosto, hubo de afrontar una noticia sumamente inquietante: en París se había iniciado un levantamiento, de inspiración sobre todo comunista, y los ejércitos aliados no estaban en situación de acudir en su apoyo.
El 15 de agosto, la decisión tomada por las autoridades alemanas de desarmar parte de las fuerzas policiales parisinas dio lugar a una huelga. A mediodía, la radio anunció los desembarcos aliados en la costa mediterránea, cerca de Saint-Tropez, lo que hizo más fuerte la resolución. Los comunistas, que pretendían incrementar la presión en favor de un alzamiento, habían comenzado a infiltrarse en la policía y a ganar adeptos entre sus miembros en cuanto les había sido posible. Muchos de los integrantes del cuerpo, avergonzados ante un historial de servilismo a las órdenes dictadas por los alemanes, consideraron que la pertenencia al Partido Comunista constituía un buen seguro de vida. Ese mismo día se publicó en el periódico del partido, L’Humanité, una llamada a «l’insurrection populaire».
Dos días más tarde, el Consejo Nacional de la Resistencia y el COMAC (Comité Militaire d’Action) estudiaban la llamada a las armas. Pese a la presidencia del democristiano Georges Bidault, la primera de estas organizaciones estaba tan dominada por los comunistas como la segunda. El general Jacques Chaban-Delmas, jefe de la Resistencia gaullista que contaba a la sazón veintinueve años, había regresado de Londres el día anterior, después de completar en bicicleta el último tercio del viaje a través de las líneas alemanas. Esta visita clandestina a Inglaterra tenía el propósito de alertar a los Aliados del carácter inevitable de una insurrección prematura en París. De cualquier modo, hubo de regresar con la inoperante orden del general Koenig, jefe de estado mayor de De Gaulle, según el cual no habría levantamiento alguno sin que él lo dispusiese. Koenig había sido nombrado comandante de todas las Forces Francaises de l’Intérieur (FFI), conocidas por el sobrenombre, a un tiempo afectuoso y despectivo, de les fifis; aunque hasta entonces su autoridad no pasaba de ser teórica.
Chaban-Delmas había comunicado a las autoridades militares de Londres que, frente a los dieciséis mil hombres de la guarnición alemana —que contaba además con la posibilidad de recibir los refuerzos de otra división—, la Resistencia en París contaba con menos de quince mil voluntarios de las FFI y con armas para tan sólo dos mil, una cifra que no deja de resultar incluso optimista. Lo más que podía esperar la Resistencia parisina eran algunos fusiles del Ejército escondidos desde 1940, escopetas y revólveres robados en muchos de los casos de armerías, unas cuantas metralletas que los Aliados habían lanzado en paracaídas en algún lugar de Francia y una serie de armas arrebatadas a los alemanes a la fuerza. Cierto grupo juvenil comunista del 18.º arrondissement («distrito»), por ejemplo, enviaba a las muchachas de la agrupación a seducir a los soldados enemigos por la zona de Pigalle y atraerlos a un callejón en el que esperaban jóvenes camaradas varones que los molían a palos para después quitarles las armas.
Un grupo de los Francs-Tireurs et Partisans (FTP) comunistas logró incautar una tonelada de explosivo de la Poudrerie Sevran. Sin embargo, eran pocos los voluntarios que contaban con la experiencia suficiente al respecto, bien en el Ejército, bien en la Resistencia. El coronel Rol-Tanguy, el comunista que se hallaba al mando de las FFI de París y sus alrededores, hubo de confesar a Louis Teuléry, comandante del Service B (organización comunista de contraespionaje) que, a despecho de toda la propaganda, los FTP tan sólo contaban con un total de seiscientos hombres en todo París antes del desembarco de Normandía. Las verdaderas oleadas de voluntarios tuvieron lugar más tarde.
Treinta y cinco jóvenes de la Resistencia cayeron de cabeza en una trampa al dejarse engañar por un agent provocateur que trabajaba para la Gestapo y prometió que les proporcionaría una remesa de armas. Cuando llegaron al lugar de encuentro se vieron rodeados por el enemigo, que los sometió a una brutal tortura en el cuartel general de la Gestapo, sito en la rué des Saussaies, antes de ejecutarlos.
De cualquier modo, el coronel Rol-Tanguy no se dejó impresionar por quienes le aconsejaban actuar con prudencia. Aquel día, los FTP dieron órdenes de requisar vehículos y blindarlos, como si el París de 1944 pudiese compararse con el Madrid o la Barcelona de julio de 1936. Al día siguiente se sembró la ciudad de carteles que llamaban a la huelga general y «l’insurrection libératrice».
El 17 de agosto llegó en secreto Charles Luizet, a quien De Gaulle había designado jefe de policía, para convertirse en parte del equipo fundamental de administradores, que contaba con Alexandre Parodi, delegado general de De Gaulle, como miembro de mayor experiencia.
Aquel día fue también testigo del éxodo cada vez mayor de alemanes y colaboradores que el inimitable Jean Galtier-Boissiére describió en su diario como «la grande fuite des Fritz». Su altura colosal, el mostacho militar de la primera guerra mundial, el sombrero de paja al estilo de un viajero Victoriano y el paraguas de puño de marfil convertían la suya en una curiosa figura, no exenta de contradicciones. Anarquista divertido y entrañable de la grande bourgeoisie, había fundado su publicación satírica Le Crapouillot (nombre en jerga del mortero de trinchera) siendo cabo en primera línea de frente. En aquel momento, describía los atascos que formaban los vehículos en su huida y que la Feldgendarmerie alemana trataba de dirigir con discos provistos de empuñadura. «Por la calle Lafayette pasan pulquérrimos torpedos procedentes de los lujosos hoteles que rodean l’Étoile. En su interior llevan generales de rostro lívido, acompañados por elegantes mujeres rubias, que tienen el aspecto de estar dirigiéndose a algún lugar de moda».
Haciendo caso omiso de las objeciones de Pierre Laval, el embajador alemán, Otto Abetz, ordenó evacuar la administración de Vichy a Belfort, a pocos kilómetros de la frontera con Alemania. Los intentos llevados a cabo por Laval durante los últimos días para convocar a parlamentarios como Édouard Herriot, presidente de la Asamblea Nacional, no lograron otra cosa que enfurecer al general Oberg, jefe de las SS en Francia.
Mientras se preparaban para partir, los alemanes hubieron de soportar las miradas tan directas como desdeñosas de los grupos de parisinos que habían pasado cuatro años fingiendo no verlos. Sin embargo, cierto destacamento de soldados no dudó en abrir fuego contra la multitud que se burlaba de sus integrantes en el bulevar Saint Michel. Sylvia Beach, fundadora de la librería Shakespeare & Company, describió a los parisinos que, jubilosos, agitaban a su paso escobillas de retrete.
No fueron pocos los casos en los que quienes hacían las maletas aprovechaban para perpetrar algún saqueo de última hora. La Gestapo irrumpió en el apartamento de la rué Christine en que vivían Gertrude Stein y Alice Toklas. A la llamada de un vecino acudieron veinte agentes de la policía que, respaldados por la mitad de los habitantes de la calle, exigieron ver la autorización de la Gestapo. Los oficiales de ésta hubieron de salir de allí, si bien no dejaron de proferir amenazas.
Un grupo de soldados, siguiendo tal vez las órdenes de uno de sus jefes, se dedicó a cargar en una serie de camiones el contenido de las bodegas de vino del Cercle Interallié, un importante club privado. Otros vehículos militares y civiles, entre los que había incluso ambulancias y un coche fúnebre, acabaron hasta los topes de todo lo que pudiese tener algún valor: mobiliario de estilo Luis XVI, medicinas, obras de arte, piezas de maquinaria, bicicletas, alfombras enrolladas y alimentos.
Todo apunta a que el viernes, 18 de agosto, surgieron de todas partes ráfagas de armas de fuego tras la aparición de los carteles comunistas. Al día siguiente apareció la tricolor en varios edificios públicos, entre los que destaca la Prefecture de policía, situada en la isla de la Cité. Desde las siete de la mañana comenzaron a llegar agentes de los que estaban en huelga en protesta por la intención de desarmarlos que tenían las autoridades alemanas. Seguían una llamada de sus comités de resistencia, y su número era cada vez mayor. Los gaullistas, dirigidos por Parodi, no tenían por entonces otra alternativa que aceptar el rumbo que estaban tomando los acontecimientos y unirse al levantamiento. Charles Luizet se introdujo en la Jefatura de Policía y asumió el puesto de su predecesor, nombrado por el gobierno de Vichy y arrestado por uno de sus propios subordinados.
Todo parisino que cometía la imprudencia de colgar de su balcón una bandera tricolor a imitación de las que habían surgido en los edificios públicos corría el riesgo de que pasase por allí una patrulla de las fuerzas de ocupación y descargara sus fusiles a través de la ventana. A la hora del almuerzo llegaron a la jefatura los tanques y camiones de infantería alemanes a fin de aplastar la rebelión, pero los primeros tan sólo contaban con proyectiles concebidos para perforar superficies blindadas, por lo que abrían agujeros sin llegar a derribar los muros.
También se dieron violentos tiroteos en otras partes de París: las fuerzas de la Resistencia tendían emboscadas a los vehículos de la Wehrmacht, y sus ocupantes respondían al ataque. En la margen izquierda del río, frente a la isla de la Cité, la lucha se tornó en particular encarnizada. En total hallaron la muerte cuarenta alemanes aquel día, en tanto que setenta fueron heridos; los parisinos pagaron con ciento veinticinco muertos y casi quinientos heridos[32]. La Resistencia había empezado la batalla con tan poca munición que apenas si les quedaban reservas a la caída de la tarde.
La situación en el interior de la Jefatura sitiada se tornaba crítica. El cónsul general sueco, Raoul Nordling, logró acordar una tregua con el general Von Choltitz, comandante alemán de París y sus alrededores.
El alto el fuego no se respetó, debido en parte al caos en que se hallaban sumidas las comunicaciones; aunque el edificio resistió, de algún modo, durante dos días merced a la tolerancia o la deferencia del general alemán. Los insurgentes, llevados de un peligroso optimismo, consideraron este hecho equivalente a una prueba de la victoria. Los continuos ataques no sólo provenían de grupos demasiado exaltados de jóvenes comunistas: los gaullistas, en su empeño por restaurar la «legalidad republicana», necesitaban tomar tantos edificios como les fuera posible. El 20 de agosto, los dirigentes del Consejo Nacional de la Resistencia se apoderaron del ayuntamiento, en el transcurso de una operación que dejó fuera a los comunistas de manera deliberada.
Durante los cuatro días que siguieron, los alemanes acribillaron los muros de la Casa Consistorial con fuego de ametralladora; pero en ningún momento llegaron a efectuar un ataque decidido, lo que hubieron de agradecer los insurgentes, por cuanto no contaban más que con cuatro ametralladoras y un puñado de revólveres.
El 21 de agosto se reunió el Consejo Nacional de la Resistencia para hablar de la tregua en una sesión tensa y amarga en la que prevaleció la opinión de los comunistas. Al final se decidió cancelar el alto el fuego al día siguiente, y los gaullistas se vieron de nuevo obligados a seguir a los comunistas con tal de evitar una guerra civil.
Desde la llegada de las primeras noticias del levantamiento en París dos días antes, al general Leclerc le había resultado difícil reprimir su impaciencia y su frustración. Sus comandantes estadounidenses no daban muestras de estar dispuestos a avanzar en dirección a la ciudad. Eisenhower pretendía dejar la capital francesa en manos de los alemanes durante algunas semanas más, lo que permitiría a Patton perseguir al enemigo derrotado a través de la Francia septentrional, y tal vez incluso atacar a la derecha hasta llegar al Rin aprovechando su desorganización momentánea. Si los norteamericanos debían liberar París y responsabilizarse por ende de alimentar la ciudad, no dispondrían ni del combustible ni de los transportes necesarios para respaldar el avance de Patton. No obstante, para De Gaulle y Leclerc, París constituía la puerta del resto de Francia, y un levantamiento encabezado por los comunistas podría desembocar, según temían, en una nueva Comuna de París, lo que llevaría a los estadounidenses a intervenir para imponer su AMGOT a la nación.
La primera llamada a la insurrección por parte de los comunistas franceses de París se había producido dos semanas antes de que el general Bor-Komorowski hubiese iniciado el malhadado levantamiento de Varsovia ante los avances del Ejército Rojo. Con todo, el apremio por hacer la revolución surgido en Francia durante el verano de 1944 se originó como una reacción espontánea en el interior de las filas comunistas, y no como realización de un plan trazado por el Kremlin. La cúpula política oficial del Partido Comunista francés perdió toda autoridad sobre los acontecimientos. Maurice Thorez se hallaba en Moscú, y su lugarteniente, Jacques Duclos, escondido en el campo, ejercía muy poca influencia sobre el brazo armado del partido, los FTP. Paralizado por la ineficacia de las comunicaciones y por las propias medidas de seguridad draconianas de los comunistas, Duclos se vio incapaz de controlar a Charles Tillon y los otros dirigentes de los FTP, que como la mayoría de sus seguidores, tenían la intención de transformar la resistencia en una revolución.
Leclerc decidió al fin, desde su cuartel general, cerca de Argentan, enviar un reducido destacamento hacia Versalles la noche del 21 de agosto; y lo hizo sin el permiso de su comandante de cuerpo estadounidense. Este acto menor de insubordinación militar acrecentó las sospechas que albergaba una serie de oficiales de Estados Unidos de que los gaullistas estaban haciendo su propia guerra por Francia y no la de los Aliados contra Alemania.
Leclerc no había conseguido ponerse en contacto con De Gaulle, quien no había regresado de Argel sino el día anterior; pero escribió para hacer comprender al dirigente del gobierno provisional la necesidad de persuadir a Eisenhower a cambiar sus planes sin más dilación. Los mensajeros que habían partido de París para advertir de que la ciudad sería destruida si los Aliados no la capturaban en breve no obtuvieron demasiado éxito.
El coronel Rol-Tanguy, comandante comunista de las FFI encargado de la capital y sus alrededores, reanudó la lucha a la mañana siguiente, la del día 22 de agosto. Por toda la ciudad había carteles que proclamaban su grito de guerra: Chacun son boche!, consigna que poco después se vio seguida de una llamada a las armas aún más atávica: Tous aux barricades!, que recordaba las revoluciones decimonónicas fallidas y hacía pensar en el viejo mito que presentaba París como la Jerusalén roja[33]. El coronel ordenó a toda la población de la capital, hombres, mujeres y niños, a disponer barricadas allí donde pudiesen con objeto de impedir a los alemanes cualquier movimiento, lección aprendida en Barcelona al principio de la guerra civil española.
En los distritos más distinguidos —el 7.º, 8.º y 16.º arrondissements—, apenas se erigieron barricadas; la mayor parte se hallaba en los barrios situados al norte y al este de la ciudad, que habían votado de un modo aplastante al Frente Popular en 1936. Las que contaban con una ubicación más eficaz se encontraban en la zona sureste de París, en la que las FFI estaban al mando del coronel Fabien, el comunista que había asesinado al joven oficial de Marina alemán tres años antes.
En las calles y los vecindarios comenzaron a formarse equipos de un modo espontáneo. Los jóvenes de mayor fuerza arrancaban adoquines y los pasaban a una cadena humana —constituida por mujeres en su mayor parte—, que se encargaba de hacerlos llegar a los que construían la barricada con verjas, armazones de camas de hierro, un plátano de sombra derribado y tendido de una acera a otra, coches volcados e incluso, en un caso, un urinario público o vespasienne. En lo más alto solía izarse una bandera tricolor. Las mujeres, mientras tanto, cosían para los hombres brazaletes blancos de las FFI, que por lo general no llevaban más que las iniciales en negro, pero a los que en ocasiones añadían trozos de tela roja o azul para convertirlos una enseña nacional. París, a la sazón, se sustentaba de rumores: nadie sabía a qué distancia se hallaban los Aliados ni si había refuerzos alemanes en camino. Todo esto creaba una atmósfera de tensión que afectaba por igual a defensores y espectadores.
«Llego a un pequeño emplazamiento de las FFI cercano a la plaza de Saint-Michel —escribió en su diario Galtier-Boissiére—. Sobre la acera han dispuesto una ametralladora que cubre el puente de Saint-Michel; el encargado de hacerla disparar es un hombre alto, rubio y bien vestido. A ambos lados del bulevar hay unos diez jóvenes en mangas de camisa con un brassard alrededor de sus bíceps, carabina en mano o blandiendo pequeños revólveres. Algunos llevan cascos del Ejército. Alrededor de estos combatientes hay unos cincuenta observadores que esperan a que ocurra algo. En cuanto aparece un vehículo sobre el puente, todos los mirones echan a correr hacia la primera puerta que encuentran.»[34]
Los ciudadanos ayudaban en lo que podían. Los que más valor demostraban eran los grupos de camilleros, que recogían a cientos de heridos de las calles rociadas de balas con la única protección de una bandera de la Cruz Roja. El profesor Joliot, físico galardonado con el premio Nobel y comunista consagrado, organizó una cadena de montaje de cócteles Molotov en la Sorbona. Entre Saint-Germain-des-Prés y la plaza de Saint-Michel, Zette Leiris, que dirigía una célebre galería de arte, instituyó un comedor para miembros de las FFI en la calle Saint-André des Arts. Los porteros, por su parte, limpiaban la sangre del pavimento.
Tal como observó Galtier-Boissiére, la lucha en la ciudad revestía un carácter mucho más civilizado que en las zonas rurales, por cuanto los combatientes tenían la posibilidad de irse a comer con el fusil a cuestas. Contaban, además, con otra ventaja: «Todo el vecindario te observa y aplaude desde las ventanas»[35]. No faltaban, empero, los que no hacían ningún caso de los tiroteos que los rodeaban. Algunos tomaban el sol sobre el dique de piedra del Sena, en tanto que los golfillos se sumergían en sus aguas para combatir el calor. Asimismo, podían verse insólitas figuras sentadas inmóviles sobre sillitas de lona, pescando en el río al tiempo que los carros alemanes atacaban la Jefatura de Policía a unos centenares de metros, en la isla de la Cité, atraídos por la comida gratis que representaba una perca sacada del Sena. La escasez de provisiones era tal que cuando alguna bala perdida abatía a un caballo, las amas de casa no dudaban en salir corriendo a la calle con fuentes esmaltadas y cortar tajadas de carne de su cuerpo sin vida.
Dado el carácter de París, los edificios emblemáticos vinculados a la vida cultural de la ciudad tenían tanta importancia como los ministerios o las comisarías de policía a la hora de hacer una revolución. Para los que estaban vinculados a las artes escénicas, el primer lugar que había que liberar (lo que no quiere decir que hubiese alemanes en el recinto) era la Comédie-Francaise. Yves Montand, quien no hacía mucho que se había establecido como cantante en la capital, se presentó para hacer las veces de centinela. Cierta actriz había telefoneado a Edith Piaf, amante y mentora de aquél durante las dos últimas semanas, para comunicarle que necesitaban más voluntarios, y Montand, que a la sazón contaba veintitrés años, se alistó para ser admitido en el teatro de Moliere.
Los actores y las actrices se saludaban como si aquélla fuese la mayor fiesta de estreno de sus vidas. Julien Berthau, que se había erigido en su líder, los espoleó con un discurso apasionado que remató con el grito del momento: París sera liberé par les Parisiens! La compañía al completo, en un arrebato de emoción, entonó la Marsellesa —a pesar de que estaba prohibida—, en posición de firmes. Sin embargo, cuando Berthau dio la orden de distribuir las armas se creó cierta atmósfera de decepción. A pocos centenares de metros de donde estaban ellos se encontraban los tanques alemanes, a la espera del primer signo de desorden. Para enfrentarse a ellos, la Comédie-Francaise no contaba sino con cuatro escopetas y dos revólveres de atrezo.
El día sería recordado como una jornada de valentía colectiva, algo tan contagioso como la cobardía colectiva. En el 17.º arrondissement ya se habían dado casos de cuadrillas de jóvenes que habían entablado batalla con varias patrullas alemanas con tan sólo un puñado de armas. Los heridos se negaban a que los llevasen al hospital, y en cuanto los vendaban insistían en regresar a su barricada. Se produjeron numerosos ataques a convoyes enemigos a manos de corps-francs de las FFI, sobre todo en la orilla izquierda del Sena. Algunos eran víctimas de emboscadas que les tendían desde los tejados o las ventanas con cócteles Molotov y granadas de mano. También hubo grupos que atacaron camiones de aprovisionamiento de la Wehrmacht procedentes de la estación de Austerlitz.
Cualquier soldado alemán que cometiese la imprudencia de salir en solitario o en pareja acababa muerto o rodeado. El objetivo primordial consistía en incautar armas y vehículos. Cierto joven audaz llegó incluso a apoderarse del Horch descapotable del embajador alemán ante su propia residencia, situada en el número 78 de la calle de Lille[36]. Los ataques provocaban a menudo brutales reacciones por parte de las fuerzas de ocupación. Del palacio del Luxemburgo partieron resueltamente cinco vehículos blindados alemanes, respaldados por miembros de la infantería, y recorrieron la calle Soufflot con la intención de atacar la mairie del 5.º arrondissement en la plaza del Panteón. En todos lados se dieron demostraciones de fuerza, pero por regla general se logró disuadir a los alemanes de moverse por la ciudad.
El padre Bruckberger, capellán general castrense de las FFI parisinas, perteneciente a la orden de Santo Domingo, se dirigió montado en su bicicleta de una zona de combate a otra, «con el hábito blanco manchado del humo de la batalla», para supervisar el cuidado médico que se brindaba a los heridos y administrar los últimos sacramentos a los caídos[37]. En las iglesias se iban amontonando los ataúdes, pues las víctimas entre la población civil eran numerosas y los enterramientos se hacían imposibles en tales circunstancias. En consecuencia, algunos cadáveres se habían colocado en los congeladores del mercado de Les Halles —que por aquel entonces se encontraban vacíos—, con objeto de preservarlos del calor de agosto.
En los Campos Elíseos no se veía un alma, lo que resultaba inquietante. Los cafés de las aceras, que pocos días antes habían estado llenos de alemanes con uniformes de color gris de campaña bebiendo bocks de cerveza, se hallaban completamente desiertos. Para los tanques alemanes apostados en la plaza de la Concordia, la suave pendiente que describía el terreno hasta llegar al Arco de Triunfo ofrecía un campo de tiro inmejorable. Sin embargo, esta parte de París daba una impresión de calma que resultaba engañosa. En el resto de la ciudad, la confusión se veía agravada por rumores que surgían de las esperanzas o los miedos del pueblo y que aseguraban que los estadounidenses se aproximaban desde el suroeste; que desde el norte había llegado una nueva división Panzer; que no quedaban municiones; que los alemanes habían minado todos y cada uno de los puentes del centro de la capital, o que los fifis se las habían agenciado para cortar los cables de los detonadores. Nadie sabía a ciencia cierta qué estaba ocurriendo.
Aquel 22 de agosto comenzó a transmitir una nueva estación emisora, la Radiodiffusion de la Nation Francaise, que debía hacer las veces de portavoz de la Resistencia. Se leyeron proclamas de los diversos grupos, seguidas a menudo de la Marsellesa, que había estado prohibida durante los cuatro años anteriores. Durante la emisión, los ciudadanos subían el volumen de sus receptores y abrían las ventanas para asegurarse de que todo el que pasara por la calle la oía también.
La nueva estación no tardó en advertir a los parisinos de la conveniencia de evitar ciertas zonas de la ciudad. La rué de Seine, en Saint-Germain-des-Prés, resultaba peligrosa en particular, toda vez que los alemanes podían disparar desde el puesto fortificado del palacio del Luxemburgo. La plaza de Saint-Michel, situada al final del bulevar, entrañaba tal peligro que no tardó en ser conocida como le carrefour de la mort. No obstante, por valiosas que fueran dichas emisiones, la población tan sólo podía oírlas durante los breves períodos en que se restablecía el suministro eléctrico.
Llegó un momento, aquella noche, en que se desvaneció el sonido de los disparos. «Fritz y fifis se fueron a cenar», señaló Jean Galtier-Boissiére. Los curiosos no tardaron en salir para examinar los daños.
Los alemanes siguieron aumentando sus puestos fortificados en el centro de París: el cuartel del Prinz Eugen, cercano a la plaza de la República; el palacio del Luxemburgo (el Senado); el palacio Borbón (la Asamblea Nacional); la École Militaire; Les Invalides, y el hotel Majestic, sito en la avenida de Kléber. El hotel Meurice, en la calle de Rivoli, donde tenía el general Von Choltitz su cuartel general, constituía un baluarte menos inexpugnable.
Fue allí donde el comandante de París y sus alrededores recibió del cuartel general de Hitler la orden formal de defender la capital francesa hasta el último hombre y convertir la ciudad en «un montón de escombros». Choltitz no tenía ningún deseo de acatarla, actitud que le mereció el eterno agradecimiento de los parisinos; pero necesitaba que los Aliados llegasen pronto si quería rendirse a las fuerzas regulares. Si se demoraban y el Führer descubría hasta qué punto estaba aplazando la ejecución de sus instrucciones, no dudaría en hacer entrar en acción a la Luftwaffe.
Finalmente, aquella noche hubo un cambio de planes en el campo aliado. Un mensajero logró convencer a los oficiales del estado mayor del general Eisenhower de que sólo llegando a París de modo inmediato conseguirían evitar una terrible masacre y la posible destrucción de la ciudad. Eisenhower, que había desestimado el llamamiento de De Gaulle dos noches antes, acabó al fin por convencerse. Poco antes del anochecer, Leclerc recibió órdenes procedentes del general Omar Bradley de avanzar cuanto antes hacia París. Los alborozados gritos de: Mouvement sur París!, supusieron una electrizante carga de ardiente dicha.
Al amanecer del día siguiente, miércoles, 23 de agosto, la 2e DB se puso en marcha, en dos columnas que seguían rutas paralelas y con la mayor velocidad que le permitía la intensa lluvia, en dirección este, desde Normandía hacia la Ile-de-France. El calor estival había cesado en el peor momento, y los tanques y camiones semioruga de la división se deslizaban en el firme resbaladizo de las carreteras. Leclerc iba en cabeza; le quedaban ciento cuarenta kilómetros para alcanzar Rambouillet, población situada en las cercanías de una línea de frente muy poco definida.
Al llegar allí esa misma tarde, los oficiales de su división se encontraron con una curiosa colección de soldados irregulares, de entre los cuales el más pintoresco era Ernest Hemingway. Oficialmente, Hemingway se encontraba en Francia en calidad de corresponsal de guerra de la revista Collier’s, aunque estaba más interesado en representar el papel de soldado profesional. Se hallaba rodeado de algunos rufianes bien armados reclutados en la zona, y daba la impresión de querer recuperar las oportunidades que había perdido en España siete años atrás.
En el hotel del Grand Veneur, a la espera de que la 2e DB recorriese el último tramo que la separaba de la capital, se encontraban el coronel David Bruce, de la OSS (Office of Strategic Services), que en 1949 fue nombrado embajador de Estados Unidos en Francia; John Mowinckel, procedente de una unidad de operaciones del Estado Mayor de Inteligencia Secreta, y un alto cargo del servicio de espionaje gaullista, Michel Pasteau, cuyo nombre de guerra era Mouthard.
Hemingway y su grupo de fifis irregulares habían estado haciendo un reconocimiento de las rutas que llevaban a París durante los últimos días, bien que sirviéndose de métodos muy poco sutiles. Los hombres, triunfantes, llevaron al hotel a un grotesco soldado alemán de corta edad, un rezagado capturado en un tramo no muy distante de carretera al que habían atado las manos a la espalda. Hemingway pidió a Mowinckel que lo ayudase a subir al prisionero a su habitación, donde podrían interrogarlo con facilidad al tiempo que se tomaban otra cerveza. «Voy a hacer que hable», aseguró. Llegados al dormitorio, el novelista pidió a su compañero que lo arrojase sobre la cama y añadió: «Quítale las botas. Vamos a chamuscarle los dedos de los pies con una vela»[38].
Mowinckel lo mandó a hacer puñetas antes de liberar al soldadito. Hemingway, sin embargo, sí que prestó a Mouthard una pistola automática para ejecutar a un traidor.
Otro de los que llegaron allí fue el comandante Airey Neave, del MI9, que tenía la intención de llegar a París cuanto antes para llevar a cabo una misión de castigo[39]. Buscaba a Harold Cole, sargento del Ejército británico que había desertado en la Francia septentrional en 1940. Más tarde se había unido a la Resistencia francesa y revelado al enemigo su principal vía de escape. A resultas de su traición, los alemanes arrestaron a ciento cincuenta personas, de las cuales fue ejecutado un tercio aproximadamente. Tras haber proporcionado este notable tanto a la Abwehr, Cole fue trasladado a la Gestapo de París, donde aún se las ingeniaba para atrapar a más miembros de la Resistencia.
Irwin Shaw, que más tarde escribiría The Young Lions (El baile de los malditos), se presentó con su destacamento de fotógrafos de guerra, perteneciente al servicio de transmisiones del ejército. Shaw había presentado a su amante, Mary Welsh, a Hemingway poco antes del Día D, un encuentro que hizo que ella acabase convirtiéndose en la cuarta señora de Hemingway. (La tercera, la periodista y escritora Martha Gellhorn, había hecho que su marido montase en cólera al desembarcar en Normandía mucho antes que él).
Los siguientes en llegar fueron un grupo de corresponsales de guerra estadounidenses. Sus componentes se mostraron resentidos al saber que Hemingway actuaba de comandante local de Rambouillet. Cuando el periodista de Chicago Bruce Grant hizo un comentario muy poco complaciente acerca de «el general Hemingway y sus maquis» el aludido no dudó en dirigirse a él para derribarlo de un golpe[40].
Aquella tarde a las seis, el general De Gaulle se unió a Leclerc en el Cháteau de Rambouillet, antigua residencia de los reyes de Francia. Mientras los soldados de la 2e DB se afanaban en el bosque guisando el rancho y, convencidos de que al día siguiente estarían en París, afeitándose con un esmero rayano en lo ritual, su comandante exponía su plan de ataque al jefe del gobierno provisional en uno de los salones del castillo. Acabada la explicación, De Gaulle reflexionó durante unos instantes para mostrarse al fin de acuerdo con sus propuestas. «Es usted un hombre afortunado», le aseguró, con la mente puesta en la gloria que tenían por delante[41].
A la mañana siguiente, la del jueves, 24 de agosto, París comenzó su último día de sometimiento a la ocupación, mientras las dos columnas avanzaban para encontrarse con el enemigo. Varias figuras cruciales de la futura administración recibieron instrucciones de presentarse para trabajar. Jacques Charpentier, dirigente del cuerpo francés de abogados, emprendió el incierto camino que lo llevaba al Palacio de Justicia de la isla de la Cité a través de las barricadas y las baterías que atestaban la ciudad. Por el camino se topó con un golfillo de doce años que llevaba con aire ufano una pistola automática y unas botas arrebatadas a un oficial alemán muerto. El crío se convirtió en su guía y lo llevó de barricada en barricada hasta completar una ruta compleja pero efectiva.
El valor demostrado por los ciudadanos durante los días anteriores no disminuyó en absoluto. El pueblo respondió de inmediato cuando la radio anunció que la mairie del 11.er arrondissement estaba siendo víctima de un violento ataque a manos de los alemanes y que los defensores apenas contaban con munición, de tal manera que todo el que tuviese un arma debía acudir en su ayuda. Gracias a la infatigable labor de los trabajadores de las principales centrales telefónicas, el pueblo se vio en condiciones de hacer circular las noticias. Algunos soldados de la avanzada de Leclerc pedían a quienes encontraban en su marcha a través de aldeas o barrios periféricos de la capital que llamasen a los familiares que pudieran tener en París para ponerlos al corriente de su inminente llegada. Los habitantes de un distrito mantenían a los amigos que vivían en otro informados de todo lo que sucedía en el preciso momento en que ocurría. Las ventanas se habían convertido en palcos de teatro, si bien mucho más peligrosos, dado que muchos de los que se asomaban morían por causa de una bala perdida o al ser confundidos con francotiradores. En muchas ocasiones, si vivían solos, sus cadáveres permanecían en el suelo de sus casas para ser descubiertos tan sólo cuando el hedor de la descomposición alertaba a algún vecino.
Los que luchaban en París por la resistencia empezaron a oír los cañones de los carros de combate aliados. El grupo del capitán Dronne, una formación de tanques Sherman del 501.er regimiento blindado y los camiones semioruga de la nueve habían llegado al barrio de Fresnes, desde donde se divisaba ya la torre Eiffel. Con todo, el combate había sido penoso debido a los cañones antiaéreos hábilmente camuflados que habían burlado a los exploradores de Hemingway y que causaron numerosas víctimas en las emboscadas que tendían a los carros Sherman de Leclerc[42].
Tras dejar fuera de combate al destacamento alemán que tenía en su poder la prisión de Fresnes, Dronne recibió del coronel Billotte órdenes de retirarse y volver a unirse al eje principal del avance. Hecho una furia, el capitán hizo retroceder a su diezmado grupo. De camino, se encontró con el general Leclerc.
—¡Dronne! ¿Qué diablos está usted haciendo aquí? —quiso saber éste.
—Mon general, estoy siguiendo órdenes de replegarme.
—No, Dronne; diríjase a París y entre en la ciudad. No deje que nada lo detenga. Tome la ruta que quiera y diga a los parisinos y a los miembros de la Resistencia que no pierdan las esperanzas: mañana por la mañana estará con ellos la división al completo.
Dronne informó al punto a los comandantes de sus vehículos (tan sólo le quedaban tres tanques Sherman y once camiones semioruga) y emprendió la marcha.
Aquella misma tarde, el comandante estadounidense de Leclerc (montando en cólera al saber que la división francesa había cambiado el empuje principal de su avance a la derecha, donde estaba previsto que avanzaría para respaldarla la 4.ª División de Infantería de Estados Unidos) transmitió la orden dictada por el general Omar a las tropas americanas para que se apresurasen a entrar en París, hubiesen llegado o no los franceses antes. Era evidente que ni De Gaulle ni Leclerc estaban dispuestos a reconocer el hecho de que la 2e DB se hallaba sometida a las órdenes de los Aliados.
Dado que contaba con el visto bueno de Leclerc, Dronne, guiado además por militantes de la Resistencia parisina que habían reconocido las rutas de acceso a la ciudad, estaba en condiciones de avanzar con rapidez a través de una red de calles secundarias y evitar así los puntos de resistencia de los alemanes. La pequeña columna de tanques Sherman, camiones semioruga y vehículos todoterreno necesitó una hora y media para alcanzar la plaza del Ayuntamiento (donde llegaron cuando estaban a punto de dar las nueve y media). Dronne descendió de su Jeep y echó un vistazo alrededor. Los alborozados defensores de la casa consistorial no dudaron en asirlo e introducirlo triunfantes en el edificio, entre gritos de: Vive la France!, y Vive De Gaulle! En el interior lo abrazó Georges Bidault, presidente del Consejo Nacional de la Resistencia.
Antes incluso de que Dronne cruzase el Pont d’Austerlitz en dirección a la margen derecha del Sena, los ciclistas se habían encargado de propalar la noticia de su llegada. La radio emitió un llamamiento a los sacerdotes para que comenzasen a doblar las campanas de sus iglesias. Un grupo de campaneros comenzó a tañer la de mayor tamaño de Nôtre-Dame. Entonces se fueron uniendo las demás, una tras otra, hasta que quedaron repicando las de toda la ciudad. Después de cuatro años de silencio, aquél se convirtió, para muchos, en el sonido más memorable de toda la guerra. El estampido ocasional de algún cañón pesado y las ubicuas notas de la Marsellesa, bien emitidas por la radio, bien cantadas de forma espontánea por los viandantes, hicieron que la liberación de París comenzara a sonar como la obertura 1812[43].
En los distritos más sofisticados, el alborozo resultaba menos espontáneo, lo que no sólo es aplicable a los apartamentos de los seguidores de Pétain que aguardaban sumidos en un lúgubre silencio los sucesos por venir, ni a los escondrijos cerrados a cal y canto de los que abogaban por un Nuevo Orden europeo pero habían decidido quedar rezagados y escuchaban en aquel momento el regocijo del exterior preguntándose cuál era la suerte que les estaba reservada. Otro tanto puede decirse de quienes no habían abandonado en ningún momento una vida muy semejante a la que hacían antes de la ocupación, ajenos casi por completo a los avatares de la política. Si habían mantenido relaciones muy diversas con los alemanes durante aquel tiempo, éstas habían sido meramente sociales, y apenas habían pensado en ello.
Al oír las campanas, el general Von Choltitz telefoneó a su superior, el general Speidel, y sostuvo el receptor ante la ventana abierta de modo que pudiera hacerse una idea de lo que estaba ocurriendo.
Mientras seguían golpeando los badajos, Albert Camus redactaba, en las oficinas del diario de la Resistencia Combat, rodeado por «un desorden y un júbilo enormes», un editorial que alcanzó gran fama: «la grandeza del hombre… radica en su decisión de ser más fuerte que su condición»[44].
Muchos pasaron la noche entusiasmados y expectantes. Las mujeres no dudaron en rizarse los cabellos y planchar sus vestidos. La mayoría tenía la intención de llevar la enseña tricolor de un modo u otro, ya en tablillas prendidas a las faldas, ya incluso en los pendientes. Otras confeccionaban banderas a partir de telas usadas con objeto de dar la bienvenida a sus libertadores franceses y estadounidenses a la mañana siguiente. Una amiga del escritor Julien Green pasó toda la noche trabajando en la elaboración de una bandera estadounidense, lo que, según decía, «no le resultó nada fácil debido a las estrellas que hubo de recortar de un vestido»[45].
A primera hora del día de la liberación, el viernes, 25 de agosto, comenzaron a agruparse multitudes de ciudadanos ante la Porte de Saint-Cloud. Había vuelto el buen tiempo. Un destacamento al mando del comandante Jacques Massu había tomado el Pont de Sévres durante la víspera, poco después de que Dronne llegara al ayuntamiento. Todo estaba listo para que el coronel Paul de Langlade avanzase a través del 16.º arrondissement hasta la plaza d’Étoile y la sede de la administración alemana, situada en el hotel Majestic.
El grupo del coronel Billotte fue el primero en entrar en París, y se encaminó a la Jefatura de Policía. Mientras tanto, el del coronel Dio se dirigía a la Porte d’Orléans. Tenía por objetivo los puestos fortificados de la Ecole Militaire, Les Invalides y el palacio Borbón, que albergaba la Chambre des Députés.
Cuando los ciudadanos vieron aparecer por vez primera los carros Sherman, los camiones semioruga, los GMC y los todoterreno de color verde oliva, dieron por hecho que los ocupantes eran estadounidenses. Luego pudieron ver que los vehículos llevaban la cruz de Lorena pintada sobre la silueta de un mapa de Francia y, si bien algunos de los soldados tenían cascos del Ejército de Estados Unidos, otros llevaban quepis, boinas negras francesas, cascos de piel propios de la dotación de un tanque o gorras cuarteleras de color negro azulado. Se sacó de los hospitales a ancianos y enfermos de tal modo que no se perdieran la liberación, y los padres levantaron a sus hijos en alto para que pudiesen ver y no olvidaran nunca aquel día. Mientras la muchedumbre agitaba los brazos por darles la bienvenida desde las aceras, las jóvenes se encaramaban a los vehículos a fin de besar a sus libertadores. En muchos casos, las columnas habían de detenerse prácticamente ante el temor que invadía a los conductores de aplastar a la población civil bajo las ruedas. De cualquier modo, la dotación de los vehículos no veía razón alguna que le impidiese aceptar los besos o la desconcertante variedad de alcohol que se les ofrecía para celebrar la ocasión.
Poco después de las nueve, Jean Galtier-Boissiére recibió de súbito, en su librería de la plaza de la Sorbona, la noticia de la llegada de las tropas de Leclerc. Entonces corrió afuera con su esposa. «Una multitud vibrante rodea los tanques franceses envueltos en banderas y cubiertos de ramos de flores. Sobre cada carro, sobre cada coche blindado, al lado de los miembros de la dotación, vestidos con monos de mecánico de color caqui y gorras rojas de tamaño reducido, pueden verse arracimados muchachas, mujeres, niños y fifis con brazaletes. Los que abarrotan las calles aplauden, lanzan besos, saludan con el puño en alto y, a voz en cuello hacen partícipes a los vencedores del gozo de su liberación.»[46]
Cuando los vehículos se detuvieron en el quai fue mayor el número de mujeres jóvenes que subieron para besar a los soldados. Poco después llegó el momento de lanzar el ataque contra los puntos de resistencia alemanes dispuestos alrededor del palacio del Luxemburgo. Sonó un silbato; poco después lo siguió un grito: Allons les femmes, descendez… On attaque le Sénat! Las interpeladas descendieron, los artilleros y cargadores volvieron a introducirse en las torretas de los tanques Sherman, y la columna emprendió la marcha a través del bulevar Saint-Michel. Detrás caminaba toda una multitud de espectadores, que no perdía detalle mientras los carros tomaban posiciones. Entretanto, desde la otra dirección avanzaba, procedente de la estación de metro de Port Royal, el capitán De Boissieu, que acaudillaba el escuadrón de defensa del cuartel general de división. A él se unió el «batallón Fabien», integrado por los FTP que se habían prestado voluntarios para formar parte de su infantería. De Boissieu, joven oficial de caballería que diecisiete meses más tarde iba a contraer matrimonio con una de las hijas del general De Gaulle, nunca se había imaginado al frente de una unidad comunista. De cualquier modo, no tenía demasiado tiempo para pensar en semejante paradoja: había que detener el fuego de mortero procedente de los jardines del Luxemburgo con que el enemigo estaba atacando el bulevar Saint-Michel. Era evidente que los alemanes poseían un puesto de observación en la torre del reloj del Senado. Dos tanques giraron hacia ella sus cañones; instantes después de que dispararan, pudo ver a los observadores alemanes saltar en el aire para caer sobre el tejado.
A las dos y cuarto, los bomberos de París colgaron una colosal bandera tricolor del Arco de Triunfo, en la margen derecha del Sena, en tanto que la columna blindada del coronel De Langlade llegaba a la plaza d’Étoile a través de la avenida Victor Hugo, perteneciente al 16.º arrondissement, haciendo sonar sus cadenas con gran estrépito. La muchedumbre que se agolpaba para presenciar el ataque al hotel Majestic de la avenida Kléber alentaba a sus miembros a gritos. Yves Montand y Edith Piaf se hallaban entre los que hubieron de echar cuerpo a tierra o refugiarse tras un árbol cuando comenzaron los disparos.
El asalto del Majestic fue algo casi mecánico, aunque no dejó por ello de ser confuso. Los defensores no eran precisamente tropas de élite, si bien, al igual que ocurrió con la mayor parte de la guarnición del Gross-Paris, los soldados se vieron «abandonados por sus oficiales ante una misión suicida»[47]. La rendición estuvo envuelta en el caos: el pastor Boegner, líder protestante, vio a cuatro soldados alemanes con la cabeza descubierta, las chaquetas color gris de campaña desabotonadas y las manos levantadas y unidas en la nuca conducidos a punta de pistola a la plaza d’Étoile. Se decía que uno de ellos había disparado a un oficial francés después de que se hubiese izado la bandera blanca. Los cuatro fueron fusilados. «Chose atroce!», apuntó el religioso, quien no pudo hacer nada por salvarlos. Poco después, Edith Piaf detuvo a un joven fifi que se disponía a lanzar una granada al interior de un camión lleno de prisioneros alemanes.
Tras la caída del Majestic, que quedó envuelto en llamas, la multitud se congregó en el Arco de Triunfo para cantar la Marsellesa bajo la enseña tricolor de los bomberos. La lucha y el ambiente propio de una celebración del Catorce de Julio se hallaban «mezclados de un modo deslumbrante», anotó Boegner[48].
Muchos de los soldados de Leclerc regresaban a su hogar después de haber pasado cuatro años alejados de sus familias. Una joven vislumbró de súbito a su esposo sobre un camión semioruga, pero quedó muda por la emoción. Afortunadamente, él la vio, aunque apenas podía creerlo. Marido y mujer corrieron a abrazarse, mientras los camaradas del primero, que como él estaban sucísimos y sin afeitar, se arracimaban a su alrededor para compartir la dicha de su reencuentro.
El objetivo más importante consistía en forzar la rendición del general Von Choltitz. Sólo entonces podría ponerse fin a la lucha en otras partes de París. El general se había negado a aceptar un mensaje en el que se exigía que se sometiera.
A la misma hora aproximada en que las tropas del coronel De Langlade lanzaban su ataque contra el Majestic, el grupo del coronel Billotte cerraba contra el hotel Meurice. Cinco tanques Sherman y una fuerza de infantería iniciaron la marcha a través de la calle de Rivoli hacia el edificio, cercano a la estatua dorada de Juana de Arco situada en la Place des Pyramides. A medida que se acercaban a su objetivo, comenzaron a avanzar hacia la columnata de la citada calle. La multitud los alentaba envuelta en una atmósfera de carnaval, que se trocó de un modo abrupto en cuanto empezó la lucha. Los tanques alemanes de las Tullerías y la plaza de la Concordia fueron aniquilados, bien que en el intento cayeron cuatro carros Sherman. Tras una breve batalla cesó la oposición alemana. Dos oficiales franceses subieron a la habitación del general Von Choltitz y lo conminaron a rendirse.
La muchedumbre se abalanzaba hacia el coche en el que lo conducían a la Jefatura de Policía, donde había de firmar las capitulaciones, y algunos le lanzaban escupitajos. También fueron víctimas de agresiones los soldados alemanes que salían del cuartel general con las manos en alto, a quienes los circunstantes —sobre todo mujeres—, hacían pedazos las ropas, las gafas y los relojes.
El acto formal de la rendición tuvo lugar en la sala de billar de la jefatura, ante la cúpula militar de la Resistencia. El coronel Rol-Tanguy anunció su voluntad de firmar, en calidad de comandante de las FFI parisinas, el documento junto con Leclerc. Su petición fue secundada por otros dirigentes, incluidos los no comunistas Chaban-Delmas y el coronel Lizé; de modo que Leclerc se vio obligado a acceder. Además, debido a una confusión, su firma quedó por debajo de la de Rol.
Tras la ceremonia, Leclerc se trasladó, acompañado de la mayoría de los que se hallaban presentes, incluido el general Von Choltitz, a la estación de ferrocarril de Montparnasse, donde había acordado encontrarse con De Gaulle. El dirigente del gobierno provisional llegó a las cuatro aproximadamente, mientras se preparaban las órdenes de Von Choltitz para que cesara el fuego en los últimos reductos alemanes. De Gaulle montó en cólera cuando le mostraron el acta de rendición y pudo observar la firma del coronel Rol-Tanguy estampada en el documento y, además, en primer lugar. Lo que más lo irritaba no era que Rol fuese comunista, sino que no tuviese un puesto oficial en el gobierno provisional ni en sus fuerzas armadas. Con todo, este hecho no le impidió felicitarlo por la actuación de sus hombres. Conocía de sobra el valor del mito que había surgido con el levantamiento.
Para el general, el simbolismo tenía una importancia crucial aquella tarde victoriosa. No se apresuró en absoluto a encontrarse con Bidault y los dirigentes de la Resistencia en el Ayuntamiento. Tras abandonar Montparnasse, lo primero que visitó fue el Ministerio de Defensa, sito en la calle Saint-Dominique, que había pertenecido a sus propios dominios en 1940, antes de que interviniera la usurpación de Pétain y sus seguidores. Sus memorias describen lo poco que había cambiado el lugar desde entonces: «No se había modificado un solo mueble, ni tan sólo un tapiz o una cortina. El teléfono seguía en el mismo lugar del escritorio en que lo había dejado, y bajo los botones podían verse los mismos nombres, sin que hubiese cambiado uno solo».
Entonces se dirigió a la Jefatura de Policía para ver a Alexandre Parodi y a Charles Luizet. Fue recibido por una nutrida concurrencia y la banda del cuerpo de bomberos de la ciudad, que tocaba, bajo la dirección del tambor mayor, himnos patrióticos. Finalmente, poco después de las ocho de la tarde, cruzó a la margen derecha, al Ayuntamiento, donde lo esperaban Georges Bidault y el Consejo Nacional de la Resistencia.
Allí, en la gran sala, pronunció uno de los discursos más emotivos de su vida: «¡París! París ultrajado, París destruido, París martirizado…; pero París… ¡liberado! Liberado por sí mismo, liberado por su pueblo, con [la participación del Ejército de Francia, con el respaldo y] la participación de toda Francia; es decir, de la Francia que lucha; es decir, de la verdadera Francia, de la Francia eterna»[49].
Con todo, muchos miembros de la Resistencia sintieron que había un aspecto en el que el general no se había mostrado lo bastante conmovedor. «Se echa en falta un mayor grado de comprensión —escribió en su diario uno de ellos—. Este discurso [resulta] breve, autoritario e impecable. Muy bien elaborado, perfecto; de cualquier manera, tenía que haber dado las gracias al CNR y a Alexandre [Parodi], que tanto han dado de sí mismos.»[50]
Cuando De Gaulle puso punto final a su intervención, Bidault le pidió que proclamase la república ante la muchedumbre que lo esperaba abajo; pero el general se negó a hacerlo. Debida en buena medida a su deliberada hauteur, esta conversación se ha descrito a menudo como un crudo desaire a Bidault y los demás dirigentes de la Resistencia. El propio Bidault contribuyó más tarde a crear el mito de una gran escisión.
En realidad, lo único que deseaba De Gaulle era recalcar de nuevo su convencimiento de que el régimen de Pétain había constituido una aberración ilegal. René Brouillet, chede cabinet de Bidault, que se hallaba de pie detrás de otras dos personas cuando se hizo el famoso ruego, recuerda claramente el enfrentamiento: «La petición de Georges Bidault era la propia de un profesor de historia que tuviese impresa en su memoria la proclamación de la república desde el balcón del hotel de ville en 1848 y 1870. En consecuencia,… solicitó con toda naturalidad al general De Gaulle que hiciera otro tanto, y el general, con no menos desenvoltura, respondió: “Pero ¿por qué tendríamos que proclamar la república si no ha dejado de existir en ningún momento?”»[51].
Sea como fuere, lo cierto es que De Gaulle consistió en dirigirse al pueblo. El «balcón» del ayuntamiento es más bien una imponente balaustrada que añade importancia a la ventana principal. El general salió al exterior y levantó sus interminables brazos para hacer el signo de la victoria a la multitud congregada al pie del edificio. La respuesta fue tumultuosa.
El general Koenig, nuevo gobernador militar de París, invitó a los oficiales de la 2e DB a cenar en Les Invalides. Antes de que entrasen, detuvo al capitán De Boissieu en el patio y le comunicó con un gesto amplio: «¿No es extraordinario, Boissieu, haber liberado París sin destruir sus maravillas? Todos los puentes, los grandes edificios y los tesoros artísticos de la capital están intactos».
El último invitado en llegar fue el comandante Massu, que aún llevaba el uniforme sucio de la batalla, lleno de manchas grasientas. Sacó su pañuelo, lo agitó, lo extendió con cuidado sobre su asiento tapizado del siglo XVII y se sentó a la mesa.
Por todo el centro de París había libertadores reunidos en torno a una mesa para celebrar la victoria con una cena. Cuando el coronel David Bruce y Ernest Hemingway entraron en el vestíbulo del Ritz seguidos del Ejército privado, el hotel tenía el aspecto de estar desierto; sin embargo, no hubo de pasar mucho tiempo antes de que apareciese Claude Auzello, su director. Enseguida reconoció a los dos recién llegados de los días de preguerra. Bruce, que contaba a la sazón cuarenta y seis años y había entablado amistad con F. Scott Fitzgerald en Princeton, había pasado buena parte de su juventud en Europa, desde que prestó servicio militar en Francia a finales de la primera guerra mundial hasta 1927, año en que regresó a Estados Unidos.
El «imperturbable» monsieur Auzello quiso saber qué podía hacer por ellos, y ellos volvieron la vista para contar por encima a los hombres que se agolpaban a sus espaldas y respondieron que querían cincuenta cócteles martini. Según reflejó Bruce en su diario, «no eran del todo buenos, ya que el barman había desaparecido; pero la cena que los siguió era soberbia»[52].
Todo parece indicar que aquella noche, por una vez en la historia, los soldados se divirtieron más que sus oficiales. Lo que Simone de Beauvoir describió como «une débauche de fraternité» durante el día se tornó une débauche tout court tras la caída de la tarde[53]. Pocos fueron los soldados que durmieron solos aquella noche.
El comandante Massu escribiría más tarde que prefería correr un velo sobre lo que se encontró al regresar de la cena celebrada en Les Invalides para encontrarse de nuevo con su batallón, acampado alrededor de la tumba del soldado desconocido del Arco de Triunfo. De hecho, eran tantos quienes se entregaban a los actos sexuales que cierto grupo católico comenzó a distribuir panfletos impresos a toda prisa y dirigidos a las jóvenes parisinas: «No malgastéis vuestra inocencia llevadas del regocijo de la liberación: pensad en vuestra futura familia».
De cualquier manera, no todo el mundo se hallaba en las calles con la intención de saborear una nueva era de libertad: a través de una ventana abierta, el pastor Boegner pudo ver a una vecina, una dama anciana, sentada a su mesa mientras jugaba, como cada noche, al solitario.