La Resistencia del interior y los hombres de Londres
Las acciones de la Resistencia lograban poca cosa, en tanto que la ocupación alemana y el régimen de Vichy parecían inquebrantables. Con todo, la situación comenzó a cambiar de un modo drástico a finales de 1942, cuando siguieron a la batalla de El Alamein los desembarcos aliados en el norte de África de la operación Antorcha y la batalla de Stalingrado, decisiva desde un punto de vista psicológico. Todo esto hizo saltar en pedazos el mito que presentaba el Eje como algo invencible.
Los desembarcos de Argelia y Marruecos demostraron ser un doble golpe para el régimen de Pétain: a raíz de ellos, Vichy perdió las colonias norteafricanas, mientras que la invasión de la zona meridional destruyó los pilares del acuerdo alcanzado en Montoire. La justificación de que se había servido el mariscal para seguir el «sendero colaboracionista» había acabado por desmoronarse. De cualquier modo, la mayoría de sus seguidores esperaban que el anciano escapase de quien lo había engañado y huyera al norte de África. Sin embargo, él optó por tragarse la humillación. Esto hizo que perdiera la confianza y el respeto de muchos que lo habían respaldado fielmente hasta entonces. El único jefe del Ejército que trató de oponerse a la toma del poder por parte de los alemanes fue el general De Lattre de Tassigny, que hubo de ocultarse para ser recogido más tarde por un avión Hudson que lo llevó a Inglaterra. Cuando se disolvió lo que se había conocido como el «Ejército del armisticio» de Vichy, muchos de sus oficiales se unieron a la Resistencia.
Tal vez el aspecto más asombroso de la operación Antorcha sea que logró provocar cierta sorpresa. Durante varios meses, todo el proyecto había sido objeto de numerosos acercamientos a los leales de Vichy dentro de la zona no ocupada y en el norte de África. Con todo, y ante su indignación, De Gaulle y sus seguidores se vieron excluidos de toda participación.
Las relaciones del general con Churchill habían empezado a deteriorarse con gran celeridad tras la funesta expedición organizada para arrebatar Dakar al gobierno de Vichy en septiembre de 1940. Los británicos, persuadidos de que se había filtrado información del cuartel general de De Gaulle, se negaron a advertirlo de operación alguna que concerniese al territorio francés. El objetivo del gobierno estadounidense, por su parte, consistía en evitar el peligro que suponía el Ejército colonial francés norteafricano que resistía a los desembarcos de la operación. Robert Murphy, representante personal de Roosevelt, había buscado, en consecuencia, un dirigente al que pudieran dar el visto bueno los principales oficiales destinados allí y favorables al régimen de Vichy. Se tuvieron en cuenta varios nombres, incluido el del general Weygand, y se llegó a negociar con algunos de ellos, aunque los resultados apenas fueron satisfactorios. Entonces apareció un candidato que parecía ser ideal: el general Henri Giraud.
Giraud había alcanzado la dignidad de héroe en Francia tras escapar de la fortaleza penitenciaria alemana de Königstein. Como buen soldado, se dirigió a Vichy para informar al mariscal Pétain; aunque este hecho no hizo sino enturbiar las relaciones del régimen con Alemania. Los estadounidenses lo reclutaron y lo evacuaron en submarino.
Entonces hizo su aparición el almirante Darlan, comandante en jefe de todas las fuerzas de Vichy. Tras verse excluido del cargo de primer ministro en favor de Laval el 17 de abril de 1942, había llevado a cabo cautelosos acercamientos a la Resistencia y las autoridades estadounidenses. (El veterano político Edouard Herriot había dicho de él poco después del armisticio: «El almirante sabe nadar bien».)[21] Darlan voló a Argel desde Vichy el 5 de noviembre, dos días antes de la invasión estadounidense, para ver a su hijo, que se hallaba hospitalizado. Su llegada provocó una gran confusión en el campamento americano, pues sus integrantes ignoraban si tenía intención de servir a sus propósitos o de oponerse a los desembarcos. Mientras tanto, su dirigente electo, Giraud, que a la sazón se encontraba en Gibraltar, comenzó a cambiar de parecer en el último momento, lo que causó una confusión aún mayor.
Los desembarcos que tuvieron lugar dos días más tarde pudieron llevarse a cabo con éxito debido en gran medida a que el almirante Darlan y el general Juin lograron un alto el fuego en Argel. El acuerdo al que llegaron entonces los estadounidenses con el primero, que seguía dispuesto a permanecer leal al mariscal Pétain, resultó satisfactorio desde un punto de vista puramente militar, pero desencadenó una tormenta política en Estados Unidos y en Gran Bretaña. No es extraño que entre los más enojados se hallasen la Francia Libre, en Londres, y la Resistencia del interior.
De Gaulle, que no había recibido información alguna acerca de los desembarcos del 7 de noviembre, montó en cólera al conocer la noticia la mañana siguiente. «¡Espero que los de Vichy los echen al mar! —bramó—. ¡Francia no se consigue con artes de ladrón!» Cuando más tarde quedó claro lo que suponía el trato de los estadounidenses con Darlan (que Roosevelt no sentía escrúpulos de ningún tipo a la hora de emplear a seguidores impenitentes de Pétain), dio la impresión de que De Gaulle se enfrentaba al olvido político. El nuevo régimen del norte de África recibió el sobrenombre de Vichy á l’envers, toda vez que Darlan apenas había mudado el pelaje… y mucho menos las costumbres: en ningún momento había dejado de reconocer al anciano mariscal en cuanto su dirigente, aún tenía prohibida la cruz gaullista de Lorena y obligaba a los judíos a llevar la estrella amarilla. Sin embargo, la balanza del poder en lo referente a los asuntos franceses estaba destinada a cambiar en la Nochebuena de 1942, cuando un joven defensor de la monarquía, el alférez Fernand Bonnier de la Chapelle, asesinó al almirante Darlan.
El drama shakespeariano de la muerte de Darlan, que no carecía de ciertos componentes de traición y de ambiciones encontradas, ha suscitado una gran fascinación durante mucho tiempo. No faltan las teorías que hablan de una conjura cuyos detalles han sido objeto de numerosas discusiones. Con todo, los testimonios generales disponibles sugieren de forma poco menos que incontestable la existencia de una conjura de gaullistas y realistas, confabulados en cierta medida con los británicos y respaldados por la aprobación de la Oficina de Servicios Estratégicos, cuyos miembros estaban exasperados por la tolerancia que profesaba su propio presidente al régimen de Vichy.
El organizador de la operación fue Henri d’Astier de la Vigerie, hermano de Emmanuel, dirigente del movimiento de resistencia Liberation. D’Astier, oficial de inteligencia militar, formaba parte de un grupo realista en estrecho contacto con el conde de París, pretendiente al trono de Francia. En realidad, se trataba de un «monarco-gaullista», combinación menos paradójica de lo que pudiera parecer, pues muchos veían a De Gaulle como el regente llamado a propiciar la restauración de la familia real francesa.
Apenas cabe poner en duda que los oficiales gaullistas, y tal vez, por ende, el propio general, estaban informados de la operación e implicados en ella. Un tercer hermano de los D’Astier, el general François d’Astier, que había protagonizado no hacía mucho una defensa de De Gaulle, entregó al grupo de Bonnier, según se supo, dos mil dólares durante una breve misión en Argel. La pista de los billetes llevaba a una transferencia en Gran Bretaña de fondos reservados al Comité National gaullista de Londres. Los argumentos empleados por De Gaulle para negar su implicación, que casi podrían motejarse de deíficos, resultaron muy poco convincentes, más aún cuando todos sabían que la muerte de Darlan había reavivado sus esperanzas políticas.
La única persona que podía sustituir a Darlan con el beneplácito de Roosevelt era el ilustre, bien que muchísimo menos astuto, general Giraud. De Gaulle no tuvo mucho que decir al respecto: debió de pensar que no sería difícil hacer a un lado a aquel «soldadito de plomo» si lo manejaba del modo correcto. En ningún momento fue capaz de reconocer que, fueran cuales fuesen sus motivos, la política del presidente estadounidense pudo haber redundado en su propio beneficio. El respaldo brindado por Estados Unidos a Darlan y más tarde a Giraud había servido de puente entre el régimen de Vichy y la Francia Libre, y por consiguiente, había alejado el peligro de una guerra civil en el África septentrional francesa.
La invasión alemana de las zonas no ocupadas había cambiado las cosas en otros sentidos. Cuando se disolvió el «Ejército del armisticio» de Vichy, la Resistencia tuvo a su disposición, de súbito, una ingente cantidad de armas. Muchos de sus oficiales se unieron a grupos pertenecientes a la ORA (Organisation de Résistance de l’Armée) o formaron los suyos propios. Se mostraban reacios a respaldar a De Gaulle, pero estaban dispuestos a reconocer la autoridad del general Giraud.
El efecto más importante de la ocupación fue, sin embargo, moral. El apoyo que había prestado Laval a la Alemania nazi sin ningún tipo de tapujos al enviar a voluntarios franceses vestidos con uniforme de la Wehrmacht al frente ruso se destacaba aún más en cuanto acto de traición. Con todo, la peor forma de vasallaje fue la que representaba el Service de Travail Obligatoire. Esta entidad echó por tierra todo lo que hubiese podido haber de verdad en la idea de que el «sendero colaboracionista» de Pétain había salvado a Francia de correr la misma suerte que otros países ocupados. Los llamados a hacer el servicio militar obligatorio fueron remitidos a Alemania para realizar trabajos forzados en unas condiciones terribles. Muchos evadieron esta recluta escondiéndose o engrosando las filas de la Resistencia.
Esta última contaba ya con una mezcolanza política y social nada despreciable (en algunos grupos luchaban codo a codo oficiales regulares, socialistas, estudiantes —tanto de izquierda como católicos—, y republicanos españoles); sin embargo, a medida que se hacía más probable la perspectiva de la liberación, y con ella las implicaciones políticas de un nuevo orden de posguerra, las ideas de los principales movimientos se tornaban más definidas. De Gaulle mostraba una clara aversión frente a la conciencia política y la actividad partidista. Las luchas por el poder podían desembocar, a la hora de liberar el país, en el surgimiento de disturbios o incluso en la guerra civil, lo que daría a los estadounidenses y británicos la excusa perfecta para imponer en Francia su gobierno militar.
Un peligro como éste sólo podía evitarse reuniendo a los diferentes movimientos de resistencia bajo su propio mando apolítico. Esta unidad se logró en gran parte debido a los empeños y la personalidad de Jean Moulin.
En 1941, Moulin había decidido viajar a Inglaterra para ver a De Gaulle tras consultar con Henri Frenay, dirigente del movimiento de resistencia Combat. Se había abierto camino a través de España y Portugal disfrazado. A diferencia de muchos de los primeros miembros de la Resistencia, Moulin no tenía miedo de que De Gaulle se erigiese en dictador militar en un futuro: a su entender, aquélla se tornaría émiettée («desmigajada») sin su presencia unificadora[22].
Tras llegar a Bournemouth, lo abordó Maurice Buckmaster, director de la sección F de la SOE (Special Operations Executive o «Ejecutiva de Operaciones Especiales»), quien lo arrastró consigo con la intención de reclutarlo en cuanto coordinador en potencia de sus grupos en Francia. Sin embargo, él insistió en presentarse ante el general De Gaulle. Passy lo vio primero, y enseguida se dio cuenta de que Moulin era el hombre ideal para unificar la Resistencia bajo el control de la Francia Libre. Passy estaba ya planeando su propia organización: el Bureau Central de Renseignements et d’Action (BCRA), que vendría a ser para la Francia Libre algo análogo a la SOE británica. Los informes recibidos de las redes gaullistas, como el enviado por Rémy, lo habían persuadido de que los grupos de resistencia del interior podían resultar tan importantes para la lucha como las fuerzas convencionales de la Francia Libre que trabajaban desde el exterior. Asimismo, desempeñarían una función de gran relevancia en la batalla política que seguiría de manera irremediable a la liberación.
El día de Año Nuevo de 1942, Moulin descendió en paracaídas sobre Provenza, acompañado de un pequeño grupo de enlace y armado de la autoridad de De Gaulle y un equipo de radio, desde un bombardero Whitley de la RAF. De allí se dirigió a Marsella para encontrarse con Frenay. El entusiasmo inicial que sentía este último ante la idea de una coalición se enfrió una vez que estudió con más detenimiento las instrucciones procedentes de Londres. Todo parecía apuntar a que De Gaulle y Passy estaban esperando que los grupos de resistencia formasen ante ellos en filas regulares y en posición de firmes. No obstante, tras sopesarlo todo, Frenay hubo de reconocer que lo mejor que podían hacer los principales movimientos de centro y centro izquierda (Combat, Liberation y Franc-Tireur) era unirse donde les fuera posible.
Como parte de su proyecto de crear una única organización efectiva, Moulin reclutó a Georges Bidault, católico de centro izquierda, en cuanto director del Bureau d’Information et de Presse, organismo de la Resistencia al cargo de la información pública.
Otra de sus iniciativas consistió en establecer algo semejante a un grupo de expertos constitucionales, el Comité General d’Études, a fin de que preparasen la estructura gubernamental de la Francia de posguerra y sus relaciones con los Aliados. Entre los miembros de dicha comisión, abogados en su mayoría, se incluían varios futuros ministros: François de Menthon y Pierre-Henri Teitgen —los dos primeros ministros de Justicia de la Francia liberada—, Alexandre Parodi y Michel Debré, futuro primer ministro.
El avance más importante, empero, se dio en septiembre de 1942, cuando se agruparon las brigadas militares de Combat, Liberation y Franc-Tireur para formar la Armée Secrete, proyecto que contó enseguida con el beneplácito de De Gaulle. A sus ojos, el Ejército Secreto constituía un paso fundamental para situar a la Resistencia dentro del marco de un servicio armado regular reconstituido. El que los diversos grupos de resistencia francesa hubiesen trabajado con los británicos desde muy temprano era, a su entender, algo que rayaba en la traición.
Los británicos, por otra parte, se mostraron aliviados ante el hecho de que la Resistencia hubiese crecido en tres direcciones diferentes: los grupos respaldados por la SOE y el Servicio Secreto de Inteligencia, los gaullistas y los comunistas, pues estaban convencidos de que esto reducía las posibilidades de una guerra civil entre los dos últimos grupos. Gran Bretaña podía proporcionar equipos de radio y medios de transporte, ya fuese haciendo aterrizar aviones Lysander sin más luz que la de la luna, ya dejando caer paracaídas. Por ende, los malentendidos, las sospechas y el resentimiento que estaban condenados a surgir entre les gens de Londres y les gens de l’interieur no llegaron nunca a desembocar en una ruptura irremediable de relaciones entre ambos. El mayor resquemor que profesaban a los gaullistas londinenses los que habían quedado atrás surgía de la idea de que permanecer en Francia en 1940 había representado una falta al deber.
En noviembre de 1942 creció sobremanera la posibilidad de que trabajasen juntos los comunistas y los seguidores de De Gaulle dado el enojo que en ambos había despertado el pacto de los estadounidenses con Darlan. Ni Bogomolov, embajador de Stalin en los gobiernos exiliados en Londres, ni el ya mayor Georgi Dimitrov, director del Komintern, consideraron que la decisión tomada por los franceses de firmar un acuerdo con los gaullistas fuese «una buena idea»[23]. Sin embargo, habida cuenta del poco interés que había mostrado Stalin por Francia, y dado que las comunicaciones dentro del territorio ocupado por el enemigo distaban mucho de ser sencillas, Dimitrov estimó conveniente dejar las cosas como estaban.
Poco después, la organización militar del Partido Comunista, Franc-Tireurs et Partisans Francais, decidió asociarse con el Ejército Secreto, lo que implicaba su reconocimiento, al menos en teoría, de la autoridad militar del general De Gaulle. Para los comunistas, ésta era también la única manera de recibir las armas que lanzaban los británicos, y su insistencia en este punto desembocó en no pocas disputas.
En la conferencia de Casablanca, celebrada en enero de 1943, los estadounidenses promovieron, incitados por Churchill, una «boda de penalti» entre De Gaulle, «la novia», y Giraud, «el novio». Roosevelt, sin embargo, no estaba interesado en reconocer otra cosa que no fuera un liderazgo militar simbólico.
Para él, Francia no existiría en cuanto entidad política hasta que se celebrasen por fin elecciones en todo su territorio. Además, seguía sospechando que De Gaulle albergaba ambiciones dictatoriales.
Al igual que Churchill, el presidente estadounidense no fue capaz de darse cuenta del modo en que estaban cambiando las cosas en la Francia ocupada. La drástica transformación que se había producido en favor del general francés vino a confirmarse el 10 de mayo de 1943 —día en que se celebraba el tercer aniversario de la invasión alemana—, cuando se creó el Consejo Nacional de la Resistencia, que reconocía el liderazgo de De Gaulle.
Pese al orgullo que le inspiraban su mostacho, propio de un soldado de caballería, y las hechuras de su uniforme, el general Giraud carecía por completo de ambición personal. El carácter básico de su formación política no pasó inadvertido a Jean Monnet, a quien Roosevelt había enviado para afianzar su posición frente a De Gaulle. Sin embargo, Monnet, uno de los pocos franceses que contaban con la completa confianza del presidente estadounidense, era mucho más realista que éste, e hizo lo que estaba en sus manos por allanar el terreno a una transición metódica de poder en favor de De Gaulle.
Este último llegó a Argel el 30 de mayo. Giraud lo esperaba en la pista de aterrizaje, con una banda de música que tocaba para él la Marsellesa a modo de bienvenida. Los representantes estadounidenses y británicos permanecían en un segundo plano. No obstante, los días que siguieron iban a estar marcados por furiosas maniobras, que llegaron incluso a despertar rumores de proyectos de golpes de estado y secuestros. Todas estas maquinaciones llevaron al general De Bénouville a afirmar que «no había nada que se pareciese tanto a Vichy como Argel»[24].
La inflexibilidad de De Gaulle, arraigada en su implacable sentido del deber, demostró, una vez más, ser indomable ante cualquiera que tuviese una voluntad menos poderosa. El 3 de junio se constituyó el Comité Francais de la Liberation Nationale, siguiendo casi por completo los dictados de De Gaulle. Giraud hubo de ceder ante cada una de las decisiones. Una de las más significativas fue la de legalizar el Partido Comunista.
Este cambio radical equivalía a admitir la importancia que tenía en el movimiento de resistencia, y llevó a que los beneficiados reconociesen a De Gaulle en cuanto dirigente del gobierno por venir.
Cuando los miembros del recién legitimado Partido Comunista supieron en Argel que su más encarnizado enemigo, Pierre Pucheu, se había presentado en Marruecos, apenas pudieron dar crédito a una acción tan temeraria ni al golpe de suerte que se les había presentado.
Pucheu se había retirado de la política de Vichy después de la sustitución del almirante Darlan por Pierre Laval, ocurrida el 18 de abril de 1942. Un año más tarde, decidió unirse a los «vichistas arrepentidos» del norte de África (lo que cierto dirigente de la Resistencia había descrito como «Vichy á la sauce américaine»)[25]. Giraud le proporcionó un salvoconducto a condición de que se mantuviese alejado de la política, y él aceptó, bien que incapaz por completo de comprender el odio que había generado en calidad de ministro del Interior ni hasta qué punto había cambiado en el África meridional la balanza del poder desde el asesinato de Darlan.
Fue arrestado el 14 de agosto. Durante los meses siguientes se aprobó una nueva legislación que regulaba el modo en que debía tratarse a los miembros del gobierno de Vichy. Giraud, que había firmado el pase de Pucheu, se vio atacado por dos frentes distintos: los colonialistas de derecha, que habían secundado el régimen de Vichy, se preguntaban qué valor tenía su firma en un salvoconducto si no servía para salvar al portador, en tanto que los comunistas pedían su cabeza por haber protegido a Pucheu.
De Gaulle estaba interesado en Pucheu por otra razón: condenarlo a él era sentenciar al gobierno de Vichy. En marzo de 1944 se celebró un juicio por el que se ponía en juego su vida y la reputación del mariscal. Demostrar el carácter criminal de un régimen, tal como pretendía hacer el citado proceso, no era necesariamente lo mismo que probar su ilegalidad; sin embargo, no dejaba de constituir un acto eficaz de guerra psicológica.
En París, Simone de Beauvoir oyó por casualidad a dos colaboradores que hablaban del juicio en un café. «Nos están juzgando a nosotros», afirmó uno de ellos, a lo que el otro se mostró de acuerdo[26]. Aquel proceso hizo también que muchos otros, entre los que destaca el escritor Pierre Drieu la Rochelle, parasen mientes en que el bando que habían seguido tenía muchas posibilidades de perder.
Pucheu se convirtió en el primer colaborador que se enfrentó a la justicia oficial de los vencedores. Murió en actitud desafiante, por cuanto insistió en ser él mismo quien diera la orden de disparar al pelotón de fusilamiento. De cualquier modo, los documentos descubiertos tras la liberación demostraron sin lugar a dudas que había sido culpable de designar a los rehenes que debían ser ejecutados.
La operación Antorcha, que siguió a la batalla de El Alamein y precedió a la de Stalingrado, resultó en extremo alentadora para los grupos primitivos de resistencia: les gens de Londres, gaullistas que tenían su base en la capital inglesa, y les gens de l’intérieur, que hubieron de soportar la ocupación desde el principio hasta el fin. No obstante, durante 1943 se sucedieron varios contratiempos de consideración dentro de las fronteras francesas, donde la lucha entre la Gestapo y la Milice Nationale, por una parte, y la Resistencia, por la otra, se fue tornando cada vez más violenta.
Jean Moulin, tras lograr en mayo su objetivo de unificar la Resistencia, se dio cuenta de que la Gestapo se hallaba cada vez más cerca de él. Ya había advertido al BCRA londinense de la necesidad de contar con alguien que estuviese dispuesto a reemplazarlo. La respuesta a su petición de un sustituto la dio Claude Bouchinet-Serreulles, ayudante militar del general De Gaulle, que se presentó voluntario y se lanzó en paracaídas para ir a su encuentro. Estableció contacto con él el 19 de junio, en Lyon. Sin embargo, dos días más tarde, Moulin cayó en una trampa tendida por los alemanes en el barrio de Caliure, situado en la falda de la colina. Las circunstancias que hicieron posible a la red de agentes y traidores de Klaus Barbie capturar al jefe de la Resistencia han sido objeto de controvertidos debates durante muchos años, y distan aún de estar resueltos por completo. Lo cierto es que Moulin murió tras una cruel tortura supervisada por Barbie.
A pesar de encontrarse en una posición poco menos que imposible, Serreulles no tardó en volver a establecer el contacto con los dirigentes de los diversos movimientos que conformaban el Ejército Secreto.
La preocupación que más apremiaba a De Gaulle no era la Resistencia, sino su relación con los dos dirigentes anglosajones. Roosevelt, asesorado aún por el almirante Leahy, antiguo embajador suyo en el régimen de Vichy, que defendía la idea de que Pétain era el único hombre capaz de unificar el país, prosiguió los preparativos para la administración del territorio francés como si no existieran el gobierno en espera de De Gaulle ni la Resistencia. En Charlottesville (Virginia) se estaba ya formando a una serie de funcionarios para que trabajaran a las órdenes del acrónimo más temido y odiado por el general francés: el AMGOT, Allied Military Government for Occupied Territories («Gobierno Militar Aliado para los Territorios Ocupados»).
Pese a la ira que lo invadía, De Gaulle no perdió su capacidad de calcular probabilidades. Amenazó con cesar todo tipo de cooperación en caso de que se impusiera el AMGOT a la Francia liberada. Los estadounidenses que se hallaban en el escenario europeo, incluido Eisenhower, sabían que toda pretensión de introducir un gobierno militar contra la voluntad del pueblo estaba abocada al desastre.
Tres días antes del Día D, el 3 de junio de 1944, el Comité de Liberación Nacional francés en Argel se erigió en gobierno provisional de la República francesa. De Gaulle y su estado mayor se dirigieron entonces a Inglaterra, donde aterrizaron a la mañana siguiente para oír que los Aliados habían entrado en Roma y que la invasión de Francia era inminente.
A pesar de estar decidido a mantener un comportamiento magnánimo ante De Gaulle, Churchill se hallaba en un estado de exaltación contenida a la espera de la invasión. Dando muestras de una desastrosa falta de tacto, le refirió que lo había hecho llamar para que se lo transmitiera a Francia. Aun Eisenhower, que gozaba de un carácter más diplomático, volvió a adoptar, bajo la presión renovada de Roosevelt, la posición estadounidense que consideraba a De Gaulle y sus colaboradores un cero a la izquierda hasta que se celebrasen elecciones. La mañana de la invasión, Churchill se enteró de que De Gaulle se había negado a informar por radio al pueblo francés al respecto y a proporcionar oficiales de enlace que acompañaran a las fuerzas aliadas, y se apoderaron de él el resentimiento y la frustración. Acusó al general de traición a la causa y aseguró hecho una furia que lo devolvería encadenado a Argel. Los funcionarios estadounidenses y británicos sintieron verdadero terror ante la posibilidad de que las volubles relaciones existentes entre los dirigentes nacionales saltasen por los aires en aquel momento. «Esto se ha convertido en un pandemonio», anotó en su diario un diplomático francés veterano[27]. Por fin, Eden logró calmar a Churchill, en tanto que Viennot, embajador gaullista, y Duff Cooper persuadieron al general de enviar a los oficiales de enlace que se le solicitaban.
El 14 de junio de 1944, De Gaulle cruzó el canal de la Mancha en el destructor francés Combattante. Entre sus acompañantes se encontraban Gastón Palewski, el embajador Pierre Viennot y los generales Koenig y Béthouart. Uno de ellos le comentó, con la esperanza de animarlo: «General, ¿ha caído usted en la cuenta de que hace exactamente un año que los alemanes entraron en París?». «¡Vaya! ¡Pues cometieron un error!», fue la inimitable respuesta[28].
De Gaulle tan sólo pudo relajarse una vez que el grupo hubo aterrizado y visitado la caravana del general Montgomery. Entonces fue a encontrarse con sus compatriotas civiles en suelo francés, algo que no hacía desde 1940. Aquellos aturdidos ciudadanos conocían su voz merced a las emisiones radiofónicas nocturnas, aunque ninguno reconoció su rostro: el régimen de Vichy nunca había permitido que se publicase su fotografía. Las noticias, de cualquier modo, corrieron como la pólvora. El padre Paris, párroco local, acudió a lomos de su caballo para reprender al general por no haber ido a estrechar su mano. De Gaulle bajó de un salto del Jeep en que se hallaba. «Monsieur le curé —le respondió al tiempo que abría los brazos—, no pienso darle la mano, sino abrazarlo.»[29] En ese momento aparecieron dos gendarmes montados en sendas bicicletas que se bamboleaban mientras trataban de saludar. Los enviaron a Bayeux para que hicieran las veces de profetas de la llegada del general.
Allí, la reacción emocional ante la aparición de De Gaulle no respondió al carácter reservado de los normandos. Una anciana, sin embargo, confundida por el entusiasmo del momento, exclamó: «Vive le Maréchal!». Se dice que De Gaulle, al oír esta nota discordante, murmuró: «Otra que no lee el periódico». Gastón Palewski supo con toda certeza que habían ganado la batalla al saber que el obispo de Bayeux y Lisieux había querido saludar al libertador, pues «el clero nunca corre riesgos»[30].
Asimismo, salió a darles la bienvenida el subprefecto nombrado por Vichy, luciendo el fajín rojo, blanco y azul propio de su cargo. No obstante, el cambio de régimen había sido demasiado abrupto para él: recordó de súbito el retrato del mariscal Pétain que engalanaba la salle d’honneur y desapareció a fin de descolgarlo. Habían pasado cuatro años y tres días desde que el general y el mariscal se encontraron en los escalones del Cháteau du Muguet.