Los senderos del colaboracionismo y la Resistencia
El anuncio de que el mariscal Pétain pretendía formar su propio gobierno dio pie a un profundo sentimiento de alivio en una aplastante mayoría de la población. Lo único que deseaba el pueblo era que terminasen los implacables ataques, como si las cinco últimas semanas no hubiesen sido sino un injusto combate de boxeo cuyo inicio nunca debía haberse permitido. El discurso radiado que dirigió al país y en el que declaraba que «la lucha debe cesar» se emitió el 17 de junio, al mismo tiempo en que el modesto aeroplano de De Gaulle estaba a punto de aterrizar en Heston, cerca de Londres.
El día 21, Hitler orquestó la rendición francesa en el vagón de tren del mariscal Foch, situado en el bosque de Compiégne, e invirtió así la humillación a que se había visto sometida Alemania en 1918. El general Keitel presentó las condiciones del armisticio sin permitir discusión alguna, y los capitulards hicieron lo posible por convencerse de que resultaban menos severas de lo que habían esperado. Asimismo, necesitaban creer, junto con los millones de personas que respaldaban su iniciativa, que la decisión de proseguir la guerra en solitario tomada por los británicos era una locura: Hitler los vencería en cuestión de semanas, de manera que prolongar la resistencia iba en contra de los intereses de todos.
Una vez que los alemanes definieron cuál era la «Francia no ocupada» (es decir, el bloque central y meridional, a excepción de la costa atlántica), el nuevo gobierno de Pétain tomó por base el balneario de Vichy, elección influida en parte por el número de hoteles vacíos que podían hacer las veces de oficinas gubernamentales.
Allí, el 10 de julio, los senadores y diputados de la Asamblea Nacional otorgaron por votación plenos poderes a Pétain y acordaron la suspensión de la democracia parlamentaria. No tenían demasiadas opciones, aunque todo apunta a que la mayoría acogió ésta con agrado. Con todo, hubo una minoría de ochenta hombres arrojados que, encabezada por Léon Blum, se opuso a la moción. Al día siguiente nació el estado francés del mariscal Pétain, que tenía a Pierre Laval por primer ministro. El nuevo presidente consideró oportuno felicitarse de que, al fin, el país dejase de estar «podrido por la política».
Puede decirse que el apoyo más incondicional del que gozó el régimen de Pétain surgió de una cuestión de prejuicio provincial. La vieille France (esa «vieja Francia» conservadora en extremo y simbolizada por un clero promotor de una fiera oposición al liberalismo y una petite noblesse tan empobrecida como rencorosa) no había dejado de maldecir los principios de 1789. Cierto número de ellos aún lucía clavel blanco en la solapa y corbata negra el día del aniversario de la ejecución de Luis XVI y pegaba cabeza abajo la Marianne de los sellos, personificación de la república, cada vez que enviaba una carta. A su entender, entre los demoníacos sucesores de la Revolución Francesa se hallaban los comuneros de 1871, todos los que habían respaldado a Dreyfus frente al estado mayor, los amotinados de 1917, los dirigentes políticos del período de entreguerras y los trabajadores industriales que se habían beneficiado de las reformas llevadas a cabo por el Frente Popular en 1936. La derecha estaba persuadida de que habían sido éstas, y no las acciones de un estado mayor general pagado de sí mismo, las que habían arrastrado al país a la derrota. Esta teoría de una conspiración era análoga a la de la «puñalada por la espalda» surgida en Alemania tras la primera guerra mundial, y no estaba menos impregnada de antisemitismo. El 3 de julio, Gran Bretaña se unió a las figuras más odiadas por el gobierno de Vichy cuando el escuadrón naval francés de Mazalquivir fue destruido por la marina real tras rechazar un ultimátum que lo exhortaba a navegar fuera del alcance de los alemanes.
En octubre se definió el carácter de la ocupación alemana en la pequeña ciudad de Montoire, en Touraine, donde se detuvo el tren de Hitler para mantener una reunión con Pierre Laval. Éste recibió al Führer con gran efusividad antes de prometer que persuadiría a Pétain de que debía acudir a aquella población cuarenta y ocho horas más tarde. Concluido el encuentro, el tren prosiguió su viaje nocturno a fin de llegar a Hendaya, ciudad situada en la frontera con España en la que iba a reunirse el dirigente alemán con el general Franco.
El tren regresó entonces a Montoire, donde llegó el 24 de octubre el mariscal Pétain tras viajar en secreto desde Vichy. El contraste entre la decadencia y el moderno poder militar no podía haber sido mayor: aquella reducida estación provincial acogía el tren especial de Hitler, una bestia deslumbrante blindada de acero y dotada de un vagón de cola armado de cañones antiaéreos. Los andenes estaban custodiados por un destacamento numeroso de su guardia personal de las SS. El chef de cabinet del mariscal Pétain, Henri du Moulin de Labarthéte, quedó sorprendido por el parecido que guardaba Hitler con sus fotografías: «la mirada fija y severa; el sombrero con visera, demasiado alto y demasiado grande»[13]. El anciano mariscal, embutido en una gabardina ajada, incapaz de hacerse cargo de la situación, dio la bienvenida al Führer con la mano extendida «d’un geste de souverain».
Pétain pensaba haber logrado lo que buscaba de aquel encuentro, dado que Francia había conservado su imperio y su flota, amén de obtener garantías en lo referente a la zona no ocupada. Haciendo caso omiso de lo sucedido durante los seis años anteriores, trató a Hitler como a un hombre de palabra. Tras la reunión de Montoire, los seguidores del mariscal fueron más allá, hasta el punto de convencerse de que el anciano había logrado, de algún modo, superar en astucia al Führer. De hecho, sus principales apologistas llegaron a conocer este acuerdo como «el Verdún diplomático». Sin embargo, el «sendero colaboracionista» en el que se había embarcado con las fuerzas de ocupación ofrecía a Hitler ni más ni menos que lo que éste deseaba: un país que prometía someterse a sí mismo a una estrecha vigilancia en beneficio de los nazis.
El engaño al que se habían querido someter los seguidores de Pétain se hizo evidente en un mensaje de Año Nuevo dirigido a los «Messieurs et tres chers collaborateurs» por el obispo de Arras, monseñor Henri-Édouard Dutoit. La formulación pseudocartesiana de este clérigo no hizo sino atraer más aún la atención hacia lo falso de la base de su razonamiento: «Yo colaboro y, por lo tanto, he dejado de ser el esclavo al que se le ha prohibido hablar y actuar, el que sólo sirve para obedecer órdenes. Colaboro y, por lo tanto, tengo derecho a contribuir con mi propio pensamiento y mi esfuerzo individual a la causa común»[14][15].
Esta autonomía imaginaria descrita por el obispo resultó ser tan importante para el régimen de Vichy que, hasta 1942, los alemanes necesitaron poco más de treinta mil hombres (menos del doble de los efectivos con que contaban las fuerzas policiales parisinas) para mantener el orden en toda Francia. El gobierno de Vichy se desvivió por ayudar al ocupante, una política que llevaron a extremos atroces al ayudarlo con la deportación de judíos a Alemania.
El régimen de Pétain ya había introducido medidas antisemíticas sin necesidad de que lo exhortasen los alemanes. Tres semanas exactas antes del encuentro de Montoire se habían introducido por decreto documentos especiales de identidad para judíos y se había ordenado la elaboración de un censo. Se creó entonces un Commissariat General aux Questions Juives. Los negocios pertenecientes a judíos tenían que identificarse de un modo claro, de tal manera que el estado francés pudiese confiscarlos a su antojo.
La operación más infamante de todas sería la grande rafle, la redada que se llevó a cabo en París. Reinhard Heydrich visitó la capital francesa el 5 de mayo de 1942 para entablar una serie de discusiones generales acerca de la puesta en práctica de la deportación de judíos a Alemania. Adolf Eichmann llegó el 1 de julio a fin de planear la operación. Al día siguiente, René Bousquet, jefe de policía de Vichy, ofreció a sus hombres para realizar tal labor. La noche del 16 de julio de 1942, la policía francesa detuvo en cinco distritos a unos trece mil judíos, incluidos cuatro mil niños que aun los nazis estaban dispuestos a dejar en libertad. Los transportaron al Vélodrome d’Hiver. Más de un centenar de ellos acabó por suicidarse, y casi todos los demás sucumbieron más tarde en campos de concentración alemanes.
Es de suponer que la atmósfera de París resultaba asfixiante; sin embargo, la mayor parte de los franceses consideraba que Vichy era mucho más claustrofóbica.
La moralidad del régimen era muy severa. Una mujer acusada de haber procurado un aborto fue sentenciada a trabajos forzados de por vida. A las prostitutas (o femmes d’une mauvaise vié) se las reunía para enviarlas a un campo de internamiento en Brens, cerca de Toulouse[16]. Por otra parte, no hubo de transcurrir mucho tiempo antes de que el régimen tuviera su propia policía política. El Service d’Ordre Légionnaire, organización que incluía a los secuaces del coronel De la Rocque, procedentes de la Croix de Feu de preguerra, acabó por convertirse en la Milice Nationale en enero de 1943. Cada uno de sus miembros había de formular el siguiente juramento: «Prometo luchar contra la democracia, la insurrección de los seguidores de De Gaulle y la lepra judía»[17]. Los funcionarios y oficiales militares debían hacer un voto personal de lealtad para con el jefe de estado, al igual que sucedía en la Alemania nazi. Con todo, el régimen que, según se suponía, iba a poner fin a las maquinaciones de una política putrefacta se hallaba escindido por causa de los celos faccionarios.
El culto que se había creado en torno a la persona del mariscal lo presentaba como un hombre ajeno por completo a estas cuestiones. Se vendieron cientos de miles de ejemplares enmarcados de su retrato: era casi obligatorio que todo comerciante tuviese uno colocado en el escaparate de su establecimiento. De cualquier manera, estas imágenes no eran simples amuletos para alejar las sospechas políticas, sino que también podían verse colgadas en miles de hogares a modo de iconos domésticos. En ocasiones, los adultos coloreaban por sí mismos los «bondadosos ojos azules» del retrato, como si hubiesen vuelto a la infancia. Por todos lados había carteles del hombre que se veía a sí mismo como el impasible abuelo de Francia. En ellos podía leerse la consigna que proclamaba los sencillos pilares de su devoción: Travail, Famille, Patrie, con los que la revolución nacional había sustituido la trinidad republicana de Liberté, Egalité, Fraternité.
Todo parece indicar que la idea constituyó una verdadera barrera psicológica contra los empeños de De Gaulle por que los franceses hicieran caso omiso del armisticio y siguiesen luchando. Emmanuel Le Roy Ladurie, que a la sazón contaba doce años, pudo oír a una mujer afirmar indignada: «Ese general se atreve a ofenderse por lo que hace el mariscal Pétain»[18].
El 18 de junio de 1940, un día después de haber llegado a Londres, Charles de Gaulle pronunció su famoso discurso retransmitido por la BBC. El Ministerio de Asuntos Exteriores británico se había opuesto a emitir una alocución abocada a provocar al nuevo gobierno de Pétain mientras quedasen sin resolver la cuestión de la flota francesa y otros asuntos. Sin embargo, Winston Churchill y su ministro de Información francófilo, Duff Cooper, lograron ganarse al gabinete. La breve arenga en la que De Gaulle pedía a los franceses que se unieran a su causa resultó ser poderosa en extremo. A pesar de que en Francia fueron pocos los que la oyeron, no tardó en correrse la voz.
El general no era un hombre complaciente y, a diferencia de Napoleón, no hacía gran cosa por fomentar la cordialidad y la lealtad si no era en su entorno inmediato. Con todo, era éste precisamente el lugar de donde emanaba su fuerza. Su llamamiento eludía, al igual que el de Pétain, las posturas políticas y los sectarismos que habían constituido la maldición de Francia. Spears había observado que los principales derrotistas eran conservadores, aunque no toda la vieille France se había rendido con facilidad: valga como ejemplo al respecto la defensa que llevó a cabo la escuela de caballería en Saumur cuando un grupo de subalternos poco armados logró contener a una unidad de Panzer hasta quedar sin munición. Por otra parte, no fueron pocos los miembros de la aristocracia que demostrarían durante los años siguientes, al servir a las órdenes de De Gaulle o en la Resistencia, que valoraban el honor por encima de la política. Decisiones como éstas acabaron por desmembrar un buen número de familias.
De Gaulle había logrado un primer paso de vital importancia: granjearse el reconocimiento y el respaldo de Churchill. El 27 de junio, éste lo invitó a acudir a Downing Street y le dijo: «¿Está usted solo? Bueno; en tal caso, ¡lo reconozco solo!»[19]. Al día siguiente, De Gaulle recibió un mensaje por mediación de la Embajada Francesa de Londres —que a la sazón se hallaba en un curioso interregno—, por el que se le exhortaba a presentarse en Toulouse en condición de arrestado en el plazo de cinco días. Posteriormente, un consejo de guerra celebrado en Clermont-Ferrand lo condenó a muerte in absentia por desertar y entrar al servicio de una potencia extranjera. De Gaulle respondió con una comunicación en la que rechazaba la sentencia por considerarla nula y se mostraba dispuesto a discutir el asunto «con los hombres de Vichy tras la guerra».
Entre los pocos que siguieron a De Gaulle se encontraba André Dewavrin, quien no tardó en organizar el Servicio de Inteligencia del general, el BCRA (Bureau Central de Renseignements et d’Action). Hay quien afirma que había sido militante del Comité Secret d’Action Révolutionnaire, cuyos integrantes, los cagoulards o «encapuchados», estaban consagrados a aplastar el comunismo, aunque fuera por mediación del asesinato. Empleaban por sobrenombres las denominaciones de las distintas estaciones del metro parisino, y el de Passy que usaba Dewavrin para sus actividades clandestinas con De Gaulle se cita como prueba de su pasado de cagoulard. Con todo, esta conexión dista mucho de ser concluyente, y el propio afectado siempre la ha negado de forma tajante.
Fuera como fuere, lo cierto es que el coronel Passy —Dewavrin—, reclutó a dos integrantes de la Cagoule: el capitán medio ruso Pierre Fourcaud y Maurice Duclos. (La organización se escindió en tres en 1940 para formar un grupo pronazi, otro antigermánico pero a favor de Pétain y uno más reducido en apoyo a De Gaulle). La presencia de cagoulards, por pocos que fuesen, entre las filas del general rebelde dio origen a no pocas sospechas entre los liberales, socialistas y, como no podía ser menos, comunistas. Asimismo, existían muchas historias —de las cuales ninguna llegó a confirmarse por completo ni a refutarse de un modo satisfactorio—, que presentaban a los subordinados de Passy empleando métodos brutales con todo aquel del que sospechaban que trataba de infiltrarse en la organización gaullista.
La otra figura importante que declaró su lealtad a De Gaulle en aquel tiempo fue Gastón Palewski, quien más tarde sería su chef de cabinet y el asesor más digno de su confianza. Miembro sobresaliente del estado mayor del mariscal Lyautey en Marruecos, el joven Palewski había conocido al general, que a la sazón era coronel, en 1934, y quedó tan impresionado por aquel soldado extraordinario que tomó la resolución de entrar a su servicio en cuanto él se lo pidiera.
Los que respaldaban a De Gaulle, por extraordinarios que fueran su coraje y su talento, seguían siendo muy poco numerosos. La única figura militar de relieve que se unió a él durante el verano de 1940 fue el general Catroux. Por su parte, las tropas de la Francia Libre no ascendían a más de un par de batallones, constituidos en su mayoría por evacuados de Dunkerque o miembros de la fuerza expedicionaria enviada a Noruega. Cierto número de oficiales y marinos había logrado escapar a la Francia metropolitana, de forma individual o en pequeños grupos. A pesar de que el goteo de voluntarios no cesó nunca, la única esperanza que tenía De Gaulle de formar un ejército se encontraba en el extranjero, en las fuerzas coloniales del Levante mediterráneo, el África occidental francesa y el norte del continente, lo cual no deja de ser significativo, ya que era allí donde se iba a decidir el futuro liderazgo de Francia.
Al igual que sucedía en el caso de los colaboracionistas, la Resistencia que fue creciendo en Francia poseía varios grados de compromiso y tomaba formas muy diversas. Bajo tal denominación se incluía todo acto que fuese desde esconder a judíos o aviadores aliados, distribuir octavillas y periódicos clandestinos, escribir poemas o llevar a cabo actos menores de sabotaje, hasta participar en actos militares tales como las violentas batallas que entorpecieron el avance hacia el norte efectuado por la división Das Reich contra la cabeza de puente de Normandía en junio de 1944.
En la mayor parte de los casos, hombres y mujeres se unían a la causa a raíz de una experiencia particular que les abría los ojos a la realidad de la ocupación nazi. Jean Moulin, que acabaría por convertirse en el mártir más importante de la Resistencia, había sido prefecto del departamento de Eure-et-Loire en 1940. En la época de la derrota, dos soldados alemanes que se apoderaban de una casa en la aldea de Luray dispararon a una anciana por haberles gritado agitando el puño en actitud amenazante. Ataron su cadáver a un árbol y dijeron a su hija que debía permanecer allí a modo de advertencia. Entonces, Moulin telefoneó al cuartel general local de los alemanes desde su despacho de Chartres para exigir que se hiciera justicia.
Aquella noche, recibió una citación para presentarse en el cuartel. Un oficial le pidió que firmase una declaración oficial en la que se afirmaba que un grupo de soldados de infantería franceses de Senegal había perpetrado una terrible masacre en la zona, donde había violado y asesinado a mujeres y niños. Consciente de que, en caso de que hubiera ocurrido un incidente de tal magnitud, habría llegado sin duda a sus oídos, Moulin pidió que le presentaran pruebas al respecto. Su insistente negativa a firmar el documento hizo que lo golpearan de un modo brutal con las culatas de sus fusiles y lo arrojaran a una celda. Temeroso de ceder ante sesiones de tortura más violentas, trató de suicidarse cortándose la garganta con un trozo de cristal. Un guardia lo encontró cubierto de sangre, y los alemanes consideraron que debían enviarlo al hospital.
El número de organizaciones de la Resistencia era elevado: algunas se dedicaban a dar refugio a aviadores o a presos fugados, mientras que otras reunían información para los Aliados. El coronel Rémy (nombre de guerra de Gilbert Renault, director de cine que había defendido a De Gaulle) estableció una red de espionaje por demás efectiva conocida como la Confrérie de Nôtre-Dame. La organización Alliance, que la Gestapo conocía como el «Arca de Noé», por cuanto cada uno de sus miembros se apodaba según el nombre de un pájaro u otro animal, fue obra del antiguo asistente militar del mariscal Pétain, Georges Loustaunau-Lacau, que tras su arresto a manos de la Gestapo fue sustituido por Marie-Madeleine Fourcade. Ésta había sido la secretaria de Loustaunau-Lacau en la revista de extrema derecha que él había dirigido antes de la guerra. Con el nombre en clave de Erizo, Fourcade siguió extendiendo, con una valentía asombrosa, una red de información nacional en colaboración con el Servicio Secreto de Inteligencia británico.
El Partido Comunista francés no carecía de experiencia en lo referente a la clandestinidad, dado que había estado proscrito desde 1939. Con todo, había quedado profundamente desorientado a raíz del pacto nazi-soviético de agosto de 1939. En aquel momento habían causado baja del partido veintisiete miembros de la Asamblea Nacional. Al año siguiente, los comunistas apenas supieron cómo actuar ante la invasión de Francia. Molotov, el ministro soviético de Asuntos Exteriores, envió a Hitler un mensaje de felicitación por la caída de París, y no faltaron los leales del partido que dieron la bienvenida a los conquistadores.
Cuando Hitler invadió la Unión Soviética en junio de 1941, la noticia supuso casi un alivio: los nazis volvían a ser el enemigo. No obstante, la aflicción no desapareció por completo. Se hizo circular una lista negra de traidores del partido con órdenes de que fueran asesinados. Cierto número de los que la integraban se había unido abiertamente al gobierno de Vichy, si bien muchos se hallaban luchando con valentía en la Resistencia: su único crimen consistía en haber criticado sin tapujos el pacto nazi-soviético en 1939 y 1940. Estos renegados —a los que se acusó en falso de ser «agentes de la Gestapo»—, hubieron de andarse con cien ojos ante los alemanes, los integrantes de la Milice y también los asesinos enviados por la cúpula estalinista, que acostumbraban ser jóvenes militantes fanáticos montados en bicicleta y armados con un revólver.
En las organizaciones de la Resistencia comunista era donde más difícil les resultaba infiltrarse a la Abwehr y la Gestapo, lo que en parte se debía a su estructura, basada en células de tres hombres. De cualquier manera, la innovación más importante la constituía una serie de implacables medidas de seguridad establecidas por el joven Auguste Lecoeur, quien, al igual que el dirigente del partido, el ausente Maurice Thorez, era un minero enérgico e inteligente de los yacimientos de carbón meridionales. Sólo nos es dado suponer el número de hombres y mujeres inocentes que debieron de ser asesinados o sacrificados para mantener la seguridad de los comunistas durante aquellos años de existencia clandestina.
Fueran o no los comunistas los primeros en atentar abiertamente contra los alemanes —cuestión que aún no está del todo clara—, lo cierto es que el partido se atribuyó las primeras víctimas. Los mártires se convirtieron en un elemento de suma importancia para la propaganda: el Partido Comunista francés se arrogó más tarde el nombre de Le Parti des Fusillés y dijo haber sufrido un número de setenta y cinco mil bajas, una cifra que resulta por demás exagerada.
Los primeros asesinatos de oficiales alemanes tuvieron consecuencias impredecibles y de gran alcance. El 21 de agosto, dos meses después de la invasión alemana de Rusia, cierto militante comunista que se convertiría más adelante en el coronel Fabien, dirigente de la Resistencia, mató de un disparo a un jovencísimo oficial de la Kriegsmarine llamado Moser en una estación de metro de París. El hecho hizo que se aprobase con carácter retroactivo un decreto por el que se convertía a todo prisionero, con independencia de cuál fuese el crimen por el que cumpliese condena, en un rehén susceptible de ser ejecutado. Con el fin de apaciguar a las autoridades alemanas, se sentenció a muerte a tres comunistas que no tenían relación alguna con el ataque y que murieron en la guillotina una semana más tarde, en el patio de la prisión de La Santé. Pierre Pucheu, ministro del Interior de Vichy, que desestimó su recurso de apelación, se consideró el principal organizador.
No mucho después murió abatido otro oficial alemán en las calles de Nantes. Veintisiete comunistas fueron ejecutados el 22 de octubre, y al día siguiente se fusiló a veintiuno en Cháteaubriant. El 15 de diciembre, los alemanes abatieron a Gabriel Péri, miembro de la Asamblea Nacional comunista. En su última carta aseguraba que el comunismo representaba la juventud del mundo y que estaba preparando «des lendemains qui chantent»[20]. Su ejecución llevó al poeta laureado del partido, Louis Aragon, a escribir una balada de quince estrofas. Péri se convirtió en uno de los principales mártires del partido, y la frase «mañanas henchidos de canciones» pasó a simbolizar todas las esperanzas revolucionarias que prometía el día de la liberación.