En mares de oro
(On Golden Seas, 1987)
No estoy seguro de si esto debería considerarse un cuento corto o un artículo inventado. Le otorgaré el beneficio de la duda y así podré utilizarlo para terminar esta antología.
Lo escribí como reacción a las montañas de literatura que había leído sobre la Iniciativa de Defensa Estratégica (como, para pesar de George Lucas, La guerra de las galaxias) desde que el presidente Reagan la anunció en su famoso discurso de marzo de 1983. Cuanto más estudiaba este tema increíblemente complejo (y deprimente), tanto más confuso me sentía, hasta que al fin decidí que sólo había una manera de tratarlo: la que utilizo En mares de oro.
Fue también una respuesta a un discurso ulterior del presidente Reagan en el que, para mi regocijo algo mortificado, fui utilizado en favor de su proyecto predilecto al atribuirme este dicho: «Cada nueva idea pasa por tres fases. Primera: Es una locura; no me haga perder el tiempo. Segunda: Es posible, pero no vale la pena. Tercera: ¡Ya dije desde el principio que era una buena idea!»[1] (Sé quién dio esta munición al presidente: siga leyendo…)
En mares de oro, que en principio había titulado «Iniciativa de defensa del presupuesto: una breve historia», tuvo un récord de publicación increíble. Apareció por primera vez en un periódico de circulación un tanto minoritario, el número de agosto de 1986 de Newsletter, de la Junta de Ciencia de Defensa del Pentágono, que seguramente no encontrarán ustedes en la librería de su barrio.
La persona responsable de esta pieza de desinformación de alto nivel fue, en 1943, un joven graduado en el Instituto Tecnológico de Massachusetts que trabajaba en el Ground Control Approach Team (véase mi única novela que no es de ciencia ficción, Clide Path, pero que habría sido de ciencia ficción si se hubiese publicado veinte años antes). Mi colega durante la guerra, Vert Fowler, había ascendido, convirtiéndose en el doctor Charles A. Fowler, vicepresidente de la Mitre Corporation y presidente de la Defense Science Board. A pesar de estas responsabilidades, no había perdido el sentido del humor. Cuando le envié mi pequeña sátira, pensó que alegraría las grises vidas de los muchachos de la Iniciativa de Defensa Estratégica, hasta entonces sólo interrumpidas por ocasionales rayos láser y por explosiones de pocos megatones. En todo caso, dio resultado.
El año siguiente, en el número de mayo de 1987, la revista OMNI presentó la obra a un público bastante numeroso, y el consejero de ciencias de la Casa Blanca, doctor George (Jay) A. Keyworth II, fue bombardeado con copias por todos sus amigos, los cuales, por alguna oscura razón, pensaron que podía interesarle…
Por fin nos conocimos en el mes de julio de 1988 en el Johns Hopkins Medical Center, de Baltimore, en el que Jay, para mi profunda gratitud, había patrocinado mi admisión. También debo mi agradecimiento al doctor Daniel Drachman, director de la unidad neuromuscular de la Johns Hopkins School of Medicine y a sus valiosos colegas por animarme con la noticia de que mi problema no era la enfermedad de Lou Gehrig, sino el bastante menos amenazador síndrome de pospolio. Todavía espero llegar al 2001 en buena forma.
¿Que si volveré a escribir más cuentos reales? Pues realmente no lo sé; no he tenido deseos de hacerlo durante más de una década y considero que Encuentro con Medusa es un canto del cisne bastante bueno. Lo seguro es que voy a estar ocupado durante los próximos años con una trilogía Rama muy ambiciosa, con mi colaborador en Cuna, Gentry Lee, y con una novela propia, cuyo título actual es The Ghost of the Grand Banks.
En todo caso, todavía no me creo merecedor del descarado comentario que apareció recientemente en un ensayo, deplorando el triste estado de la moderna ciencia ficción, de «esos famosos no-muertos, Clarke y Asimov».
Inútil decir que envié esto de buen grado a mi amigo transilvano, con este comentario: «Bueno, esto es mucho mejor que la alternativa.»
Tengo la seguridad de que el Buen Doctor estará de acuerdo.