3. El león salvaje

Era de noche cuando la nave de Peyton, que volaba hacia el oeste, llegó sobre el océano Indico. Sólo se podía ver la línea blanca de las olas que rompían contra la costa africana, pero la pantalla de navegación mostraba todos los detalles de la tierra que había abajo. La noche no ofrecía ahora protección ni salvaguardia, desde luego, pero significaba que ningún ojo humano podía verlo. En cuanto a las máquinas que hubiesen debido estar observando, bueno, otros se habían encargado de ellas. Al parecer eran muchos los que pensaban como Henson.

El plan había sido hábilmente concebido. Los detalles habían sido elaborados cuidadosamente por personas que sin duda habían gozado con ello. Peyton tenía que aterrizar en la linde del bosque, lo más cerca posible de la barrera de energía.

Ni siquiera sus desconocidos amigos podían desconectar la barrera sin provocar sospechas. Afortunadamente sólo había unos treinta kilómetros de terreno bastante despejado hasta Comarre. Tendría que terminar el viaje a pie.

Se produjo un fuerte crujido de ramas al aterrizar la pequeña nave en el bosque invisible. Descansó sobre la quilla plana, y Peyton apagó las débiles luces de la cabina y miró por la ventanilla. No vio nada. Recordó lo que le habían dicho, y no abrió la puerta. Se puso lo más cómodo posible para esperar la aurora.

Se despertó cuando la brillante luz del sol le dió de lleno en los ojos. Se puso rápidamente el equipo que le habían proporcionado sus amigos, abrió la puerta de la cabina y entró en el bosque.

El lugar de aterrizaje había sido cuidadosamente elegido y no era difícil llegar al campo abierto, a pocos metros de allí. Delante de él había pequeñas cuñas cubiertas de hierba y salpicadas de arboledas, la temperatura era suave, aunque era verano y el ecuador no estaba lejos. Ello se debía a ochocientos años de control del clima y a los grandes lagos artificiales que habían inundado los desiertos.

Casi por primera vez en su vida, Peyton experimentaba la Naturaleza como había sido antes de que existiese el hombre.

Pero lo que le parecía más extraño no era el panorama silvestre. Peyton nunca había conocido el silencio. Siempre había estado oyendo los rumores de las máquinas o el lejano silbido de las rápidas aeronaves de pasajeros desde las imponentes alturas de la estratósfera.

Aquí no había ninguno de estos ruidos porque las máquinas no podían cruzar la barrera de energía que rodeaba la Reserva. Sólo había el susurro del viento en la hierba y las voces casi inaudibles de los insectos. Peyton encontró enervante aquel silencio e hizo lo que habría hecho la inmensa mayoría de los hombres de su época. Pulsó el botón de su radio personal que elegía la música del fondo.

Así fue caminando, kilómetro tras kilómetro, por las onduladas tierras de la Gran Reserva, la zona más extensa de territorio natural que se conservaba en la superficie del globo. Era fácil caminar porque los neutralizadores incorporados a su equipo casi anulaban el peso de éste. Llevaba consigo el discreto ambiente musical que había acompañado las vidas de los hombres casi desde el descubrimiento de la radio. Aunque sólo tenía que hacer girar un disco para ponerse al habla con cualquier habitante del planeta, prefería imaginarse que estaba solo en el corazón de la Naturaleza, y por un instante sintió todas las emociones que debieron experimentar Stanley o Livingstone cuando entraron los primeros en esta misma tierra, hacía más de mil años.

Afortunadamente Peyton era un buen andarín, y al mediodía había cubierto la mitad de la distancia hasta su objetivo. Se detuvo para almorzar en un bosquecillo de coníferas marcianas importadas, que habrían desconcertado y consternado a un explorador de los viejos tiempos. En su ignorancia, Peyton, las tuvo por auténticas.

Había vaciado varias latas de conservas cuando advirtió que algo se movía rápidamente en el llano, en la dirección de la que él provenía. Estaba demasiado lejos para saber lo que era. Pero cuando aquello se acercó más, se levantó para observarlo mejor. Hasta entonces no había visto animales (aunque muchos animales lo habían visto a él) y miró con interés al recién llegado.

Peyton no había visto nunca un león, pero no le costó reconocer al magnífico animal que se le acercaba dando saltos. Hay que decir, en su honor, que sólo miró una vez hacia el árbol que tenía detrás. Se mantuvo firmemente en su sitio.

Sabía que en el mundo ya no había animales realmente peligrosos. La Reserva era algo entre un vasto laboratorio biológico y un parque nacional, visitado todos los años por miles de personas. Se daba generalmente por sabido que, si se dejaba en paz a los animales, éstos corresponderían de la misma manera. En general, el convenio daba buenos resultados.

El animal quería mostrarse amistoso. Trotó hacia Peyton y empezó a frotarse afectuosamente contra su costado, y cuando éste se levantó de nuevo, pareció prestar mucha atención a las latas vacías de comida. Finalmente se volvió hacia él con una expresión irresistible.

Peyton se echó a reír, abrió otra lata y puso cuidadosamente su contenido sobre una piedra plana, el león aceptó encantado el tributo y, mientras comía Peyton consultó el índice de la guía oficial que los desconocidos patrocinadores le habían proporcionado.

Había varias páginas sobre los leones, con fotografías, para los visitantes extraterrestres. La información era tranquilizadora. Mil años de crianza científica habían mejorado considerablemente al rey de selva. Sólo se había comido a una docena de personas en el último siglo; en diez casos, la información subsiguiente le había exonerado de toda culpa, y los otros dos no se habían podido demostrar.

Pero el libro no decía nada sobre la mejor manera de librarse de leones inoportunos.

Tampoco decía que normalmente eran tan amistosos como este ejemplar.

Peyton no era muy buen observador. Pasó un buen rato antes de que advirtiese la fina cinta de metal alrededor de una pata delantera del león. Llevaba una serie de números y letras, y el sello oficial de la Reserva.

No era por tanto un animal salvaje; tal vez había pasado toda su juventud entre los hombres. Probablemente era uno de los famosos superleones que habían criado los biólogos y que después habían puesto en libertad para mejorar la raza. Algunos eran casi tan inteligentes como los perros, según lo que Peyton había leído.

Pronto descubrió que el león podía comprender muchas palabras sencillas, sobre todo si se referían a comida. Incluso para esta era, se trataba de un animal espléndido, un palmo más alto que sus flacos antepasados de diez siglos atrás.

Cuando Peyton reemprendió el viaje, el león trotó a su lado. No creía que su amistad valiese más que medio kilo de carne sintética de buey, pero era agradable tener alguien a quien hablar, alguien que además no intentaría contradecirle. Después de pensarlo bien, decidió que «Leo» sería un nombre adecuado para su nuevo amigo.

Peyton había caminado unos cientos de metros cuando se produjo de pronto un destello cegador en el aire, delante de él. Aunque enseguida se dio cuenta de lo que era, se sobresaltó y se detuvo, pestañeando. Leo había huido precipitadamente y no se le veía por ningún sitio. Peyton pensó que no sería una gran ayuda en caso de emergencia. Mas tarde tendría que rectificar esta opinión.

Cuando sus ojos se hubieron recobrado de la impresión, vio un rótulo multicolor, con letras de fuego. Pendía inmóvil en el aire y decía:

¡AVISO!

SE ESTÁ USTED ACERCANDO

A TERRITORIO PROHIBIDO

¡VUELVA ATRÁS!

Es una orden del

Consejo Mundial

Peyton contempló pensativo el aviso durante unos momentos. Después miró a su alrededor, buscando el proyector. Estaba en una caja de metal, no muy disimulada, a un lado de la carretera. La abrió rápidamente con las llaves universales que le había ofrecido la confiada Comisión de Electrónicos cuando se graduó.

Después de unos minutos de inspección, suspiró aliviado. El proyector era un aparato automático sencillo. Lo activaba cualquier cosa que llegase por la carretera. Tenía un registro fotográfico, pero lo habían desconectado. Esto no le sorprendió, pues cualquier animal que hubiese pasado por allí habría hecho funcionar el aparato. Era una suerte. Eso significaba que nadie sabría que Richard Peyton III había caminado una vez por esta carretera.

Llamó a gritos a Leo, el cual volvió despacio, bastante avergonzado. El aviso había desaparecido y Peyton mantuvo desconectado el aparato para impedir que aquél reapareciese cuando pasara Leo. Entonces cerró de nuevo la puerta y prosiguió su camino, preguntándose qué sucedería ahora.

Cien metros más adelante, una voz incorpórea empezó a hablarle con severidad. No le dijo nada nuevo, pero lo amenazó con varias sanciones leves, algunas de las cuales no le eran desconocidas.

Era divertido observar la cara de Leo cuando trataba de localizar el origen de aquel sonido. Peyton buscó de nuevo el proyector y lo inspeccionó antes de proseguir. Pensó que sería más seguro abandonar la carretera. Podía haber en ella más aparatos registradores.

Logró convencer a Leo con cierta dificultad para que permaneciese en la superficie metálica mientras él caminaba por la árida tierra que flanqueaba la carretera. En el medio kilómetro siguiente, el león activó otras dos trampas electrónicas. La última parecía haber renunciado a la persuasión. Decía simplemente:

CUIDADO CON LOS LEONES SALVAJES

Peyton miró a Leo y se echó a reír. Leo no le vio la gracia, pero lo imitó cortésmente. Detrás de ellos, el rótulo automático se desvaneció con un último parpadeo.

Peyton se preguntó por qué estarían allí aquellos rótulos. Tal vez para asustar a visitantes accidentales.

Los que conocían el objetivo difícilmente se dejarían disuadir por ellos.

De pronto la carretera dio un giro en ángulo recto…, y allí estaba Comarre. Era curioso que se quedara tan impresionado por algo que había estado esperando. Delante de él había un claro inmenso de la jungla, medio ocupado por una estructura metálica negra.

La ciudad tenía forma de cono en terrazas de unos ochocientos metros de altura y mil en la longitud. Lo que pudiese haber bajo tierra, le resultaba imposible de adivinar. Se detuvo asombrado por las dimensiones y la rareza del enorme edificio. Después, empezó a andar poco a poco en su dirección.

Como un animal de presa agazapado en su cubil. La ciudad estaba allí esperando. Aunque ahora los visitantes eran muy pocos, estaba preparada para recibirlos, fueran quienes fuesen. A veces volvían atrás al primer aviso; otras, al segundo. Unos pocos habían llegado hasta la entrada antes de que flaquease su resolución, pero la mayoría, después de llegar hasta tan lejos, habían entrado de buen grado en la ciudad.

Peyton llegó a la escalera de mármol que conducía a la alta pared de metal y al curioso agujero que parecía ser la única entrada. Leo trotaba a su lado en silencio sin prestar mucha atención al ambiente.

Peyton se detuvo al pie de la escalera y marcó un número en su comunicador. Esperó a recibir el de recepción y habló despacio por el micrófono.

—La mosca está entrando en el salón.

Lo repitió dos veces, sintiéndose bastante tonto.

Pensó que alguien tenía un perverso sentido del humor. No hubo respuesta. Esto era parte de lo que se había convenido. Pero tenía la seguridad de que el mensaje había sido recibido, probablemente en algún laboratorio de Scientia, ya que el número que había marcado era una clave del Hemisferio Occidental.

Peyton abrió la lata más grande de carne y extendió la comida sobre el mármol. Pasó los dedos por la melena del león y se la retorció alegremente.

—Creo que es mejor que te quedes aquí, Leo —dijo—. Tal vez esté ausente bastante tiempo. No trates de seguirme.

Miró hacia atrás desde lo alto de la escalera. Se sintió aliviado al comprobar que el león no había intentado seguirle. Estaba sentado sobre las patas traseras, mirándolo tristemente. Peyton agitó una mano y se volvió. No había puerta sino tan sólo un agujero negro en la curva superficie de metal. Resultaba muy extraño y Peyton se preguntó cómo habían esperado impedir los constructores que entrasen animales. Entonces algo le llamó la atención en aquella abertura.

Era demasiado negra. Aunque la pared estaba en la sombra, no había motivo para que la entrada fuese tan oscura. Sacó una moneda del bolsillo y la arrojó a la abertura. Le tranquilizó el sonido que hizo al caer y dio un paso adelante.

Los circuitos discriminatorios delicadamente ajustados no habían reparado en la moneda ni en todos los animales descarnados que habían entrado en el oscuro portal. Pero la presencia de una mente humana había sido suficiente para accionar los resortes. Por una fracción de segundo, la pantalla a través de la que se movía Peyton vibró de energía. Después quedó de nuevo inerte.

Peyton tuvo la impresión de que su pie tardaba mucho tiempo en tocar el suelo, pero esto apenas le preocupó. Mucho más sorprendente fue el paso instantáneo de la oscuridad a una súbita luz, del calor bastante sofocante de la jungla a una temperatura que parecía casi fría en comparación con la del exterior. El cambio fue tan brusco que le hizo jadear. Se volvió con abierta inquietud hacia el arco por el que acababa de entrar.

Ya no estaba allí. Nunca había estado allí. Peyton se hallaba sobre una tarima de metal elevada, en el centro exacto de una gran habitación circular, con una docena de arcos ojivales alrededor de su circunferencia. Habría podido entrar por cualquiera de ellos si no hubiesen estado a cuarenta metros de distancia.

Peyton se sintió presa del pánico. Le palpitaba el corazón y algo raro le sucedía a sus piernas. Con una tremenda impresión de soledad, se sentó en la tarima y empezó a considerar racionalmente la situación.