III

—Te has tomado tiempo, ¿no? —dijo Nick—. ¿Qué has descubierto?

—Es ruso —dijo Tibor—. Algún tipo de Sputnik. Si lo atamos con una cuerda creo que podremos levantarlo del fondo. Pero es demasiado pesado para subirlo a bordo.

Nick dio una chupada a su eterno puro, con expresión reflexiva. El jefe estaba preocupado por una cuestión que no se le había ocurrido a Tibor. Si se realizaba alguna operación de salvamento allí, todos sabrían el sitio donde había estado el Arafura. Cuando llegase la noticia a Thursday Island, su banco de ostras particular sería limpiado en un santiamén.

Tendrían que mantener en secreto todo el asunto o remolcar ellos mismos aquella maldita cosa y no decir dónde la habían encontrado. En todo caso, más parecía un engorro que algo valioso. Nick, que compartía casi todos los prejuicios de los australianos contra la autoridad, estaba convencido de que lo único que sacarían de su trabajo sería una bonita carta de agradecimiento.

—Los muchachos no quieren bajar —anunció—. Creen que es una bomba. Quieren dejarla donde está.

—Diles que no se preocupen —replicó Tibor—. Yo me encargaré de esto.

Trató de mantener su voz fría y normal, pero aquello era demasiado bonito para ser verdad. Si los otros oían los golpes desde dentro de la cápsula, sus planes se derrumbarían.

Señaló hacia la isla verde y adorable en el horizonte.

—Sólo podemos hacer una cosa. Si conseguimos levantarla medio metro del fondo, podremos llevarla hacia la costa. Una vez en aguas poco profundas, no será muy difícil arrastrarla hasta la playa. Utilizaremos los botes y tal vez enganchemos una polea en uno de aquellos árboles.

Nick consideró la idea sin mucho entusiasmo. Dudaba de que el Sputnik pudiese pasar a través del arrecife, incluso a sotavento de la isla. Pero era partidario de alejarlo de su banco de conchas. Siempre podrían dejarlo en otra parte, señalar el lugar con una boya y reclamar el mérito del hallazgo.

—Está bien —dijo—. Baja. Esa cuerda de dos centímetros es la más fuerte que tenemos; será mejor que te la lleves. Pero no te pases todo el día en esto; ya hemos perdido bastante tiempo.

Tibor no tenía intención de pasar todo el día allí. Seis horas serían más que suficientes. Ésta era una de las primeras cosas que había aprendido de las señales a través de la pared.

Era una lástima que no pudiese oír la voz del ruso; pero el ruso podía oírle y esto era lo que realmente importaba. Cuando apoyó el casco en el metal y gritó, la mayoría de sus palabras fueron comprendidas. Hasta ahora había sido una conversación amistosa; Tibor no tenía intención de mostrar sus cartas hasta el momento psicológico adecuado.

La primera operación había sido establecer una clave: un golpe para decir «Sí» y dos para decir «No». Después se trataba sólo de hacer las preguntas más convenientes. Con tiempo, no había un hecho ni una idea que no se pudiese comunicar por medio de estas dos señales. Habría sido mucho más difícil si Tibor se hubiese visto obligado a emplear su rudimentario ruso. Se había alegrado, aunque no sorprendido, al descubrir que el piloto atrapado comprendía perfectamente el inglés. Había aire en la cápsula para otras cinco horas; su ocupante estaba ileso; sí, los rusos sabían el lugar donde había caído.

La última respuesta dio que pensar a Tibor. Tal vez el piloto estaba mintiendo, pero podía ser verdad lo que decía. Aunque algo había funcionado evidentemente mal en el regreso proyectado a la Tierra, los buques de rastreo del Pacífico tenían que haber localizado el lugar del impacto, aunque no podía saber con qué exactitud. Pero ¿qué importaba eso? Podían tardar días en llegar aquí, aunque viniesen a toda velocidad a las aguas territoriales australianas sin molestarse en pedir permiso a Canberra. Era dueño de la situación. Toda la fuerza de la URSS no podría hacer nada para frustrar sus planes antes de que fuese demasiado tarde. La pesada cuerda cayó en rollos sobre el fondo marino, levantando una nube de limo que se alejó como humo, impulsado por la lenta corriente. Ahora que el sol estaba más alto en el cielo, el mundo submarino ya no se encontraba envuelto en una penumbra gris. El fondo del mar era incoloro pero brillante, y el límite de la visión estaba ahora casi a cinco metros de distancia.

Tibor pudo observar toda la cápsula espacial por primera vez. Era un objeto tan peculiar, diseñado para condiciones más allá de toda experiencia normal, que engañaba a la vista. Uno buscaba en vano la parte de delante y la de atrás. No había manera de saber en qué dirección apuntaba al volar a toda velocidad en su órbita.

Tibor apretó el casco contra el metal y gritó:

—¡He vuelto! —anunció—. ¿Puede oírme?

Pam.

—He traído una cuerda y voy a atarla a los cables del paracaídas. Estamos a unos tres kilómetros de una isla. En cuanto la hayamos atado, pondremos rumbo hacia ella. No podemos sacarle del agua con la polea que llevamos a bordo, así que trataremos de llevarle a la playa. ¿Comprende?

Pam.

Sólo tardó unos momentos en atar la cuerda; ahora era mejor que se apartase antes de que el Arafura empezase a levantar la cápsula.

Pero primero tenía que hacer algo.

—¡Eh! —gritó—. He atado la cuerda. Levantaremos esto dentro de un minuto. ¿Me oye?

Pam.

—Entonces también podrá oír esto: nunca saldrá vivo de ahí. También esto lo he atado bien.

Pam, Pam.

—Tardará cinco horas en morir. Mi hermano tardó más, cuando pasó por un campo de minas. ¿Comprende? ¡Soy de Budapest! Le odio a usted, a su país y a todo lo que éste defiende. Me han arrebatado mi casa, mi familia; han convertido a mis compatriotas en esclavos. ¡Ahora me gustaría ver su cara! Me gustaría verle morir. También a Theo le vi morir. Cuando estemos a medio camino de la isla, esta cuerda se romperá por donde yo la corte. Bajaré y ataré otra, y ésta también se romperá. Puede quedarse sentado y esperar las sacudidas.

Tibor se detuvo bruscamente, agotado por la violencia de sus emociones. No había lugar para la lógica o la razón en este orgasmo de odio. No se detuvo para pensar, porque no se atrevía a hacerlo. Pero en lo más recóndito de su mente, la verdad se estaba abriendo paso hacia la luz de la conciencia. No era a los rusos a quienes odiaba por todo lo que habían hecho. Se odiaba a sí mismo, porque había hecho más.

La sangre de Theo y de diez mil compatriotas había manchado sus propias manos. Nadie había sido más comunista que él ni nadie había creído más estúpidamente la propaganda de Moscú. En el instituto y en la universidad había sido el primero en buscar y denunciar a los «traidores» (¿a cuántos de ellos había enviado a los campos de trabajo o a las cámaras de tortura de la AVO?) Cuando descubrió la verdad, ya era demasiado tarde. Y ni siquiera entonces había luchado. Había echado a correr.

Había corrido por todo el mundo, tratando de escapar a su culpa, y las drogas del peligro y la disipación lo habían ayudado a olvidar el pasado. Los únicos placeres que ahora le ofrecía la vida eran los abrazos sin amor que buscaba febrilmente cuando estaba en tierra firme, y su actual modo de existencia era prueba de que aquello no era suficiente.

Si ahora podía hacer tratos con la muerte, era sólo porque había venido aquí en busca de ella.

No hubo ningún sonido en la cápsula. Su silencio parecía despectivo, burlón. Tibor la golpeó con furia con el mango del cuchillo.

—¿Me has oído? —gritó—. ¿Me has oído?

Ninguna respuesta.

—¡Maldito seas! ¡Sé que estás escuchando! ¡Si no contestas, haré un agujero en la cápsula para que entre el agua!

Estaba seguro de que podía conseguirlo con la afilada punta del cuchillo. Pero esto era lo último que quería hacer; sería demasiado rápido, un fin demasiado fácil.

Seguía sin oír nada; tal vez el ruso se había desmayado. Tibor esperó que no fuese así, pero era inútil demorarse aún más. Propinó un fuerte golpe de despedida a la cápsula e hizo señal a su ayudante.

Nick tenía noticias para él cuando salió a la superficie.

—La radio de Thursday Island no ha parado un momento. Los rusos están pidiendo a todo el mundo que busquen uno de sus cohetes. Dicen que debe estar flotando en alguna parte, frente a la costa de Queensland. Parece que están muy interesados en recuperarlo.

—¿Han dicho algo más sobre él? —preguntó ansiosamente Tibor.

—Sí, que ha dado un par de vueltas alrededor de la Luna.

—¿Eso es todo?

—Nada más, que yo recuerde. Usaban muchos términos científicos que no comprendía.

Era de suponer; cuando fallaba alguno de sus experimentos, los rusos lo mantenían en secreto tanto como les era posible.

—¿Has dicho a Thursday Island que lo hemos encontrado?

—¿Estás loco? Además, el transmisor no funciona; no podría hacerlo aunque quisiera. ¿Has fijado bien la cuerda?

—Sí; mira si puedes levantarla del fondo.

El extremo de la cuerda había sido atado alrededor del palo mayor, y en pocos segundos quedó tirante. Aunque el mar estaba en calma, había un ligero oleaje y el lugre oscilaba en ángulos de diez o quince grados. A cada balanceo, las bordas se elevaban medio metro y descendían de nuevo. Había un montacargas con capacidad para varias toneladas, pero era necesario tener mucho cuidado al emplearlo.

La cuerda vibró, la madera crujió y, por un momento, Tibor temió que la debilitada cuerda se rompiese demasiado pronto. Pero resistió y se elevó la carga.

La izaron más a la segunda oscilación, y más a la tercera. Entonces se desprendió la cápsula del fondo marino y el Arafura escoró ligeramente hacia babor.

—Vamos —dijo Nick, empuñando la rueda del timón—. Tendríamos que llevarla a medio kilómetro antes de que choque de nuevo.

El lugre empezó a moverse despacio en dirección a la isla, transportando su carga escondida debajo de él.

Apoyándose en la borda y dejando que el sol evaporase el agua de su ropa mojada, Tibor se sintió en paz por primera vez en… ¿cuántos meses? Incluso el odio había cesado de arder en su cerebro. Tal vez, como el amor, era una pasión que nunca podía satisfacerse. Pero al menos había sido saciada de momento.

No flaqueaba en su resolución. Estaba implacablemente empeñado en la venganza de manera tan extraña, tan milagrosa, se había puesto a su alcance. La sangre pedía sangre, y al fin podrían descansar los fantasmas que lo acosaban.