I

Tibor no lo vio. Estaba durmiendo e inmerso en su inevitable y doloroso sueño. Sólo Joey se encontraba despierto sobre cubierta, en la fresca quietud que precede a la aurora, cuando apareció el llameante meteoro encima de Nueva Guinea. Observó cómo ascendía en el cielo hasta pasar directamente por encima de su cabeza, apagando las estrellas y proyectando sombras que se movían rápidamente sobre la atestada cubierta. La fuerte luz perfiló el aparejo desnudo, las cuerdas enrolladas y los tubos de aire, las escafandras hábilmente colocadas para la noche, incluso la isla baja y cubierta de palmeras a media milla de distancia. Al pasar hacia el sudoeste, sobre el vacío del Pacífico, empezó a desintegrarse.

Desprendió glóbulos incandescentes, dejando una estela de fuego a lo largo de un cuarto de su trayectoria en el cielo. Empezaba ya a extinguirse cuando Joey lo perdió de vista. Todavía resplandeciendo, se hundió en el horizonte, como si tratase de arrojarse contra la cara del sol oculto.

Si la vista era espectacular, el silencio absoluto resultaba enervante. Joey se quedó esperando, pero ningún sonido llegaba del cielo hendido. Cuando unos minutos más tarde se oyó un súbito chasquido en el mar, a poca distancia, la sorpresa le produjo un involuntario sobresalto; después se maldijo por haberse dejado asustar por una manta, aunque tenía que ser muy grande para haber hecho aquel ruido al saltar. No oyó nada más, y entonces volvió a dormirse.

En su estrecha litera, a popa del compresor de aire, Tibor no oyó nada. Dormía tan profundamente después del trabajo del día que le quedaba poca energía, incluso para los sueños. Y cuando los tenía, no eran los que hubiese querido. En las horas de oscuridad, cuando su mente rondaba por el pasado, nunca se detenía en recuerdos de deseo. Había tenido mujeres en Sydney, en Brisbane, en Darwin y en Thursday Island, pero ninguna en sus sueños. Lo único que siempre recordaba al despertar, en la fétida quietud del camarote, era el polvo, el fuego y la sangre cuando los tanques rusos entraron en Budapest. Sus sueños no eran de amor sino sólo de odio.

Cuando Nick lo sacudió para despertarlo, estaba esquivando a los guardias en la frontera austriaca. Tardó unos segundos en hacer el viaje de quince mil kilómetros hasta el Great Barrier Reef. Entonces bostezó, echó a patadas a las cucarachas que le hacían cosquillas en los dedos de los pies, y bajó de la litera.

El desayuno era el mismo de siempre, desde luego: arroz, huevos de tortuga y carne en conserva, regado todo ello con té fuerte y dulce. Lo mejor de la comida de Joey era la abundancia. Tibor estaba acostumbrado a la monótona dieta. Lo compensaba, al igual que de otras privaciones, cuando volvía al continente.

El sol apenas había asomado en el horizonte cuando amontonaron los platos en la pequeña cocina y el lugre emprendió su ruta.

Nick parecía animado al ponerse al timón y apartarse de la isla. El viejo pescador de perlas tenía motivos para estarlo, ya que el banco de conchas en el que trabajaban era el más rico que Tibor había visto jamás. Con un poco de suerte llenarían la bodega en un día o dos y volverían a Thursday Island con media tonelada de conchas a bordo. Y entonces, con un poco más de suerte, podría dejar este peligroso trabajo y volver a la civilización.

Y no es que lamentase nada. El griego lo había tratado bien, y él había encontrado algunas perlas muy buenas al abrir las conchas. Pero ahora, después de nueve meses en el Reef, comprendía por qué el número de submarinistas blancos podía contarse con los dedos de una mano. Los japoneses, los canacas y los isleños podían soportarlo; pero muy pocos europeos.

El diesel enmudeció y el Arafura se detuvo.

Estaban a unos tres kilómetros de la isla, baja y verde sobre el agua, pero separada de ésta por una estrecha franja de playa deslumbrante. No era más que un banco de arena sin nombre, del que había logrado apoderarse un pequeño bosque. Sus únicos moradores eran las innumerables y estúpidas pardelas que anidaban en el blando suelo y hacían la noche odiosa con sus gritos agoreros.

Los tres buceadores apenas hablaron mientras se vestían. Cada uno sabía lo que tenía que hacer y no perdía tiempo en llevarlo a cabo. Al abrocharse Tibor la gruesa chaqueta de twill, Blanco, su ayudante, lavó el cristal del casco con vinagre, para que no se empañase. Entonces Tibor bajó por la escalera de cuerda, mientras le ponían el pesado casco y el coselete de plomo.

Aparte de la chaqueta, cuyo relleno repartía el peso por igual sobre sus hombros, llevaba su ropa corriente.

En aquellas aguas cálidas no había necesidad de trajes de caucho. El casco actuaba simplemente como una pequeña campana de buzo mantenida en posición por su propio peso. En caso de emergencia, el que lo llevaba (si tenía suerte) podía desprenderse de él y subir nadando sin estorbos a la superficie. Tibor lo había visto hacer, pero no tenía el menor deseo de experimentarlo.

Cada vez que se plantaba en el último escalón, agarrando el saco para las conchas con una mano y el cable de seguridad con la otra, acudía a su mente la misma idea.

Estaba dejando el mundo que conocía; pero ¿era para una hora… o para siempre?

Abajo, en el fondo del mar, estaban las riquezas y la muerte, y uno no podía estar seguro de cuál de las dos cosas le esperaba allí. Lo más probable es que fuera un día más de trabajo pesado y sin incidentes, como lo eran la mayoría de los días de la vida monótona del pescador de perlas. Pero Tibor había visto morir a uno de sus compañeros al enredarse el tubo del aire en la hélice del Arafura. Y había sido testigo de la agonía de otro, víctima de la enfermedad de los buzos. En el mar, nada era nunca seguro o cierto. Uno se arriesgaba con los ojos abiertos.

Y si perdía, de nada servían las lamentaciones.

Se apartó de la escalera, y el mundo del sol y el cielo dejó de existir. Debido al peso del casco, tuvo que agitar frenéticamente los pies para mantener el cuerpo vertical. Sólo podía distinguir una niebla azul y amorfa al hundirse hacia el fondo. Esperó que Blanco no tirase demasiado pronto del cable de seguridad. Tragando saliva y bufando, trató de despejar los oídos al aumentar la presión. El derecho se «destapó» con bastante rapidez, pero un dolor punzante, insoportable, aumentó rápidamente en el izquierdo, que lo molestaba desde hacía varios días. Metió la mano debajo del casco, se tapó la nariz y sopló con toda su fuerza.

Hubo una brusca y silenciosa explosión dentro de su cabeza y el dolor cesó al instante. Ya no tendría más dificultades en esta inmersión.

Tibor tocó el fondo antes de verlo.

Su visión hacia abajo era muy limitada pues no podía inclinarse sin correr el riesgo de que se inundase el casco. Podía ver a su alrededor, pero no inmediatamente debajo de él. Lo que contempló era tranquilizador en su monotonía: un llano cenagoso y ligeramente ondulado que se difuminaba a unos tres metros de distancia. A un metro a su izquierda, un pececillo mordisqueaba un trozo de coral del tamaño y la forma de un abanico. Esto era todo. Aquí no había belleza ni era un lugar de ensueño submarino. Pero había dinero. Y eso era lo que importaba.

El cable de seguridad dio un ligero tirón al empezar a derivar en la dirección del viento, moviéndose de lado sobre el sector, y Tibor empezó a avanzar con el paso saltarín y lento que le imponía la ingravidez y la resistencia del agua. Como buzo número dos, trabajaba desde la proa. En medio estaba Stephen, todavía algo inexperto, y a popa Billy, el primer buzo. Los tres hombres raras veces se veían cuando estaban trabajando; cada uno tenía su propio territorio que explorar, mientras el Arafura se deslizaba en silencio a favor del viento. Sólo en los extremos de los zigzags que trazaban, a veces se veían de refilón como vagas sombras entre niebla.

Se necesitaba práctica para distinguir las conchas debajo del camuflaje de algas y hierbas, pero con frecuencia los moluscos se delataban ellos mismos. Cuando sentían las vibraciones del hombre que se acercaba, se cerraban de golpe, y entonces se producía un fugaz destello nacarado en la penumbra. Sin embargo, incluso éstas escapaban a veces pues el barco en movimiento podía arrastrar al pescador antes de que pudiese agarrar su presa. En los primeros días de aprendizaje, a Tibor se le habían escapado bastantes ostras grandes, cualquiera de las cuales podía haber contenido una perla fabulosa. O así se lo había imaginado, antes de que se extinguiese para él el atractivo de la profesión y se percatase de que aquellas perlas resultaban tan raras que era mejor olvidarse de ellas.

La perla más valiosa que había pescado se había vendido por veinte libras, y las conchas que recogía en una buena mañana valían más. Si la industria hubiese dependido de las perlas y no del nácar, habría quebrado hacía años.

No había sentido del tiempo en este mundo de niebla. Uno caminaba debajo de la embarcación móvil e invisible, con el zumbido del compresor de aire golpeándole los oídos, y la verde neblina moviéndose delante de los ojos. A largos intervalos se descubría una concha, se la arrancaba del fondo del mar y se metía en la bolsa. Si uno tenía suerte, podía recoger un par de docenas en una sola inmersión. Pero también era posible que no encontrase ninguna.

Uno estaba alerta ante el peligro, pero éste no le preocupaba. Los verdaderos riesgos eran accidentes sencillos y nada espectaculares, como que se enredasen el tubo del aire o el cable de seguridad, no los tiburones, los grandes peces ni los pulpos. Los tiburones huían al descubrir burbujas de aire, y en todas las horas de inmersión, Tibor sólo había visto un pulpo de medio metro de diámetro. En cuanto a los peces gigantescos, bueno, había que tomarlos en serio porque se podían tragar de golpe a un buzo si estaban hambrientos. Pero no era probable encontrarlos en esta llanura desolada. No había cuevas de coral donde pudiesen establecer sus hogares.

Por consiguiente, la impresión no habría sido tan fuerte si este ambiente gris y uniforme no le hubiese dado una sensación de seguridad.

Estaba caminando con regularidad hacia una pared de niebla inalcanzable que se retiraba tan de prisa como se acercaba él. Y entonces, sin previo aviso, una particular pesadilla tomó cuerpo encima de él.