Odio
(Hate, 1961)
Esto va a ser demasiado inverosímil para un relato de ficción. Tendrán que aceptar mi palabra de que no me lo estoy inventando. Como casi había olvidado la génesis de la historia hasta que saqué mis amarillentas libretas de notas, todavía me siento algo incrédulo.
En febrero de 1960 —treinta años antes de que aparezcan impresas estas palabras—, el distinguido productor de cine William MacQuitty me pidió que escribiese un guión titulado El mar y las estrellas. Esto fue a los dos años de que el Sputnik I inaugurase la era espacial (octubre de 1957); ningún ser humano había viajado entonces más allá de la atmósfera y, a pesar de Laika y otros astronautas animales, en algunos círculos todavía se dudaba de que fuese posible una supervivencia prolongada en estado de ingravidez.
Aunque desde luego entonces, no lo sabíamos, Yuri Gagarin ya se estaba preparando para el primer vuelo orbital (12 de abril de 1961), y Bill y yo estábamos totalmente seguros de que la primera persona en el espacio sería un ruso. Pensamos que seria una película fantástica si la cápsula se hundía en el Great Barrier Reef y era descubierta con el ocupante atrapado y vivo por un buceador que… no, no quiero aguarles la historia…
Nada salió del guión de película, que es lo que les ocurre al 99 por ciento de ellos. Sin embargo, pensé que la idea era demasiado buena para desperdiciarla y, al mes siguiente, escribí un cuento con ella. La revista Iflo publicó en noviembre de 1961 titulándolo At the End of the Orbit («Al final de la órbita»). Yo prefiero el título original, tiene más garra.
Casi al mismo tiempo conocí al primer hombre que entraría en órbita; una de las cosas que poseo y que más aprecio es la autobiografía de Gagarin, con esta dedicatoria: «En recuerdo de nuestro encuentro en Ceilán, 11 de diciembre del 61.» Años más tarde, en Star City, estuve en el despacho de Gagarin, tal como lo había dejado antes de aquel vuelo fatal de adiestramiento, con el reloj de la pared parado en el momento de su muerte.
Cuando nos conocimos, Bill MacQuitty acababa de producir la película definitiva sobre la catástrofe del Titanic: A Night to Remember; el tema le interesaba sobre todo porque de muchacho había presenciado en Belfast la botadura del barco. Más tarde hizo un decidido pero vano esfuerzo por llevar a la pantalla Naufragio en el mar selenita. Al no poder filmar operaciones submarinas en la Luna, volvió a la Tierra con Above Us the Waves, historia del ataque de la Armada británica contra el acorazado Turpitz. También empleó Ceilán, —donde había trabajado en un banco en los años treinta—, como escenario de The Beachcomber, un cuento de Somerset Maugham de la época colonial, protagonizado por Robert Newton. («La última película —me dijo Bill—, en la que Bob estuvo sereno casi todo el tiempo.»)
Todas estas cuestiones pueden parecer un poco irrelevantes, pero no lo son. Porque el hombre que había observado la botadura del Titanic en 1910, y podía haberme pescado antes que Stanley Kubrick, acababa de entrar en mi despacho con el primer volumen de su autobiografía. Y estoy quebrantando una de mis normas más severas al escribir una introducción…
Pero aún no he terminado. Una semana después de que Bill MacQuitty abandone Colombo, vendrá el hombre que filmará por fin (toquen madera) Naufragio en el mar selenita, para discutir operaciones de salvamento en la Luna.
Y para hacer las cosas aún más complicadas, estoy trabajando en una novela sobre el centenario del Titanic; se acerca rápidamente el año 2012. Hablé de él una vez en Regreso a Titán, pero ahora Robert Ballard y su equipo lo han redescubierto, es hora de volver a los Grand Banks.