Hasta la primavera no conseguí escapar de la penitenciaría, y aun entonces gracias a un golpe de fortuna. Un telegrama de Carl me informó de que había una vacante en «el piso de arriba»; decía que me enviaría el importe del viaje de vuelta, si decidía aceptar. Al instante le contesté por teléfono y, tan pronto llegó la pasta, me largué a la estación. Ni una palabra a M. le Proviseur ni a nadie. Despedida a la francesa, como se suele decir.

Fui inmediatamente al hotel, en el Ibis, donde se alojaba Carl. Salió a la puerta completamente desnudo. Era la noche que libraba y, como de costumbre, tenía una gachí en la cama. «No te preocupes por ella —dice —, está dormida. Si necesitas echar un polvo, ya sabes. No está mal.» Levanta las sábanas para enseñármela. Sin embargo, no pensaba en echar un polvo en aquel momento. Estaba demasiado agitado. Me sentía como un hombre que acaba de escapar de la cárcel. Sólo quería ver y oír cosas. El viaje desde la estación fue como un largo sueño. Me sentía como si hubiera estado ausente durante años.

Hasta que no me hube sentado y no hube contemplado despacio la habitación, no me di cuenta de que estaba otra vez en París. Era la habitación de Carl, no había duda. Como una jaula de ardilla y un cagadero a un tiempo. Apenas había espacio en la mesa para la máquina portátil que usaba. Siempre era igual, tanto si tenía una gachí como si no. Siempre un diccionario abierto sobre un volumen del Fausto de cantos dorados, siempre una petaca, una boina, una botella de vin rouge, cartas, manuscritos, periódicos viejos, acuarelas, una tetera, calcetines sucios, mondadientes, sales de Kruschen condones, etc. En el bidet había cáscaras de naranja y los restos de un bocadillo de jamón.

—Hay algo de comida en la despensa. ¡Sírvete! Estaba a punto de ponerme una inyección.

Encontré el bocadillo de que hablaba y junto a él un trozo de queso que había mordisqueado. Mientras se sentaba al borde de la cama a aplicarse la dosis de argirol, me jamé el bocadillo y el queso con la ayuda de un poco de vino.

—Me gustó aquella carta sobre Goethe que me enviaste —dijo, mientras se secaba la picha con unos calzoncillos sucios.

—Ahora mismo te enseño la respuesta: la voy a incluir en mi libro. Lo malo de ti es que no eres alemán. Hay que ser alemán para entender a Goethe. Joder, no voy a explicártelo ahora. Lo incluiré en mi libro… Por cierto, tengo una gachí nueva ahora… no ésta… ésta es una imbécil. Por lo menos, la tuve hasta hace unos días. No estoy seguro de si volverá o no. Ha estado viviendo conmigo todo el tiempo que has estado fuera. El otro día vinieron sus padres y se la llevaron. Dijeron que sólo tenía quince años. ¿Qué me dices de eso? Me entró también un canguelo… Me eché a reír. Era muy propio de Carl meterse en un lío así.

—¿De qué te ríes? —dijo —. Puedo ir a la cárcel por eso. Afortunadamente, no la dejé preñada. Y eso también es curioso, porque nunca tomaba las debidas precauciones. Pero, ¿sabes lo que me salvó? Por lo menos, eso creo. Fue el Fausto. ¡Sí! Su viejo lo vio por casualidad sobre la mesa. Me preguntó si entendía alemán. De una cosa pasamos a otra y, antes de que me diera cuenta, ya estaba ojeando mis libros. Por fortuna, dio la casualidad de que también tenía el Shakespeare abierto. Eso lo impresionó más que la hostia. Dijo que evidentemente yo era un tipo muy serio. —¿Y la chica…? ¿Qué dijo, ella?

—Estaba muerta de miedo. Mira, cuando llegó aquí, traía un relojito de pulsera; con la agitación, no pudimos encontrarlo, y la madre insistió en que, si no aparecía el reloj, llamaba a la policía. Ya sabes cómo son las cosas aquí. Revolví todo el cuarto… pero no conseguí encontrar el maldito reloj. La madre estaba furiosa. También me gustaba, la madre, a pesar de todo. Era todavía más guapa que la hija. Mira… te voy a enseñar una carta que empecé a escribirle. Estoy enamorado de ella… —¿De la madre?

—¡Pues, claro! ¿Por qué no? Si hubiera visto a la madre primero, nunca me habría fijado en la hija. ¿Cómo iba a saber que sólo tenia quince años? A una gachí no le preguntas qué edad tiene antes de tirártela, ¿verdad? —Joe, hay algo raro en todo esto. ¿No me estarás tomando el pelo, eh? —¿Tomarte el pelo? Toma… ¡mira esto!

Y me enseña las acuarelas que hizo la chica —unas cosita muy monas —: un cuchillo y una hogaza de pan, la mesa y la tetera, todo inclinado hacia arriba.

—Estaba enamorada de mí —dijo —. Era como una niña enteramente. Tenía que decirle cuándo lavarse los dientes y cómo ponerse el sombrero. Toma… ¡mira los pirulíes! Le compraba varios pirulíes cada día… le gustaban. —Bueno, ¿y qué hizo cuando vinieron sus padres para llevársela? ¿No protestó?

—Lloró un poquito, nada más. ¿Qué podía hacer? Es menor de edad… tuve que prometer que no volvería a verla, que tampoco le escribiría nunca. Por eso estoy esperando ahora a ver qué pasa… si volverá o no. Era virgen cuando llegó aquí. Ahora, la cuestión es ver cuánto tiempo podrá estar sin echar un polvo. Cuando estaba aquí, nunca tenía bastante. Casi me agotó.

En aquel momento la que estaba en la cama se había despertado y estaba restregándose los ojos. Me pareció también muy joven. No era fea, pero sí tonta del culo. Preguntó al instante de qué estábamos hablando.

—Vive aquí en el hotel —dijo Carl —. En el tercer piso. ¿Quieres ir a su habitación? Déjalo de mi cuenta.

No sabía si quería o no, pero cuando vi a Carl dándose el lote con ella otra vez, decidí que sí. Primero pregunté si estaba demasiado cansada. Pregunta inútil. Una puta nunca está cansada de abrir las piernas. Algunas pueden quedarse dormidas, mientras les echas un quiqui. El caso es que decidimos bajar a su habitación. Así no tendría yo que pagar al patrón por aquella noche.

Por la mañana cogí una habitación que daba al parque de abajo, donde los hombres- sandwich iban a comer. Al mediodía llamé a Carl para que comiéramos juntos. Él y Van Norden habían adquirido una nueva costumbre: iban cada día a desayunar a la Coupole. «¿Por qué a la Coupole?», pregunté. «¿Que por qué a la Coupole? —dice Carl —. Porque en la Coupole sirven copos de avena a todas horas y los copos de avena hacen ir de vientre.» «Comprendo», dije yo.

Así, que todo es como antes. Los tres vamos y volvemos del trabajo a pie. Pequeñas disensiones, pequeñas rivalidades. Van Norden sigue refunfuñando: con respecto a sus gachís y a la necesidad de limpiarse la porquería de la tripa. Sólo que ahora ha encontrado una nueva diversión. Ha descubierto que es menos molesto masturbarse. Me quedé asombrado cuando me dio la noticia. Me parecía imposible que un tipo como él encontrara el menor placer haciéndose pajas. Todavía me quedé más asombrado cuando me explicó cómo se las hace. Había «inventado» un nuevo truco, como él dijo. «Coges una manzana —dice —, y le sacas el corazón. Después la untas por dentro de crema para el cutis, para que no se deshaga demasiado de prisa. ¡Pruébalo alguna vez! Te volverá loco al principio. En cualquier caso, es barato y no tienes que perder demasiado tiempo.»

—Por cierto —dice, cambiando de tema —, ese amigo tuyo, Fillmore, está en el hospital. Creo que está chiflado. Por lo menos, eso es lo que me dijo su chavala. Salía con una francesa, ¿sabes?, mientras has estado fuera. Solían pasarse el día peleándose. Ella es una tía fuerte y sana… un poco salvaje. No tendría inconveniente en cepillármela, pero temo que me saque los ojos con las uñas. Él siempre iba con la cara y las manos arañadas. De vez en cuando también ella parece haber recibido una buena… o, mejor, dicho, parecía. Ya sabes cómo son estas tías francesas… Cuando aman, pierden la cabeza.

Evidentemente, habían pasado cosas, mientras yo estaba ausente. Sentí mucho lo de Fillmore. Se había portado muy bien conmigo. Cuando dejé a Van Norden, salté a un autobús y fui derecho al hospital.

Supongo que todavía no estaban seguros de si había perdido el juicio o no, pues lo encontré en el piso de arriba, en una habitación privada, disfrutando de todas las libertades de los pacientes normales. Cuando llegué, acababa de salir del baño. Al verme, se echó a llorar. «Todo ha terminado —dice inmediatamente —. Dicen que estoy loco… y puede que tenga sífilis también. Dicen que tengo delirios de grandeza.» Se dejó caer sobre la cama y lloró en silencio. Después de haber llorado un rato, alzó la cabeza y sonrió… como un pájaro que despierta de un sueñecito enteramente. «¿Por qué me han puesto en una habitación tan cara? —dijo —. ¿Por qué no me ponen en la sala general… o en el manicomio? No puedo pagar esto. Sólo me quedan quinientos dólares.»

—Por eso te tienen aquí —dije —. Ya verás qué pronto te trasladan, cuando se te acabe el dinero. No te preocupes.

Mis palabras debieron de impresionarlo, pues, en cuanto acabé, me entregó su reloj y cadena, su cartera, la insignia de su club, etc. «Guárdalos bien —dijo —. Estos cabrones me robarán todo lo que tengo.» Y luego, de repente, se echó a reír, con una de esas risas extrañas, melancólicas, que te hacen creer que un tipo está majareta, lo esté o no lo esté. «Sé que vas a pensar que estoy loco —dijo —, pero quiero reparar lo que hice. Quiero casarme. Mira, no sabía que tenía purgaciones. Le pegué a ella las purgaciones y después la dejé preñada. Le dije al doctor que no me importa lo que me ocurra, pero quiero que me deje casarme primero. Él no deja de decirme que espere hasta que me ponga mejor… pero yo sé que no voy a mejorar nunca. Esto es el fin.»

No pude evitar la risa, al oírle hablar así. No podía entender qué le había pasado. El caso es que tuve que prometerle que iría a ver a la chica y le explicaría las cosas a ella. Quería que estuviera junto a ella, que la consolase. Dijo que podía confiar en mí, etc. Dije que sí a todo para tranquilizarlo. A mí no me parecía chiflado exactamente… sólo bastante hundido. La típica crisis anglosajona. Una erupción de moral. Sentía bastante curiosidad por ver a la chica, por saber a qué atenerme.

Al día siguiente fui a visitarla. Vivía en el Barrio Latino. En cuanto comprendió quién era yo, se volvió cordialísima. Ginette se llamaba. Bastante fuerte, huesuda, sana, como una campesina, con un diente medio carcomido. Llena de vitalidad y con una especie de fuego demente en los ojos. Lo primero que hizo fue llorar. Después, al ver que yo era un antiguo amigo de su Jo-Jo —así era como lo llamaba — corrió escaleras abajo y volvió con dos botellas de vino blanco. Insistió en que me quedara a cenar con ella. A medida que bebía, se ponía alternativamente alegre y sentimental. No tuve que hacerle preguntas: no paró de hablar, como una máquina de cuerda automática. Lo que le preocupaba principalmente era: ¿recuperaría él su trabajo, cuando saliera del hospital? Dijo que sus padres eran ricos, pero estaban disgustados con ella. No aprobaban sus locuras. Sobre todo, no les gustaba Fillmore: no tenía educación y era americano. Me rogó que me enterara de si podía creer lo que él decía: que iba a casarse con ella. Porque ahora, con una criatura en el vientre, y unas purgaciones además, no iba a poder comerse una rosca… por lo menos, con un francés. Eso estaba claro, ¿no? Desde luego, le aseguré. Estaba todo más claro que el agua para mí… salvo cómo diablos había podido Fillmore enamorarse de ella. Sin embargo, cada cosa a su tiempo. Ahora mi deber era consolarla, así que me limité a colmarla de embustes, le dije que todo saldría bien y que yo sería el padrino de la criatura, etc. Luego, de repente, me pareció extraño el simple hecho de que quisiera tener el hijo: sobre todo porque era probable que naciera ciego. Se lo dije con el mayor tacto que pude. «Me es igual —dijo —, quiero un hijo de él.» —¿Aunque nazca ciego? —pregunté. — Mon Dieu, ne ditespas ga! —gimió —. Ne ditespas ga!

Aun así, consideré que era mi deber decirlo. Se puso histérica y se echó a llorar como una morsa, y sirvió más vino. Al cabo de unos instantes estaba riendo ruidosamente. Se reía al pensar en cómo se peleaban, cuando se metían en la cama. «Le gustaba que me peleara con él —dijo —. Era un bruto.»

Cuando nos sentamos a comer, entró una amiga de ella: una putilla que vivía al final del pasillo. Inmediatamente Ginette me envió abajo a buscar más vino. Cuando volví, era evidente que habían echado una buena parrafada. Su amiga, Yvette, trabajaba en el departamento de policía. Una especie de confidente, por lo que pude deducir. Al menos, eso era lo que intentaba hacerme creer. Era bastante evidente que era una simple putilla. Pero estaba obsesionada con la policía y sus actividades. Se pasaron toda la comida pidiéndome que las acompañara a un bal musette. Querían divertirse… Ginette se sentía tan sola con Jo-Jo en el hospital… Les dije que tenía que trabajar, pero en la noche que libraba volvería y saldría con ellas. También les dije claramente que no tenía pasta para gastar con ellas. Ginette, que se quedó verdaderamente pasmada al oírlo, fingió que no tenía la menor importancia. De hecho, para demostrar que era una tía de lo más legal, insistió en llevarme al trabajo en un taxi. Lo hacía porque yo era amigo de Jo-Jo. Y, por lo tanto, era amigo de ellas. «Y también —pensé para mis adentros — si le pasara algo a tu Jo-Jo, acudirás a mí al instante. ¡Entonces verás qué amigo puedo ser!» Estuve muy simpático con ella. De hecho, cuando salimos del taxi frente a la oficina me dejé convencer para tomar un último Pernod juntos. Yvette preguntó si podía venir a buscarme después del trabajo. Tenía un montón de cosas que decirme confidencialmente, dijo. Pero me las arreglé para negarme sin herir sus sentimientos. Desgraciadamente, sí que fui lo bastante blando como para darle mi dirección.

Desgraciadamente, digo. En realidad, cuando vuelvo a pensarlo, más que nada me alegro. Porque el día siguiente mismo empezaron a pasar cosas. El día siguiente mismo, antes incluso que me hubiera levantado de la cama, vinieron las dos a verme. Jo-Jo había salido del hospital: lo habían encarcelado en un pequeño castillo en el campo, a pocos kilómetros de París. El cháteau, lo llamaban. Una forma fina de referirse al «manicomio». Querían que me vistiera inmediatamente y fuese con ellas. Estaban aterradas.

Quizá hubiera ido solo… pero no podía decidirme a ir con aquellas dos. Les pedí que me esperasen abajo mientras me vestía, pensando que así tendría tiempo de inventar alguna excusa para no ir. Pero no hubo manera de hacerles salir de la habitación. Se sentaron allí y me observaron lavarme y vestirme, como si fuera lo más natural del mundo. Estando así, llegó Carl. Le expliqué la situación brevemente en inglés, y después ideamos la excusa de que yo tenía un trabajo importante que hacer. Sin embargo, para suavizar las cosas, compramos vino y empezamos a distraerlas enseñándoles un libro de dibujos obscenos. A Yvette ya se le habían pasado todas las ganas de ir al cháteau. Ella y Carl se estaban entendiendo excelentemente. Cuando llegó el momento de marchar, Carl decidió acompañarlas al cháteau. Pensó que sería divertido ver a Fillmore paseándose entre un montón de chiflados. Quería ver cómo era un manicomio. Así que se fueron, un poco chispas, y de un humor excelente.

En todo el tiempo que Fillmore estuvo en el cháteau, nunca fui a verlo. No era necesario, porque Ginette le visitaba regularmente y me daba todas las noticias. Decía que esperaban poder darle de alta dentro de unos meses. Pensaban que era una intoxicación alcohólica… nada más. Desde luego, tenía purgaciones… pero eso no era difícil de curar. Por lo que podían ver, no tenía sífilis. Eso ya era algo. Así, que, para empezar, le hicieron un lavado de estómago. Le limpiaron el organismo concienzudamente. Por un tiempo estuvo tan débil, que no podía levantarse de la cama. También estaba deprimido. Decía que no quería curarse… quería morir. Y siguió repitiendo ese disparate tan insistentemente, que al final se alarmaron. Supongo que no habría sido buena propaganda, si se hubiera suicidado. El caso es que empezaron a darle tratamiento mental. Y, mientras tanto, le sacaban los dientes, cada vez más, hasta que no le quedó ninguno. Debía sentirse mejor después de aquello, pero, cosa extraña, no fue así. Estaba más abatido que nunca. Y entonces empezó a caérsele el pelo. Por último, manifestó síntomas paranoides: empezó a acusarles de toda clase de cosas, preguntó con qué derecho lo retenían allí, qué había hecho para justificar que lo tuvieran encerrado, etc. Después de un terrible ataque de abatimiento, de repente recuperaba las energías y amenazaba con hacer saltar el local si no lo soltaban. Y para colmo de males, en lo que a Ginette respectaba, había abandonado completamente la idea de casarse con ella. Le dijo a las claras que no tenía intención de casarse con ella, y que si estaba tan loca como para tener un hijo, en ese caso que lo mantuviera ella sola.

Los médicos interpretaron todo aquello como buena señal. Dijeron que estaba recuperándose. Naturalmente, Ginette pensaba que estaba más loco que nunca, pero rezaba porque lo soltaran y así podría llevárselo al campo, donde gozaría de paz y tranquilidad y recuperaría la razón. Mientras tanto, sus padres habían venido a París de visita y habían llegado hasta el extremo de visitar a su futuro yerno en el cháteau. A su modo, probablemente se habían figurado, con prudencia, que era mejor para su hija tener un marido loco que no tener marido. El padre pensaba que podía encontrar alguna ocupación para Fillmore en la granja. Dijo que Fillmore no era tan mal chico. Cuando se enteró por Ginette de que los padres de Fillmore tenían dinero, se volvió todavía más indulgente, más comprensivo.

Todo estaba saliendo muy bien en todos los sentidos. Ginette volvió a provincias por un tiempo con sus padres. Yvette venía con regularidad al hotel a ver a Carl. Pensaba que era el director del periódico. Y poco a poco fue franqueándose con nosotros. Un día que se emborrachó como una cuba, nos informó de que Ginette nunca había sido otra cosa que una puta, de que Ginette era una gorrona, de que Ginette nunca había estado embarazada y no lo estaba ahora. Sobre las otras acusaciones no nos cabían demasiadas dudas, a Carl y a mí, pero de que no estuviera embarazada no estábamos tan seguros. —Entonces, ¿cómo es que tiene tanta tripa? —preguntó Carl.

Yvette se rió. «Quizá use una bomba de bicicleta», dijo. «No, en serio —añadió —, la tripa es de beber. Bebe como un pez, Ginette. Cuando vuelva del campo, veréis cómo estará más hinchada todavía. Su padre es un borracho. Ginette es una borracha. Quizá tuviera purgaciones, eso sí… pero no está embarazada.» —Pero ¿por qué quiere casarse con él? ¿Está enamorada de él realmente?

¿Enamorada? ¡Puff! No tiene corazón, Ginette. Quiere tener a alguien que se ocupe de ella. Ningún francés se casaría con ella… está fichada por la policía. No, lo ha escogido a él porque es demasiado estúpido como para darse cuenta de quién es ella. Sus padres no quieren saber nada con ella… es una deshonra para ellos. Pero si consigue casarse con un americano rico, en ese caso todo irá bien… Vosotros pensáis que quizá lo ame un poquito, ¿eh? No la conocéis. Cuando estaban viviendo juntos en el hotel, traía a hombres a su habitación, mientras él estaba trabajando. Decía que él no le daba suficiente dinero para sus gastos. Él era tacaño. Le dijo que ese abrigo de piel que llevaba se lo habían regalado sus padres, ¿verdad? ¡Pobre inocente! Pero, si la he visto llevar a un hombre al hotel, estando él allí. Llevó al hombre al piso de abajo. Lo vi con mis propios ojos. ¡Y qué hombre! Una vieja piltrafa. ¡No podía tener una erección!

Si, cuando lo soltaron del cháteau, Fillmore hubiera vuelto a París quizá habría podido yo prevenirle con respecto a su Ginette. Cuando estaba todavía en observación, no me pareció bien perturbarlo calentándole la cabeza con las calumnias de Yvette. Pero resultó que se fue directamente desde el cháteau a la casa de los padres de Ginette. Allí, a pesar suyo, lo engatusaron para que hiciera público su compromiso. Las amonestaciones se publicaron en los periódicos locales y dieron una fiesta a los amigos de la familia. Fillmore aprovechó la situación para entregarse a toda clase de escapadas. Aunque sabía perfectamente lo que hacía, fingía estar todavía un poco sonado. Tomaba prestado el coche del suegro, por ejemplo, y hacía excursiones solo por el campo; si veía una ciudad que le gustaba, se quedaba en ella y se divertía hasta que Ginette iba a buscarlo. A veces el suegro y él salían juntos —a pescar, según decían — y no se sabía nada de ellos durante varios días. Se volvió caprichoso y exigente hasta la exasperación. Supongo que consideraba que no había razón para no sacar el mayor partido de la situación.

Cuando volvió a París con Ginette, tenía un nuevo vestuario completo y los bolsillos llenos de pasta. Tenía aspecto alegre y saludable, y estaba muy bronceado. Me pareció sano como un toro. Pero, en cuanto nos hubimos separado de Ginette, desembuchó. Había perdido el trabajo y se le había acabado todo el dinero. Al cabo de un mes o así iban a casarse. Mientras tanto, los padres suministraban la pasta. «Una vez que me tengan en sus garras completamente —dijo —, no seré otra cosa que un esclavo para ellos. El padre piensa abrir una papelería para mí. Ginette atenderá a los clientes, cobrará, etcétera, y mientras tanto, yo me sentaré en la trastienda a escribir… o algo así. ¿Me imaginas en la trastienda de una papelería para el resto de mi vida? Ginette piensa que es una idea excelente. Le gusta manejar dinero. Prefiero volver al cháteau antes que someterme a semejante plan.»

Desde luego, por el momento fingía que todo iba a pedir de boca. Intenté convencerlo para que volviera a América, pero no quería ni oír hablar de eso. Dijo que no iba a dejar que le echaran de Francia un hatajo de campesinos ignorantes. Tenía la idea de desaparecer del mapa por un tiempo y después instalarse en algún barrio distante de la ciudad, donde no correría peligro de tropezarse con ella. Pero pronto llegamos a la conclusión de que eso era imposible: en Francia no puedes esconderte como en América. —Podrías ir a Bélgica por un tiempo —sugerí.

—Pero ¿cómo voy a ganarme la vida? —se apresuró a decir —. No puedes conseguir trabajo en estos malditos países. —Entonces, ¿por qué no te casas y después consigues el divorcio? —pregunté. —Y mientras tanto ella parirá. ¿Quién va a ocuparse de la criatura, eh?

—¿Cómo sabes que va a tener una criatura? —dije, decidido, ahora que había llegado el momento, a vaciar el saco.

—¿Que cómo lo sé? —dijo. No parecía darse cuenta del todo de lo que yo estaba insinuando.

Le di una vaga idea de lo que Yvette había dicho. Me escuchó completamente perplejo. Al final me interrumpió. «Es inútil que sigas», dijo. «Sé muy bien que va a tener un hijo. Yo mismo lo he sentido moverse. Yvette es una puta asquerosa. Mira, no quería decírtelo, pero hasta que fui al hospital estuve apoquinando por Yvette también. Después, cuando llegó la quiebra, no pude hacer nada más por ella. Consideré que ya había hecho bastante por las dos… Decidí ocuparme primero de mí mismo. Yvette se enfadó. Dijo a Ginette que yo se las pagaría… No, ojalá fuera verdad, lo que dijo. En ese caso podría salir de esto más fácilmente. Ahora estoy atrapado. He prometido casarme con ella y voy a tener que cumplirlo. Después de eso, no sé qué será de mí. Ahora me tienen en sus manos.»

Como había cogido una habitación en el mismo hotel que yo, tenía por fuerza que verlos con frecuencia, quisiera o no. Casi cada noche cenaba con ellos, después, naturalmente, de haber tomado unos Pernods. Se pasaban toda la cena riñendo escandalosamente. Era violento porque unas veces tenía que ponerme de parte de uno y otras veces del otro. Un domingo por la tarde, por ejemplo, después de haber comido juntos, fuimos a un café en la esquina del Boulevard Edgar-Quinet.

Estábamos sentados en una mesita, uno junto al otro, de espaldas a un espejo. Ginette debía de estar caliente, o algo así, pues de repente se puso sentimental y empezó a acariciarlo y a besarlo delante de todo el mundo, como hacen los franceses con toda naturalidad. Acababan de soltarse después de un largo abrazo, cuando Fillmore dijo algo sobre sus padres que ella interpretó como un insulto. Inmediatamente, las mejillas se le encendieron de ira. Intentamos apaciguarla diciéndole que había entendido mal y después, en voz baja, Fillmore me dijo algo en inglés… algo así como que había que darle un poco de jabón. Eso fue bastante para hacerle perder los estribos. Dijo que nos estábamos burlando de ella. Yo le dije algo mordaz, lo que la irritó todavía más y entonces Fillmore intentó echar agua al vino. «Tienes demasiado genio», dijo, e intentó hacerle una caricia en la mejilla. Pero ella, pensando que había alzado la mano para darle una bofetada, le dio una sonora guantada con aquella manaza suya de campesina. Por un instante él se quedó aturdido. No había esperado un tortazo así, y escocía. Lo vi ponerse pálido y un segundo después se levantó del banco y con la palma de la mano le dio tal guantazo, que casi la tiró de su asiento. «¡Toma! ¡Así aprenderás a comportarte!», dijo en su francés chapurreado. Por un instante hubo un silencio de muerte. Después, como el estallido de una tormenta, ella cogió la copa de coñac que tenía delante y se la tiró con toda su fuerza. Se estrelló contra el espejo que había detrás de nosotros. Fillmore ya la había cogido del brazo, pero, con su mano libre, ella cogió la taza de café y la estrelló contra el suelo. Se retorcía como una maníaca. Apenas si podíamos sujetarla. Mientras tanto, naturalmente, el patrón había venido corriendo y nos ordenó que nos largáramos. «¡Holgazanes!», nos llamó. «Sí, holgazanes; ¡eso es!», gritó Ginette. «¡Cochinos extranjeros! ¡Maleantes! ¡Gangsters! ¡Pegar a una mujer encinta!» Todo el mundo nos lanzaba miradas torvas. Una pobre francesa con dos malvados americanos. Gangsters. Yo me preguntaba cómo demonios íbamos a salir de allí sin una pelea. Para entonces, Fillmore estaba callado como un muerto. Ginette se fue como una flecha hacia la puerta, dejándonos solos a la hora de pagar los platos rotos. Al salir, se volvió con el brazo levantado y gritó: «¡Ya me las pagarás, bruto! ¡Ya verás! ¡Ningún extranjero puede tratar así a una francesa decente! ¡Ah, no! ¡Así, no!»

Al oír aquello, el patrón, al que ya habíamos pagado las bebidas y los vasos rotos, se sintió obligado a mostrar su galantería hacia una espléndida representante de la maternidad francesa como Ginette, así que, sin más ni más, escupió a nuestros pies y nos echó a empujones. «¡Idos a la mierda, cochinos holgazanes!», dijo, o alguna gracia por el estilo.

Una vez en la calle, y viendo que nadie nos arrojaba nada encima, empecé a ver el lado cómico del asunto. Sería una idea excelente, pensé para mis adentros, que se aireara todo ante un tribunal. ¡Todo el asunto! Con los cuentos de Yvette de aderezo. Al fin y al cabo, los franceses tienen sentido del humor. Quizá el juez, cuando oyese la versión de Fillmore de la historia, lo absolvería del matrimonio.

Mientras tanto, Ginette estaba parada en la acera de enfrente agitando el puño y gritando a pleno pulmón. La gente se detenía a escuchar, a tomar partido, como ocurre en los altercados callejeros. Fillmore no sabía qué hacer… si alejarse de ella o cruzar hasta donde estaba e intentar calmarla. Estaba parado en el centro de la calle con los brazos extendidos, intentando meter baza. Y Ginette seguía gritando: «Gangster! Brute! Tu verras, salaud!», y otros cumplidos. Por fin, Fillmore dio un paso hacia ella y ella, probablemente pensando que le iba a dar otro bofetón, echó a correr calle abajo. Fillmore volvió donde yo estaba y dijo: «¡Ven, vamos a seguirla despacio! » Echamos a andar seguidos de un grupito de curiosos. De vez en cuando se volvía hacia nosotros y agitaba el puño. No intentamos alcanzarla, nos limitamos a seguirla despacio calle abajo para ver qué haría. Por fin, aminoró el paso y cruzamos a la otra acera. Ahora estaba callada. Seguimos caminando detrás de ella, acercándonos cada vez más. Ahora ya sólo nos seguían una docena de personas aproximadamente… los demás habían perdido interés. Cuando llegamos cerca de la esquina, se detuvo de repente y esperó a que nos acercáramos. «Déjame hablar a mí —dijo Fillmore —, sé cómo tratarla.»

Las lágrimas le corrían por la cara cuando llegamos a su altura. Yo no sabía cómo reaccionaría ella. Por eso, me sorprendió un poco, cuando Fillmore se le acercó y dijo con voz afligida: «¿Te parece bonito lo que has hecho? ¿Por qué lo has hecho?» Entonces ella le arrojó los brazos al cuello y se echó a llorar como una niña, llamándole su pequeño tal y su pequeño cual. Luego, se volvió hacia mí en tono suplicante. «Tú has visto cómo me ha pegado», dijo. «¿Es ésa forma de tratar a una mujer?» Estaba a punto de decir que sí, cuando Fillmore la cogió del brazo y empezó a llevársela andando. «¡Basta ya!», dijo. «Como empieces otra vez, te voy a pegar aquí mismo, en medio de la calle.»

Pensé que iban a empezar otra vez. Ella echaba chispas por los ojos. Pero, evidentemente, también estaba un poco amedrentada, pues se calmó en seguida. Sin embargo, cuando nos sentamos en el café, dijo tranquila pero tétricamente que no pensara que iba a olvidarlo tan de prisa; volverían a hablar de ello más adelante… quizá aquella misma noche.

Y ya lo creo que cumplió su palabra. Cuando vi a Fillmore al día siguiente, tenía toda la cara y las manos arañadas. Al parecer, había esperado hasta que él se metió en la cama y luego, sin decir palabra, había ido al ropero y, después de tirar todos los trajes de él al suelo, los cogió uno a uno y los hizo trizas. Como eso había ocurrido ya otras veces, y como ella siempre los había cosido después, él no había protestado demasiado Y eso hizo que se irritara más que nunca. Lo que quería era clavarle las uñas, y lo hizo, con toda su habilidad. Al estar embarazada, tenía cierta ventaja sobre él.

¡Pobre Fillmore! No era cosa de risa. Ella lo tenía aterrorizado. Si él amenazaba con escapar, ella replicaba con la amenaza de matarlo. Y lo decía de un modo que parecía que iba en serio. «Si te vas a América —decía—, ¡te seguiré! Mo te irás de mi lado. Una chica francesa siempre sabe cómo vengarse.» Y un instante después ya lo estaba engatusando para que fuera «razonable», para que fuese «sage», etc. La vida iba a ser tan agradable, una vez que tuvieran la papelería. Él no iba a tener que dar golpe. Ella lo iba a hacer todo. Él iba a poder quedarse en la trastienda escribiendo… o haciendo lo que quisiera.

Así siguieron las cosas, oscilando como un columpio, durante unas semanas. Yo procuraba esquivarlos siempre que podía, pues estaba harto del asunto y me daban asco los dos. Hasta que, un hermoso día de verano, al pasar ante el Crédit Lyonnais, mira por dónde me veo a Fillmore bajando la escalera. Le saludé efusivamente, pues me sentía un poco culpable por haberlo esquivado durante tanto tiempo. Le pregunté, con mayor curiosidad de lo habitual, cómo iban las cosas. Me respondió con bastante vaguedad y con tono de desesperación en la voz.

—Sólo me ha dado permiso para ir al banco —dijo, de un modo peculiar, decaído, abyecto —. Dispongo de una media hora, no más. Me tiene controlado. —Y me cogió del brazo como si quisiera alejarme de allí a toda prisa.

íbamos caminando hacia la rue de Rivoli. Era un día hermoso, claro, soleado: uno de esos días en que París muestra su mejor aspecto. Soplaba una brisa suave y agradable, suficiente para llevarse ese olor estancado. Fillmore iba sin sombrero. Exteriormente parecía la personificación de la salud… como el turista americano medio que se pasea plácidamente con dinero tintineándole en los bolsillos.

—Ya no sé qué hacer —dijo con calma —. Tienes que ayudarme. Estoy indefenso. No consigo rehacerme. Si al menos pudiera alejarme de ella por un tiempo, quizá me recuperaría perfectamente. Pero ella no me perderá de vista. Me ha dado permiso sólo para correr al banco: tenía que sacar un poco de dinero. Daré una vuelta contigo y después tengo que volver corriendo… me estará esperando para comer.

Le escuché en silencio, pensando para mis adentros que necesitaba efectivamente a alguien que lo sacara del atolladero en que se encontraba. Se había derrumbado completamente, no le quedaba ni pizca de valor. Era enteramente como un niño… como un niño al que le pegan cada día y ya no sabe cómo comportarse, excepto encogerse y retroceder. Cuando giramos bajo la columnata de la rue de Rivoli, se desató en una diatriba contra Francia. Estaba harto de los franceses. «Hubo un tiempo en que me deshacía en elogios con respecto a ellos —dijo —, pero eso era todo literatura. Ahora los conozco… sé cómo son realmente. Son crueles y mercenarios. Al principio, parece maravilloso, porque tienes la sensación de ser libre. Al cabo de un tiempo, te cansas. Por debajo todo está muerto; no hay sentimiento, ni compasión, ni amistad. Son egoístas hasta los tuétanos. ¡La gente más egoísta de la tierra! Sólo piensan en dinero, dinero, dinero. ¡Y tan respetables, tan burgueses! Eso es lo que me vuelve loco. Cuando la veo remendándome las camisas, sería capaz de darle de garrotazos. Siempre remendando, remendando. Ahorrando, ahorrando. Faut faire des économies! Eso es lo único que le oigo decir durante todo el día. Lo oyes en todas partes. Sois raisonnable, mon chéri! Sois raisonnable!

No quiero ser razonable ni lógico. ¡Los detesto! Quiero reventar de risa, quiero divertirme. Quiero hacer algo. Quiero sentarme en un café y pasarme el día hablando. Dios, nosotros tenemos nuestro defectos… pero tenemos entusiasmo. Es mejor cometer errores que no hacer nada. Prefiero ser un vagabundo en América que estar en buena posición aquí. Quizá sea porque soy yanqui. Nací en Nueva Inglaterra y ése es mi lugar, supongo. No puedes volverte europeo de la noche a la mañana. Tienes algo en la sangre que te hace ser diferente. Es el clima… y todo. Nosotros vemos las cosas con otros ojos. No podemos cambiarnos, por mucho que admiremos a los franceses. Somos americanos y debemos seguir siéndolo. Desde luego, detesto a esos puritanos de nuestro país… Los detesto con toda el alma. Pero yo mismo soy uno de ellos. Éste no es mi lugar. Estoy harto de él.»

Siguió así a lo largo de toda la arcada. Yo no decía ni palabra. Le dejé que soltara todo: le sentaría bien desahogarse. Aun así, pensaba qué extraño era que aquel mismo tipo, si hubiera sido un año antes, habría estado golpeándose el pecho como un gorila y diciendo: «¡Qué día más maravilloso! ¡Qué país! ¡Qué gente!» Y si hubiera pasado por allí un americano y hubiese dicho una palabra contra Francia, Fillmore le habría aplastado la nariz. Habría dado la vida por Francia… un año antes. Nunca he visto a un hombre tan apasionado por un país, tan feliz bajo un cielo extranjero. No era natural. Cuando decía France, quería decir vino, mujeres, dinero en el bolsillo que como viene se va. Quería decir travesuras, estar de vacaciones. Y después, cuando se hubo corrido sus juergas, cuando el viento se llevó la lona y pudo contemplar el cielo, se dio cuenta de que no estaba en un circo, sino en un ruedo, exactamente igual que en cualquier otro sitio. Y, además, más siniestro que la hostia. Muchas veces, cuando le oía hablar entusiasmado de la espléndida Francia, de la libertad y todas esas gilipolleces, me preguntaba qué le habría parecido a un obrero francés, si hubiera podido entender las palabras de Fillmore. No es de extrañar que piensen que estamos todos locos. Para ellos estamos locos. Somos simplemente una pandilla de niños. Idiotas seniles. Lo que nosotros llamamos vida es una novela de tres reales. Ese entusiasmo por debajo, ¿qué es? ¿Ese entusiasmo de pacotilla que revuelve el estómago a cualquier europeo común? Es ilusión. No, ilusión es una palabra demasiado buena para eso. Ilusión significa algo. No, no es eso: es un engaño. Un puro engaño, eso es lo que es. Somos como un hato de caballos con anteojeras. Alborotados. Desbocados. Sobre el precipicio. ¡Hala! Cualquier cosa que fomente la violencia y la confusión. ¡Adelante! ¡Adelante! Donde sea. Y echando espuma por la boca todo el tiempo. ¡Gritando aleluya! ¡Aleluya! ¿Por qué? Dios lo sabe. Va en la sangre. Es el clima. Es un montón de cosas. Es el fin también. Nos bajamos el mundo entero sobre la cabeza como unas orejeras. No sabemos por qué. Es nuestro destino. El resto es mierda pura…

En el Palais Royal sugerí que nos paráramos a tomar un trago. Él vaciló un momento. Vi que estaba preocupado por ella, por la comida, por la regañina que se iba a llevar.

—Por amor de Dios —dije —, olvídate de ella por un rato. Voy a pedir algo de beber y quiero que te lo bebas. No te preocupes, te voy a sacar de este lío de los cojones. Pedí dos whiskis fuertes. Cuando vio llegar los whiskis volvió a sonreírme como un niño enteramente.

—Bébetelo —dije — y tomémonos otro. Esto te va a sentar bien. No me importa lo que diga el médico… esta vez te irá bien. ¡Vamos, bébetelo!

Se lo bebió de un trago y mientras el gargon desaparecía, para ir a buscar otra ronda, me miró con ojos radiantes, como si yo fuera el último amigo en el mundo. Además, le temblaban un poco los labios. Quería decirme algo y no sabía cómo empezar. Lo miré serenamente, como si no hubiera advertido su súplica, y, empujando los platillos a un lado, me recliné sobre el codo y le dije muy serio: «Vamos a ver, Fillmore, ¿qué es lo que te gustaría hacer realmente? ¡Dímelo!»

Al oír aquello, las lágrimas le brotaron a chorros y exclamó: «Me gustaría estar en mi país y con mi gente. Me gustaría oír hablar inglés.» Las lágrimas le corrían por la cara. No hizo esfuerzo alguno para secárselas.

Dejó que saliera todo a borbotones. Dios, pensé para mis adentros, es estupendo desahogarse así. Estupendo ser un completo cobarde por lo menos una vez en la vida. Dejar salir todo así. ¡Excelente! ¡Excelente! Me sentí tan bien al verlo hundirse de aquel modo, que tuve la sensación de que podía resolver cualquier problema. Me sentí animoso y decidido. Se me ocurrieron mil ideas a la vez.

—Oye —dije, inclinándome todavía más hacia él —, si hablas en serio, ¿por qué no lo haces?… ¿por qué no te vas? ¿Sabes lo que haría yo si estuviera en tu lugar? Me iría hoy. Sí, por Dios que lo haría… Me iría ahora mismo, sin decirle siquiera adiós a ella. En realidad, ésa es la única forma como puedes irte: ella nunca te dejaría despedirte. Y tú lo sabes.

El gargon llegó con los whiskis. Le vi alargar la mano con ansia desesperada y llevarse el vaso a los labios. Le vi un destello de esperanza en los ojos: lejano, salvaje, desesperado. Probablemente se veía cruzando el Atlántico a nado. A mí me parecía fácil, sencillo como hacer rodar un tronco. Todo se iba desarrollando fácilmente en mi mente. Sabía cuál sería cada uno de los pasos. Lo veía todo con la claridad de un cristal. —¿De quién es el dinero que está en el banco? —pregunté —. ¿Es de su padre o tuyo?

—¡Es mío! —exclamó —. Me lo envió mi madre. No quiero ni un céntimo de su cochino dinero.

—¡Excelente! —dije —. Oye, suponte que cogemos un taxi y volvemos allí, sacamos hasta el último céntimo. Después iremos al Consulado Británico a conseguir un visado. Vas a coger el tren esta tarde para Londres. En Londres cogerás el primer barco para América. Digo esto porque así no tendrás que preocuparte de que ella te siga la pista. Nunca sospechará que te has ido vía Londres. Si sale en tu busca, irá naturalmente a El Havre o a Cherburgo… y otra cosa: no vas a ir a recoger tus cosas. Vas a dejar todo aquí. Que se lo quede ella. Con su mentalidad francesa, nunca se imaginará que te has largado sin bolso ni equipaje. Es increíble. A un francés nunca se le ocurriría hacer una cosa así… A no ser que estuviera tan chiflado como tú. —¡Tienes razón! —exclamó —. Nunca pensé en eso.

Además, tú podrías enviármelas más adelante… ¡en caso de que las suelte! Pero eso no importa ahora. Sólo que, ¡joder, no llevo ni sombrero!

—¿Para qué necesitas un sombrero? Cuando llegues a Londres, puedes comprar todo lo que necesites. Lo único que necesitas ahora es darte prisa. Tenemos que enterarnos de cuándo sale el tren.

—Oye —dijo, echando mano a la cartera —, voy a dejar todo en tus manos. Toma, coge esto y haz lo que sea necesario. Yo estoy demasiado débil… estoy aturdido.

Cogí la cartera y extraje los billetes que acababa de sacar del banco. Había un taxi parado junto a la acera. Subimos. A las cuatro aproximadamente salía un tren de la Gare du Nord. Calculé todo: el banco, el Consulado, el American Express, la estación. ¡Muy bien! Teníamos el tiempo justo.

—Ahora, ¡anímate! —dije —, ¡y conserva la calma! ¡Joder! Dentro de unas horas estarás cruzando el canal. Esta noche estarás paseando por Londres y te darás una panzada de inglés. Mañana estarás en alta mar… y entonces, por Dios que serás un hombre libre y no tendrás por qué preocuparte de lo que ocurra. Para cuando llegues a Nueva York esto sólo será un mal sueño.

Estas palabras lo animaron tanto, que los pies se le movían convulsivamente, como si intentara correr dentro del taxi. En el banco, la mano le temblaba tanto que apenas podía firmar. Eso era algo que yo no podía hacer por él: firmar. Pero creo que, si hubiera sido necesario, ]o habría sentado en el retrete y le habría limpiado el culo. Estaba decidido a despacharlo, aunque tuviera que plegarlo y meterlo en una maleta.

Cuando llegamos al Consulado Británico, era hora de comer y estaba cerrado. Eso significaba tener que esperar hasta las dos. No se me ocurrió otra cosa mejor que hacer, para matar el tiempo, que comer. Naturalmente, Fillmore no tenía hambre. Quería comer un bocadillo. «¡Qué cojones», dije. «Me vas a invitar a una buena comida. Es la última comida sustancial que vas a hacer aquí… quizá por mucho tiempo.» Lo llevé a un restaurante pequeño y acogedor y pedí un buen banquete. Pedí el mejor vino de la carta, sin mirar el precio ni la cosecha. Tenía todo su dinero en mi bolsillo… la tira, me parecía. Desde luego, nunca había tenido en las manos tanto de una vez. Era un placer cambiar un billete de mil francos. Primero lo puse al trasluz para mirar la bella filigrana. ¡Dinero bonito! Una de las pocas cosas que los franceses hacen en gran escala. Y, además, hecho artísticamente, como si sintieran un profundo cariño hasta por el símbolo.

Acabada la comida, fuimos a un café. Pedí Chartreuse con el café. ¿Por qué no? Y cambié otro billete: esa vez uno de quinientos francos. Era un billete limpio, nuevo, crepitante. Era un placer manejar un dinero así. El camarero me devolvió un montón de billetes viejos y sucios remendados con papel de pegar; llevaba una pila de billetes de cinco y diez francos y montones de calderilla. Dinero chino, con agujeros. Ya no sabía en qué bolsillo meter el dinero. Los pantalones rebosaban de monedas y billetes. Me hacía sentirme también un poco incómodo, cargar con toda aquella pasta en público. Temía que nos tomaran por un par de ladrones.

Cuando llegamos al American Express ya no nos quedaba mucho tiempo. Los ingleses, con su torpeza y pesadez habituales, nos habían tenido en ascuas. Aquí todo el mundo parecía ir sobre ruedas. Eran tan rápidos, que había que hacer todo dos veces. Cuando todos los cheques estaban firmados y guardados en una carterita muy mona, descubrieron que los había firmado donde no debía. No hubo más remedio que volver a empezar. Yo me quedé a su lado, observando cada trazo de la pluma, al tiempo que miraba el reloj con el rabillo del ojo. Dolía entregar la pasta. No todo, gracias a Dios, pero sí una buena parte. Tenía en el bolsillo, en números redondos, 2,500 francos. En números redondos, digo. Ya no contaba con francos. Cien o doscientos, más o menos… no significaban nada para mí. En cuanto a él, siguió toda la transacción aturdido. No sabía cuánto dinero tenía. Lo único que sabía era que tenía que aportar algo para Ginette. Todavía no sabía cuánto exactamente: eso íbamos a resolverlo camino de la estación.

Con la agitación habíamos olvidado cambiar todo el dinero. Pero ya estábamos en el taxi y no había tiempo que perder. Lo importante era averiguar cuánto teníamos en total. Nos vaciamos los bolsillos a toda prisa y empezamos a seleccionarlo. Había dinero en el suelo y en el asiento. Era asombroso. Había dinero francés, americano e inglés. Y, además, toda aquella calderilla. Me dieron ganas de recoger las monedas y tirarlas por la ventanilla… para simplificar. Por fin, lo seleccionamos todo; él se quedó con el dinero inglés y americano, y yo me quedé con el francés.

Ahora temamos que decidir qué haríamos con Gínette: cuánto le daríamos, qué le diríamos, etc. Él estaba intentando inventar una historia para que yo se la transmitiera: no quería causarle pena, etc. Tuve que interrumpirle.

—No te preocupes por lo que hay que decirle —dije —. Yo me encargo de eso. ¿Cuánto vas a darle? Eso es lo que importa. ¿Y por qué tienes que darle algo?

Aquello fue como colocarle una bomba bajo el culo. Estalló en llanto. ¡Y qué llanto! Fue peor que antes. Creí que iba a darle un patatús en mis brazos. Sin dejar de pensar, dije: «¡Bueno, bueno! Le daremos todo este dinero francés. Con esto ha de tener para una temporada.» —¿Cuánto es? —preguntó débilmente. —No sé… unos dos mil francos. Más de lo que se merece, de todos modos.

—¡Por Dios! ¡No digas eso! —imploró —. Al fin y al cabo, le estoy haciendo una faena. Sus padres no querrán volver a verla nunca más. No, dáselo. Dale todo ese dinero de los cojones… No me importa cuánto sea.

Sacó un pañuelo para secarse las lágrimas. «No puedo evitarlo», dijo. «Es superior a mis fuerzas.» Yo no dije nada. De repente se estiró cuan largo era —creí que le estaba dando un ataque o algo así — y dijo: «Dios mío, me parece que debo volver. Debo volver y dar la cara. Si le ocurriera algo a ella, no me lo perdonaría nunca.»

Aquello fue un rudo golpe para mí. «¡Hostias!», grité. «¡No puedes hacer eso! Ahora no. Es demasiado tarde. Tú vas a coger el tren y yo voy a ocuparme de ella personalmente. Iré a verla en cuanto me separe de ti. Pero, bueno, no seas bobo; ¿es que no te das cuenta de que, si ella pensara que habías intentado escapar de su lado, te asesinaría? Ya no puedes volver. Ya no tiene remedio.» De todos modos, ¿qué podía pasar?, me pregunté. ¿Que se matara? Tant mieux.

Cuando llegamos a la estación, teníamos todavía unos diez minutos por matar. No me atrevía a despedirme de él todavía. En el último minuto, trastornado como estaba, era capaz de saltar del tren y acudir corriendo junto a ella. Cualquier cosa podía hacerle cambiar de idea. Una paja. Así que me lo llevé a un bar de la acera de enfrente y dije: «Ahora te vas a tomar un Pernod… tu último Pernod… y yo voy a pagarlo por ti… con tu pasta.»

Hubo algo en esta observación que le hizo mirarme inquieto. Tomó un gran trago del Pernod y después, volviéndose hacia mí como un perro herido, dijo: «Sé que no debería confiarte todo este dinero, pero… pero… Oh, bueno, haz lo que te parezca mejor. Lo único que no quiero es que ella se mate.»

¿Matarse? —dije —. ¡Ésa, no! Debes de tenerte en un concepto más alto que la hostia, si puedes creer una cosa así. En cuanto al dinero, aunque no me hace ninguna gracia dárselo, te prometo que iré derecho a Correos y se lo giraré. No respondo de mí, si me lo quedo un minuto más de lo necesario.

Al decir esto, vi un bastidor giratorio con tarjetas postales. Cogí una —era una foto de la Torre Eiffel — y le hice escribir unas palabra. «Dile que te vas ahora. Dile que la amas y que enviarás a buscarla en cuanto llegues… La mandaré por pneumatique, cuando vaya a Correos. Y esta noche iré a verla. Todo saldrá bien, ya verás.»

Dicho eso, cruzamos la calle hasta la estación. Sólo faltaban dos minutos. Tuve la sensación de que ya no había peligro. En la puerta, le di una palmada en la espalda y señalé al tren. No le estreché la mano: me habría babeado encima. Me limité a decir: «¡Corre! Sale dentro de un minuto.» Y, dicho eso, giré sobre los talones y me fui. Ni siquiera me volví para ver si subía al tren. Me daba miedo.

En todo el tiempo en que estuve despachándolo, no pensé en lo que haría, cuando me hubiera librado de él. Había prometido muchas cosas… pero sólo para tranquilizarle. En cuanto a afrontar a Ginette, tenía casi tan poco valor como él. Me estaba entrando pánico a mí también. Todo había ocurrido tan de prisa, que era imposible comprender plenamente el carácter de la situación. Me alejé de la estación, presa de una especie de estupor delicioso… con la postal en la mano. Me paré junto a un farol y la leí. Me pareció absurda. Volví a leerla para cerciorarme de que no estaba soñando, y después la rompí en pedazos y la tiré al arroyo.

Miré a mi alrededor inquieto, casi esperando ver a Ginette tras de mí con un tomahawk Nadie me seguía. Empecé a caminar sin prisa hacia la Place Lafayette. Era un día hermoso, como había observado antes. Por encima, nubes ligeras, esponjosas, arrastradas por el viento. Los toldos se agitaban. Nunca me había parecido tan agradable París, casi me arrepentí de haber despachado al pobre tío. En la Place Lafayette me senté frente a la iglesia y contemplé la torre del reloj; no es una maravilla arquitectónica, pero aquel azul de la esfera siempre me fascinaba. Aquel día era más azul que nunca. No podía apartar los ojos de ella.

A no ser que fuera lo bastante loco como para escribirle una carta, explicándole todo, Ginette no tenía por qué saber lo que había pasado. Y aun cuando se enterara efectivamente de que le había dejado unos 2,500 francos, no podía demostrar nada. Siempre me quedaría el recurso de decir que él lo había imaginado. Un tipo que estaba lo bastante loco como para marcharse sin sombrero siquiera estaba lo bastante loco también como para inventar lo de los 2,500 francos o lo que fuera. ¿Cuántos eran, en cualquier caso?, me pregunté. Mis bolsillos colgaban por el peso. Saqué todo el dinero y lo conté cuidadosamente. Había exactamente 2,875 francos y 35 céntimos. Más de lo que había pensado. De los 75 francos y 35 céntimos, tenía que deshacerme. Quería una cantidad redonda: 2,800 francos netos. Justo entonces vi un taxi que se detenía junto a la acera.

Bajó una mujer con un perrito de lana blanco en las manos; el perro le estaba meando sobre el vestido de seda. La idea de sacar a un perro a pasear en taxi me indignó. Yo valgo tanto como un perro, me dije, y acto seguido hice la señal conductor y le dije que me llevara al Bois. Me preguntó dónde exactamente: «A cualquier sitio», dije. «Atraviese el Bois, recórralo todo… y vaya despacio, no tengo prisa.» Me arrellané y dejé pasar volando las casas, los tejados mellados, los sombreretes de las chimeneas, las paredes de colores, los urinarios, los carrefours vertiginosos. Al pasar por delante del Rond-Point pensé en bajar a cambiar el agua al canario. No se sabía lo que podía ocurrir allá abajo. Dije al conductor que esperara. Era la primera vez en mi vida que dejaba esperando un taxi mientras iba a mear. ¿Cuánto se puede malgastar así? No mucho. Con lo que llevaba en el bolsillo podía permitirme el lujo de tener dos taxis esperándome.

Eché un buen vistazo a mi alrededor, pero no vi nada que valiera la pena. Lo que quería era algo fresco y nuevo: algo procedente de Alaska o de las Islas Vírgenes. Una piel limpia y fresca con fragancia natural. No hace falta decir que no había nada de eso por allí. No me sentí demasiado decepcionado. Me importaba tres cojones encontrarlo o no. Lo importante siempre es no impacientarse demasiado. Todo llega a su debido tiempo.

Pasamos por el Arc de Triomphe. Había algunos turistas pasando el tiempo en torno a los restos del Soldado Desconocido. Al pasar por el Bois contemplé a todas las tías ricas paseándose en sus limusinas. Pasaban zumbando como si fueran a algún sitio. Sin lugar a dudas, lo hacen para parecer importantes: para mostrar al mundo con qué suavidad corren sus Rolls-Royces y sus Hispano-Suizas. Dentro de mí todo corría más suavemente de lo que haya corrido nunca Rolls-Royce alguno. Dentro de mí todo era como terciopelo exactamente. Corteza de terciopelo y vértebras de terciopelo. Y grasa de terciopelo para los ejes, ¡nada menos! Es maravilloso tener dinero en el bolsillo durante media hora y tirarlo como un marinero borracho. Tienes la sensación de que el mundo es tuyo. Y lo mejor de todo es que no sabes qué hacer con él. Puedes arrellenarte y dejar que el taxímetro corra como loco, puedes dejar que el viento sople por entre los cabellos, puedes parar y tomar un trago, puedes dar una propina espléndida, y puedes fanfarronear como si fuera cosa de todos los días. Pero no puedes provocar una revolución. No puedes limpiarte toda la porquería de la tripa.

Cuando llegamos a la Porte d’Auteuil, le hice dirigirse hacia el Sena. En el Pont de Sevres bajé y empecé a caminar a lo largo del río, hacia el Viaducto de Auteuil. Por aquí es casi del tamaño de un riachuelo y los árboles llegan hasta la ribera. El agua era verde y cristalina, sobre todo cerca de la otra orilla. De vez en cuando pasaba una chalana traqueteando. Había bañistas tomando el sol sobre la hierba. Todo estaba cercano y palpitante, y vibraba con la intensa luz.

Al pasar ante una terraza, vi a un grupo de ciclistas sentados a una mesa. Me senté cerca de ellos y pedí un démi. Al oírles parlotear, pensé por un momento en Ginette. La vi ir y venir por la habitación mesándose el cabello y sollozando y lamentándose de aquel modo animal como solía hacerlo. Vi el sombrero de Fillmore en el perchero. Me pregunté si su ropa me estaría bien. Tenía un ranglán que me gustaba mucho. En fin, a estas horas ya estaba en camino. Dentro de poco el barco se mecería bajo sus pies. ¡Inglés! Quería oír hablar inglés. ¡Vaya una idea!

De repente, se me ocurrió que, si quería, yo también podría ir a América. Era la primera vez que se me presentaba la oportunidad. Me pregunté: «¿Quieres ir?» No hubo respuesta. Mis pensamientos cambiaron de rumbo, hacia el mar, hacia la otra orilla, donde, al echar una última mirada, había visto los rascacielos desvanecerse entre una ráfaga de copos de nieve. Volví a verlos aparecer, de aquel mismo modo espectral de cuando me marché. Vi las luces trepar por sus costillas. Vi la ciudad entera extendida, de Harlem al Battery, las calles atestadas de hormigas, el ferrocarril elevado pasando a toda velocidad, los teatros vaciándose. Me pregunté vagamente qué habría sido de mi mujer.

Después de que todo me hubo pasado tranquilamente por la cabeza, una gran paz me invadió. Aquí, donde el río serpentea mansamente por entre una faja de cerros, hay un suelo tan saturado del pasado, que, por lejos que la mente se remonte, nunca se le puede separar de su fondo humano. ¡Dios! Ante mis ojos rielaba una paz tan suave, que sólo a un neurótico podría ocurrírsele volver la cabeza. Tan silenciosamente corre el Sena, que apenas si se nota su presencia. Siempre está ahí, silencioso y discreto, como una gran arteria corriendo por el cuerpo humano. En la maravillosa paz que me inundaba, me pareció como si hubiera subido a la cima de una alta montaña; por un rato iba a poder mirar a mi alrededor, asimilar el significado del paisaje.Los seres humanos constituyen una fauna y flora extrañas. De lejos parecen insignificantes; de cerca parecen feos y maliciosos. Más que nada necesitan estar rodeados de suficiente espacio: de espacio más que de tiempo.Se pone el sol. Siento que este río corre por mis entrañas: su pasado, su antiguo suelo, el clima cambiante. Los cerros lo circundan suavemente: su curso es inmutable.

F I N