Faltaba poco para el amanecer del día de Navidad, cuando llegamos a casa desde la rue d’Odessa con un par de negras de la compañía telefónica. La pasión se había extinguido y estábamos todos tan cansados, que nos metimos en la cama con la ropa puesta. La mía, que había pasado toda la noche saltando como un leopardo, se quedó profundamente dormida, cuando estaba subiéndole encima. Por un rato, la magreé como quien lucha por salvar la vida a un ahogado o a un asfixiado. Después me di por vencido yo también.
Durante todas las fiestas bebimos champán por la mañana, al mediodía y por la noche: el champán más barato y el mejor. A comienzos de año tenía que marcharme a Dijon, donde me habían ofrecido un puesto insignificante de profesor de inglés, uno de esos acuerdos de intercambio de la amistad francoamericana cuyo supuesto fin es fomentar la comprensión y la buena voluntad entre repúblicas hermanas. Fillmore estaba más entusiasmado que yo ante aquella perspectiva: sus buenas razones tenía. Para mí era simplemente un traslado de un purgatorio a otro. No tenía futuro; ni siquiera correspondía un salario a aquel empleo. Al parecer, debía uno considerarse afortunado por disfrutar del privilegio de difundir el evangelio de la amistad francoamericana. Era un empleo para el hijo de un rico.
La noche antes de marcharme, nos divertimos mucho. Al amanecer, empezó a nevar: callejeamos de un barrio a otro para echar una última mirada a París. Al pasar por la rue St. Dominique, nos encontramos de repente con una plazuela en la que estaba la Eglise Ste. Clotilde. La gente iba a misa. Fillmore, que tenía todavía la cabeza un poco nebulosa, se empeñó en ir a misa también. «¡Para divertirnos!», como dijo. A mí no me acababa de hacer gracia la idea; en primer lugar, nunca había asistido a misa, y, en segundo lugar, iba harapiento y me sentía harapiento. También Fillmore presentaba un aspecto bastante desastroso, más indecoroso incluso que el mío; llevaba torcido su gran sombrero de alas gachas y el abrigo todavía lleno de serrín del último tugurio en que habíamos estado. Aun así, entramos. Lo peor que podía pasar era que nos pusieran en la calle.
Quedé tan pasmado ante el espectáculo que se me ofreció a la vista, que desapareció toda mi inquietud. Tardé un rato en acostumbrarme a la mortecina luz. Seguí vacilante a Fillmore y cogido a su manga. Un sonido extraño, sobrenatural, me atacó a los oídos, una especie de zumbido sordo que subía del frío enlosado. Era una tumba enorme y lúgubre, con personas enlutadas que entraban y salían arrastrando los pies. Una especie de antecámara del infierno. Temperatura de unos 2 a 15 grados. No había música, salvo ese indefinible canto fúnebre producido en el sótano: como un millón de coliflores gimiendo en las tinieblas. Gente vestida con sudario mascullaba sin cesar con esa expresión de desesperanza y desaliento de los mendigos que extienden las manos en trance y musitan una súplica ininteligible. Sabía que existía una cosa así, pero también sabe uno que hay mataderos y depósitos de cadáveres y salas de disección. Uno evita instintivamente semejantes lugares. Por la calle había pasado con frecuencia junto a un sacerdote con un librito de oraciones en la mano, aprendiendo de memoria laboriosamente sus versículos. Idiota, decía para mis adentros, y no pensaba más en ello. En la calle te encuentras todas las formas de la demencia y la del cura no es la más llamativa ni mucho menos. Dos mil años de esta historia nos han insensibilizado con respecto a la imbecilidad que constituye. Sin embargo, cuando te ves transportado súbitamente al centro mismo de su dominio, cuando ves el pequeño mundo en que el sacerdote funciona como un despertador, es probable que tengas sensaciones enteramente diferentes.
Por un momento, todo aquel babeo y temblor de los labios casi empezó a tener sentido. Algo ocurría, una especie de pantomima que, si bien no me dejaba totalmente estupefacto, me tenía hechizado. En todo el mundo, donde quiera que haya esas tumbas mal iluminadas, se da ese espectáculo increíble: la misma temperatura baja, el mismo resplandor crepuscular, el mismo cuchicheo y zumbido. Por toda la cristiandad, a ciertas horas estipuladas, gente vestida de negro se humilla ante el altar donde el sacerdote, de pie, con un librito en una mano y una campanilla o un pulverizador en la otra, les habla mascullando en una lengua que, aun cuando fuera comprensible, carece ya del menor sentido. Los bendice, probablemente. Bendice el país, bendice al gobernante, bendice las armas de fuego y los acorazados y las municiones y las granadas de mano. A su alrededor, en el altar, hay niños vestidos de ángeles del Señor que cantan con voces de contralto y de soprano. Corderos inocentes. Todos con faldas, asexuados, como el propio sacerdote, que suele tener pies planos y ser corto de vista, además. Un magnífico maullido epiceno. Sexo con suspensorio, con acompañamiento en J bemol.
Yo observaba todo lo mejor que podía con aquella luz mortecina. Fascinante y asombroso a un tiempo. En todo el mundo civilizado, pensaba para mis adentros. En todo el mundo. Maravilloso. Ya llueva o haga sol, granice, cellisque, nieve, truene, relampaguee, haya guerra, hambre, peste: no hay la menor diferencia. Siempre la misma temperatura baja, el mismo guirigay, los mismos zapatos abotinados y los angelitos del Señor cantando con voces de soprano y de contralto. Cerca de la salida un cepillo… para continuar la obra celestial. Para que la bendición de Dios se derrame sobre el rey y el país y los acorazados y los tanques y los aeroplanos, para que el obrero tenga más fuerza en los brazos, fuerza para matar caballos y vacas y ovejas, fuerza para perforar agujeros en vigas de hierro, fuerza para coser botones en pantalones ajenos, fuerza para vender zanahorias y máquinas de coser y automóviles, fuerza para exterminar insectos y limpiar establos y vaciar cubos de basura y fregar retretes, fuerza para escribir titulares y picar billetes en el metro. Fuerza… fuerza. ¡Todo aquel bisbisear embaucador simplemente para proporcionar un poco más de fuerza!
Íbamos de un lado para otro, examinando la escena con esa lucidez que sucede a una noche en vela. Debimos de llamar bastante la atención andando así, sin rumbo, con las solapas del abrigo levantadas y sin persignarnos en ningún momento ni mover los labios salvo para susurrar una observación despiadada. Quizá todo habría pasado inadvertido, si Fillmore no hubiese insistido en cruzar por delante del altar en plena ceremonia. Estaba buscando la salida y supongo que pensó que de paso echaría una mirada al Santísimo, tomaría un primer plano, por decirlo así. Habíamos pasado sin contratiempo y nos dirigíamos hacia una rendija de luz que debía de ser la salida, cuando de repente salió de la penumbra un cura y nos cerró el paso. Quería saber dónde íbamos y qué estábamos haciendo. Le dijimos con bastante educación que buscábamos la salida. Dijimos «salida» en inglés, porque en aquel momento no pudimos recordar cómo se decía en francés. Sin responder una palabra, nos cogió firmemente del brazo y, abriendo la puerta —era una puerta lateral —, nos dio un empujón y salimos dando tumbos a la cegadora luz del día. Ocurrió tan repentina e inesperadamente, que cuando chocamos contra la acera, estábamos aturdidos. Caminamos unos pasos, parpadeando, y después los dos nos volvimos instintivamente; el cura estaba todavía en la escalera, pálido como un espectro y ceñudo como el propio diablo. Debía de estar más enfadado que la hostia. Después al volver a pensarlo, no pude reprochárselo. Pero en aquel momento, al verlo con su larga falda y el gorrito en el cráneo, tenía un aspecto tan ridículo, que rompí a reír. Miré a Fillmore y él también se echó a reír. Durante todo un minuto estuvimos así riéndonos en la narices del pobre hombre. Supongo que estaba tan perplejo, que por un instante no supo qué hacer; pero, de repente, empezó a bajar las escaleras corriendo, amenazándonos con el puño, como si fuera en serio. Cuando cruzó la verja, iba al galope. En aquel momento, algún instinto de conservación me aconsejó que nos las piráramos. Cogí a Fillmore de la manga del abrigo y empecé a correr. Iba diciendo, como un idiota: «¡No, no! ¡No quiero correr!» «¡Vamos —grité —, más vale que nos larguemos de aquí.
Ese tipo está loco de remate.» Y salimos corriendo todo lo de prisa que nos permitían las piernas.
Camino de Dijon, riéndome todavía de aquel episodio, me vino a la memoria un incidente ridículo, algo parecido, que ocurrió durante mi breve estancia en Florida. Fue durante el famoso período de prosperidad, cuando, como otros miles, me vi con el culo a rastras. Al intentar salir del embrollo, me pescaron, junto con un amigo, en pleno cuello de la botella. Jacksonville, donde estuvimos encallados durante unas seis semanas, estaba prácticamente en estado de sitio. Parecía que todos los vagabundos de la tierra, y muchos otros tipos que no habían sido vagabundos antes, habían ido a parar allí. La YMCA, el Ejército de Salvación, los cuarteles de bomberos y de la policía, todo estaba lleno. Absolutamente complet, y por todas partes carteles en ese sentido. Los habitantes de Jacksonville se habían endurecido tanto, que me parecía que iban vestidos con cotas de malla. Era otra vez el problema de siempre: la comida. La comida y un lugar donde acostarse. La comida llegaba del sur en trenes repletos: naranjas y pomelos y toda clase de comestibles jugosos. Solíamos pasar por los cobertizos de mercancías en busca de fruta podrida… pero hasta eso escaseaba.
Una noche, desesperado, llevé a mi amigo Joe a una sinagoga, a la hora del oficio. Era una congregación reformada, y el rabino me causó bastante buena impresión. La música también me impresionó: esa lamentación desgarradora de los judíos. Tan pronto como acabó el oficio, me dirigí al despacho del rabino y solicité una entrevista con él. Me recibió bastante atentamente… hasta que le hice saber el objeto de mi visita. Entonces se alarmó tremendamente. Sólo le había pedido una ayudita para mi amigo Joe y para mí. Por la mirada que me echó, parecía como si le hubiera pedido que me alquilase la sinagoga para poner una bolera. Para remate, de repente me preguntó a quemarropa si era judío o no. Cuando respondí que no, pareció profundamente ultrajado. ¿Por qué — hiciera el favor de decirle — había acudido a un pastor judío en busca de ayuda? Le dije ingenuamente que siempre había tenido más fe en los judíos que en los gentiles. Lo dije modestamente, como si fuera uno de mis defectos particulares. Y, además, era verdad. Pero no le halagó lo más mínimo. No, señor. Estaba horrorizado. Para librarse de mí, escribió una nota para los del Ejército de Salvación. «Ése es el lugar al que debe dirigirse», dijo, y bruscamente se dio la vuelta para ocuparse de su rebaño.
Naturalmente, el Ejército de Salvación no tenía nada que ofrecernos. Si hubiéramos tenido veinticinco centavos cada uno, podríamos haber alquilado un colchón en el suelo. Pero no teníamos ni cinco centavos entre los dos. Fuimos al parque y nos tumbamos en un banco. Estaba lloviendo, por lo que nos cubrimos con periódicos. No hacía más de media hora, me imagino, que estábamos allí, cuando apareció un poli y, sin una palabra de aviso, nos dio una somanta tan fuerte, que en un santiamén estábamos de pie, y hasta bailamos un poco, aunque no estábamos para bailes ni mucho menos. Me sentí tan dolido y desgraciado, tan desalentado, tan humillado, después de que aquel cabrón retrasado mental me golpeara en el culo, que habría sido capaz de volar el Ayuntamiento.
La mañana siguiente, para saldar cuentas con aquellos hospitalarios hijos de puta, nos presentamos muy temprano a la puerta de un sacerdote católico. Aquella vez dejé que hablara Joe. Era irlandés y tenía un poco de acento. También tenía ojos tiernos y azules, y podía hacer que se le humedecieran un poco, cuando quería. Una hermana vestida de negro nos abrió la puerta; sin embargo, no nos hizo pasar. Tuvimos que esperar en el vestíbulo hasta que fue a llamar al buen padre. Al cabo de unos minutos llegó, el buen padre, resoplando como una locomotora. ¿Y qué era lo que deseábamos para molestar a alguien como él a aquella hora de la mañana? Algo de comer y un sitio donde acostarnos, respondimos inocentemente. ¿Y de dónde veníamos?, quiso saber el buen padre al instante. De Nueva York. De Nueva York, ¿eh? Entonces más vale que volváis allá lo más rápido que podáis, amigos, y, sin decir una palabra más, aquel gran saco cabrón con cara de nabo nos cerró la puerta en las narices. Una hora después aproximadamente, vagando sin rumbo y desamparados como un par de goletas ebrias, dio la casualidad de que volviéramos a pasar por delante de la rectoría. ¡Que Dios me perdone, si no era aquel saco con cara de nabo lujurioso el que salía del callejón marcha atrás en una limusina! Al pasar delante de nosotros, nos echó una nube de humo a los ojos. Como diciendo: «¡Eso para vosotros!» Era una bella limusina, con dos ruedas de recambio en la parte trasera, y el buen padre iba sentado al volante con un gran puro en la boca. Era tan grueso y delicioso, que debía de ser un Corona Corona. Marchaba muy bien, de eso no había duda. No pude ver si llevaba faldas o no. Sólo vi la salsa que le escurría de los labios… y el enorme puro con aquel aroma de medio dólar. Me pasé todo el viaje hasta Dijon recordando el pasado. Pensé en todas las cosas que podría haber dicho y hecho, y que no había dicho ni hecho, en los momentos amargos y humillantes en que pedir un simple mendrugo de pan es rebajarse más que un gusano. A pesar de estar completamente sobrio, todavía me escocían aquellos antiguos insultos y agravios. Todavía sentía aquel azote en el culo que me dio el poli en el parque… aunque eso sólo era una nimiedad, una leccioncita de baile, podríamos decir. He vagado por todo Estados Unidos, y por Canadá y México. La misma historia en todas partes. Si quieres pan, tienes que aceptar la rutina del trabajo, marcar el paso. Por toda la tierra un desierto gris, una alfombra de acero y cemento. ¡Producción! Más tuercas y tornillos, más alambre de púas, más galletas para perros, más segadoras mecánicas para césped, más rodamientos de bolas, más explosivos instantáneos, más tanques, más gas venenoso, más jabón, más pasta de dientes, más periódicos, más educación, más iglesias, más bibliotecas, más museos. ¡Adelante! El tiempo apremia. El embrión está abriéndose paso por el cuello de la matriz, y ni siquiera hay una gota de saliva para facilitar la salida. Un parto seco, estrangulados Ni un gemido, ni un chirrido. Salut au monde! Salva de veintiún cañones zumbando desde el recto. «Llevo el sombrero como me place, dentro o fuera de casa», decía Walt. Aquélla era una época en que todavía podías encontrar un sombrero de tu talla. Pero el tiempo pasa. Para encontrar ahora un sombrero de tu talla tienes que ir a la silla eléctrica. Te dan un gorrito. Un poco justo, ¿eh? Pero ¡no importa! Te está bien. Tienes que estar en un país extraño como Francia, caminando por el meridiano que separa los hemisferios de la vida y de la muerte, para saber qué incalculables perspectivas se abren ante ti. ¡El cuerpo eléctrico! ¡El alma democrática! ¡Pleamar! Santa Madre de Dios, ¿qué significa esta insensatez? La tierra está reseca y agrietada. Hombres y mujeres acuden juntos como nidadas de buitres sobre una carroña hedionda, para aparearse y después volver a separarse volando. Buitres que descienden de las nubes como piedras pesadas. Garras y pico, ¡eso es lo que somos! Un enorme aparato intestinal con una nariz para olfatear carne muerta. ¡Adelante! Adelante sin piedad, sin compasión, sin amor, sin indulgencia. ¡No pidáis cuartel ni lo deis! ¡Más acorazados, más gas venenoso, más explosivos instantáneos! ¡Más gonococos! ¡Más estreptococos! ¡Más bombarderos! ¡Más y más… hasta que la puta maquinaria vuele en pedazos, y la tierra con ella!
Al bajar del tren, comprendí inmediatamente que había cometido un error fatal. El Lycée no quedaba lejos de la estación; tomé la calle principal y me dirigí a tientas hacia mi destino entre la temprana oscuridad de un atardecer invernal. Caía una nieve menuda, los árboles centelleaban de escarcha. Pasé por delante de un par de enormes cafés vacíos que parecían lúgubres salas de espera. Penumbra silenciosa y vacía: ésa fue mi impresión. Una ciudad insignificante y sin perspectivas donde se produce mostaza a carretadas que sale en tanques y toneles y barriles y frasquitos muy monos.
La primera mirada al Lycée me hizo estremecer. Me sentí tan indeciso, que en la entrada me detuve a deliberar sobre si debía entrar o no. Pero, como carecía de dinero para el billete de vuelta, no tenía demasiado sentido deliberar sobre la cuestión. Por un momento pensé en enviar un telegrama a Fillmore, pero después no supe qué excusa poner. No quedaba más remedio que entrar con los ojos cerrados.
Resultó que M. le Proviseur había salido: era su día libre, según dijeron. Se me acercó un hombre bajito y chepudo y se ofreció a acompañarme al despacho de M. le Censeur, segundo de a bordo. Le seguí un poco retrasado y fascinado por la forma grotesca como renqueaba. Era un pequeño monstruo, como los que pueden verse en el pórtico de cualquier catedral europea de segunda fila.
El despacho de M. le Censeur era amplio y estaba vacío. Me senté en una silla dura, mientras el jorobado salió corriendo a buscarlo. Casi me sentí en casa. La atmósfera del lugar me recordaba vívidamente ciertas oficinas de beneficencia allá, en Estados Unidos, donde solía pasar las horas muertas sentado y esperando que algún hipócrita viniera a interrogarme.
De repente, se abrió la puerta y, con paso dengoso, entró pavoneándose M. le Censeur. Hice todo lo posible para reprimir una risita. Llevaba una levita como la que solía usar Boris, y sobre la frente le caía un flequillo, una especie de bucle como el que podría haber llevado Smerdiakov. Serio y frío, con ojos de lince, no desperdició palabras para darme la bienvenida. En seguida sacó las hojas en que estaban escritos los nombres de los estudiantes, las horas, las clases, etc., todo con caligrafía meticulosa. Me dijo cuánto carbón y leña me correspondía y después se apresuró a informarme de que tenía libertad para hacer lo que quisiera en mi tiempo libre. Ésa fue la primera cosa agradable que le oí decir. Me pareció tan tranquilizador, que me apresuré a rezar una oración por Francia: por el ejército y la marina, el sistema educativo, los bistrots, y toda la pesca.
Acabado el paripé, tocó una campanilla, y al instante apareció el jorobado para acompañarme al despacho de M. l’Econome. Allí la atmósfera era algo diferente. Más parecida a una estación de mercancías con cartas de porte y sellos de goma por todas partes, y escribientes pálidos garabateando sin cesar con lápices rotos en enormes y pesados libros de cuentas. Recibida mi porción de carbón y leña, nos pusimos en marcha, el jorobado y yo, con una carretilla, hacia el dormitorio. Iba a ocupar una habitación en el último piso, en el mismo ala que los pions. La situación estaba adquiriendo un carácter gracioso. No sabía qué diablos me esperaba a continuación. Quizá una escupidera. Todo aquello recordaba mucho a los preparativos para una campaña; lo único que faltaba era una mochila y un rifle… y una bala de metal. La habitación que me asignaron era bastante amplia, con una estufa pequeña a la que iba unido un tubo torcido que formaba un codo justo sobre el catre de hierro. Cerca de la puerta, un gran cajón para el carbón y la leña. Las ventanas daban a una hilera de casitas desoladas, en que vivían el tendero, el panadero, el zapatero, el carnicero, etc., todos ellos patanes con cara de imbéciles. Miré por encima de los tejados hacia las montañas peladas por donde pasaba traqueteando un tren. El silbato de la locomotora sonaba lúgubre e histérico.
Después de que el jorobado me hubiera encendido el fuego, pregunté por la manduca. Todavía no era hora de cenar. Me dejé caer en la cama, con el abrigo puesto, y me tapé con la colcha. Junto a mí se encontraba la eterna mesita de noche desvencijada en que se oculta el orinal. Coloqué el despertador sobre la mesa y miré pasar los minutos haciendo tic-tac. En aquel pozo de habitación una luz azulada se filtraba desde la calle. Oí pasar camiones traqueteando, mientras miraba distraídamente el tubo, el codo donde estaba sujeto con trozos de alambre. El cajón del carbón me intrigaba. Nunca en mi vida había ocupado una habitación con un cajón para carbón. Y nunca en mi vida había encendido un fuego ni había dado clases a niños. Tampoco, si vamos al caso, había trabajado nunca sin que me pagaran. Me sentía libre y encadenado a un tiempo: como se siente uno justo antes de las elecciones, cuando han nombrado candidatos a todos los granujas y te instan a votar al hombre idóneo. Me sentía como un asalariado, como un factótum, como un cazador, como un pirata, como un galeote, como un pedagogo, como un gusano y un piojo. Era libre, pero tenía los miembros encadenados. Un alma democrática con un boleto para comida gratuita, pero sin poder de locomoción, sin voz. Me sentía como una medusa clavada a una tabla. Sobre todo, sentía hambre. Las manecillas se movían despacio. Todavía diez minutos por matar antes de que sonara el despertador. Las sombras de la habitación iban intensificándose. Reinaba un silencio espantoso, una calma tensa que me ponía los nervios de punta. Había motas de nieve pegadas a los cristales de la ventana. Desde muy lejos, llegó el pitido agudo de una locomotora. Luego, un silencio de muerte otra vez. La estufa había empezado a enrojecerse, pero no salía calor de ella. Empecé a temer que me quedaría dormido y me perdería la comida. Eso significaría pasar la noche en vela con el estómago vacío. Sentí pánico.
Justo un momento antes de que sonara la campana, salté de la cama y, después de cerrar la puerta tras de mí, salí disparado escaleras abajo hasta el patio. Allí me perdí. Un patio, otro patio; una escalera, otra escalera. Entraba y salía de los edificios buscando desesperadamente el comedor. Me crucé con una larga fila de jóvenes que iban en columna sólo Dios sabía hacia dónde; avanzaban como una cuerda de presos, con un cómitre a la cabeza de la columna. Por fin, vi a un individuo de aspecto enérgico y con sombrero hongo que se dirigía hacia mí. Le detuve para preguntarle el camino hacia el comedor. Resultó que había tropezado con el hombre indicado. Era M. le Proviseur, y pareció encantado de haberme encontrado. Me preguntó al instante si estaba cómodamente instalado, si podía hacer algo más por mí. Le dije que todo estaba perfecto. Sólo que hacía un poco de frío, me atreví a añadir. Me aseguró que no era muy frecuente aquel tiempo. De vez en cuando había nieblas y nevaba un poco, y entonces era un poco molesto, y que si patatín y que si patatán. Me llevó todo el tiempo cogido del brazo, mientras me guiaba hacia el comedor. Parecía un tipo muy decente. Un tío legal, pensé para mis adentros. Llegué a imaginar incluso que podría hacerme amigo suyo más adelante, que me invitaría a su habitación una noche de frío intenso y me prepararía un grog caliente. Imaginé toda clase de detalles amistosos en los pocos instantes que tardamos en llegar a la puerta del comedor. Allí, mientras mi mente seguía corriendo a mil por hora, me estrechó la mano de repente y, alzándose el sombrero, me dio las buenas noches. Quedé tan perplejo, que también yo le saludé quitándome el sombrero. Era lo que había que hacer, como no tardé en descubrir. Siempre que te cruzas con un profe, o incluso con M. l’Econome, te descubres. Podrías cruzarte doce veces al día con el mismo tipo. Da igual. Tienes que saludar, aunque se te desgaste el sombrero. Es la forma de demostrar cortesía.
El caso es que había encontrado el comedor. Parecía una clínica del East Side, con azulejos en las paredes, bombillas desnudas, y mesas de mármol. Y, naturalmente, una gran estufa con un tubo en forma de codo. La cena no estaba servida todavía. Un lisiado entraba y salía con platos y cuchillos y tenedores y botellas de vino. En un rincón varios jóvenes charlaban animadamente. Me dirigí a ellos y me presenté. Me dieron una acogida de lo más cordial. Casi demasiado cordial, de hecho. No lo acababa de entender del todo. En un santiamén la habitación empezó a llenarse; me fueron presentando a uno por uno rápidamente. Después formaron un círculo a mi alrededor y, tras llenar los vasos, empezaron a cantar.
L’autre soir l’idée m’est venue
Cré nom de Zeus d’enculer un pendu;
Le vent se léve sur la potence,
Voila mon pendu qui se balance,
J’al dú l’enculer en sautant,
Cré nom de Zeus, on est jamais content.
Baiser dans un con trop petit,
Cré nom de Zeus, on s’écorche le vit;
Baiser dans un con trop large,
On ne saitpas ou l’on décharge;
Se branler étant bien emmerdant,
Cré nom de Zeus, on est jamais content.
Acto seguido, Quasimodo anunció la cena. Eran un grupo alegre, les surveillants. Uno era Kroa, que eructaba como un cerdo y siempre se tiraba un sonoro pedo al sentarse a la mesa. Según me informaron, podía tirarse trece pedos seguidos. Había establecido una marca. Otro era Monsieur le Prince, un atleta al que le encantaba ponerse un smoking por la noche cuando iba a la ciudad, tenía un cutis bello, como el de una muchacha, y nunca probaba el vino ni leía nada que le exigiera un esfuerzo del cerebro. A su lado se sentaba Petit Paul, del Midi, que sólo pensaba en las gachís todo el tiempo; solía decir todos los días: «apartir de jeudi je ne parleraiplus de femmes». Él y Monsieur le Prince eran inseparables. Otro era Passeleau, un auténtico pillo que estudiaba medicina y que daba sablazos a diestro y siniestro; hablaba sin cesar de Ronsard, Villon y Rabelais. Frente a mí se sentaba Moliese, agitador y organizador de los pions, que insistía en pesar la carne para ver si no faltaban unos gramos. Ocupaba una habitación pequeña en la enfermería. Su mayor enemigo era Monsieur l’Econome, lo que no decía nada especial en su favor, ya que todo el mundo odiaba a aquel individuo. El compañero de Moliese era un tal Le Pénible, un tipo de aspecto hosco con perfil de halcón que hacía las economías más estrictas y prestaba dinero. Era como un grabado de Alberto Durero: una mezcla de todos los demonios hoscos, avinagrados, adustos, amargos, infortunados, desdichados e introspectivos que componen el panteón de los caballeros medievales de Alemania. Un judío, sin duda alguna. El caso es que murió en un accidente automovilístico poco después de mi llegada, circunstancia que me dejó con un saldo de veintitrés francos a mi favor. Con la excepción de Renaud, que se sentaba a mi lado, los demás se me han borrado de la memoria; pertenecían a la categoría de individuos sin interés que componen el mundo de los ingenieros, arquitectos, dentistas, farmacéuticos, profesores, etc. No había nada que los distinguiera de los zoquetes que más adelante les lustrarían los zapatos. Eran ceros a la izquierda en todos los sentidos de la palabra, nulidades que forman el núcleo de una ciudadanía respetable y lamentable. Comían con las cabezas gachas y eran siempre los primeros en clamar por una segunda ración. Dormían profundamente y nunca se quejaban; no eran ni alegres ni desdichados. Los indiferentes a quienes Dante asignó el vestíbulo del Infierno. Las clases altas. Después de cenar, era costumbre ir inmediatamente a la ciudad, a no ser que estuviera uno de servicio en los dormitorios. En el centro de la ciudad estaban los cafés: salones enormes y deprimentes donde los somnolientos comerciantes de Dijon se reunían a jugar a las cartas y a oír música. Se estaba caliente en los cafés, eso es lo mejor que puedo decir de ellos. Los asientos eran bastante cómodos también. Y siempre había algunas putas que, por una caña de cerveza o una taza de café, se sentaban y charlaban contigo. Por otro lado, la música era atroz. ¡Qué música! Una noche de invierno, en un pueblo de mala muerte como Dijon, nada puede ser más molesto, más exasperante, que el sonido de una orquesta francesa. Especialmente, una de esas lúgubres orquestas femeninas en las que todo son chirridos y pedos, con un ritmo seco, algebraico, y la higiénica consistencia de la pasta de dientes. Una función de resoplidos y raspaduras a tantos francos la hora… ¡y que el diablo se lleve al último! ¡Qué melancolía! Como si el viejo Euclides se hubiera alzado sobre las patas traseras y hubiese tragado ácido prúsico. Todo el reino de la Idea tan completamente explotado por la razón, que no queda nada con que hacer música salvo las tablillas vacías del acordeón, a través de las cuales silba el viento y hace jirones el éter. Sin embargo, hablar de música en relación con aquel pozo es como soñar con champán, cuando estás en la celda de la muerte. La música era la menor de mis preocupaciones. Ni siquiera pensaba en gachís, de tan lúgubre, tan deprimente, tan aburrido, tan gris como era todo. Camino de casa la primera noche, advertí en la puerta de un café una inscripción del Gargantúa. El interior del café era como un depósito de cadáveres. Aun así, ¡adelante! Tenía mucho tiempo libre y ni un céntimo para gastar. Dos o tres horas de prácticas de conversación al día, y nada más. ¿Y para qué servía enseñar inglés a aquellos pobres desgraciados? Sentía una lástima tremenda de ellos. Toda la mañana empollando John Gilpin’s Ride, y por la tarde a practicar una lengua muerta conmigo. Pensaba en el tiempo precioso que había perdido leyendo a Virgilio o tragándome un disparate incomprensible como Hermann undDorothea. ¡Qué locura! ¡El saber, una panera vacía! Pensaba en Carl que puede recitar Fausto al revés, que nunca escribe un libro sin elogiar a su inmortal e incorruptible Goethe. Y, sin embargo, no tenía juicio suficiente para ligarse a una tía rica y conseguir un cambio de muda. Hay algo obsceno en ese amor del pasado que acaba en colas de parados esperando recibir comida gratis y en refugios subterráneos. Algo obsceno en esa estafa espiritual que permite a un idiota espolvorear agua bendita sobre los Grandes Berthas y acorazados y explosivos instantáneos. Cualquier hombre que se haya dado una panzada leyendo a los clásicos es un enemigo de la raza humana. Allí me teníais, con la supuesta misión de difundir el evangelio de la amistad francoamericana: el emisario de un cadáver que, tras haber saqueado a diestro y siniestro, tras haber causado sufrimientos y calamidades indecibles, soñaba con establecer la paz universal. ¡Pufff! ¿De qué esperaban que hablara?, me pregunto. ¿De Hojas de hierba, de las barreras arancelarias, de la Declaración de Independencia, de la última guerra de gangsters? ¿De qué? ¿Simplemente de qué? Me gustaría saberlo. Bueno, pues, voy a deciros una cosa: nunca mencioné esas cosas. Empecé al instante con una lección sobre la fisiología del amor. Cómo hacen el amor los elefantes… ¡eso mismo! Se extendió como un reguero de pólvora. Después del primer día, ya no volvió a haber bancos vacíos. Después de aquella primera lección en inglés, me esperaban a la puerta. Nos llevábamos de maravilla. Preguntaban toda clase de cosas, como si nunca hubieran aprendido una maldita cosa. Les dejaba que me bombardeasen. Les enseñaba a hacer preguntas todavía más espinosas. ¡Preguntad lo que queráis!: ése era mi lema. Estoy aquí como plenipotenciario del reino de los espíritus libres. Estoy aquí para crear fiebre y fermento. «En cierto modo», dice un astrónomo eminente, «el universo material parece desvanecerse como un cuento que se narra, disolverse en la nada como una visión». Ésa parece ser la sensación general subyacente a la vacía panera del saber. Por mi parte, no lo creo. No creo una puñetera cosa de lo que esos cabrones intentan hacernos tragar.
Entre clases, si no tenía un libro para leer, me iba arriba, al dormitorio, a charlar con los pions. Ignoraban deliciosamente todo lo que sucedía… especialmente en el mundo del arte. Eran casi tan ignorantes como los propios estudiantes. Era como si me hubiera metido en un pequeño manicomio privado sin señales de salida. A veces curioseaba bajo las arcadas, observando pasar a los chavales con enormes trozos de pan en sus sucias bocas. Yo mismo siempre estaba hambriento, ya que me resultaba imposible ir al desayuno, que repartían a una hora intempestiva de la mañana, precisamente cuando la cama empezaba a estar calentita. Enormes tazones de café azul con trozos de pan blanco y sin mantequilla para acompañarlos. Para almorzar, judías o lentejas con trozos de carne que echaban para que parecieran apetitosas. Comida adecuada para una cuerda de presos, para picapedreros. Hasta el vino era asqueroso. Todo estaba aguado o espeso. Había calorías, pero no arte culinario. M. l’Econome era responsable de todo aquello. Así decían. Pero tampoco lo creo. Le pagaban simplemente para mantener nuestras cabezas por encima de la línea de flotación. No nos preguntaba si padecíamos hemorroides o forúnculos; no averiguaba si teníamos el paladar delicado o intestinos de lobo. ¿Por qué había de hacerlo? Le habían contratado para producir tantos kilovatios de energía con tantos gramos por plato. Todo en función de los caballos de vapor. Todo estaba cuidadosamente calculado en los gruesos libros de cuentas en que los pálidos escribientes garabateaban por la mañana, al mediodía y por la noche. Debe y haber, con una línea roja vertical en el centro de la página.
Vagando por el patio con el estómago vacío la mayoría de las veces, llegué a sentirme ligeramente loco. Como Carlos el Simple, pobre diablo… sólo que yo no tenía a Odette Champdivers con quien jugar a los médicos. La mitad de las veces tenía que sacar de gorra cigarrillos a los estudiantes, y a veces durante las clases comía un poco de pan duro con ellos. Como siempre se me estaba apagando el fuego, pronto gasté mi asignación de leña. Las pasaba canutas engatusando a los escribientes de los libros de cuentas para sacarles un poco de leña. Al final, me ponía tan furioso, que salía a la calle y buscaba leña, como un árabe. Era asombroso la poca leña que podías recoger por las calles de Dijon. Sin embargo, aquellas pequeñas expediciones en busca de aprovisionamiento me condujeron a barrios extraños. Conocí la callecita que llevaba el nombre de M. Philibert Papillon —un músico fallecido, creo —, en la que había varias casas de putas. Por allí siempre había más alegría; había olor a comida cocinándose, y ropa colgada a secar. De vez en cuando vislumbraba a las pobres imbéciles que holgazaneaban adentro. Les iba mejor que a las pobres infelices con las que me tropezaba siempre que recorría unos grandes almacenes. Lo hacía con frecuencia para entrar en calor. Supongo que ellas lo hacían por la misma razón. Buscaban a alguien que las invitara a un café. Parecían un poco locas, con el frío y la soledad. La ciudad entera parecía un poco loca, cuando el azul del anochecer caía sobre ella. Podías recorrer de punta a punta el paseo principal cualquier jueves de la semana hasta el Día del Juicio sin encontrar a un alma expansiva. Sesenta o setenta mil personas —tal vez más — envueltas en ropa interior de lana y ningún sitio donde ir ni nada que hacer. Produciendo mostaza a carretadas. Orquestas femeninas interpretando La viuda alegre. Vajilla de plata en los hoteles grandes. El palacio ducal pudriéndose, piedra a piedra, miembro a miembro. Los árboles crujiendo con la escarcha. Un repiqueteo incesante de zuecos. La universidad celebrando la muerte de Goethe, o su nacimiento, no recuerdo cuál. (Generalmente, lo que celebran son las muertes. ) En cualquier caso, una idiotez. Todo el mundo bostezando y desperezándose. Al entrar en el patio por la amplia avenida siempre se apoderaba de mí una sensación de profunda futilidad. Afuera, desolado y vacío; dentro, desolado y vacío. Una esterilidad despreciable cerniéndose sobre la ciudad, una bruma de saber libresco. Escoria y cenizas del pasado. En torno a los patios interiores estaban dispuestas las clases, cabañitas como las que se ven en los bosques nórdicos, donde los pedagogos daban rienda suelta a sus vicios. En la pizarra el fútil galimatías que los futuros ciudadanos de la república tendrían que pasar la vida olvidando. De vez en cuando recibían a los padres en la avenida de entrada, donde había bustos de los héroes de la antigüedad, como Moliere, Racine, Corneille, Voltaire, etc., todos los espantajos que los ministros citan con los labios húmedos, siempre que se añade un inmortal al museo de cera. (No hay busto de Villon, ni de Rabelais, ni de Rimbaud. ) El caso es que allí se reunían en solemne cónclave, los padres y los presuntuosos a quienes el Estado contrata para doblegar las mentes de los jóvenes. Siempre ese proceso de sometimiento, de jardinería ornamental para volver la mente más atractiva. Y en ocasiones también acudían los jóvenes, los pequeños girasoles a los que pronto trasplantarían desde el vivero para decorar los parterres municipales. Algunos de ellos eran simples plantas de caucho fáciles de desempolvar con un camisón rasgado. Todos ellos cascándosela desesperadamente en los dormitorios tan pronto como llegaba la noche. ¡Los dormitorios! Allí brillaban las luces rojas, allí la campana sonaba como una alarma de incendio, allí los peldaños estaban desgastados por las carreras precipitadas para llegar a las aulas. ¡Y luego, los profes! Durante los primeros días llegué hasta el extremo de estrechar las manos a algunos de ellos, y, por supuesto, nunca faltaba el saludo con el sombrero, cuando nos cruzábamos bajo las arcadas. Pero, respecto a charlar francamente, a ir hasta la esquina y tomar una copa juntos, no había nada que hacer. Era sencillamente inimaginable. La mayoría de ellos parecía que se hubiesen cagado de miedo. En cualquier caso, yo pertenecía a otra jerarquía. No habrían compartido siquiera un piojo con alguien como yo. Me ponía tan de tan mala hostia, sólo de mirarlos, que solía maldecirlos entre dientes, cuando los veía venir. Solía quedarme parado, recostado contra una columna, con un cigarrillo en la comisura de los labios y el sombrero calado sobre los ojos, y cuando llegaban a mi altura, soltaba un gargajo y alzaba el sombrero. Ni siquiera me molestaba en abrir la boca ni en darles los buenos días o las buenas tardes. Me limitaba a decir entre dientes: «¡A tomar por culo, gilipollas!», y listo. Al cabo de una semana, parecía que hubiera estado allí toda la vida. Era como una puta pesadilla de la que no puedes librarte. Entraba en coma, sólo de pensarlo. Hacía tan sólo unos días que había llegado. Anochecer. Gente corriendo a casa como ratas bajo las luces neblinosas. Los árboles brillando con malicia afilada como un diamante. Lo pensé una y mil veces. Desde la estación hasta el Lycée era como un paseo por el pasillo de Danzig, todo picoteado en los bordes, agrietado, surcado de nervios. Un sendero de huesos muertos, de figuras encorvadas, contraídas, sepultadas en sudarios. Espinas dorsales hechas de raspas de sardina. El propio Lycée parecía emerger de un lago de nieve fina, una montaña invertida que apuntaba hacia el centro de la tierra, donde Dios, o el Diablo, embutido en una camisa de fuerza no cesa de moler para ese paraíso que siempre es una polución nocturna. No recuerdo si el sol brilló alguna vez. No recuerdo otra cosa que las frías nieblas grasientas que venían de los helados pantanos, de la zona donde las vías del ferrocarril excavaban en los cerros lívidos. Abajo, cerca de la estación, había un canal, o quizá fuera un río, oculto bajo un cielo amarillo, con cabañitas pegadas contra los bordes empinados de las orillas. También un cuartel en algún lugar, me pareció, porque de vez en cuando me tropezaba con hombrecillos amarillos de Cochinchina: enanos serpeantes con caras de opio que asomaban por sus holgados uniformes como esqueletos teñidos y rellenos de virutas. Todo el maldito medievalismo del lugar era endemoniadamente cosquilleante e inquieto; se mecía con débiles gemidos, te saltaba desde los aleros, colgaba de las gárgolas como criminales desnucados. Me volvía constantemente para mirar, sin dejar de caminar como un cangrejo al que pinchan con un tenedor sucio. Todos aquellos monstruos pequeños y gruesos, aquellas efigies como losas pegadas a la fachada de la Eglise St. Michel, me seguían por las callejuelas tortuosas y a la vuelta de las esquinas. Toda la fachada de St. Michel parecía abrirse como un álbum por la noche, y dejarte cara a cara con los horrores de la página impresa. Cuando se apagaban las luces y los caracteres se esfumaban, planos, muertos como las palabras, entonces era magnífica, la fachada; en cada grieta de la antigua portada rugosa sonaba el canto sordo del viento nocturno y sobre la mampostería puntillada de las frías y rígidas vestiduras había una baba turbia, como el ajenjo, de bruma y escarcha. Allí, donde se alzaba la iglesia, todo parecía trastrocado. La propia iglesia debía de haber resultado dislocada de la base por siglos de progreso en la lluvia y la nieve. Se encontraba en la Place Edgar-Quinet, agazapada contra el viento, como una mula muerta. Por la rue de la Monnaie el viento corría como una cabellera blanca encrespada: se arremolinaba en torno a los postes blancos que impedían el paso a los autobuses y a los tiros de veinte muías. Al pasar por aquella salida por la mañana temprano, a veces me tropezaba con monsieur Renaud que, encapuchado como un monje glotón, me hacía propuestas en la lengua del siglo XVII. Al ponerme al paso con monsieur Renaud, mientras la luna estallaba por el grasiento cielo como un globo pinchado, penetraba inmediatamente en el reino de lo trascendental. M. Renaud usaba un lenguaje preciso, seco como una ciruela, con pesada base brandenburguesa. Solía abalanzarse de Heno sobre mí desde Goethe o Fichte, con tonos graves, profundos, que retumbaban en las esquinas barridas por el viento de la plaza como estampidos de truenos del año anterior. ¡Hombres del Yucatán, hombres de Zanzíbar, hombres de Tierra del Fuego, salvadme de esta glauca corteza de cerdo! El Norte se agolpa en torno a mí, los glaciales fiordos, las espinas de punta azul, las luces demenciales, el obsceno cántico cristiano que se difundió como una avalancha desde el Etna hasta el Egeo. Todo helado y duro como escoria, la mente inmovilizada y ribeteada de escarcha, y a través de los deprimentes fardos de palabrería los asfixiantes gargarismos de santos devorados por los piojos. Blanco soy y envuelto en lana, fajado, encadenado, desjarretado estoy, pero en esto nada tengo que ver. Blanco hasta los huesos, pero con fría base alcalina, y la punta de los dedos de azafrán. Blanco, sí, pero compadre de saber, no; corazón católico, no. Blanco y despiadado como los hombres que me precedieron y que zarparon del Elba. Miro al mar, al cielo, o lo ininteligible distantemente cercano. La nieve bajo los pies se esparce con el viento, sopla, hace cosquillas, se aleja balbuceando, vuela hacia el cielo, cae en chaparrón, se fragmenta, se esparce como llovizna. No hay sol, ni rugido de resaca, ni oleaje en rompiente. El frío viento del norte, aguzado con dardos punzantes, glacial, maligno, voraz, devastador, paralizador. Las calles giran por los serpeantes recodos; se desvían del vistazo apresurado, de la mirada severa. Se alejan renqueando a lo largo del enrejado a la deriva, haciendo girar la iglesia, segando las estatuas, derribando los monumentos, descuajando los árboles, atiesando la hierba, chupando la fragancia de la tierra. Hojas deslustradas como cemento: hojas que ningún vacío puede hacer brillar de nuevo. Ninguna luna plateará nunca su apatía. Las estaciones han quedado paralizadas, los árboles se acobardan y se agostan, las carretas ruedan por los surcos de mica con tumbos que recuerdan al sonido de un arpa. En la depresión de los cerros de blancas cimas, dormita la lívida e invertebrada Dijon. No hay hombre vivo que camine por la noche excepto los espíritus inquietos que se dirigen hacia el sur, hacia meridianos de zafiro. Y, sin embargo, yo estoy de pie y camino, un espectro ambulante, un hombre blanco aterrorizado por la fría cordura de esta geometría de matadero. ¿Quién soy? ¿Qué hago aquí? Caigo entre los fríos muros de la malignidad humana, una figura blanca que aletea, que se hunde en el frío lago, con una montaña de calaveras a mi alrededor. Me aclimato a las latitudes frías, los peldaños de yeso bañados de añil. La tierra en sus oscuros corredores conoce mi paso, siente un pie en todas las direcciones, un ala que se agita, un jadeo y un escalofrío. Oigo deformar y mutilar el saber, oigo las cifras subir, baba de murciélago gotear y retumbar con alas doradas y acartonadas; oigo los trenes chocar, las cadenas castañetear, la locomotora resoplar, bufar, aspirar, soltar vapor y mear. Todas las cosas me llegan a través de la clara niebla con olor a repetición, con resacas amarillas de borrachera y juramentos. En el centro inerte, muy por debajo de Dijon, muy por debajo de las regiones hiperbóreas, se halla el dios Ajax, con los hombros atados a la rueda del molino, las aceitunas crujiendo, el verde agua del pantano pululante de sapos que croan.
La niebla y la nieve, la fría latitud, el pesado saber, el café azul, el pan sin mantequilla, la sopa y las lentejas, las indigestas judías, el queso rancio, el rancho pastoso, el vino malo han dado constipación a toda la penitenciaría. Y precisamente cuando todo el mundo está estreñido, las cañerías del retrete van y se hielan. La mierda se amontona como montículos de hormigas; hay que bajar de los pequeños pedestales y soltarla en el suelo. Ahí se queda tiesa y helada, esperando el deshielo. Los jueves el jorobado llega con su carretilla, recoge los fríos y tiesos chorizos con una escoba y una pala y se va arrastrando la pierna tiesa. Los pasillos están llenos de papel higiénico; se te pega a los pies como el papel atrapamoscas. Cuando el tiempo mejora, el olor madura; lo hueles en Winchester a sesenta kilómetros de distancia. Por la mañana, de pie sobre ese estiércol maduro, con un cepillo de dientes, el hedor es tan fuerte, que marea. Formamos un círculo con camisas de franela rojas, esperando para escupir en el agujero; es como un aria de las grandes óperas de Verdi, un coro de yunques con poleas y jeringas. Por la noche, cuando me coge de improviso, bajo corriendo al retrete particular de M. le Censeur, junto a la avenida de entrada. Mis deposiciones están siempre llenas de sangre. Su retrete tampoco tiene agua, pero por lo menos es un placer sentarse. Le dejo mi paquetito en prueba de afecto. Cada noche, hacia el final de la cena, el veilleur de nuit pasa a tomar su copita. Éste es el único ser humano de toda la institución al que me siento afín. Es un don nadie. Lleva una linterna y un manojo de llaves. Hace las rondas toda la noche, tieso como un autómata. Más o menos cuando sirven el queso rancio, ahí viene a por su vaso de vino. Se queda ahí plantado, con la mano tendida, el pelo fuerte y erizado, como el de un mastín, las mejillas rosadas, el bigote brillante de nieve. Musita una o dos palabras y Quasimodo le trae la botella. Entonces, con los pies firmemente plantados en el suelo, echa la cabeza hacia atrás y para abajo va, lentamente y de un solo trago. Para mí es como si se echara rubíes gaznate abajo. Hay algo en ese gesto que me hace estremecer. Es casi como si estuviera apurando los posos de la compasión humana, como si todo el amor y la conmiseración del mundo pudieran tomarse así, de un trago, como si eso fuera lo único que pudiese exprimirse día tras día. Lo han convertido en poco menos que un conejo. En el orden de cosas tiene menos valor que la salmuera para conservar un arenque. Es simplemente un poco de abono vivo. Y él lo sabe. Cuando mira a su alrededor, después de haber bebido, y nos sonríe, el mundo parece caerse en pedazos. Es una sonrisa desde el otro lado de un abismo. Todo el hediondo mundo civilizado yace como un lodazal en el fondo del precipicio, y sobre él, como un espejismo, se cierne esa sonrisa trémula.
La misma sonrisa era la que me recibía por la noche, cuando regresaba de mis paseos. Recuerdo una de aquellas noches en que, mientras esperaba a la puerta a que el viejo acabara su ronda, tuve tal sensación de bienestar, que habría podido esperar eternamente. Tuve que esperar una media hora antes de que abriera la puerta. Miré a mi alrededor calmosa y pausadamente, contemplé todo con deleite, el árbol muerto frente a la escuela con sus ramas retorcidas, las casas del otro lado de la calle que habían cambiado de color durante la noche, ahora más claramente encorvadas, el sonido de un tren que corría por los yermos siberianos, las vallas pintadas por Utrillo, el cielo, los surcos profundos de las carretas. De repente, caídos del cielo, aparecieron dos enamorados; caminaban unos pasos, se paraban y se abrazaban, y cuando ya no pude seguirlos con los ojos, seguí el sonido de sus pasos, oí la parada repentina, y después su marcha lenta y serpenteante. Sentía sus cuerpos aflojarse y caer, cuando se apoyaban en una valla, oía sus zapatos crujir al tensarse los músculos para el abrazo. Erraban por la ciudad, por las calles tortuosas, hacia el cristalino canal donde el agua reposaba negra como el carbón. Había algo extraordinario en todo aquello. En todo Dijon no había dos como ellos.
Mientras tanto, el viejo estaba haciendo la ronda; oía el tintineo de sus llaves, el crujido de sus botas, el paso firme, automático. Por fin, le oí que venía por la avenida de la entrada a abrir la gran puerta, un monstruoso portal arqueado sin un foso delante. Le oí manipular en la cerradura, con las manos rígidas y la mente aturdida. Al abrirse la puerta, vi sobre su cabeza una constelación brillante que coronaba la capilla. Todas las puertas estaban cerradas, todas las celdas con el cerrojo echado. Los libros estaban cerrados. La noche se cernía tupida, afilada como una daga, ebria como un maníaco. Allí estaba, la infinitud del vacío. Sobre la capilla, como la mitra de un obispo, se cernía la constelación, todas las noches, durante los meses de invierno, se cernía allí a poca altura sobre la capilla. Baja y brillante, un puñado de puntas de daga, un resplandor de pura nada. El viejo me siguió hasta el recodo de la avenida. La puerta se cerró en silencio. Al darle las buenas noches, capté de nuevo aquella sonrisa desesperada, desesperanzada, como un relámpago meteórico sobre el borde de un mundo perdido. Y volví a verlo en el comedor, con la cabeza echada hacia atrás y los rubíes pasándole por el gaznate. Todo el Mediterráneo parecía sepultado dentro de él: los naranjales, los cipreses, las estatuas aladas, los templos de madera, el mar azul, las máscaras rígidas, las aves mitológicas, los cielos de zafiro, los bardos ciegos, los héroes barbados. Todo desaparecido. Hundido bajo la avalancha del norte. Sepultado, muerto para siempre. Un recuerdo. Una esperanza infundada.
Por un momento me quedo parado en el camino de coches. La mortaja, el ataúd, el vacío inexpresable y opresivo de todo aquello. Después camino rápidamente por el sendero de grava, paso por delante de los arcos y las columnas, las escaleras de hierro, de un patio a otro. Todo está cerrado herméticamente. Cerrado por el invierno. Encuentro la arcada que conduce al dormitorio. Una luz enfermiza se derrama sobre las escaleras desde las mugrientas ventanas cubiertas de escarcha. Por todas partes la pintura se está desprendiendo. Las piedras están excavadas, la barandilla cruje; un sudor húmedo rezuma del enlosado y forma un aura pálida y borrosa atravesada por la tenue luz roja al final de la escalera. Subo el último tramo, la torreta, sudando de terror. En una oscuridad de boca de lobo, avanzo a tientas por el desierto corredor, todas las habitaciones vacías, cerradas, devoradas por el moho. Deslizo la mano por la pared buscando el ojo de la cerradura. El pánico se apodera de mí al asir el pomo de la puerta. Siempre una mano en mi cuello, dispuesta a darme un tirón. Una vez dentro de la habitación, echo el cerrojo. Es un milagro que realizo cada noche, el milagro de entrar sin que me estrangulen, sin que me derriben de un hachazo. Oigo las ratas que corren por el pasillo, que no paran de roer sobre mi cabeza entre las espesas alfardas. La luz fulgura como azufre ardiendo y se siente el hedor dulzón, enfermizo, de una habitación que nunca se ventila. En el rincón está el cajón del carbón, tal como lo dejé. El fuego se ha apagado. Un silencio tan intenso, que me suena como las cataratas del Niágara en los oídos.
Solo, despavorido y con una tremenda añoranza vacía. Toda la habitación para mis pensamientos. Solo yo y lo que pienso, lo que temo. Podría pensar las cosas más fantásticas, podría bailar, escupir, hacer muecas, blasfemar, gemir… nadie lo sabría nunca, nadie lo oiría nunca. La idea de una intimidad tan absoluta es suficiente para volverme loco. Es como un parto enteramente. Todo cercenado. Separado, desnudo, solo. Dicha y agonía simultáneamente. El tiempo a tu disposición. Cada segundo pesa sobre ti como una montaña. Te ahogas en él. Desiertos, mares, lagos, océanos. El tiempo que pasa golpeando como un cuchillo de carnicero. La nada. El mundo. El yo y el no-yo. Umaharumuma. Todo debe tener un nombre. Todo debe aprenderse, probarse, experimentarse. Faites comme chez vous, chéri.
El silencio desciende en raudales volcánicos. Allí, en los áridos cerros, bajando hacia las grandes regiones metalúrgicas, las locomotoras arrastran sus mercancías. Ruedan sobre lechos de hierro y acero, la tierra sembrada de escoria y cenizas y mineral purpúreo. En los vagones de mercancías, algas, eclisas, hierro laminado, traviesas, varillas de alambre, planchas y láminas, artículos laminados, flejes forjados al fuego, carros de varillas y mortero y mineral de Zorés. Las ruedas de U-80 milímetros o más. Pasan espléndidas muestras de arquitectura anglonormanda, pasan peatones y pederastas, altos hornos, laminados Bessemer, dinamos y transformadores, lingotes de hierro fundido y barras de acero. El público en general, peatones y pederastas, peces de colores y palmeras de vidrio hilado, asnos sollozando, todos circulando libremente por callejones al tresbolillo. En la Place du Brésil un ojo color de lavanda.
Paso revista en un instante a las mujeres que he conocido. Es como una cadena que he forjado con mi propia desdicha. Cada una atada a la otra. Un miedo a vivir separado, a salir del útero. La puerta de la matriz nunca con el cerrojo echado. Espanto y añoranza. En lo más profundo de la sangre, la atracción del paraíso. El más allá. Siempre el más allá. Todo debió de empezar con el ombligo. Cortan el cordón umbilical, te dan un azote en el culo, y ¡hala!, ya estás en el mundo, a la deriva, un barco sin timón. Miras a las estrellas y después te miras el ombligo. Te salen ojos por todas partes: en los sobacos, entre los labios, en las raíces del pelo, en las plantas de los pies. Lo distante se vuelve cercano, lo cercano se vuelve distante. Dentro-fuera, un flujo constante, un cambio de piel, lo de dentro afuera. Vas a la deriva así durante años y años, hasta que te encuentras en el centro inerte, y allí te pudres lentamente, te desintegras lentamente, te dispersas otra vez. Sólo queda tu nombre.